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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO PRIMERO
CAPÍTULO 9 - LA CUARTELADA
LA SUPREMA DECISIÓN DE MADERO
Desde su entrada al Palacio Nacional la mañana del domingo 9 de febrero, después de cruzar la ciudad de México de poniente a oriente; de haberse refugiado en la fotografía Daguerre y de escuchar el aplauso y los vítores —aplausos que fueron los
últimos de su carrera política, en la que había encontrado su
verdadera vocación— el Presidente Constitucional de los
Estados Unidos Mexicanos, Francisco I. Madero, a pesar de
que su vida peligraba minuto a minuto bajo el fuego que
podía ser certero de los cañones de la Ciudadela, así como
por estar al alcance de cualquiera deslealtad, no abandonó un
minuto su responsabilidad dentro del despacho presidencial
del Palacio Nacional.
La figura de Benito Juárez, el pensamiento de Benito
Juárez, el heroísmo de Benito Juárez, la respetabilidad de
Benito Juárez, la constitucionalidad de Benito Juárez, guiaban
la mano y la cabeza de Madero. Este, en efecto, no veía en los
sucesos de la Ciudadela más que una repetición militar y política de la cuartelada antijuarista. Madero, pues, al igual de Juárez, confiaba en los soldados, confiaba en su autoridad y confiaba en la Constitución. La impavidez de Juárez era la impavidez de Madero.
Faltaba, sin embargo, para la defensa de la legalidad, la
pólvora que tenían los sediciosos —la pólvora de la que nunca se
apartó Juárez— admitiendo que la investidura de la autoridad no
valía por sí sola, y que por lo mismo requería el acompañamiento
de la fuerza.
Autoridad personal y valor personal, pues, no escasearon en
el presidente Madero ni un minuto. Allí, en su despacho de
Palacio estaba a pesar de las amenazas de los cañones sustraídos
al Gobierno, reunido con los miembros de su gabinete, escuchando
los informes militares, recibiendo las adhesiones de los
gobernadores y comandantes militares, dictando acuerdos
administrativos, dando órdenes para el mejor abastecimiento de
abrigos, alimentos, dinero y pertrechos a los combatientes;
también a fin de conocer las actividades subversivas que desarrollaban
los senadores y los diputados, pero principalmente
aquéllos. Asimismo, para castigar a quienes, ya militares, ya
civiles, trataban de agravar la perturbación del orden. Allí, en el
despacho presidencial, Madero aceptó que el general Gregorio
Ruiz fuese pasado por las armas; que el coronel Anaya quedase
consignado a un consejo de guerra extraordinario; y los
aspirantes revoltosos puestos a disposición del general Huerta.
De todas las noticias que le daban, ya verbalmente, ya por
escrito, sobre la situación en la capital y en los estados, la única
que conturbó al Presidente fue la referente a la actitud asumida
por los senadores. Estos, apartándose de las funciones
específicas del Alto Cuerpo, no sólo eran manifestación hostil al
Ejecutivo —lo cual cabía dentro de sus derechos y fueros— sino
que estaban convertidos en agentes subrepticios y activos de la
sedición; pues si no se atrevían a hacer público el deseo de que
el presidente Madero fuese derrocado, convertidos en rebeldes
vergonzantes —y no de otra manera podían proceder por ser
parte de la función constitucional de la República— estimulaban
la subversión, y de muchas maneras hacían llegar al Presidente,
la idea de que éste presentara su renuncia; y al caso llamaban
inepto a Madero.
Entre los senadores insidiosos que si no incitaban a la
rebelión, sí la estimulaban, ora con el aparato de una oposición
parlamentaria, ora con una neutralidad que debilitaba al Poder
Ejecutivo, ora con la amistad, que públicamente mantenían con
Félix Díaz; estaban, en primera fila, el ex presidente Francisco
León de la Barra, el novelista jurisconsulto Emilio Rabasa y el distinguido personaje de la época porfiriana Gumersindo Enríquez.
El tercero tenía méritos personales, ya en el orden de la
cultura nacional, ya en la vida política de la nación, ya en su
acción representativa; más estas cualidades quedaban sepultadas
ante la actitud de negación constitucional de tales senadores;
porque si éstos no se entendían abiertamente con los rebeldes
de la Ciudadela, su oposición franca y desmedida al gobierno de
Madero, en aquellas horas de sublevación, era un agravio a la
legalidad y un delito contra el bienestar y tranquilidad de la
patria.
La posición de aquellos senadores no sólo sirvió para que el
general Félix Díaz tratara de justificar la cuartelada, sino que
pocos días adelante, sería el instrumento utilizado por el general
Huerta tratando de dar sentido constitucional al derrocamiento
del presidente de la República.
De esta manera, la merma de la autoridad legal producía el
caos en la metrópoli. Y tanto era ese caos, que también los
diplomáticos extranjeros pretendieron inmiscuirse en los negocios
mexicanos, no sin proyectar el auxilio armado de sus respectivos
Estados a fin —dijeron con énfasis— de dar garantías a las vidas
e intereses de sus connacionales, de manera que si a la
acusación de impotencia política que hacían los senadores al
Presidente se unía la misma afirmación de los plenipotenciarios
europeos y americanos, todo se presentaba adverso al gobierno
de Madero.
Nada, pues, iba a destruir la suprema decisión de Madero de
hacer respetable la jerarquía y constitucionalidad de un
presidente elegido libremente por el pueblo mexicano; pues al
contrario: cuanto más sabía Madero de las intenciones
senatoriales o militares o políticas de deponerle, mayor era su
decisión de defender la integridad del Poder Ejecutivo de la
Nación. No serían, ciertamente, las amenazas, las que arredraran
al Presidente en aquellos momentos dramáticos.
Sin embargo, a la mañana del 17 de febrero, después de
haber advertido, no sin disgusto, que el último intento del
general Huerta para acercar las fuerzas federales a lá Ciudadela
había fracasado, y que el mismo general Huerta ya no se mostraba
optimista, indicó al ministro de Comunicaciones Manuel Bonilla
la conveniencia de que llevara a cabo un viaje a la ciudad de San
Luis Potosí con el objeto de preparar, para un caso de
emergencia, un asiento provisional a los poderes federales.
Disgusto también causaron al Presidente, los informes de
que en los estados del interior y norte de la República, las
fuerzas federales e irregulares estaban tan escasas de material de
guerra como las que combatían en el distrito Federal.
Por último, esa mañana del 17 de febrero, el Presidente fue
informado, primero por el ministro Rafael Hernández; después
por su hermano Gustavo A. Madero, que en la noche del 16 el
general Victoriano Huerta había tenido una conferencia, sin autorización presidencial, con el general Félix Díaz. Así también supo,
de labios del ministro de Hacienda, de la imprudente y subversiva
posición de los senadores insistiendo en la renuncia del
Presidente Constitucional.
No obstante que todos los informes recibidos a la mañana
de ese día 17 eran, como queda dicho, adversos al gobierno, el
Presidente, con mucha calma ordenó al general Aureliano
Blanquet, quien con su 29° batallón cubría la vigilancia y defensa del Palacio Nacional, que mandara buscar a los generales Huerta y Angeles; pues que él, Madero, tenía importantes órdenes que comunicarles.
En ese momento que advertía el conocimiento intuitivo de
Madero sobre los preparativos de una traición. Huerta y Blanquet tomarían el camino de los impulsos y apetitos personales. La patria y la Constitución serían segundas partes en el alma y mentalidad de aquellos dos hombres.
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