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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO PRIMERO
CAPÍTULO 9 - LA CUARTELADA
EL GENERAL HUERTA, SEDICIOSO
Al iniciarse el séptimo día de los ataques a la Ciudadela, el general Huerta acudió a una invitación del general Blanquet a fin de que, de manera secreta, pero sin compromiso, escuchara a los comisionados del general Félix Díaz, quien estaba interesado en una tregua, con el objeto de que se facilitara la evacuación de
la población civil y de los extranjeros, de una zona de la ciudad de México, que estaban dañando grande y gravemente los proyectiles de uno y otro lado, y que podía producir complicaciones internacionales. Además, los comisionados de
Díaz, pretendían tratar con el comandante de la plaza, sobre la posibilidad de un alto al fuego mientras la Ciudadela hacía entrega de sus heridos a la Cruz Roja.
Huerta aceptó blandamente, y sin conocimiento del
presidente de la República, la reunión propuesta por la gente
de la Ciudadela; y ya en tal junta, comenzaron sus primeros
tratos políticos con Félix Díaz. Aquél no puso obstáculo a
la posibilidad de una tregua o suspensión de fuegos; los
comisionados de éste, aunque sin franqueza, exploraron los
designios verdaderos del general Huerta, y como no hallaran
obstáculos para continuar en los tratos, hicieron las primeras
exploraciones sobre la posibilidad de reunir a los miembros del
antiguo ejército federal en un solo cuerpo y en un solo
propósito: y esto, sobre el presidente de la República y sobre el
partido de la Revolución.
Esto último para mover el alma de Huerta hacia un teatro
impensado, pero siniestro. En efecto, en esa mañana del 15 de
febrero, nació en Huerta la idea de derrocar a Madero. En ello,
influyó la adulación inescrupulosa del general Blanquet, quien
iluminó, para alimentar los sobresalientes apetitos de Huerta, el
camino de la deslealtad e irresponsabilidad. El plan de tan
siniestro ejercicio comenzó a desarrollarse entre los dos
generales; pues al efecto, uno iba a contribuir con su mando; el
otro, con sus soldados. Estos, los del 29° batallón, serían el
puntal de cualquier proyecto o acción futuros.
Al caso, el 29° batallón se haría cargo a partir de ese día,
de la custodia del Palacio Nacional. Con este hecho, la persona
del Presidente quedaba dentro del pulso de ese cuerpo militar y
de su comándate el general Blanquet.
El cambio de la guardia de Palacio se llevó a cabo, sin que
Madero ni sus colaboradores maliciaran los propósitos de los
generales. Tratábase aparentemente de un movimiento de mera
rutina y seguridad. Ninguna sospecha, pues, acudió a la mente
del gobernante.
Hecho tal movimiento, la segunda parte, el entendimiento
compromisorio con Félix Díaz y Mondragón pasó a constituir el
capítulo principal de los acontecimientos que se preparaban. Y
no era fácil tal entendimiento, porque el brigadier Díaz, siempre
ingenuo y ajeno a las realidades, creía tener méritos indiscutibles
y prioridad incontrovertible, para que Huerta le reconociese
como jefe. Huerta, por su parte, sin poseer las cualidades de
hombre honorable, discreto y candoroso que adornaban a Díaz,
era en cambio dueño de la clave capaz de resolver la crisis: era el
dueño de la libertad y vida del presidente de la República. A su
sola voz, Madero podía quedar preso; y preso Madero estaba
vencido el Gobierno y por lo mismo la victoria de los sediciosos,
asegurada. De esta suerte, si Félix Díaz no aceptaba la
superioridad de Huerta, éste no tenía más que continuar la
guerra; derrocar a lo largo a la gente de la Ciudadela y disponer
si así se lo proponía, del futuro de la República. Huerta, pues,
tenía los instrumentos principales tanto para dominar a Madero,
como para la función del chantaje cerca de Díaz.
Este, sencillo, pero lerdo como era, creyendo que su nombre
sería bastante para que en la fase final de los sucesos que se
avecinaban, las tropas y el pueblo le siguiesen y abandonasen a
Huerta, aceptó la autoridad momentánea del comandante de lá
plaza; ahora que, para no perder jerarquía, el general Díaz
movilizó a los civiles, pero principalmente a los senadores,
ministros de la Corte y diplomáticos, de manera que toda esta
gente sembrara en Madero y en torno a Madero un campo de
pesimismo, alarma y derrota. Y esta tarea de carácter político,
en la que Díaz no era un lego, dio pronto resultado, aunque no
en el alma acérica del Presidente.
Así, a partir del 15, y ya seguro de que la caída del
Presidente era cuestión de horas, el general Díaz puso a trabajar
a la intriga nacional manifiesta en los senadores De la
Barra, Enríquez, Rabasa y Sebastián Camacho, y la intromisión
extranjera representada por los plenipotenciarios de Estados
Unidos, Alemania y Gran Bretaña. En esos momentos dentro de
los cuales se jugaba el porvenir de los líderes de la Ciudadela,
perdido como estaba el signo del honor, con un paso más caería
por tierra la brújula del patriotismo; y con lo mismo, los
ministros y embajadores europeos y americanos se sentirían
autorizados para penetrar al sagrado recinto de la independencia
mexicana, y ¡quién sabe cual hubiera sido el final de aquel
intento de intervención, si el Presidente no detiene los pasos de
los intrusos! Y los detuvo momentáneamente con estas
palabras: Los pueblos tienen el derecho a resolver sus asuntos
por sí mismos. En esto seré invariable.
La frase, sin embargo, si constituíá la medula patriótica y nacional de México, sirvió, ya en el terreno de la intriga
internacional, para que algunos diplomáticos extranjeros
comunicaran a su gobierno un supuesto desdén del presidente
de la República hacia los intentos de paz. Madero era, de esa
suerte, declarado contrario a los sentimientos universales y humanos.
Esa intromisión forastera, acompañada de la conspiración
que sin recato se reunía en el senado donde los senadores de la
oposición, que constituían la mayoría, bajo la batuta de De la
Barra, Rabasa y Enríquez resolvieron presentar a Madero consideraciones
de tipo político, militar y diplomático, para apoyar
la petición de que entregara su renuncia, sirvió para dar más
alientos a la alianza de los rebeldes de la Ciudadela con los
soldados de Huerta y Blanquet.
En medio, pues, de aquellas convulsiones que aumentaban
mientras la población civil culpaba del desorden y desgracia al
presidente de la República y no a los facciosos de la Ciudadela; y
en tanto los senadores llevaban el alma y justificación de la
defección a los jefes y oficiales del ejército, quienes ahora no
querían continuar el ataque a los rebeldes, el general Huerta
consideró, ya seguro, que el triunfo pertenecía a la audacia, y de
acuerdo con Blanquet y en tratos -sólo en tratos- con Félix
Díaz y Mondragón, buscó la manera de dar forma política ylegal a lo que se proyectaba.
Díaz, con aparente prudencia estaba de acuerdo en desistir
de sus derechos dinásticos dentro de una República federal y representativa. Huerta hacía gala de su desinterés y propósito de
dar fin a aquel estado de cosas, no tanto para no ver sufrir a la
población civil, cuando a fin de no poner en peligro a los
intereses extranjeros. Blanquet, que representaba la fuerza
militar, sin sentirse con capacidad para luchar por el mando
supremo de la nación o del ejército, sólo servía de instrumento
brutal en manos de Huerta.
Blanquet, en efecto, era un tipo malvado y rencoroso.
No olvidaba un reproche que le había hecho el presidente
Madero. Tampoco podía perdonar que aquel Presidente escaso
de cuerpo y a quien tenía por hombre sin autoridad, le hubiese
hablado con más autoridad y jerarquía que el general Díaz. Y
nunca, ni muerto Madero, olvidó Blanquet la escena en la cual
Madero le echó en cara su conducta de soldado, por todos
conceptos reprobable. El Presidente, en efecto, nueve meses
antes de la Decena trágica mandó llamar a Blanquet al Castillo de Chapultepec, en donde el Presidente le exhortó a que se condujera como buen soldado en una comisión que le daba en el
estado de Guerrero, para combatir a los rebeldes acaudillados
por Jesús H. Salgado, recomendándole que ahorrara la efusión
de sangre. Me han dicho (manifestó el Presidente a Blanquet)
que usted es muy sanguinario, y que en Matamoros por
diversión, se entretuvo usted en fusilar muchachos por su propia
mano.
La reconvención, pues, no la olvidaba Blanquet y ahora, jefe
del 29° batallón, y dueño de la guardia de Palacio, y cómplice
de Huerta y Félix Díaz, estaba pronto a vengarla.
Realizada, como queda dicho, la primera parte del trato con
los líderes de la Ciudadela; llevada a cabo toda la maniobra
militar para deshacer la red anticonstitucional; llegado el
momento de proceder, puesto que Huerta intuía que de no
obrar pronta y violentamente, el Presidente le haría detener y
sustituir, máxime que se acercaban a la capital dos mil soldados
de Veracruz y Oaxaca, se preparó para el segundo capítulo de
una historia que se pormenoriza en esta obra, por sus caracteres tan memorables.
Presentación de Omar Cortés Capítulo noveno. Apartado 7 - La personalidad de Madero Capítulo noveno. Apartado 9 - La aprehensión de Madero
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