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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO PRIMERO
CAPÍTULO 9 - LA CUARTELADA
EL PODER DE LA CIUDADELA
Los líderes políticos y literarios —los líderes políticos y literarios y no los caudillos de la guerra— faccionales, sin recato, consideración o prueba, siempre acusaron a Madero de debilidad, contemporización y otros defectos deprimentes al ejercicio de la autoridad nacional. Hiciéronle responsable, de
haberse entregado en brazos de Huerta, y tantas así fueron las
fobias de esa época, que todavía hasta nuestros días, el nombre
de Venustiano Carranza, aunque muy respetable, es colocado
sobre el de Madero. Incomparable, sin embargo, fue Madero en
aquellas horas de angustia para el gobernante y la nación.
Ahora bien: si el general Huerta cometió un pecado al aceptar
la comandancia militar de la Plaza, tal pecado no fue el del
dolo y premeditación engendrados en una pretraición. Consistió
en no haber tenido la entereza de advertir al Presidente —y tenía
la obligación de hacerlo por sus aptitudes de soldado— que la
Ciudadela no podía ser tomada con las armas y las fuerzas que
el Gobierno poseía en esos momentos.
En efecto, frente a dos mil soldados y rurales del Gobierno,
los dos mil y tantos defensores de la Ciudadela tenían un poder
de fuego equivalente a veinte mil soldados. La sola artillería de
aquel recinto era suficiente para convertir en ruinas a la ciudad
de México. Félix Díaz, con el número de cañones y metrallas a
su alcance, estaba en condiciones de destruir el Palacio Nacional
y el Castillo de Chapultepec a la hora que quisiera. No lo hizo
por sentimientos humanos. Además, porque conocía su
superioridad en armamentos, y esperaba. En sus manos, se
repite, estaban cien ametralladoras, es decir, diez veces más de
las que disparaban los soldados del Gobierno; y podía hacer uso
de tales instrumentos, con la seguridad de que sus proyectiles le
alcanzarían para resistir, con todas las posibilidades de triunfo,
un asalto de diez a quince mil hombres durante cuarenta y ocho
horas.
Por otra parte, no siendo numerosos los defensores de la
Ciudadela, éstos no tenían apremio de víveres de la metrópoli
franca y abiertamente en favor de la sedición; la gente de Díaz
estaba segura de obtener los abastecimientos de boca necesarios.
Todo, pues, menos la moralidad y la constitucionalidad, se
hallaba de parte del general Díaz.
La grave falta cometida por Huerta al no comunicar al
Presidente la verdadera posición de las fuerzas leales frente a los
pronunciados, fue causa de que Madero, después del alto en la
fotografía Daguerre continuara confiadamente hacia el Palacio
Nacional a donde a poco se reunían a él, los miembros del
gabinete presidencial y los más connotados hombres del
maderismo, incluyendo al diputado Gustavo A. Madero,
hermano del Presidente y en quien éste tenía extremada y justa
confianza.
Allí llegó Huerta acompañado de sus ayudantes. Madero
había ya puesto en conocimiento de los secretarios de Estado la
designación en favor de aquel general, a lo cual nadie hizo
objeción, pues al instante vinieron a mientes las cualidades
militares de Huerta.
Este —ahora más sincero que en el momento de ser nombrado
comandante de la plaza—, comunicó al Presidente sus observaciones
sobre la situación de los defensores de la Ciudadela,
indicando a Madero las pocas posibilidades que existían para
garantizar el triunfo de las tropas del Gobierno, ya que además del
corto número de soldados en el Distrito Federal, los pertrechos de
guerra necesarios para pelear estaban dentro de la Ciudadela.
Huerta, sin embargo, sugirió al Presidente la conveniencia de
concentrar en la ciudad de México las fuerzas federales que
guarnecían los estados de Morelos, Oaxaca, Veracruz, Puebla,
México e Hidalgo, a lo cual objetó Madero lo impropio de abandonar
Puebla e Hidalgo a la policía, puesto que tenía noticias de
que en estos dos últimos estados conspiraban militares y civiles.
En cambio, el Presidente consideró que, en efecto, precisaba la
presencia de los soldados de Oaxaca, Veracruz y Toluca y dio
órdenes para que fuesen llamados desde luego los de esta última
plaza mientras que Madero, se dirigía a Morelos, a fin de
hacer consulta con el general Felipe Angeles, que allí tenía su
cuartel general de operaciones contra el zapatismo, sobre la factibilidad de trasladar a la capital la artillería destinada a tal
campaña.
A esa hora, y antes de salir para Cuemavaca, fue penoso
para el Presidente advertir que la secretaría de Guerra no tenía
informes precisos sobre el número de ametralladoras y cañones
en poder de las fuerzas federales acantonadas en Oaxaca,
Puebla, Tlaxcala e Hidalgo. Así y todo, y con la prisa de
proporcionar al general Huerta los soldados y la artillería que
éste pedía. Madero salió en automóvil hacia el estado de
Morelos, en un acto de valor osado, puesto que el viaje lo hizo
sin escolta alguna y en medio del cielo tenebroso de la guerra,
que empezaba a opacar la tranquilidad y bienestar
metropolitanos.
Con bien llegó el Presidente a Cuemavaca, y en seguida de
poner al corriente de lo acontecido en la ciudad de México al
general Felipe Angeles, en quien tenía grande confianza y a
quien, con razón, consideraba uno de los mejores soldados de
México, Madero quedó perplejo al saber que el cuartel de
operaciones en Morelos sólo podía disponer de una
ametralladora, y que los cañones no estaban en condiciones de
servir, y que las municiones en la plaza correspondían a la
tercera parte de la dotación normal del soldado, y que de éstos,
sumando ochocientos, sólo era posible enviar la mitad a la
ciudad de México.
De esta manera, hecho el recuento de la situación, el Gobierno podría aumentar sus fuerzas para atacar la Ciudadela con un
general de la calidad de Angeles y con cuatrocientos soldados
bien fogueados en la campaña zapatista, pero carentes de los
recursos bélicos necesarios para el asalto al reducto de Díaz y Mondragón.
Pero si ese corto número de soldados poco aliviaría la
situación militar en la ciudad de México, en cambio, para el
Presidente, la presencia de Angeles revitalizaba al ejército. De
esta oponión no era parte el propio Angeles; pues cuando el
Presidente le hizo saber que tenía resuelto nombrarle jefe del
estado mayor de la Secretaría de Guerra, el general, con lealtad
y sinceridad admirables, le rogó que desistiese de tal propósito,
porque él, Angeles, no desconocía que dentro del ejército tenía
muchos enemigos y que por lo tanto, su presencia en tan
elevada función podía ser causa de murmuraciones y divisiones
entre los jefes militares que a esa hora deberían estar agrupados
incondicional y certeramente en tomo al presidente de la
República.
Regresó Madero a México acompañado de Angeles, mientras
que los soldados de éste eran embarcados con destino a la
metrópoli, y en seguida mandó llamar al general Huerta, quien
esa noche —la noche del 9 de febrero— se mostró menos
pesimista que al mediodía. Huerta confiaba ahora no sólo en el
apoyo de la gente de Angeles, sino también en la del 29°
batallón, que a las órdenes del general Aureliano Blanquet, sería
concentrado en Azcapotzalco.
Esa misma noche también, en la comandancia de la plaza
establecida en el Palacio Nacional, Huerta trazó el plan de
ataque a la Ciudadela, que debería iniciarse a la llegada de las
fuerzas de Blanquet, de los rurales de Hidalgo y México y de los
soldados de Angeles. Con un acontecimiento más iba a terminar
la primera jornada de la que sería Decena Trágica de la ciudad de México: con el rechazo de Huerta a las insinuaciones de los enviados de Félix Díaz, para que se uniera a la subversión.
El día 10, Huerta mandó que los soldados leales empezaran
a tomar posiciones en las alturas dominantes, mientras que establecía vigilancia en los puntos desde los cuales creía factible
iniciar el cerco de la Ciudadela.
A estos primeros movimientos de Huerta, contestó la
Ciudadela con numerosas andanadas de metralla. Los cañones y
las ametralladoras de los sediciosos hacían gala de la abundancia
de su nutrición de pólvora y plomo, de manera que trataban de
sembrar el terror entre los habitantes de la capital, para que
éstos a su vez llevaran la voz de alarma y tragedia a los soldados
federales. Los caudillos de la Ciudadela, por otra parte, pusieron
la puntería de sus cañones sobre los edificios públicos que
podían castigar, de forma que el suceso constituyera un alerta
para el gobierno. Y el hecho, en realidad, causó tanto efecto
sobre la población civil, que entre ésta, pero principalmente en
los residentes extranjeros, se creyó en la cercanía de una
catástrofe general, dando lugar a que los agentes diplomáticos
europeos se sirvieran de la oportunidad, para llegar al
atrevimiento de exigir, con gran desconocimiento del Derecho
Americano, garantías para sus connacionales.
Huerta, después de un primer intento para adelantar a sus
soldados hacia la Ciudadela encontró mayores escollos de los
que había calculado; pues los revoltosos habían tenido suficiente
tiempo para ensanchar sus defensas, y esto, unido al terror
sembrado por la artillería entre los no combatientes minoró,
para las perspicacias y sutilezas de Huerta, la posibilidad de abrir
brecha hacia la Ciudadela a menos de que el presidente Madero
autorizara la destrucción de los inmuebles contiguos al reducto
rebelde.
Con esto, hubo de cambiarse de planes; pero a la tarde del
día 10, y cuando el general Angeles estaba ya al frente de sus
soldados, y el general Blanquet llegó a las puertas de la ciudad
con el 29° batallón, y cuatro cuerpos rurales se hallaban
concentrados en la Tlaxpana, el general Huerta dio órdenes para
que comenzara el fuego de la artillería; pero Angeles, encargado
de la principal sección de cañones, encontró que sólo disponía
de granadas balines y por lo mismo inútiles a los fines que se
perseguían. E igual aconteció al coronel Manuel Rubio
Navarrete, reputado como uno de los mejores artilleros
mexicanos de la época, quien sólo pudo obtener dotaciones de
proyectiles Shrapnel, con los cuales no era posible abrir brecha
en la Ciudadela ni en los muros de las fincas circundantes a tal
reducto.
Sin el preliminar de los cañones, no era posible el asalto
general. Sin embargo, como Huerta, con mucho imperio quería
probar sus aptitudes militares, dejó, a un lado, la importancia de
la artillería y ordenó a la mañana del día 11, que los rurales, ya
a caballo, ya a pie, avanzaran a pecho descubierto, aunque
protegidos por los puntos salientes de las fincas, sobre la Ciudadela. Cinco fueron las columnas de avance, con lo cual Huerta creyó factible distraer al enemigo. Así y todo, los pronunciados, sirviéndose de las ametralladoras, procuraron que los atacantes se acercaran a sus defensas, para barrer con ellos hasta casi exterminarlos.
El acontecimiento, señalado por la maldad como hecho
intencional de Huerta, produjo amargura, desolación y desesperanza en las filas gobiernistas, mientras que en la Ciudadela era festejado jubilosamente, creyéndose que el suceso se debía no al poder de sus fuegos, sino a una magna hazaña del valor y osadía de la defensa.
Madero recibió impávidamente el informe de Huerta sobre
el saldo del asalto, y reiterando al general la autoridad militar
que le había otorgado, admitió la necesidad de que, por razones
de guerra, se procediera a la horadación o destrucción de las
fincas cercanas a la zona de la Ciudadela, de manera que se
pudiera realizar un asalto casi a bocajarro; y aunque luego surgió
el problema de la falta de ingenieros militares, cuando menos, el
problema lo suscitó el general Huerta.
Mientras tanto, llegaban a la ciudad de México fuerzas
irregulares de los estados de Querétaro y Michoacán; y el día 14,
después de un segundo asalto a la Ciudadela, también desastroso
para los defensores de la legalidad, el comandante de la Plaza, en
su informe al Presidente, hizo constar que las fuerzas bajo sus
órdenes ascendían a poco más de tres mil hombres; aunque la
crisis militar —la impotencia militar del gobierno, decían los
opositores a Madero— no consistía en la escasez de soldados,
sino en la exigüidad del material bélico. Y tanta, en la realidad, era la escasez de armas y municiones que no fue posible dar de alta a los voluntarios que se presentaban en los cuarteles.
Así, al terminar la semana de la sublevación, el general
Huerta no había logrado obtener un progreso efectivo en los
ataques a la Ciudadela.
Presentación de Omar Cortés Capítulo noveno. Apartado 4 - La dignidad presidencial Capítulo noveno. Apartado 6 - La suprema decisión de Madero
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