Presentación de Omar CortésCapítulo octavo. Apartado 1 - La XXVI legislaturaCapítulo octavo. Apartado 3 - La autoridad de Madero Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 8 - LA ANTICONSTITUCIÓN

LA SUBLEVACIÓN DE FÉLIX DÍAZ




Iniciada dentro del Congreso una oposición, en ocasiones vergonzante, en ocasiones altanera y agresiva, en ocasiones conciliadora, pero siempre dispuesta a perforar la paz nacional y de ser posible derrocar al Presidente, todo hacía creer que la tarea más importante del Gobierno consistía en exterminar las gavillas de levantados en armas, pero principalmente las que respondían al zapatismo.

Este, en efecto, como consecuencia del retiro de las tropas que habían marchado al norte para tomar parte en la campaña contra las huestes del general Orozco, cobraba bríos y hacía partidarios lo mismo en Sinaloa, a donde Pilar Quinteros acaudillaba una partida de sublevados, para atacar (28 de mayo) la plaza de Culiacán, que en Guerrero a donde Jesús H. Salgado derrotaba (16 de junio) a las fuerzas del gobierno en un punto cercano a Chilpancingo.

Zapata se mostraba ahora incansable en sus hazañerías, pues si no podía organizar una columna formal, en cambio sus guerrillas causaban estragos principalmente en las vías férreas, de manera que al tiempo que sembraban el terror, daban pábulo para que en la ciudad de México se creyera que estaba muy cerca el fin del Gobierno de Madero.

Y este temor se acrecentó en la capital de la República apenas conocidas las noticias del asalto (11 de agosto) a un tren de pasajeros cometido por los zapatistas en Ticumán. Aquí, usando todos los instrumentos de la violencia los zapatistas no sólo volaron el convoy, sino que con denuedo y osadía cargaron sobre los defensores del gobierno, produciendo con lo mismo numerosas víctimas.

Para el propio presidente Madero, la atropellada acción de los zapatistas no parecía tener explicación. El Presidente, en un enésimo intento de pacificación de Morelos y del sur de la República, retiro (15 de junio) del mando de las fuerzas federales que combatían al zapatismo al general Juvencio Robles, a quien se acusaba, y con certeza, como uno de los más activos partidarios de la Contrarrevolución, dando el mando al general Felipe Angeles, en quien Madero confiaba no sólo por sus cualidades de militar, antes bien debido a que muy conocido era el espíritu conciliador de tal jefe.

Angeles, en efecto, penetró hasta el corazón del estado de Morelos, ahora que excesivamente confiado en sus planes, dejó el desarrollo de las guerrillas a su retaguardia, de manera que el zapatismo, aunque sin fuerza militar alguna, se convirtió en manifestación aparatosa, que servía para sembrar el espíritu de antiautoridad y animar a los contrarrevolucionarios, que espiaban la mejor hora para hablar en nombre de la paz nacional y censurar con lo mismo a lo que llamaban debilidad o incapacidad oficial, para someter a los grupos rebeldes.

Así, el foco de la Contrarrevolución no estaba en el estado de Morelos ni en el alma zapatista que sólo se prestaba, dada su rusticidad, a solventar los proyectos restauradores. El centro de la Contrarrevolución se hallaba en la ciudad de México: en la cámara de Diputados, en el Senado, en la escuela de Derecho, en los cuarteles, en la colonia española; pero sobre todo, en Veracruz.

Allí, en tal plaza, residía, aparentemente ajeno a los negocios políticos y militares, el general Félix Díaz, sobrino carnal de don Porfirio Díaz, y era el brigadier Díaz quien preparaba un golpe de audacia apoyado por los viejos soldados, partidarios y parientes del caído presidente.

Félix Díaz era hombre de cierta independencia política, honorable, perseverante, pero ilusivo. Llenaba su vida con la idea de ser miembro de una dinastía a la cual deseaba prolongación y suerte. Tenía una desventaja: era individuo irreflexivo y ajeno a la responsabilidad constitucional. Para él, la Carta Nacional no era más que un símbolo que podía ser aplicado en todas las formas propias al capricho e interés humano. Ignoraba el concepto preciso de los principios jurídicos que norman una Nación. Creía en la factibilidad de poner sobre las normas de la vida pública las exigencias del ejército; de un ejército que, como ya se ha dicho, sólo existía quiméricamente, puesto que había sido vencido por la gente rural desorganizada e impreparada.

Con tal criterio tan fuera de la realidad del país y meramente convencional para los fines de partido, el general Félix Díaz no tenía ni tomaba escrúpulos para seducir a los miembros del ejército federal y comprometerlos en una acción que desdoraba, desde todos los puntos de vista, el decoro, la dignidad y la rectitud que un soldado debe a la patria, a las leyes y a su propia profesión.

Para la tarea subversiva emprendida, el brigadier contaba con el apoyo decidido y valiente de otro sobrino de don Porfirio: el coronel José Díaz Ordaz, quien se sentía en la obligación —según él mismo lo proclamaba— de restaurar el régimen de su ascendiente; y aunque Díaz Ordaz no era figura prominente dentro del ejército federal, su nombre y su parentesco con don Porfirio, y el hecho de tener cuatrocientos soldados bajo su mando, así como la esperanza de corromper la virtud militar de los ciento cincuenta y tantos hombres más que guarnecían la plaza de Veracruz, le hacían eje principal en la aventura que Félix Díaz preparaba, de acuerdo con otros jefes militares de la ciudad de México y gracias al apoyo que, con recursos económicos, le otorgaban algunos de los ricos hombres del porfirismo.

Díaz realizaba su empresa conspirativa con extremada cautela, aunque con elogiable decisión, y daba prisa a sus planes debido a que allí, en Veracruz, se hallaban almacenados, mientras eran transportados a la ciudad de México, treinta mil fusiles nuevos y poco más de dos millones de cartuchos. La captura y aprovechamiento oportuno de tales suministros destinados al ejército federal, proporcionaba a Díaz la fortuna para dar un golpe victorioso y a continuación marchar sobre la capital de la República donde además de la corta guarnición militar, se carecía de los pertrechos de guerra necesarios para una defensa efectiva de la plaza.

El Gobierno no ignoraba los planes de Díaz, por lo cual vigilaba todos sus pasos y trataba de frustrar el levantamiento con toda oportunidad; mas el servicio de vigilancia sobre Díaz y sus secuaces, fue a los últimos días de septiembre tan ineficaz, que el caudillo de la conspiración pudo burlarlo y continuar así en libertad en el ejercicio de sus designios.

El movimiento subversivo que Díaz preparaba no tenía explicación alguna. Después de diez meses de gobierno no era racional acusar al gobierno de Madero; y si la paz no reinaba en la República, que era la tacha principal que se hacía a las tareas oficiales del maderismo, no se debía a la ineptitud o debilidad de la autoridad nacional, sino a las fuerzas circunstanciales que concurrían para promover y mantener el desorden, hecho del cual no podía escapar el país después de una guerra civil, y cuando una parte de la población rural estaba en posesión de armas, ya repartidas por los revolucionarios, ya abandonadas o quitadas a los soldados porfiristas.

Como no eran las razones, ora jurídicas, ora patrióticas las que normaban la conducta de Félix Díaz, éste, sin escrúpulos dispuso la trama sediciosa, y seguro de contar con los soldados del 21° batallón del coronel Díaz, hizo planes para capturar la plaza.

Con la censurable defección de Díaz Ordaz, quien movilizó hábil y prontamente su tropa, el general Díaz quedó dueño de Veracruz, aunque sin lograr arrastrar a su aventura a la escuadrilla de guerra surta en la bahía; y conquistada la plaza, el brigadier explicó cuál era la causa de su rebeldía y qué quería.

Al efecto, Díaz atribuyó su levantamiento a la necesidad de imponer la paz nacional no con la violencia, sino por medio de la justicia. El jefe rebelde, rebelándose quería acabar con las rebeliones; pero no halló apoyo popular nacional; tampoco lo encontró en el alto mando del ejército.

Sin embargo, los civiles salvados del naufragio porfirista, vieron en la rebelión de Félix Díaz la grande y efectiva reivindicación de una causa que había perdido dirección y derecho. Con esto, la ciudad de México, dominada aún, tanto en las publicaciones periódicas, como en la tribuna del Congreso, al igual que en el seno de la Suprema Corte de Justicia, así como por el intelectualismo sombrío, oficinesco y abyecto, se convirtió en bastión de argumentos, rumores, beneplácitos, verbalismos y ditirambos felicistas, pareciendo que el nuevo caudillo, con su solo nombre, haría acudir a todos los mexicanos en su auxilio.

El Gobierno no perdió tiempo para sofocar la subversión; y al efecto, mandó que el general Joaquín Beltrán con dos mil hombres marchara sobre la plaza en poder de los rebeldes, con orden de recuperarla lo más pronto posible.

Beltrán, con señalada diligencia se puso pronto a extramuros de Veracruz; pero como era individuo suelto de lengua y corazón, y faltaban en él las cualidades de un verdadero soldado, y se sentía ligado moralmente si no a la causa, sí a la personalidad de la dinastía Díaz, en vez de establecer la distancia entre un rebelde como era Díaz y un jefe militar leal como era él, de acuerdo con lo que mandan los códigos castrenses, antes de resolver a una acción valiente y gallarda a lo que estaba obligado empezó con coqueteos imperdonables hacia Díaz, poniendo a sus oficiales y soldados en la cercanía de una claudicación, justificada en la camaradería de cuartel.

El peligro que debió advertir Beltrán sobre su falsa y titubeante posición al saber que el gobierno movilizaba más fuerzas hacia Veracruz; que le hubiesen puesto en predicamento si no emprende una acción rápida y efectiva sobre las posiciones de los rebeldes, salvó al propio Beltrán de quedar ente la espada y la pared.

Por otra parte, comprendió Beltrán que el brigadier estaría perdido con sólo evitarse la introducción de víveres a la plaza, pues faltando a Díaz el auxilio de la marina, de hecho quedaba aislado a todas las fuentes que le pudieran proporcionar hombres y abastecimientos. Así, para no dar tiempo a que otras tropas emprendieran el ataque que él, Beltrán, posponía hora a hora, se resolvió, al fin, a llevarlo a cabo.

La empresa militar, efectuada el 23 de octubre (1912), no tuvo importancia ni lucimiento. El brigadier Díaz casi cómicamente se rindió a Beltrán, quedando prisioneros tanto el jefe sublevado como los oficiales que habían secundado la subversión.

Al tener informes precisos sobre la aprehensión de Díaz, el presidente Madero, en medio de la indignación que debió producirle —como se produjo también en el país— el levantamiento, mandó que Díaz fuese juzgado militarmente; pues si gozaba de baja, el hecho de que hubiese dirigido la subversión, seducido a los soldados y comprometido a jefes y oficiales de las guarniciones de Orizaba, Córdoba y Veracruz, bastaba para que como responsable de la rebelión quedase a los jueces müitares.

Esta consignación, sin embargo, fue causa de la alarma del gremio porfirista; porque temeroso éste de perder al valiente, aunque fracasado adalid de la intentona, frente a un cuadro de ejecución, acudió con mucho apremio al derecho de amparo, a la intervención de las damas de la alta sociedad metropolitana y a cuantos medios tuvo a su alcance para salvar la vida del brigadier, invocando para ello todos los preceptos legales, a pesar de que Díaz, sus lugartenientes y consejeros habían desconocido todas las normas jurídicas y constitucionales para justificar su sedición. Ahora, pues, la Constitución se tornaba en caballo de batalla, de quienes siempre abjuraran de ella, y la violaran con el atropellado plan de Félix Díaz.

Así, también la cámara de diputados se convirtió en tribuna para la defensa de un trastornador del orden público; y no sólo en tribuna favorable a Díaz, sino también en balcón desde el cual se sembraron las inquietudes, se soliviantaron los ánimos y se menoscabó el principio de la autoridad nacional.

Para emprender esta obra que eclipsaba el verdadero fin de las libertades públicas y políticas, sirvió un tímido voto de confianza al presidente Madero pedido al Congreso por la mayoría de los diputados organizados dentro del Bloque Renovador. Tal voto, que equivalía a condenar la rebelión del brigadier Díaz, produjo una explosión en el seno de la cámara; explosión que puso de manifiesto cómo la Contrarrevolución se preparaba franca y abiertamente, para una lucha violenta contra los poderes constitucionales de la Nación.

De esta suerte, aunque los opositores al voto de confianza quedaron derrotados, ello no fue obstáculo para que la oposición, acaudillada por el diputado Querido Moheno iniciara una temporada de insolencias. Moheno y sus secuaces pretendían, al efecto, que el Gobierno admitiera públicamente su impotencia para restablecer la paz, cosa tan contraria a la razón y al deber que sólo ponía de manifiesto el alma criminal de los políticos que, obligados a ser correspondientes al reino de la paz nacional, eran los principales perturbadores de la tranquilidad, puesto que no hablaban en nombre de un ideal o partido político, sino en representación de sus apetitos personales y de los apetitos de los viejos porfiristas.

Moheno, quien como los principales tribunos de los días que recorremos, sólo servía a lo dramático, vivía con el alma ennegrecida por sus ambiciones, que a su vez eran estimuladas por su palabra fácil, agresiva, tumultuosa y falta de sindéresis. Y con Moheno a la cabeza, el oposicionismo se hacía irreflexivo e irresponsable y por lo mismo no consideraba los males a los que llevaría al país, insinuando a cada palabra que la República requería un regreso a los tiempos pasados.

Mientras tanto, los oposicionistas se aprovechaban de los sucesos en Veracruz para hostilizar al Gobierno y dar vuelos a la imaginación de la oficialidad del ejército nacional, el general Félix Díaz salvado del fusilamiento sólo por el respeto que el presidente Madero tenía del poder Judicial, que a petición de las damas y caballeros del partido caído le había amparado, fue trasladado de Veracruz a la capital de la República, donde quedó preso en la penitenciaría del Distrito Federal. La consideración al sobrino de don Porfirio no podía ser más generosa.

Y generosa también fue la sentencia del tribunal Supremo de Guerra al condenar al general Reyes, como consecuencia de su frustrada rebelión, a dos años de prisión en el establecimiento penal militar de Santiago Tlaltelolco.

Con el encarcelamiento de Díaz y Reyes quedaba aparentemente liquidado el problema de los caudillos contrarrevolucionarios. La República podía fiarse en lo porvenir, aunque en el fondo no acontecía así: el mundo intuitivo seguía esperando la hora de la Contrarrevolución. Y ésta, ciertamente, estaba siendo preparada, ya no por las primeras figuras del porfirismo derrotado, sino por la juventud osada e inconforme con la dominación política de la gente rural.
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