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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO PRIMERO
CAPÍTULO 8 - LA ANTICONSTITUCIÓN
PRELIMINARES DEL GOLPE DE ESTADO
Hacia la primera quincena de enero de 1913, los abastecimientos militares del gobierno constitucional habían sido puestos en la boca del lobo. Una falta imperdonable cometió la Secretaría de Guerra y Marina, ya por impericia militar, ya por
complicidad con el estado de ánimo contrario a Madero, al ordenar que el material bélico desembarcado en Veracruz, procedente de Europa, fuese conducido a la ciudad de México. Colocados todos los nuevos y poderosos instrumentos de guerra en un solo nido, la codicia, unida a las ventajas de apoderarse de esos recursos mediante un golpe de violencia, tenía que despertarse hasta en los menos conocedores de las artes militares.
Y no fue ese el único error cometido por las altas
autoridades militares, sino que almacenado todo aquel material
en la Ciudadela de la Ciudad de México, no se proveyó el punto
de la guarnición conveniente al caso. Así, aparte de que el
edificio destinado a tal almacén, situado en el corazón de la
capital, no ofrecía ventajas para una defensa efectiva, tampoco
fue entregado a la vigilancia que tan preciado armamento
requería. El descuido sería fatal para el presidente de la
República.
Cualquier grupo de audaces, sin necesidad de pertenecer al
ejército, quedaba en la posibilidad de apoderarse de aquel
arsenal y con ello poner en difícil situación al gobierno de la
República. Con el suceso, pues, se jugaba la tranquilidad del
país y la estabilidad del gobierno. No lo vieron o no lo quisieron
ver así los individuos a quienes el Presidente confió el mando de
las armas.
El poder militar que representaba la Ciudadela al finalizar el
mes de enero (1913), tampoco lo daban por advertido los dos
caudillos contrarrevolucionarios, que a pesar de estar presos,
dirigían en silencio los preparativos para una cuartelada en la
capital de la República. Y en efecto, ni el general Bernardo
Reyes, encarcelado en Santiago Tlaltelolco, ni el brigadier Félix
Díaz, prisionero en la penitenciaría del Distrito Federal, tenían
calculada la fuerza y poder de fuego que se hallaba tras los
débiles muros de la Ciudadela. Al conocimiento del hecho, sin
embargo, no era ajena la nueva oficialidad del ejército federal
que correspondía a los designios de la anticonstitucionalidad.
Reyes y Díaz, a quienes el destino nunca había iluminado, pensaban, para realización de sus planes, en la mera cuartelada; después en el clásico asalto del Palacio Nacional, cuya era la ocupación que creían suficiente para asegurar el triunfo de sus proyectos sublevatorios y políticos.
Más importante que la Ciudadela era para los dos generales
presos, la conquista de la oficialidad de los cuarteles del Distrito
Federal; y más importante que tal conquista, el ganar ambos la
libertad perdida por sus errores guerreros. Así, la preocupación
de sus agentes consistía en reunir dinero y hombres a manera de
marchar sobre las prisiones donde se hallaban los caudillos y
poner a éstos libres, con la seguridad de que con su sola
presencia y el apoyo de los tres principales cuarteles de la
capital, derrocarían a Madero.
De entre los agentes de los generales presos sobresalían
Rodolfo Reyes, hijo del general; el general Gregorio Ruiz, individuo valiente y resuelto; el general Manuel Mondragón, hombre tenebroso y militar fatuo y el doctor Samuel Espinosa de los Monteros, ingenuo odontólogo dedicado a la política conspiratiVa, pero admirable por su cariño y lealtad hacia el
general Reyes. De todos ellos, sin duda, el sobresaliente era el
general Ruiz, pues si el hijo de Reyes era emprendedor e ilustrado, su irresponsabilidad, unida a un carácter vehemente, no tenía metro, de manera que no medía los males que iba a ocasionar a la Nación una segunda Guerra Civil. Y la irresponsabilidad de Reyes se acrecentaba, después de haber
concurrido con admirable amor filial, a todas las desgraciadas
aventuras de su delincuente padre.
Los conspiradores, no obstante corresponder todos a una
misma causa, trabajaban separados, de manera que debilitaban
sus proyectos, aunque el Gobierno parecía indiferente hacia la
conspiración, lo cual salvaba a los comprometidos de manera
casual y efectiva. Ayudaba también a éstos su valiente decisión
de llevar a cabo el levantamiento aun en el campo de la
adversidad. Representaban tales sujetos, el alma y cuerpo de la
desesperación. Trataban de resolver impelidos por la alteración
del ánimo que vive en quien derrotado no se siente vencido, su
futuro.
Tanta así era la exaltación pasional de esos cabecillas de la
Contrarrevolución, que no veían los daños que podían
ocasionar, ni la vida trágica de la sociedad que iban a suscitar, ni
el desgarramiento constitucional que se produciría en la
República, ni el desafío a la civilización y a los sentimientos
humanos. Los comprometidos en la sublevación, tenían perdida
la brújula, si no de una realidad privada, sí de una
responsabilidad mexicana.
Individuos de la más alta categoría social, económica y
política estaban inmiscuidos en la empresa de derrocar al
presidente Madero. El dinero que servía para alimentar las
necesidades de los conspiradores salía de las cajas de la gente
rica del porfirismo; también del comercio, que en su mayor
parte era español; e incitaban a los revoltosos, los viejos y privilegiados extranjeros que hicieran fortuna y derecho bajo el
régimen de don Porfirio. Así, tantos eran los actores en aquella
composición de revuelta y conspiración, que los agentes del
gobierno, comisionados para localizar a los principales instigadores,
no sabían ya a quién vigilar.
La población civil de la ciudad de México, aparentemente
ajena a lo que se proyectaba, en el fondo daba auxilio y protección a los conspiradores. La idea de extirpar al maderismo, era casi general entre los metropolitanos, en quienes pronto se habían borrado las ilusiones que produjo la triunfal entrada de Madero a la ciudad de México, en junio de 1911. La victoria maderista era vista ahora como un acontecimiento
efímero, llamado a ser un acto teatral.
Los caudillos principales de la proyectada subversión: los
generales Bernardo Reyes y Félix Díaz, seguían el hilo de los
acontecimientos, en medio de muchas desconfianzas. Reyes,
viendo como pasaban los días sin que los conspiradores
pudieran significar un progreso en sus proyectos, estaba
desmarrido, haciéndose los más pesimistas cálculos sobre su
futuro de prisionero, puesto que bien convencido se hallaba de
que Madero le tendría en la prisión por largo tiempo. Con
desesperación, pues, advertía Reyes lo porvenir.
Más lento y flemático que Reyes, el general Díaz, aunque
también prisionero y comprometido en la trazada rebelión,
concurría a los trabajos de los conspiradores con menos ánimo.
Creía demasiado en el destino y esperaba que estallaran los
sucesos con tranquilidad extraordinaria. Consideraba el
brigadier, que las cosas tendrían que volver al punto de partida;
esto es, que la caída de Madero era una cuestión inminente y
catastrófica.
De esta suerte, los movimientos y compromisos de los
conspiradores se acercaban a su capítulo final. La señal de
aletear la dió el general Ruiz, el 31 de enero (1913). Ante la
perspicacia y conocimiento de viejo y aguerrido soldado estaba
informado de la debilidad en las guardias del Palacio Nacional y de la supuesta despreocupación del gobierno, para vigilar la
seguridad de los abastecimientos de guerra concentrados en la
Ciudadela; y guiando la parte principal de la conspiración, tenía
advertido al general Reyes que la sublevación sería llevada a
cabo entre el 2 y 5 de febrero. Reyes, trás de la reja de Santiago,
esperaba nerviosa y ansiosamente la hora de su libertad y de su
venganza.
Sin embargo, el general Ruiz tuvo necesidad de cambiar la
fecha: no estaba seguro de la gente encargada de la custodia de
Palacio. El comandante de la plaza general Lauro Villar, quien
hasta los últimos días de enero se mostraba complacido de las
actividades sediciosas, aunque sin comprometerse, vuelto al
camino de la lealtad después de una conversación con el
Presidente, con mucha habilidad y prontitud había hecho un
cambio parcial en el personal de vigilancia de la residencia del
Poder Ejecutivo, con lo cual obstruyó los planes del general
Ruiz. Además, el general Villar, con mucha diligencia, seguía las
huellas de los trabajos sediciosos de Ruiz y del general
Mondragón y, ya con instrucciones precisas del presidente
Madero, tenía dictadas las órdenes para que fuesen buscados y
aprehendidos Mondragón y Ruiz.
No faltó quien pusiera a estos últimos sobreaviso de lo que
preparaba el comandante de la plaza; y aunque Ruiz no creyó
en las noticias, pues seguía fiando en que Villar estaría entre los
primeros de unirse a los revoltosos y desleales al gobierno, se
ocultó durante varios días, pero vuelto a la confianza, se dejó
llevar por la voz de unos oficiales de la guarnición de la plaza,
quienes le aseguraron que Villar se uniría a los levantados
apenas éstos iniciaran el movimiento sedicioso, y avisó a Reyes
y a Díaz que todo estaba preparado para el levantamiento que
debería iniciarse a la madrugada del domingo 9 de febrero. Y
al efecto, desde las primeras horas del día 8, todo estaba
dispuesto para la sedición que debería empezar en los cuarteles
de Tacubaya y San Ildefonso; mas como de esto estaba también
enterada la comandancia de la plaza, Ruiz y Mondragón
tuvieron que ocultarse, y por horas creyeron que su proyectado
movimiento estaba perdido. Y quizás hubieran fracasado en su
cuna, si las órdenes del general Villar, a quien el presidente
Madero tenía bien instruido sobre el particular, son cumplidas
al pie de la letra; pues la policía comisionada para capturar a los
generales Mondragón y Ruiz, demasiado lenta en sus
operaciones dejó que éstos se pusieran a salvo, lo cual les sirvió
para no perder el contacto militar con la oficialidad de los
cuarteles dichos, que esperaba ansiosamente la anunciada
revuelta, y con los alumnos de la Escuela de Aspirantes, cuyos
jefes estaban igualmente comprometidos.
Aunque sin saber con precisión que era lo cercano a suceder,
la ciudad de México vivía en medio de muchos rumores, que si
no interrumpían la cotidianidad, sí despertaban la inquietud del
vecindario y movía los apetitos de la gente que, sin ganancia en
los tiempos pasados y sin beneficio por la Revolución, esperaba
días de provecho, sin imaginar los sufrimientos que iba a pasar;
porque ningún lugar de la República sería tan castigado por la
guerra a partir de aquel febrero de 1913, como la vieja capital.
Presentación de Omar Cortés Capítulo octavo. Apartado 5 - Balance del gobierno maderista Capítulo noveno. Apartado 1 - Dispositivos para el pronunciamiento
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