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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO PRIMERO
CAPÍTULO 8 - LA ANTICONSTITUCIÓN
LA AUTORIDAD DE MADERO
Sin poseer la cimentación que requiere un Gobierno, que no es capaz de idear y construir hombres antes de transcurrir un año, por lo menos, de laboriosa confianza, perseverante mando y persuación catequizante. Madero cometió el error de medir el poder de su autoridad personal y constitucional dentro del
teatro de las tentaciones políticas; pues si es cierto que estaba
comprometido con la Nación a establecer un sistema político
democrático y a respetar el principio de las libertades públicas,
no tenía ofrecido poner en función tal sistema ni tal principio,
veinticuatro horas después de ser el presidente de la República.
Sus dispositivos como caudillo de la Revolución, líder del
victorioso partido mayoritario y Jefe de Estado, le facultaban
para poner en movimiento pleno las promesas revolucionarias
cuando pudiera tener por cierto que estaba fundada la autoridad
moral, política, jurídica, militar, administrativa y económica de
su gobierno.
A pesar de los poderes que tenía en sus manos y que le
daban no solamente los preceptos constitucionales, sino también
los triunfos y el apoyo de los maderistas y revolucionarios
mexicanos; y que le otorgaban tanto por sus aptitudes y
virtudes personales, como por la irrestricta esperanza popular
que había en él. Madero prefirió entregar al espíritu público
—todavía en la infancia nacional— su prestigio y mando, de
donde vinieron tantos males que hicieron aparecer a aquel
hombre, en quien anidaba un portentoso talento, una voluntad
acérica y una audacia sin igual, como un desentendido en la
gobernación del pueblo y un timorato o desgaritado en sus
procedimientos. Y esta creencia tan errónea como socorrida,
produjo inmensos daños al país —a la tranquilidad del país— y al
propio presidente de la República.
En efecto, metido dentro del ánimo popular, a veces tan
generoso al igual de ser en otras ocasiones muy exigente, esa
ingrata versión sobre la mentalidad del Presidente, originó en el
país un pesimismo trascendental; tan trascendental que pronto
quebrantó a hombres e instituciones.
La popularidad de Madero, en la cual éste mismo confiaba
sin reserva alguna y no obstante los grandes peligros y amenazas
que siempre ofrece para todos los gobernantes, empezaba a
disminuir. Y esta merma, no porque estuviesen probadas las
acusaciones que se hacían a Madero, sino debido a que siendo la
repetición una de las armas más poderosas para obstaculizar la
obra de los gobiernos y debilitar la personalidad de los adalides
políticos, el hecho de que hora a hora y día a día se dijese que
Madero era incapaz de producir, como gobernante, los bienes de la paz y que de la situación levantisca que se observaba en la República se desprendían todos los males que aquejaban al pueblo, y principalmente al pueblo correspondiente a los más pobres filamentos sociales; el fenómeno de la repetición había,
al fin, producido un impacto en el alma popular; y la
muchedumbre que anteriormente escuchaba la palabra del
Presidente como voz mágica y creía en la promesa y garantía de
las libertades, estaba ahora entregada al más negro de los
pesimismos. Todo, pues, se volvía contra el alma y los pensamientos
—reunidos en torno a una democracia activa— de
Francisco I. Madero; ahora que tal condición pertenecía más
bien al ser de la ciudad de México que al norte del país, en
donde no se podía olvidar ni la proeza de 1910 ni el fanatismo
democrático.
Como esta situación, que en ocasiones se presentaba crítica,
pero que a continuación se la tenía por disparatada y circunstancial, no era desconocida por el gobierno, quiso el presidente de la República resolver cuatro importantes problemas nacionales, considerando que con ello podía dar instrumentos eficaces para mantener la paz nacional, en lugar de
recurrir a las manidas pesquisas y persecuciones de gente tenida
por conspiradora o desafecta al gobierno.
Uno de los propósitos del gobierno, fue el de reformar las
ordenanzas del ejército, modernizar el armamento del mismo y
organizar una pequeña fuerza aérea, pues Madero intuía el
poder futuro de esta arma en el arte de las guerras.
Unido a tal proyecto estaba el de ampliar la capacidad
guerrera de los cuerpos auxiliares, sin que esto significara la disolución del ejército federal, como lo proyectara al comienzo de su gobierno. El nuevo punto de vista del presidente Madero era consecuencia de la voz pesimista a par de obstinada del gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza. Este, en efecto, veía con mucha claridad cómo el descenso de la popularidad de
Madero, asociado a los tantos accidentes políticos y bélicos que
padecía la nación, tendría que ocasionar una nueva guerra
civil, e instaba a Madero, para que el gobierno federal proveyera
de fondos a las tesorerías locales, de manera que los gobernadores
y no el Centro organizaran un mayor número de cuerpos
auxiliares, para lo cual sobraban voluntarios, pero faltaban
dinero y pertrechos de guerra.
Esa pertinacia de Carranza, que a veces parecía enojosa y
contraria a los planes del Gobierno, sirvió para que más adelante
se hiciera juicio ligero y falso sobre una supuesta actitud desleal
del gobernador Carranza hacia el presidente de la República.
De otro problema más tomaría razón y acción el Gobierno
nacional. Este fue, como ya se ha dicho, el referente a la
cuestión de tierras; pues si es verdad que oficialmente no faltaba
interés en el asunto, un discurso del diputado Luis Cabrera,
fundamentando el derecho de la reconstrucción de ejidos, un
proyecto de ley agraria presentado en Aguascalientes por Félix
Villalobos, una serie de proposiciones de Juan Sarabia a fin de
adicionar a la Constitución tres capítulos dedicados
específicamente a una nueva distribución de las tierras y un
estudio del ministro Manuel Bonilla sobre la necesidad de hacer
modificaciones en la propiedad rural, con el fin primero de
favorecer a las clases campesinas más pobres, llevaron al
Gobierno a nuevas y más aplicables consideraciones sobre el
agro, por lo cual el ministro de Fomento Rafael Hernández,
anunció (10 de junio) la organización de una procuraduría
popular agraria, de manera que tal procuraduría no sólo
escuchara las quejas y requerimientos de los labriegos y peones,
sino también sirviera al cumplimiento de las leyes y reglamentos
que se expidieran sobre los sistemas de parcelamientos ejidales.
Además de esos negocios domésticos, el Gobierno se dispuso
arreglar los conexivos a las relaciones con otros países, pero
principalmente con Estados Unidos. Antes, el Ejecutivo nacional
ratificó la aceptación del arbitramento del rey de Italia, para
resolver la posesión de la Isla de Clipperton a la cual se consideraban
con derecho de ocupación México y Francia. Después,
mucha atención puso el Presidente en el arreglo de los asuntos
con la nación vecina.
Las relaciones tanto con Estados Unidos como con los
pueblos europeos estaban quebrantadas desde el triunfo de la
Revolución, primero, por las maneras insolentes que habían
adoptado algunos agentes diplomáticos en sus tratos con la
cancillería mexicana; después, por las numerosas reclamaciones
que por daños o supuestos daños causados por la guerra
intestina a los intereses extranjeros radicados en México, tenían
presentadas los plenipotenciarios de Europa y Estados Unidos.
El país —tantas así eran las exigencias de los extranjeros-
no ocultaba sus manifestaciones de disgusto por los abusos que
trataban de cometer o cometían los agentes de las naciones que
cultivaban relaciones con México. De esta suerte, los síntomas
de nacionalismo que acompañaron a la Revolución desde los
comienzos de la guerra civil, se acrecentaron en 1912, aunque
ahora de manera violenta. Los proyectos de desquite y nacionalidad,
asociados a la expresión popular de dar oportunidad a
todos los mexicanos para gozar de créditos y franquicias que
sólo se concedían a empresas o particulares forasteras; los
síntomas de ese nacionalismo, se dice, crecieron en medio de
caracteres violentos.
A aumentar tales sentimientos, llegó la imprudente actitud
del embajador de Estados Unidos Henry Lane Wilson, quien
abusando de su categoría y representación, se inmiscuía
abiertamente en los negocios políticos del país ante el cual
estaba acreditado. Wilson no ocultaba, en efecto, que había
tomado partido en México, puesto que no sólo censuraba al
presidente Madero a quien se atrevió a calificar de loco, sino que
era notoria su complicidad con los cabecillas de la oposición.
Wilson se guiaba, no tanto por sus propios y siempre
inoportunos ímpetus, cuanto por las insensatas instrucciones de
su Gobierno. El embajador creía, como el Departamento de
Estado noramericano, que México y las naciones al sur de
México, podían vivir conforme a los cánones políticos, sociales
y constitucionales de Estados Unidos, por lo cual consideraba
que tenía el deber de servir a los mexicanos a manera de un
guía; y como esta actitud era rechazada patrióticamente por el
gobierno de Madero, el embajador buscó negocios capaces de
mortificar a la cancillería mexicana; y al efecto, resucitó el del
Fondo Piadoso de California, e hizo de la distribución de las
aguas internacionales del río Colorado y de la jurisdicción y dominio de la zona del Chamizal, casos de nuevas e infundadas
controversias.
Tanto daño causaron a las relaciones entre México y Estados
Unidos las interferencias, actividades belicosas, y maneras
temerarias del embajador Wilson, que los gobiernos de los dos
países empezaron a verse con desconfianza y a crear por lo
mismo enemistades tan peligrosas —y en ocasiones amenazantes—,
que el senado noramericano llegó a creer que el gobierno
de México provocaba dificultades a Wilson y al Departamento de
Estado a fin de cubrir con ello un entendimiento secreto con
una tercera potencia. Y esa potencia —suponían los senadores
de Estados Unidos— era Japón.
La creencia —tan falsa como injustificada— del departamento
de Estado como del senado noramericano, de que el
gobierno de México negociaba con Japón la cesión de una base
naval en la península de Baja California, fue motivo en esos
días, de una situación de manifiesta hostilidad hacia Madero
que, con reflejos a los problemas internos de México, sólo servía
para alimentar los proyectos subversivos de la Contrarrevolución.
Por todo esto, y cuando las relaciones entre los dos pueblos
vecinos habían alcanzado un estado crítico, el Gobierno de
México se vio obligado a pedir a la Casa Blanca el retiro del
embajador Wilson. La diplomacia, en este caso, en lugar de
producir bienes al entendimiento de los países, sólo servía, bajo
la dirección descabellada de Wilson, para abrir un abismo entre
México y Estados Unidos.
La resolución del gobierno nacional, no dejaba de ser audaz,
puesto que muchas eran las amenazas que se cernían sobre la
sociedad y el Estado. Sin embargo, los días obligaban a fijar la
profundidad y superficie de la autoridad del presidente Madero.
Ahora, acudiendo a medidas extremas, ya no se podría dudar
del carácter de gobernante que había dentro de Madero ni de la
resolución del maderismo de luchar por el poder político
ganado por la Revolución.
Presentación de Omar Cortés Capítulo octavo. Apartado 2 - La sublevación de Félix Díaz Capítulo octavo. Apartado 4 - Avisos de la subversión
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