Presentación de Omar Cortés | Capítulo octavo. Apartado 6 - Preliminares del golpe de Estado | Capítulo noveno. Apartado 2 - El pronunciamiento del 9 de febrero | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO PRIMERO
CAPÍTULO 9 - LA CUARTELADA
DISPOSITIVOS PARA EL PRONUNCIAMIENTO
Preso como ya se ha dicho, en Santiago Tlatelolco por el fracaso de su pobre y desaliñada aventura guerrera, en diciembre de 1911, el general Bernardo Reyes espiaba, desde su prisión los pasos de sus amigos y allegados que llevaban a cabo las maniobras externas con el fin de sublevar a la guarnición militar de la ciudad de México.
Reyes no tenía en sus manos los medios más propios y
convenientes, para derrocar al gobierno de Madero; pero ¿cuándo el general Reyes a lo largo de su carrera de ambiciones había vivido la realidad política y civil de México?
Si exento en esta vez, como en las anteriores, de instrumentos prontos y eficaces para el género de sublevación que
tenía en mente y que atizaba desde su encierro, el general Reyes
disponía, en cambio, de dos fuertes columnas en los generales
Mondragón y Ruiz; pues si bien cierto es que ambos no
correspondían totalmente al bando reyista, como militares
conspiradores tenían afinidades con todos los inconformes del
maderismo. Además a esa hora, estaban perdidos los linderos de
las personalidades, y en la superficie todo parecía seguir un
único fin con la negociación de cualquier bandería política o de
cuartel.
De los dos jefes militares que dirigían la conspiración,
Mondragón poseía más impulsos de agresión que Ruiz; ahora
que no tenía la rectitud y el desinterés de éste. Mondragón, por
otra parte, si no era la contextura moral de Ruiz, en cambio
gozaba de la simpatía dentro del ejército; pues acreditado como
buen táctico y también como supuesto perfeccionador de las
armas francesas y alemanas, pero principalmente de los cañones
fabricados en Francia, esto le daba mucho vuelo, pompa y suficiencia. Carecía, por otro lado, de escrúpulos y sus apetitos de mando y poder eran invencibles y manifiestos; aunque su carácter no le permitía hacer partido ni ser líder de partido, con lo cual estaba siempre destinado a servir como instrumento de
los mayores, sin poseer palabra capaz de hacer dirección o escuela.
Más personaje, no sólo por su edad y experiencia, sino por
sus actitudes reflexivas, sus disposiciones de mando y la responsabilidad que daba a los compromisos que contraía, era el general Ruiz. Sin embargo, mucho pesaba en éste la idea de que él, y únicamente él, podía ser el vengador de la derrota del ejército federal en 1911; y como suele acontecer con quienes
pretenden ser los héroes ineludibles del desquite, confiaba tanto
en su hazañería que no medía sus palabras, ni sus órdenes, ni sus
decisiones.
Ruiz había aguardado con tranquilidad los resultados del
levantamiento del general Félix Díaz en Veracruz. Había
aguardado, asimismo, la reacción que la oposición política a
Madero, hecha desde la tribuna de la cámara de diputados y en
las columnas de la prensa periódica, pudiera producir en el
ánimo popular. Había aguardado, en fin, a la retonificación del
porfirismo, atolondrado como consecuencia de la victoria
maderista. Ruiz era de los individuos que sabían esperar; pues
no ignoraba que en el orden político hay días que representan la
crisis y que por lo mismo pueden ser aprovechados, para los
fines de la subversión.
Después del fracaso del brigadier Díaz en Veracruz, el
desaliento se había apoderado de los contrarrevolucionarios. El
general Reyes creyó que todo estaba perdido. Mondragón se
retiró cautelosamente de la empresa conspirativa. Los cuarteles en el Distrito Federal, a donde se tenía a broma la idea de que el gobierno estuviera en aptitud de hacer resistencia en caso de un levantamiento, ahora, con lo sucedido en Veracruz, volvían al silencio. Los líderes de la antigua juventud dorada del régimen porfirista que incitaban a la rebelión de la oficialidad del ejército, suspendieron sus actividades. Sólo el general Ruiz
continuó en el círculo estrecho, pero definido, de la esperanza.
Sabía, porque era uno de los generales más conocedores de la
idiosincrasia del cuartel, que el ejército estaba muy dilatado en
lo que respecta a las ideas de la lealtad y pundonor militares. No
ignoraba, como viejo jefe, que extinguido el principio de la
obediencia y disciplina en los cuarteles, los soldados carecen de
ser y manera de ser, y que si no entregados a la causa de Reyes o
Félix Díaz estarían a la mano de cualquier otro caudillo, pero
menos de un caudillo oficial. En la mente del ejército se había
inficionado con la idea de que el gobierno era una peste, que
debida o indebidamente, era indispensable exterminar.
Recomponer o recomenzar el principio de la ordenanza militar
estaba fuera de todos los órdenes de la vida mexicana, y tampoco
entendía el ejército los conceptos de la Constitución, ni de
la legalidad de los poderes públicos, ni del deber del soldado.
Los publicistas y los oradores habían corrompido los regímenes
que anteriormente constituían la norma y el honor militares.
Para que la nación, la sociedad y el ejército llegaran a tan
deplorable condición dentro de la cual el Estado perdía respetabilidad y el gobierno sentía debilitar poco a poco sus cimientos, y para que la nación se hallara en la brecha de tales angustias, contribuyeron los novatos diputados del grupo Renovador, quienes en lugar de ser pasta unida en fuerza de representación y talento al gobierno, pretendieron, mediante un ridículo memorial (5 de enero) polemizar con el presidente de la República, con lo cual justificaron los atropellados designios de los oposicionistas, dando lugar a que el Presidente quedase
abandonado de sus propios y principales pilares.
En esa actitud de los diputados renovadores, había más ignorancia que maldad. En el fondo no dudaban de Madero. Creyeron inocentemente, eso sí, que complaciendo de un lado a la oposición y siendo maderistas, de otro lado, pues, que era llegado el momento de la transacción, olvidando el carácter
definido y valiente de Madero y olvidando asimismo que un
paso en falso constituiría complicidad con los contrarrevolucionarios.
Así y todo, el Presidente en seguida de enterarse del
memorial, en el que no faltaban las críticas al gobierno ni una
postura vanidosa de los firmantes, invitó a los diputados a una
conferencia (20 de enero), durante la cual, Madero corrigió los
conceptos aquellos. Les hizo saber los preparativos de la
Contrarrevolución y les advirtió que no estaba dispuesto a dar
contento a la oposición polemizando con los líderes de la
Revolución, pidiéndoles que se abstuvieran de ser, en esos días,
instrumentos indirectos, aunque eficaces para soliviantar los
ánimos populares, ya excitados a resultas de la insidia de los
enemigos políticos del gobierno.
Los diputados, en seguida de su conferencia con Madero,
retrocedieron del peligroso camino que pretendían seguir pero
ya era tarde para servir más efectivamente al gobierno. Los
intereses aglutinados en torno a la aventura que se preparaba
crecían minuto a minuto.
El general Reyes, siempre en alas de la angustia y la
desesperación, al tener noticias de que las fechas para el pronunciamiento
seguían siendo pospuestas, pidió al general Ruiz
que se señalara la hora final, pues temía que el gobierno tomara
dispositivos de emergencia e hiciera abortar la conspiración.
Ruiz, en efecto, luego de señalar el 9 de febrero como el día
para el levantamiento, lo cambió al 11, con la esperanza de que
el general Victoriano Huerta diera su última palabra de compromiso
para el movimiento preparado.
Huerta, ciertamente, había sido invitado por Rafael Zayas,
en nombre de Reyes para que se uniera a los conspiradores; pero
el general Huerta, sin desechar ni aceptar la invitación se dio a sí
mismo la esperanza de ser, llegado el momento, el caudillo y no
el lugarteniente de los caudillos; ahora que aparentando una
neutralidad, indicó que mientras él no hiciera cabeza vería la
situación con cautela.
Huerta no olvidaba su postergación militar durante el
régimen porfirista, como tampoco podía perdonar el retiro
obligado al que estaba sentenciado por Madero. Posiblemente
espiaba el momento de vengarse de quienes no creían en sus
aptitudes militares o le temían y por lo mismo le perjudicaban
en su carrera profesional.
Desabrida e incierta para el general Reyes fue también
la respuesta del general Jerónimo Treviño, el viejo caudillo
militar del norte quien a pesar de carecer de criterio
y voluntad, tenía ambiciones desmedidas para su corta,
endeble y envejecida personalidad. Treviño, invitado para figurar entre los jefes de la Contrarrevolución, contestó con aprobaciones mezcladas con evasivas, de manera que no se podía fijar cuáles eran sus aspiraciones.
Dos comisionados más envió el general Reyes buscando
apoyo fuera de la ciudad de México. Uno de tales comisionados
se dirigió al sur, para conferenciar con el general Emiliano
Zapata. El segundo, marchó al norte en busca del general
Pascual Orozco aunque a poco regresó el primero, Miguel O. de
Mendizábal, comunicando a Reyes que Zapata no sólo se había
rehusado a recibirle, sino que mandó que se le diera un plazo de
veinticuatro horas, para salir de los campamentos zapatistas.
Echados, pues, todos los tentáculos, sólo era cuestión de
esperar la hora en la cual el general Ruiz indicara como la
conveniente para iniciar el alzamiento. El calendario, sin
embargo, seguía siendo objeto de una tras de otra modificación,
hasta el 8 de febrero, pues a la mañana de este día, el general
Ruiz dio el toque de alarma: el Gobierno estaba en posesión de
los planes para el pronunciamiento; los oficiales de las corporaciones
acuarteladas en el Distrito Federal, serían cambiados de
ubicación; la guardia de la Ciudadela sería reforzada; la policía
seguía muy de cerca los pasos de Mondragón y Ruiz; la fecha
señalada, la del 11 de febrero, debería ser anticipada; una mayor
demora sembraría la desmoralización entre los civiles comprometidos
a empuñar las armas.
A la tarde del día 8, pudo reunirse el general Ruiz con
Mondragón en Tacubaya. Allí fraguaron los últimos planes conforme
a los cuales, el pronunciamiento se llevaría a cabo la
madrugada del 9, debiendo empezar el general Mondragón el
alzamiento con los soldados del cuartel de Tacubaya, Ruiz, con
los alumnos de la Escuela de Aspirantes, una fracción de la
tropa comprometida dentro del Palacio Nacional y un grupo de
oficiales de su confianza, entraría a la residencia del Ejecutivo,
con la certeza de catequizar a la guardia y al propio comandante
de la plaza, general Villar.
Este, quien hasta los primeros días de enero estuviera
comprometido con los contrarrevolucionarios, ahora, abandonando
su lecho de enfermo se hallaba al frente de la defensa
de Palacio; pues tenía noticias precisas de que el general
Gregorio Ruiz asaltaría la residencia presidencial a la madrugada
del domingo 9.
Villar, con mucha iniciativa y actividad, en seguida de poner
al corriente al presidente Madero de lo que se preparaba, aunque
sin conocerse con precisión la hora elegida por los sediciosos
para realizar sus fines, con mucha actividad e iniciativa, mandó
reforzar la guarnición de Palacio, cambió de la vigilancia a
algunos oficiales a quienes desconfiaba, dio órdenes para que
cualquier acto subversivo fuese severamente castigado y se
dispuso a esperar al enemigo.
Presentación de Omar Cortés Capítulo octavo. Apartado 6 - Preliminares del golpe de Estado Capítulo noveno. Apartado 2 - El pronunciamiento del 9 de febrero
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