Presentación de Omar CortésCapítulo undécimo. Apartado 12 - El primer caudilloCapítulo duodécimo. Apartado 1 - La determinación popular Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 11 - LA ANTIAUTORIDAD

EL LEVANTAMIENTO EN CHIHUAHUA




Creyendo que, al igual de 1910, el estado de Chihuahua podría ser el cuartel general de un segundo alzamiento popular, uno de los primeros actos del general Victoriano Huerta al triunfo del golpe armado de febrero, fue entregar tal estado a los orozquistas derrotados en 1912, con el notorio objeto de que éstos pudieran dedicarse libre e impunemente al ejercicio de la venganza; porque muchos eran los agravios que se habían cometido maderistas y orozquistas durante la rebelión de Pascual Orozco; pero sobre todo, en seguida de la derrota, los caudillos orozquistas, en su mayoría, se vieron precisados a refugiarse en Estados Unidos.

Con el triunfo de Huerta en la ciudad de México, el orozquismo volvió a cobrar bríos, y llevado por los apetitos y al igual de 1912, los partidarios de Orozco no dudaron en ponerse a las órdenes de quien derrocó y asesinó a Madero. La facción, pues, resurgió; pero ahora como parte del huertismo.

Este grupo, que seguía capitaneado por Pascual Orozco, procedió, conforme a las órdenes de Huerta, a aprehender y fusilar al gobernador Abraham González; después, a perseguir y castigar a los viejos maderistas, pareciendo que con todos los abusos cometidos por tales individuos, el pueblo de Chihuahua se abstendría de recomenzar sus luchas por la libertad y la democracia. De esta suerte, las autoridades chihuahuenses que habían sustituido a las del gobernador constitucional Abraham González, se dedicaron a ser parte exaltada e inmediata de las exageraciones de terror y venganza que constituía el plan principal de la autoridad huertista.

Sin embargo, la Revolución no era en Chihuahua un artificio político. Había producido en la masa rural nuevas e irrevocables virtudes; era una idea y un ser latentes. Los tales maderistas chihuahuenses sólo esperaban la aparición de un jefe, para reiniciar la lucha armada suspendidad en 1911. Quién sería tal hombre, era cosa secundaria. Y por cosa secundaria, al surgir el caudillo, se abrazaron a Francisco Villa; aunque en éste vivía el alma de la horda, unida al poder de un cuerpo organizado.

Villa, prófugo de la prisión militar de Santiago, en la que estaba como acusado de insubordinación a Huerta en la campaña de 1912 contra Orozco, se había refugiado en Estados Unidos; y allí le llegaron las noticias de la sublevación en la ciudad de México y de la caída y muerte de Madero. Allí también proyectó su vuelta a México, con el propósito de combatir por la reivindicación del maderismo.

Para la nueva lucha, Villa requería dinero, armas y municiones; y a su solicitud, el gobernador de Sonora, José María Maytorena, acudió pronto a ayudarle. Así, a los primeros días de marzo (1913) pudo comprar carabinas y cartuchos, al tiempo que se ponía de acuerdo con los pocos amigos de confianza que tenía en las cercanías de El Paso (Texas), para reiniciar la guerra.

Ocho hombres se dispudieron a seguir a Villa; y con esos hombres, Villa entró (6 de marzo) a territorio mexicano, y avanzó resueltamente hacia el sur.

Aunque Madero le había habilitado como revolucionario, Villa no era individuo de limpia fama; mas esto no fue obstáculo para que arrieros y abigeos, barilleros y mineros, peones y vaqueros se unieran a su partido, conforme el nuevo capitán iba avanzando en busca no tanto del enemigo, cuanto de los medios que necesitaba para organizar y armar gente.

Pero no sólo soldados y carabinas quería Villa; quería caballos. La idea de vencer las distancias, los desiertos y de caer violentamente sobre las guarniciones de soldados federales en una lucha de pega y corre, mientras lograba organizar a la masa rural que mucho amaba y que entendía en sus pensamientos y designios, le hizo comprender la necesidad de los jinetes; y como a este propósito de Villa se unía el deseo de la gente rústica de poseer un caballo, puesto que el poseer este animal equivalía a realizar un ensueño dentro de la vida rústica de México, Villa con sus planes logró atraerse en pocas semanas la admiración y el respeto de los pueblos y aldeas de Chihuahua.

No era la suerte lo que favorecía a Villa. A éste le favorecía su privilegiada intuición. Sería difícil hallar en la época que remiramos, otro hombre con la cualidad de percibir clara y prontamente los deseos del pueblo, como si éste se los comunicara en secreto. El alma de Villa era un reflejo del alma popular. La altísima idea de justicia, muy peculiar en la mente de la gente del pueblo, estaba tan idealizada en el corazón de Villa, que éste llegó a creer que él, nadie más que él, tenía dentro de sí propio una justicia aplicada, y que por lo mismo todo lo que dictaba y hacía estaba dosificado por esa idea, en cuya práctica no podía existir el error.

Tanto arraigo tenía en Villa ese concepto de la vida y del pensamiento rústico, que así como lo captaba del prójimo también sabía reproducirlo en el prójimo; y por esto,sin necesidad de ser orador, ni político, ni maestro arrastraba a la gente hasta llevarla al éxtasis del entusiasmo y de la obediencia.

Tanto poder innato había en Villa que un mes después de haber entrado a suelo mexicano, casi en las transformaciones del caudillo, capitaneó a quinientos individuos; y unas semanas más tarde, marchaba al frente de mil doscientos jinetes; porque toda la gente que se reunía para seguirle, podía ir mal armada y peor municionada; pero, eso sí, iba bien, muy bien montada. La ambición del más rústico de los mexicanos de verse sobre un caballo a manera de signo de progreso, la realizaba Villa. En ocasiones, ese solo acontecimiento bastaba para que los individuos fueran tras de él, como si se tratara de una procesión triunfal al través de los pueblos, y en la cual, a pesar del aprecio a la vida, no se temía a la muerte.

Con tales hombres y dentro de tal medio, Francisco Villa inició la guerra dirigiendo a su gente con tanto absolutismo a par de audacia, que ignorando todos los códigos, las disposiciones que dictaba eran, casi sin excepción, a su voluntariedad y antojo.

De esta manera, y como tenía necesidad de dinero para los gastos de la guerra, no sólo impuso préstamos forzozos sino que confiscó todo el ganado vacuno que tuvo a la mano. Lo confiscó y lo mandó vender a los comerciantes de Texas a cambio de armas y municiones. Decomisó también caballos, y aquello que consideró útil para la beligerancia de su gente. Lo único que respetó, fue la producción de metales. Parecióle que coger el oro y la plata de las minas de Chihuahua constituía un robo. Además, debió considerar que un acto de esa naturaleza equivalía a echarse la enemistad de las compañías mineras que eran norteamericanas, y con lo mismo malquistarse con el gobierno de Estados Unidos.

Y no sólo quiso abastecerse de cuanto le podía ser necesario para las operaciones de guerra, antes también se propuso impartir justicia. Erigióse, al efecto, en juez supremo de sus fuerzas y de los pueblos que iba conquistando; y para hacer más patente su deseo procedió a escuchar personalmente, en las horas de paz, a los trabajadores de las haciendas ganaderas; y como tuviera noticias de que el administrador de una finca daba mal trato a los peones, mandó aprehenderlo, y como escarmiento, ordenó que se le fusilara.

Ya en este tren de justicia, hizo saber que estaba resuelto a salvar de la miseria a sus hermanos de raza, y se declaró jefe de los hombres libres que sabrán conquistar su libertad; y aunque dentro de tales palabras no escaseaba el candor de quien ignoraba lo que acontecía más allá de su corto alcance, creyó que él era el primero que percibía los males padecidos por individuos y comunidades, dando así a su lucha guerrera las singulares características de lo patriarcal. De esa manera ganó mucha popularidad. Tanta así, que nadie le negó la categoría de caudillo del pueblo mexicano, a pesar de sus grandes defectos y del uso que hizo, en ocasiones de la fuerza personal o colectiva, como un vulgar criminal o individuo a quien el miedo hacía obrar precipitadamente por creerse amenazado hasta de su propia sombra.
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