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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO PRIMERO
CAPÍTULO 9 - LA CUARTELADA
EL PRIMER CRIMEN
El hombre que apareció como el alma de la victoria revolucionaria de 1911, fue Gustavo A, Madero. Este, sin ser caudillo de la pléyade armada, constituyó la caracterización completa del espíritu revolucionario.
No era Gustavo Madero un genio político; representaba y
con creces, la intuición popular. La intuición popular que ni un
solo día tuvo acceso, durante tres décadas, a las funciones
políticas y administrativas de la República.
Pero, no únicamente lo intuitivo reinaba dentro de aquel
hombre. Dentro de él estaba también la generosidad, el valor, la
definición y el patriotismo; porque por todas esas cualidades
que le adornaban excelsamente, fue por lo cual, sin titubeos,
puso su riqueza económica a las órdenes de la Revolución. Y si
esto no es supremo, será necesario encontrar otro rico mexicano
que haya entregado sus bienes de fortuna para servir a la patria
frente a un poder tan dilatado y profundo como el del general
Díaz.
Precisamente, porque los lobos y lobeznos del régimen
porfirista sabían lo que representaba el hermano del Caudillo
para la Revolución, fue por lo cual, apenas triunfantes los
revolucionarios, no vacilaron en injuriarle y difamarle. Reprochándole,
entre otras cosas, el que hubiese cobrado a la Nación
lo que tuvo necesidad de invertir, para la compra de material de
guerra.
El hermano del Jefe de la Revolución había quedado en
difícil situación económica con la merma de sus bienes, y todo
advertía su honorabilidad al pedir la devolución de su
patrimonio personal. Así y todo, los ataques fueron tan violentos,
que el mundo profano a las contingencias y conveniencias
políticas, creyó que Gustavo A. Madero era un vulgar político
ambicioso.
Las exigencias, pues, que los antiguos porfiristas hicieron al hermano del presidente de la República, ascendieron a la categoría
de actos propios a la demencia política, porque aquellos
líderes del caído porfirismo no se conformaban con su derrota.
Estaba muy lejos de ellos, la actitud digna, inmensurablemente
digna del general Porfirio Díaz y de los grandes del porfirismo;
aunque siempre ha de suceder que la menudencia se signifique
no sólo, por su ignorancia, antes también por su procacidad. Y
no sólo, en el caso de Gustavo Madero, por su procacidad, sino
por sentimientos criminales; porque preso Gustavo, sin esperar
más horas que las necesarias para que cayera el día y la obscuridad
cubriese el crimen, aquella alma de la Revolución
mexicana fue llevada al martirio.
Nada debía Gustavo Madero. De ningún mal a la patria se le
podía acusar. Lo más que fue posible señalar en él, políticamente, como un acto que contraría a la Democracia -y sólo en apariencia— fue haber organizado un grupo político, agresivo y violento que, sin faltar a las leyes ni a los preceptos de la libertad, representase el grupo defensor del Gobierno y de
la Revolución. Un grupo muy a menudo dejado a los ímpetus, en ocasiones temerarios, del joven Adolfo León Ossorio; grupo al cual la maledicencia política apellidó despectivamente La Porra.
Pues bien: porque a tal agrupamiento le daba energía y dirección Gustavo Madero, éste fue considerado como el responsable, de la catástrofe política hecha armas y sangre que comenzó el 9 de febrero y que estamos terminando de remirar.
La manera como Gustavo Madero fue preso y asesinado
llenó de horror y pena a los sentimientos humanos más flacos y desgaritados; porque, en seguida de haberse visto a Madero en la
comandancia militar de la plaza, invitando a los generales
Huerta y Blanquet a fin de que le acompañaran a almorzar,
ahora le veremos presidiendo una mesa en el restaurante
Gambrinus, en donde Huerta y otros militares prometieron que
ese mismo día quedaría vencida la resistencia de la Ciudadela.
Sin embargo, poco después de tales promesas. Huerta, con
un pretexto cualquiera, salió del establecimiento, para que
minutos más tarde entrara al mismo Gambrinus un grupo de
guardias del Bosque de Chapultepec, al mando del capitán
Federico Revilla Brockman, y dirigiéndose éste a la mesa
donde estaba Madero, le pidió que se diese por preso.
En el acto comprendió Gustavo cuál era su situación; cuál la
del Gobierno, y se dejó conducir al Palacio Nacional; y aquí le
encerraron en una de las oficinas de la comandancia militar,
donde el prisionero pudo darse cuenta de todo lo sucedido.
Allí, atadas las manos, con centinela de vista y amenazado
de muerte, permaneció impávido, sin pedir gracia alguna, sin
quejarse de su condición. Sin embargo, el capitán José Posada,
encargado de la custodia del prisionero no dejó, durante la horas
de la tarde (18 de febrero), de escarnecer al hermano del
Presidente. El informe que Posada rindió al general Blanquet, es
uno de los documentos más cínicos y vituperables de esa nada
limpia y vergonzosa jornada. Posada, para hacer méritos, llamó a
tan distinguido mexicano con los peores apellidos.
A la caída de la tarde, el hermano del Presidente fue sacado
de la prisión, y en el patio central del Palacio Nacional le
hicieron abordar un automóvil a poca distancia de otro vehículo
en el cual también prisionero, estaba Adolfo Bassó, intendente
de la residencia presidencial y por quien el Jefe del Estado
nacional tenía grande afecto.
Pronto, puestos en movimiento los dos automóviles, Madero
fue vendado de los ojos. En el vehículo iban custodiando al
prisionero los capitanes Federico Revilla, Luis Fuentes y Agustín Figueras, quienes antes de recibir al prisionero, escucharon
estas palabras del general Blanquet: El ciudadano presidente
de la República, me ordena, por conducto del teniente coronel
Maas, que bajo severa responsabilidad conduzcan a Gustavo
Madero y a Adolfo Bassó a la Ciudadela; que allí los entreguen
al oficial de guardia, a quien comunicarán que estos dos sujetos
deben ser fusilados inmediatamente, en presencia de ustedes y
de toda la gente que se reúna en las afueras del recinto. El
teniente coronel Maas tendrá que informar, al ciudadano Presidente
de la República, que la orden ha sido cumplida.
Uno de los oficiales pretendió que la orden le fuese dada por
escrito, a lo cual el general Blanquet repuso que los oficiales se
deberían limitar a cumplir las disposiciones del presidente
Huerta.
Así, los automóviles emprendieron el viaje a la Ciudadela, en
cuyo trayecto, el capitán Revilla se divirtió diciendo a Madero
que le conducían ya al panteón del Tepeyac. El prisionero
sabía, pues, cómo se acercaba el fin de su vida, máxime que al
salir del lugar donde había estado preso, pidió hablar con el
general Blanquet y como resultado, sólo fue objeto de la mofa
de sus custodios.
Al llegar a la Ciudadela, los oficiales desvendaron a Madero,
y Revilla, dirigiéndose al capitán Rafael Romero López, jefe de
la guardia, le comunicó tener órdenes para poner bajo su
custodia a Gustavo A. Madero, a quien dio el apodo de Ojo Parado, para que desde luego se le formara cuadro y fuese
ejecutado.
Pero ya no hubo tiempo para que Romero contestara a
Revilla; pues don Gustavo empezó a gritar que aquello era una
infamia; que él no debía delito alguno y que le iban a asesinar; y
mientras que lanzaba tan angustiosas exclamaciones, quiso
deshacerse de un individuo que le sujetaba, para poder correr,
pero en ese minuto apareció el teniente coronel Maas, quien en
medio de imprecaciones hizo un disparo sobre Madero, cuya era
la figura física que apenas se veía, ya que poca luz había en la
plaza de la Ciudadela donde se desarrollaban estos acontecimientos.
Al disparo de Maas, siguieron otros. Cinco, ocho, diez,
hechos por Revilla, Figueras y Fuentes. Figueras lo remató.
Luego fue sacrificado Bassó.
A las detonaciones, salieron a la plaza varios personajes de la primera y segunda fila de la subversión, que a esa hora
conversaban con Félix Díaz, quien estaba enfermo. Para tal
concurrencia, lo sucedido tuvo los caracteres de un mero circo.
Terminada la vida de Gustavo A. Madero, ante cuarenta o
cincuenta individuos congregados en la Plaza de la Ciudadela, y
que fueron testigos del crimen ejecutado a los gritos de ¡Muera
Madero!, ¡Adiós Ojo Parado! y otros, no menos majaderos; terminada la vida de aquel hombre, el cadáver fue golpeado. Hubo un sujeto que pidió fuese cercenada la cabeza del
hermano del Presidente, para pasearla por las calles de la ciudad
de México.
Nadie intervino para evitar que el cadáver siguiese siendo
vejado. E insistimos: Ningún mal a la patria, ni a los ciudadanos
mexicanos, ni a sus propios enemigos, ni a los enemigos de su
hermano, había hecho el asesinado. En aquel hombre muerto de
tan mala manera, se quiso vengar el alma de la Revolución.
Tan vergonzoso, tan trágico como desgraciado fue aquel
suceso, que se acusaron los unos a los otros, refiriendo el
episodio sangriento a su manera, disculpa y conveniencia, sin
que por ello hubiesen podido lavar la mancha que será indeleble
en el cuerpo de los apetitos y en la mente de los criminales
políticos de muchas épocas.
Presentación de Omar Cortés Capítulo noveno. Apartado 9 - La aprehensión de Madero Capítulo décimo. Apartado 1 - La autoridad de Huerta
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