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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO PRIMERO
CAPÍTULO 9 - LA CUARTELADA
HACIA LA CIUDADELA
Los generales Félix Díaz y Manuel Mondragón, a poco más de un centenar de metros del lugar donde cayó el general Reyes, no hicieron el menor movimiento militar de auxilio ni de lucha. Las entradas laterales del Palacio Nacional se prestaban,
máxime que ni siquiera estaban resguardadas, para amenazar a
las fuerzas del general Villar. Así y todo, Díaz y Mondragón
permanecieron lelos, sin saber qué partido tomar, ni qué camino seguir. El cielo, generalmente enemigo de las ambiciones puras o razonadas, no les quiso dar consejo alguno. La patria, atolondrada y angustiada, hizo del silencio un grande y grave paréntesis: que esperaba conocer el amor de sus hijos.
Así, mientras que los minutos apremiaban a una resolución
de Díaz y Mondragón, y en tanto los aspirantes jugaban a la Contrarrevolución y numerosos pacíficos vecinos de la metrópoli eran víctimas inocentes de las balas, alguien de las filas sediciosas, recordó el plan original de marchar, sobre la Ciudadela para apoderarse allí del material de guerra; y con
esto, Díaz y Mondragón llegaron a la conclusión —pues así lo
había recomendado también Reyes— de que, en efecto, era la
Ciudadela el punto débil de las defensas del gobierno y resolvieron
ponerse en marcha hacia tal objetivo.
En realidad, este movimiento de los pronunciados acusaba
una retirada poco honrosa, puesto que abandonaban el puesto de
combate sin haber disparado un solo tiro. La artillería y la
fusilería, quedaron mudas en un momento en que, por decoro y
bizarría, debieron probar que el gobierno tenía enemigo al
frente.
Tampoco fue ejemplar la conducta de los defensores de
Palacio; porque si es verdad que acababan de ahogar los ímpetus
y los apetitos de los contrarrevolucionarios, el hecho de no
haber salido del reducto, para atacar y destruir a aquellos
rebeldes que tenían perdida la moral y designio militares,
constituía un desconocimiento del arte de la guerra; también
una actitud negativa para la paz y tranquilidad de la República.
Cierto que dentro de Palacio no había fuerzas suficientes para
una persecución efectiva a la desmoralizada columna de Díaz y Mondragón, pero el solo hecho de hostilizarla desde la ventajosa
posición que ofrecían los muros del Palacio Nacional habría
proporcionado superioridad al Gobierno.
Pudieron, pues, los pronunciados retirarse sin quien les
amenazara; aunque con desorden, hasta la calle de San Ildefonso
a donde medio reorganizaron la columna; y poniéndose al frente
de ésta el general Díaz, se reemprendió la marcha al norte de la
calle del Reloj, para luego cruzar la ciudad de oriente a poniente
y entroncar a las calles de Guerrero y seguir por Rosales y
Bucareli.
Para la hora en que los sediciosos se acercaban a la
Ciudadela, la guardia de la misma estaba sobreaviso y esperaba
un refuerzo prometido por la comandancia de la Plaza. Este no
había llegado al tiempo de avistarse a su enemigo, por lo cual los
vigilantes se dispusieron a la defensa del recinto, pero todos sus
aprestos fueron inútiles. El enemigo era muy superior en
número, por lo que se vieron obligados a rendirse.
Al tomar la Ciudadela, Félix Díaz, después de apoderarse
del material bélico, quiso retirarse a Tacubaya debido a que
aquel recinto no ofrecía ninguna ventaja, ora para la defensa,
ora para recibir víveres, pues podía ser asediado por las fuerzas
del Gobierno; pero en imposibilidad de cargar con todas las
armas que allí estaban almacenadas y comprendiendo que de
dejarlas las aprovecharía el Gobierno, luego de una discusión con
el general Mondragón, quien le prometió tener a raya al
enemigo, gracias al despliegue de las baterías de artillería y a las
cantidades de ametralladoras que allí había, optó por quedarse en la Ciudadela, con la certeza que las bocas de fuego tendrían a
los soldados federales a distancia, de manera que quedase un
camino para la introducción de comestibles.
En Félix Díaz obró en aquel momento, más la confianza
inocente que la confianza en la bizarría y táctica militares.
Aquellos hombres, en efecto, estaban lejos de una acción heroica
como enseñaba el hecho de encerrarse en aquel lugar.
La Ciudadela, no obstante su pomposo nombre, que parecía
indicar que se trataba de un recinto fortificado colocado en el
centro de la ciudad de México con el propósito de hacerlo
refugio de la guarnición militar de la plaza, era una finca
endeble, conservada no para servir a la guerra, sino para
almacenar o reparar en ella material bélico secundario.
Esto, si lo observó Mondragón fue para considerar que si el
lugar era impropio para la defensa de los pronunciados, en
cambio presentaba la posibilidad de provocar desde allí un
levantamiento popular; pues los habitantes de la metrópoli no
resistirían la tentación de verse súbitamente armados. Ochenta y
cinco mil rifles, en efecto, estaban allí esperando el momento de
ser distribuidos, ya entre los soldados del ejército regular ya
entre los paisanos alborotados por las perspectivas de muerte o
ganancia que ofrecen los alzamientos en el corazón de la
ciudades.
Más que el recinto, más que el valor de los sublevados, más
que la esperanza de rechazar a las fuerzas atacantes, el estímulo
para quienes estaban apoderados de la Ciudadela era el material
de guerra allí concentrado. Allí, aparte de los ochenta y cinco
mil rifles, estaban cien ametralladoras, veintisiete cañones, cien mil granadas y veinte millones de cartuchos. Los pertrechos
almacenados en la posición capturada, equivalían al doble, por
lo menos, del poder del fuego que tenían las fuerzas del
gobierno de todo el país. La pronta y fácil conquista del punto,
equivalía a un porcentaje de triunfo superior de que se presentaba
a las fuerzas que permanecían leales al presidente Madero.
De esta suerte, el número de acompañantes de los generales
Mondragón y Díaz, pasaba a ser secundario. El número,
ciertamente, apenas —descontando las bajas en heridos,
dispersos y muertos en la Plaza de la Constitución y las calles de
la metrópoli— pasaba de los dos mil; pero estos, aparte de tener
una ametralladora para cada veinte combatientes, podían armar
a otros muchos miles más y poner en acción todas las piezas de
artillería. Los cálculos de Mondragón, experto en el arma,
indicaban que con tales cañones y las granadas de que
disponían, era posible hacer llover fuego sobre la ciudad de
México durante las veinticuatro horas de tres días consecutivos.
El poder de fuego, pues, de los pronunciados, les daba muchos
privilegios. Tantos así, que el poder de fuego del gobierno
quedaba empequeñecido y ofrecía muy pocas ventajas para
augurar un triunfo militar sobre los sediciosos.
Además, como era notorio el apoyo de la mayoría de los
habitantes de la metrópoli para los sublevados, estos estaban
confiados en que no les faltarían víveres, ni atenciones médicas,
ni estímulos del vecindario, ni noticias de los soldados del
gobierno. Más favorable posición no podía presentarse para el
futuro de los posesionados de la Ciudadela. La elección del
punto, para defenderse del gobierno, había sido fortuita, pero
efectiva.
El combate iba a empezar, puesto que, sin pérdida de
tiempo. Madero organizó el ataque a la Ciudadela.
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