Presentación de Omar CortésCapítulo décimo. Apartado 6 - La mentira de HuertaCapítulo undécimo. Apartado 2 - El alma de la venganza Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 11 - LA ANTIAUTORIDAD

LA VIOLENCIA COMO SISTEMA




Si no la ciudad de México, donde el hilo de los sucesos que precedieron la subversión del orden y el asesinato de Francisco I. Madero y José María Pino Suárez, formó una urdimbre enmarañada, cruenta y criminal, pero de todas maneras explicable, sí la República quedó estupefacta con la tragedia del 22 de febrero.

Sin más guía que la conciencia, puesto que Madero no tuvo tiempo para hacer y determinar la herencia a las personas individuales, como proceden los caudillos de los partidos políticos, el país, a partir del momento de conocer la suerte del Presidente y Vicepresidente de México, no poseyó más arma ni más palabra, para repugnar el acontecimiento, que una interjección: ¡Crimen!

La voz significaba asombro y dolor. También revelaba un amenazante estado de ánimo. El hecho de hablar de crimen, quería decir que quienes ejercían la autoridad eran criminales; y lo mismo advertía que el alma de la paz estaba convertida en alma de la violencia. Esta, porque el país estaba seguro de que a la autoridad del general Victoriano Huerta no le quedaba otro camino, después de haber transgredido todas las leyes naturales y positivas, que el camino de la violencia. Y para aquella autoridad suprema, ganada por Huerta a fuerza de armas, no se le presentaba otro medio de vivir que el uso de todos los medios atropellados.

Además, el fondo de la Contrarrevolución era el establecimiento de un gobierno a semejanza del porfirista; y como el vulgo atribuía el triunfo de los Treinta Años precisamente a la función violenta de la autoridad, los adalides de la Ciudadela, primero; los del huertismo, después veían con extremada naturalidad y como cosa necesaria, la aplicación de todo el rigor autoritario, de manera que la República sintiera sobre ella la amenaza del castigo. La idea, pues, de gobernar castigando, que se atribuyó siempre al general Porfirio Díaz, era el meollo de los soldados y civiles victoriosos en la ciudad de México.

La fórmula, sin embargo, era tan falsa como peligrosa; más esto último que lo primero. Y peligrosa, porque si creía que con ella no había sujeto que se atreviese a promover la lucha contra la autoridad, la realidad era que la autoridad fijaba una competición de la violencia entre el Estado y la Sociedad. Y tal caracterizó el sentimiento del pueblo de México, en seguida del pasmo que produjo la tragedia del 22 de febrero. La idea de una paz contestada con la paz, desapareció vertiginosamente del pensamiento nacional; y ahora, a la violencia autoritaria iba a contestar la violencia popular.

No correspondía a la gente del pueblo el surgimiento de tal mentalidad. Tratábase de un caso fortuito, inspirado por las destrucciones ocasionadas por la subversión dentro de la ley y las instituciones nacionales. La violencia no emanaba de la gente del común, sino de la gente que se suponía ser el vigilante de las instituciones y la ley.

Así, los individuos que anteriormente consideraban la paz, no como un fruto del porfirismo, sino como un producto del desarrollo lógico, voluntario y ambicioso de la sociedad, llegaron a la conclusión mental y práctica de que la violencia era un instrumento para lograr un fin. Si Huerta lo había hecho así, ¿quién o quiénes podían detener a los que ahora veían en el desarrollo de los ímpetus y la fuerza, como quien ejecuta un modo regular y racional de la vida de México?

La creencia, pues, de Huerta y del huertismo de que desaparecidos Madero y Pino Suárez, y bajo la amenaza del terror de Estado, el pueblo de México continuaría quieto, era tan falsa como la de que la República no tendría nuevos caudillos para encauzar la violencia popular contra la violencia de la autoridad.

Este antecedente de la mentalidad, creado por los impulsos y la pólvora, sirvió a la formación de un sistema de violencia que pronto se generalizó en la Nación; ahora que por medio de este sistema iban a ser resueltos los problemas más importantes de México; el del orden popular, como consecuencia del anterior.

De la violencia sistematizada se originaría otro fruto: el de una Segunda Guerra Civil; porque entre violencia y violencia, la sola presencia de un caudillo, aunque éste no tuviese arraigo popular ni significara una bandera de elevados ideales, sería bastante para llevar a los mexicanos a los choques de armas.

La pérdida del temor a la violencia, seguida de la organización manifiesta de la violencia, constituyó el preliminar de un vasto conflicto intestino. Al idealizado alzamiento de 1910, durante el cual el uso de la fuerza fue circunstancial, continuaría en 1913, un encuentro dentro del cual, ni la sangre ni los intereses tendrían medida alguna. La vida de México sería otra a partir de entonces. El natural estado del país quedaría bajo el sino de lo arrebatado e impetuoso. Las consideraciones y respetos que un mexicano merecía de otro mexicano; una aldea de otra aldea; una ciudad de otra ciudad, quedarían sustituidas por el genio de la ira mezclado con el genio de lo creador.
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