Presentación de Omar CortésCapítulo séptimo. Apartado 6 - El alzamiento zapatistaCapítulo séptimo. Apartado 8 - Los rebelión orozquista Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 7 - NUEVO GOBIERNO

LOS MALES DE LA SUBVERSIÓN




Los arrestos y planes levantiscos del general Emiliano Zapata, asociados moralmente a las atropelladas a par de novelescas aventuras del general Bernardo Reyes, distrajeron fuertemente los esfuerzos administrativos del gobierno del presidente Madero. Ni éste ni ningún otro gobernante podría ser apto, en los primeros meses de función oficial, para poner en orden al país, satisfacer todos los programas, rehacer los daños causados por la guerra, reivindicar la Constitución y organizar una nueva pléyade de hombres de gobierno.

Esto no obstante. Madero no perdió la ecuanimidad. Mantuvo admirablemente una posición que en la superficie correspondía a la de un individuo crédulo e inexperto en la ciencia del gobierno; pero que, en el fondo, advertía que era poseedor de la prudencia y la entereza del político. Madero no podía dar vuelo a los temores nacionales, puesto que eso hubiese equivalido a sembrar la alarma y por lo mismo a aceptar un estado de anormalidad.

Esta prudencial táctica de Madero redujo, en la realidad, la acción del zapatismo a asaltos y represalias de gavilleros; y en lo que respecta a Reyes, tanta fue la confianza del Presidente en el fracaso del general, y tan manifiesto el error y debilidad de Reyes, que al caer los últimos días de 1911, Madero pudo inaugurar el nuevo año con las esperanzas de iniciar una renovación de los sistemas políticos y jurídicos de la República. El acontecimiento, sin embargo, no hallo eco en el seno de los mexicanos, entregados a las peligrosas murmuraciones que siempre siguen a los cambios de política y personalidades.

Los viejos generales porfiristas, que siempre vieron a Reyes con desconfianza y envidia, entraban ahora —en seguida del fracaso del ambicioso caudillo- a otra etapa no tanto de su vida de soldados, cuanto del juego que siempre ofrece el mando de cuartel, cuando a tal juego se une el propósito de obtener el poder político. Esos proyectos de los generales no se manifiestan franca y abiertamente: y esto hacía que el gobierno creyese con excesivo optimismo en la paz determinada.

Madero, en efecto, dominado que hubo a un enemigo de apariencia potencial como el general Reyes; y desdeñando, como desdeñaba las guerrillas del zapatismo, estaba seguro de exterminar cualquier intento contrarrevolucionario. El gobierno no sentía, pues, no por dejadez, ni ignorancia, ni debilidad, sino porque tal era el orden lógico de las cosas, una amenaza de carácter militar. Además, el propio Presidente tenía tanta confianza en la fuerza de su palabra y la sinceridad de sus designios, que consideraba las ramificaciones del zapatismo en los estados de Puebla y Guerrero como sucesos que no eran capaces de penetrar al alma del pueblo, al cual no sólo gobernaba, antes bien dirigía como jefe de un poderoso partido, más de masas que de clase selecta.

Otras y más importantes tareas tenía el presidente Madero sobre la mesa de la responsabilidad política, patriótica y revolucionaria. Entre tales, estaba la de rehabilitación y titulación de predios que, durante el régimen porfirista, habían pasado ilegalmente a poder de empresas colonizadoras o de haciendas; el de una ampliación de fondos y planes de la Caja de Préstamos, que el gobierno proyectaba convertir en banco de crédito rural; el de una ley agrícola llamada a favorecer los fraccionamientos particulares de terrenos, así como el desarrollo de los sistemas de riego en el país. Disponíase también el gobierno a dotar de tierras a aquellos jefes revolucionarios que las exigiesen en calidad de compensación del licénciamiento.

Dentro de este programa, sin embargo, no se columbraba la idea de una transformación económica de la vida rural mexicana; y esto, no tanto porque escaseara la perspicacia dentro de los hombres del nuevo gobierno nacional, cuanto porque en los días anteriores a la Revolución no se manifestaba tal conflicto; aunque es incuestionable que sí existía una enfermedad rural que ofrecía todos los síntomas de un mal específicamente político.

Uno de esos síntomas era el concerniente a una retribución de la tierra. A este problema, y prometiendo medidas eficaces para el reajuste de las grandes propiedades rurales, se había referido el general Porfirio Díaz, en el informe presidencial del 1° de abril (1911); y al mismo, ya con más propiedad y concordancia, aunque sin tratarlo a fondo, ni explicar su origen, ni dar dictamen resolutivo, había aludido el Plan de San Luis.

Así, con el fin de corresponder a los primeros síntomas del mal, el gobierno de De la Barra dispuso la organización de una Comisión Nacional Agraria, llamada a estudiar los conflictos sobre tierras, pero sin facultades para tomar determinaciones fijas y decisivas. Al iniciarse el presidenciado de Madero, éste decretó el establecimiento de una Dirección Agraria, que debería servir a manera de promoción y procuración de tierras y justicia para la clase rural.

A tal respecto, el Presidente tenía la idea de conducir el problema agrario -que con la falta de empleos rurales, originada por la Guerra Civil, empezaba a adquirir interés y a producir preocupación- con mucha cautela, tratando de impedir, en primer lugar, los actos de violencia; y, en segundo, el desenvolvimiento de lo que el propio Madero llamaba el amorfo socialismo agrario. De esta suerte, en seguida de fundada, la dirección Agraria ordenó la organización de oficinas de deslindes de los estados de Guerrero, Michoacán, San Luis Potosí y el territorio de Baja California. Después, el gobierno nacional decretó el fraccionamiento de ciento treinta y dos mil hectáreas en Chiapas, San Luis, Tabasco, Veracruz y Baja California.

No se halla, dentro de estas disposiciones agrarias, una política prometedora y menos una política encaminada a crear un nuevo orden rural. Tratábase de una acción oficial con las características de una justicia rural, inspirada y conducida por sistemas administrativos; aunque no por ello dejaba de estimar la condición económica y social de jornaleros, aparceros, peones y labriegos; condición que en la mayor parte del país estaba lejos de ser equitativa, y que si no había sido la causa principal de la Revolución, sí representaba uno de los muchos males producidos en la República bajo la tutela de un gobierno que haciendo omisión de los derechos humanos sólo concurría a la fundación del derecho de autoridad, que no siempre es el propio derecho constitucional.

Administrativamente, pues, el gobierno del presidente Madero advirtió que las autoridades locales estaban obligadas a atender las demandas concernientes a terrenos ejidales, a tierras baldías u ociosas, a contratos de aparcería y enganches y, finalmente, a aquellos destinados específicamente al deslinde de predios, puesto que muy poco respeto se tenía a los viejos títulos ejidales.

Al efecto de este último propósito, el Gobierno empezó por señalar qué era el fundo legal de los pueblos y determinó la manera de efectuar los repartimientos de tierra; porque si éstos no habían sido suspendidos durante el régimen porfirista, se llevaban a cabo no con formalidades de ley, sino a capricho o interés de los gobernadores, quienes de esta forma tenían siempre a la mano un instrumento para ganar la tranquilidad de algunos pueblos levantiscos. El ejidismo, pues, fue durante el régimen porfirista, no tanto una institución extinguida, cuanto un ejercicio fortuito, siempre más favorable a la autoridad que a la población rural.

Con el presidenciado de Madero, el problema agrario entraba a una nueva época, si no de ensueños ni atropellamientos, sí de consideración nacional y de preparación administrativa. Al efecto, el decreto presidencial del 24 de febrero (1912), ordenó que, además del deslinde de diez millones de hactáreas -hecho que afectaba a los grandes terratenientes de México- se fijara como principio, la limitación de la propiedad rural a doscientas hectáreas en terrenos de cultivo, y en cinco mil hectáreas, si las tierras eran destinadas al pastoreo.

Adelantábase igualmente tal decreto a la mera fórmula ejidal, en la cual, los Impetus del progreso que dominaban sobre el ambiente creado por la Revolución no creía, por considerarla proveniente de tiempos atrasados. De aquí, que el decreto estableciera que a los individuos carentes de parcelas ejidales, se les proporcionaran tierras provenientes de grandes propietarios, y que a los labradores más pobres se les concedieran, en propiedad, hasta cincuenta hectáreas, siempre que admitiesen la obligación de cultivar tales tierras durante cinco años consecutivos.

Estas tareas sociales del Gobierno quedarían, sin embargo, sumergidas en el golfo de la intriga, la insidia y la conspiración. La Revolución no poseía los instrumentos suficientes en hombres y técnica, para desenvolver sus proyectos con la lucidez y prontitud con las que muy a menudo se manifiestan los problemas populares.

Para aquel mundo revuelto que presentaba el porfirismo en los primeros aspectos de su derrota, no era tan fácil levantar la estructura de una economía que, como la rural de México, correspondía a una rutina secular, inexpresiva y quieta. Además, el propio pueblo rural mexicano, cuya condición de vida constituía la causa principal de la Revolución, no sabía, a pesar de su triunfo, qué hacer ni cómo hacer; y esto no únicamente por las proporciones que tomaban los negocios políticos y sociales, antes también debido a la dilatación práctica que poco a poco reaquiría, no tanto el porfirismo, cuanto la Contrarrevolución.

De tal suerte, temerosos como estaban, después de asistir al fracaso de la aventura del general Reyes, quienes consideraban la necesidad de la restauración de un régimen centralista y autoritario, habían hallado un camino más amplio y efectivo para sus proyectos que las reuniones y programas secretos. Tal camino lo daban las publicaciones periódicas. Estas, en efecto, no tanto para el disfrute de las libertades ofrecidas y cumplidas por el gobierno de la Revolución, sino con el fin de procurarse un mayor número de lectores y con lo mismo el acrecentamiento de sus ingresos, entregaron las páginas de sus periódicos a las noticias que, por ser escandalosas, atraían a un público lector que se sentía ávido de la libre información a par de creer que la libertad de prensa consistía en la inserción de noticias de todos los géneros, sin respetar la vida privada de los hombres. Los periódicos, pues, gozaban de una situación de privilegio, que sin dar frutos humanos ni frutos oficiales, sólo era útil a la falsedad y la calumnia.

Tales sucesos, sin embargo, sólo correspondían al despertar de las pasiones y ambiciones producido por la Revolución, de manera que el propio Madero estaba inhibido de intervenir en aquel problema que desataba todos los lazos del orden y el sentido común. Lo único que pudo hacer, tratando de detener el azote de engaños y subversiones, fue ordenar la expulsión del país de los periodistas españoles, quienes abusando de los derechos nacionales osaban denigrar a la autoridad mexicana e incitaban al pueblo a la rebelión.

Detrás de los escarceos periodísticos y literarios en los cuales más que razones había una voluptuosidad de letras y frases, y explicables ambiciones económicas de los editores, también se movían propósitos contrarrevolucionarios. Ahora, ya no era la Contrarrevolución zapatista ni la reyista: era la acaudillada por Pascual Orozco en el norte de México; y de la cual fue posible hablar como de un acontecimiento cercano e inevitable para el país, después de una carta epistolar, llena con resentimientos reservados y consejos inconducentes, escrita por Orozco y dirigida al presidente de la República.

En la realidad, tal carta no correspondía a una literatura política de la Revolución, sino que anunciaba los preparativos de Orozco para sublevarse; porque el caudillo norteño, encariñado con el mando, circundado por el espíritu ambicioso de sus días y de sus hombres, y entregado a los proyectos y maniobras que llevaba a cabo un grupo político que dirigía en Chihuahua el profesor Braulio Hernández, estaba en la creencia de que bien y fácilmente podía ascender a la presidencia de la República si lograba la ayuda y voluntad de los jefes revolucionarios.

De esta suerte, bisoño como era en el arte de la política, Orozco se dejó envolver en una red de intrigas y apetitos, de manera que poco a poco permitió que se le diese el título de caudillo a la vez que reunía en sus manos toda la autoridad del estado de Chihuahua.

Sin más bandera que la de una proyectada subversión, Orozco era la segunda manifestación, después de Zapata, que se presentaba al país de lo que era uno de los móviles principales de la Revolución: la transformación de la vida rural mexicana en la cual se incluía, como hecho principal, la exigencia de la clase del campo a ser parte en los negocios políticos, administrativos, económicos y constitucionales de la República.

Esto, que no se declaraba públicamente, pero que era característica del destino rural, hacía ininteligible la Revolución; ininteligible para los propios revolucionarios y con mayor razón para los contrarrevolucionarios. Así, exigiendo para sí mismo la autoridad suprema de Chihuahua, Orozco era detestable; también incomprensible, puesto que desechaba todas las proposiciones de entendimiento pacífico del ministro de Gobernación Abraham González.

Tal género de desavenencias a cuyo interior no era posible llegar durante las horas siguientes al triunfo revolucionario, no sólo surgían en Morelos y Chihuahua, como queda dicho, sino también en Veracruz y Sinaloa. En aquel estado no faltaron las excitaciones para que el pueblo tomara las armas en defensa de los derechos contraídos por la Revolución. En Sinaloa, ocurrieron aparatosos actos sediciosos, ya por causa del gobernador José Rentería, ya por apetitos del jefe revolucionario Juan Banderas.

A ese sentir y exigencia de los capitanes de la guerra, no escaparon los hermanos Francisco y Emilio Vázquez Gómez, quienes ya sin poder detener a sus partidarios que se creían defraudados por Madero, permitieron que Benjamín Argumedo organizara una expedición armada, que en nombre de los propios Vázquez Gómez atacó audazmente la plaza de Ciudad Lerdo (12 de febrero, 1912), aunque sin resultado favorable, pues la gente de Argumedo se retiró derrotada, en desorden y con fuertes pérdidas.

Los hermanos Vázquez Gómez, desde ese momento, habían optado por acudir a la violencia, considerando que tenían las aptitudes necesarias y consideradas para acaudillar una nueva guerra civil.

Al efecto, los Vázquez Gómez no sólo excitaron los ánimos de jefes veteranos del maderismo como Marcelo Caraveo, Emilio Campa, José Inés Salazar y Benjamín Argumedo, sino que el propio Emilio Vázquez se dirigió a Madero, pidiéndole, en nombre de los verdaderos revolucionarios y de un plan llamado de Tacubaya, la renuncia a la presidencia.

México, pues, estaba sufriendo con tales acontecimientos, los infortunios con que el alma de la subversión daña a las naciones.
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