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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO PRIMERO
CAPÍTULO 9 - LA CUARTELADA
EL PRONUNCIAMIENTO DEL 9 DE FEBRERO
A la madrugada del domingo 9 de febrero, el general Manuel Mondragón se presentó en el cuartel de Tacubaya donde estaba alojado el primer regimiento de artillería. Esperábanle los oficiales comprometidos. La tropa fue puesta sobre las armas.
Los soldados no preguntaban, obedecían. La oficialidad no
había tenido mucho trabajo en horas anteriores para convencer
a cabos y sargentos del pronunciamiento. La maniobra, pues, se
presentó fácil. El levantamiento era un hecho; aunque seguía
inexplicable, puesto que carecía de plan político. Los líderes no
habían tenido ni pública ni privadamente una expresión de
ideas, ni puesto en juego una cabeza de partido, ni tratado de
dar razón constitucional al suceso. Todo parecía ser obra del
capricho, del atropello y de los apetitos personales.
Entre los levantados faltaba el entusiasmo. Un silencio,
acusador de una cercana tragedia, reinaba en torno del ir y venir
de armas y soldados. Mondragón quería avanzar lo más pronto
posible no sobre el Palacio Nacional ni sobre Chapultepec,
donde habitaba el Presidente de la República, sino a poner en
libertad a los generales Bernardo Reyes y Félix Díaz, con la
certeza de que mientras él realizaba esta hazaña el general Ruiz
ya estaría en posesión del Palacio Nacional. Mondragón fiaba en
la audacia de Ruiz.
En tanto Mondragón se encaminaba hacia Santiago, los
amigos civiles del general Reyes, reunían grupos de voluntarios
en torno a la prisión de Santiago. Estos paisanos habían sido
armados de pistolas y rifles de todos los calibres, gracias a la
ayuda financiera de viejos porfiristas. Ascendían a poco más de
doscientos los voluntarios que se movían en la oscuridad cerca
de la prisión.
Reyes, en vela, espiaba. Había renacido en él la confianza.
Conocía, en todos sus detalles, el plan trazado por el general
Ruiz. Estaba deseoso de salir a la calle, montar a caballo,
ponerse al frente de sus partidarios, ir en busca de las fuerzas del
Gobierno y obligarlas a rendición.
La operación se realizaba, si no al pie de la letra, cuando
menos con cierto orden. Y no al pie de la letra, porque el
general Mondragón demoró su marcha de Tacubaya a Santiago,
y el general Ruiz en lugar de avanzar hacia Palacio prefirió
unirse a Reyes, marchar junto a éste y recibir órdenes directas
de los caudillos cuando ya éstos, libres, tomaran la jefatura de la
sedición.
Ruiz llegó a las puertas de Santiago al frente de una fracción del cuerpo de artillería, y sin dificultad alguna, hizo que se
pusiera en libertad al general Reyes, quien al aparecer a la
puerta de la prisión fue saludado con los vivas de sus amigos y
partidarios. El general vestía traje de paño negro, sombrero
color gris, botas militares de charol, y se cubría con un capote
de capitán general español, obsequio del rey de España Alfonso XIII.
Reyes dió órdenes para emprender la marcha, al tiempo de
que se le unían dos compañías del regimiento de caballería que
se hallaban custodiando el edificio contiguo a la prisión, un
grupo de jóvenes jinetes de la Escuela de Aspirantes y una
columna de poco menos de mil hombres, al frente de la cual
llegó el general Mondragón.
Entre voluntarios y soldados los pronunciados sumaban mil
ochocientos hombres. El general Reyes, con la esperanza de acrecentar sus fuerzas conforme avanzara hacia el centro de la
ciudad, puso en movimiento a aquella gente; luego montó en su
caballo Lucero y saludando con el sombrero a los soldados partió al frente de la columna hacia la penitenciaría del Distrito, con el propósito de exigir la libertad del general Díaz.
Al ponerse en movimiento la columna, lo que había sido
frialdad en el alma de la tropa sublevada, se transformó en
optimismo. El propio Reyes, yendo y viniendo a caballo como
en sus buenos tiempos de soldado, y quizás como un
presentimiento de que aquella jornada de lucimiento y audacia
sería la última de su vida, era otra persona distinta a la que salió
de la prisión. De la gravedad en el semblante. Reyes pasaba
ahora el contento; también a la demasiada confianza. Pareció
volver a los primeros años del siglo, cuando con grandes ímpetus
queriendo conquistar la gloria personal y tal vez la gloria del
Poder, organizó la segunda reserva del ejército, expidió las
ordenanzas militares y modernizó los cuarteles.
En medio, pues, del contento y de una aparente seguridad,
el general Reyes comprendió que no había tiempo que perder, y
dio prisa a la columna para dirigirse a la penitenciaría.
La vanguardia fue entregada al mando del general Ruiz con
fuerzas del primer regimiento de caballería. Seguía la escolta
personal del caudillo con alumnos de la Escuela de Aspirantes.
Después, iba el general Reyes escoltado por el doctor Samuel
Espinosa de los Monteros y los capitanes Manuel Romero López
y Jesús Zozaya. Tras de éstos, marchaban los civiles armados,
entre quienes se veía a los líderes contrarrevolucionarios Cecilio
Ocón, José Bonales Sandoval y Rafael Zayas. Cerraban la columna soldados de varias corporaciones desleales al gobierno, al mando del general Manuel Mondragón.
Los pronunciados, en el camino a la penitenciaría, como
observaran al pasar frente al cuartel de Teresitas, que los
soldados allí acuartelados ni se unían ni atacaban a los pronunciados.
Reyes mandó que se les invitase a la rebelión y así se
hizo, con resultados favorables, pues oficiales y clases del 20°
batallón, en número de doscientos, salieron a la calle en son de
guerra. Con esto, quedaron fortalecidos el ánimo y la condición
militar de la sublevación.
A esa hora, la luz del sol iluminaba la escena; y como la
columna avanzaba en medio del estrépito de tambores y cornetas, la gente salía a balcones y puertas, y al columbrar la figura de Reyes aplaudía, sin saber cuál era el suceso principal; antojándosele —dice la crónica— que volvían los días de las grandes paradas militares del porfirismo.
Sin contratiempo, y con el aumento de voluntarios que al
paso de la columna se unían a ésta, ilusionados por un género de
aventura que hacía varias décadas no veía la capital, llegó Reyes
frente a las puertas de la penitenciaría, y en el acto mandó que
incondicionalmente fuese puesto en libertad el general Félix
Díáz; y como el director del establecimiento se rehusara a
hacerlo, advirtiendo que iba a pedir instrucciones al gobernador
del Distrito, Federico González Garza, Reyes ordenó que fuese
emplazada la artillería dispuesta a bombardear los muros
penitenciarios. Ante esto, el director, mandó abrir la reja para
que Díaz quedase libre.
Ahora, ya eran dos los caudillos de la cuartelada; aunque no
sabían a ciencia cierta qué camino elegir; pues los planes
primeros parecían inconvenientes, ya que tanto Reyes como
Díaz creían que el alzamiento sería total, de manera que no
esperaban hallar la resistencia del Gobierno.
Mientras que los dos generales discutían y esperaban los
informes de los oficiales destacados hacia el Palacio Nacional,
entre los sublevados todo era alegría y entusiasmo; y unos
gritaban y otros disparaban sus armas al aire, y los terceros
tiraban de los cañones con los cuales llegaron al campo rebelde
dos compañías del regimiento de artillería de la Escuela de Tiro.
Un par de horas permanecieron allí los pronunciados, hasta
que informados Reyes y Díaz de que la situación en el interior
del Palacio Nacional era otra de la que esperaban, puesto que el
general Villar había cambiado totalmente la guardia que se
suponía iba a unirse a los rebeldes, y por lo mismo a franquear
la entrada de éstos a la residencia del Ejecutivo, los dos caudillos
optaron por nuevos planes; y al efecto, comisionaron al coronel
Salvador Anaya para que al frente de un pelotón de caballería
avanzara hasta Palacio y se cerciorara de lo acontecido, debiendo
volver al encuentro del grueso de la columna que quedaría
apostada al costado norte del propio Palacio.
Partido que hubo el coronel Anaya, el general Reyes, quien
en aquellos momentos tomaba el mando formal de los
sediciosos, mandó que la columna fuese reorganizada en la
misma forma como llegara a la penitenciaría, y en seguida se
puso en marcha, yendo siempre a la vanguardia el general
Gregorio Ruiz.
Los rebeldes llegaron a la altura de la puerta del ministerio
de Guerra y Marina, en la calle Moneda, y Reyes mandó hacer
alto, en los momentos en que era informado sobre la verdadera
situación dentro de Palacio; pero sin creer en tales noticias,
ordenó al general Ruiz que avanzara con un pelotón de
caballería y un grupo de aspirantes hacia la puerta central de
Palacio, tratando de comunicarse con el general Villar, para
hacer un esfuerzo y convencerle de que se uniera a la cuartelada.
Reyes insistía en que Villar, su antiguo subordinado y amigo, no
sería capaz de hacer fuego contra los rebeldes. Y en eso estaban
también seguros los generales Díaz y Mondragón.
Sin embargo, como se demorase el regreso de Ruiz y no se
tuvieron noticias sobre el paradero del coronel Anaya, Reyes
llamó a su lado a Mondragón y Díaz, comunicándoles la
decisión de ir él, Reyes, personalmente, al frente de los soldados
del primer regimiento de caballería hasta las puertas de Palacio
para comunicarse verbalmente con Villar; y esto, a pesar de que
minutos antes, había sido advertido que los defensores de
Palacio estaban tendidos en línea de combate y que, por lo
mismo, no parecían dispuestos a unirse a los pronunciados. Así
y todo, Reyes reiteró la orden de marcha y en el acto se
encaminó hacia la Plaza de la Constitución, mientras que Díaz y Mondragón quedaban con el gruso de la columna sobre la misma
calle Moneda esperando el orden de los acontecimientos.
Reyes, en quien, por los sucesos anteriores a la caída del
régimen porfirista y por los que se siguieron durante los
comienzos del presidenciado maderista, ya no se creía, pues se
le tenía por pusilánime y titubeante, iba a tratar de reivindicarse,
porque muchos eran los defectos del caudillo rebelde, pero de ninguna manera el del soldado —del soldado, se reitera- cobarde en la adversidad.
Creyendo, pues, exageradamente en sí mismo y en el poder
que su persona ejercía sobre los soldados, Reyes se adelantó
hacia la Plaza de la Constitución, con la idea de avanzar sin
tropiezo al interior de Palacio.
Con certidumbre, como se ha dicho, no sabía Reyes lo
sucedido a Anaya y a Ruiz. Este, con la seguridad de que el
general Villar aplaudiría su audacia, había llegado a la puerta
central de Palacio y sin tropiezo alguno, aunque en medio de un
sospechoso silencio, halló la entrada franca, y al ver al general
Villar en medio de un grupo de oficiales intentó dirigirse a éste,
mas en ese momento los generales Manuel García Hidalgo y
Eduardo Caos, invitándole a echar pie a tierra, rápidamente le
desarmaron y haciéndole preso, con mucha brusquedad le
condujeron al garitón izquierdo de Palacio. Ruiz pretendió que
Caos le libertara, porque todavía hasta el 8 de febrero estaba
comprometido a sublevarse, aunque horas después —y sin que
esto lo supiese Ruiz— envió un recado al general Reyes,
comunicándole que retiraba su palabra de comprometido y por
lo mismo continuaría fiel al gobierno.
Y no fue Ruiz el única detenido. También fueron desarmados
y presos los aspirantes que le acompañaban, para ser
conducidos en medio de amenazas y acusaciones a las
caballerizas de la residencia presidencial.
A los minutos que se siguieron a la detención de Ruiz y sus
hombres, se escucharon las primeras descargas, primero de
fusilería; luego de ametralladoras en el exterior de Palacio. La tragedia comenzaba, no de aquel día, sino de muchos años, se anunciaba con la muerte del general Reyes; pues éste, resuelto, se repite, a probar su valor de hombre y soldado se adelantó, como queda dicho, hacia la puerta central de Palacio, y a pesar de que todavía pudo hacer oído a la súplica de su hijo Rodolfo
para que retrocediera, sin detenerse avanzó enhiesto hasta que
una primera descarga de los soldados apostados en la acera de
Palacio, le fue fatal. Caído para siempre, frente al lugar donde
soñó durante una década, casi exacta, hacer esplender un
gobierno sucesor de don Porfirio, el general Reyes hizo
imperecedero el signo de la ambición política.
Era el general Reyes hombre de extraordinaria empresa.
Poseía un verdadero don de mando, del que abusaba sobre los
débiles y ocultaba, cauteloso, frente al superior. Por haber
servido con lealtad al general Díaz, éste le premió. El premio,
sin embargo. Reyes lo atribuyó a méritos personales y no a la
técnica y sabiduría política de don Porfirio. De aquí -de creer
que el general Díaz le admiraba y no que premiaba en él al
servilismo— se formó un Reyes ilusivo, descentrado y engreído.
Y todo eso, en tan grande proporción, que nunca advirtió su
verdadera posición en la mentalidad de don Porfirio. Los ardides
y artificios de que se valía el general Díaz, ya para apaciguar, ya
para guiar a propios y extraños, fueron siempre ignorados por el
general Reyes de manera que esta ignorancia le hizo vivir fuera
de la realidad política y jurídica de la República.
Esto no obstante, Reyes, en el tablado de un pueblo que al
través del régimen porfirista llegó a perder la brújula de sus
aspiraciones, fue hombre que sembró y fomentó la popularidad.
Quizás fue el lider más popular de los días anteriores a la
grandeza del porfirismo, y de los que precedieron a la victoria
revolucionaria de Madero. Pero así como fue admirado por el
pueblo, así también tuvo una época de odios porque ¡con qué
mano tan dura mandó castigar a los primeros opositores a don
Porfirio! ¡Qué surco de denuncia, persecución y sangre dejó en
el norte del país para ganar la confianza del autócrata!
Sin embargo, el cuerpo de aquel hombre, envuelto por la
sangre y la tierra de la Plaza de la Constitución, producía
conmiseración, también lágrimas, porque ya no había, para esas
horas, mexicano alguno que no sintiera en su corazón el soplo
de la desgracia. Y era, en efecto, una desgracia no tanto la
muerte de aquel hombre digno de otro género de empresas,
cuanto el aullido de los apetitos que por desear poder y gloria
olvidaban los deberes patrios.
Presentación de Omar Cortés Capítulo noveno. Apartado 1 - Dispositivos para el pronunciamiento Capítulo noveno. Apartado 3 - Hacia la Ciudadela
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