Presentación de Omar Cortés | Capítulo undécimo. Apartado 1 - La violencia como sistema | Capítulo undécimo. Apartado 3 - La continuidad constitucional | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO SEGUNDO
CAPÍTULO 11 - LA ANTIAUTORIDAD
EL ALMA DE LA VENGANZA
Formado el ambiente de la venganza; perdido el miedo a los impulsos; llevado él país a una nueva temperie moral, y suplantanda, como consecuencia del abuso de la fuerza y la autoridad, la razón por los impulsos, era necesario conocer cuál sería la idea principal que animase e iluminase la violencia, puesto que ésta, con ser ciega y pasional, casi siempre requiere un móvil para su ejercicio; y sobre todo para un ejercicio
conducente.
En el cielo de México continuaban brillando indeleblemente,
aunque anémicas, las palabras de Libertad y Democracia. La voz de Madero seguía señalando el rumbo del mundo popular. La figura del Presidente asesinado permanecía como la más amada. Sin embargo, después de las aparentes
frustraciones de Madero, de la Democracia y la Libertad, el pueblo se sentía cohibido para invocar tales nombres.
Todavía atónito, como quien no puede comprender las tantas desgracias que le circundan ni las otras tantas que le amenazan, el pueblo sólo sentía esa condición anhelante y desesperante que se mueve dentro del ser, que ya sin calcular los males que para él y sus semejantes puede acarrear una lucha atropellada y por lo mismo no exenta de lo cruento, está
dispuesto a todos los sacrificios. La idea, pues, de existir, era ahora secundaria para los mexicanos. Si un Presidente constitucional había perdido la vida, ¿qué más daba el naufragio de los modestos ciudadanos, y especialmente de la gente rural siempre en peligro de las amenazas naturales?
Los hombres ya no necesitaban la invitación a la violencia.
El carácter firme y definido que se requirió a los revolucionarios de 1910, para que tomaran las armas, ahora estaba vulgarizado; correspondía a lo común y corriente. La cuartelada y la sangre fría acompañada del cinismo para quitar la vida a un Presidente tenían congestionadas las arterias humanas, de manera que todo estaba dispuesto para un período de violentaciones, ya que éstas
saliesen del grupo político que representaba al poder ganado a fuerza de armas, ya que tales proviniesen de la gente del común que sin saber qué hacer comprendía lo que era indispensable hacer.
Pero no sólo la violencia sistematizada era pasto de la gente
del común; ahora crecía el alma de la venganza. Tan brutal fue lo sucedido la noche del 22 de febrero, que en los caracteres individuales de México surgía la brutalidad; y la brutalidad ungida al más desordenado de todos los sentimientos: a aquel que manda satisfacer por propia mano los agravios recibidos. Y la República estaba cierta del agravio hecho por Huerta y los
huertistas al perpetrar el crimen de Febrero.
El mundo popular, no podía contenerse a la sola idea de que
Huerta era el dueño del poder principal de la autoridad, debido al crimen; y por lo mismo, ese mundo popular quería cobrar tan trágico suceso a cualquier precio. Ya no eran, pues, la Libertad y la Democracia lo que entusiasmaba a la gente, para tomar las armas. En esta vez, el alma de la venganza movía a la gran masa rural mexicana, de manera que todos los ensayos que hacían los intelectuales y jurisconsultos que circundaban y aconsejaban al
general Huerta, para disfrazar de constitucional lo que era producto del apetito, la violencia y el crimen, resultaban estériles. México estaba cierto de que sus legítimos gobernantes habían sido asesinados.
Sólo la gente acomodada, ora por la necesidad de cuidar sus
intereses, ora bajo la amenaza del huertismo, ora porque creía en los beneficios de la restauración, concurría a manifestarse partidaria de Huerta y por lo mismo a excluir a éste del delito cometido el 22 de febrero. De tal suerte, esa misma gente acomodada suscribía memoriales de felicitación y admiración al victorioso Huerta.
Esto último, sobre todo, servía para hacer hervir más y más
el alma negativa; y no sólo los viejos maderistas, sino las personas con sentimientos humanos y contrarias a los sistemas de violencia, buscaban en el horizonte el cómo realizar la venganza. El agravio no lo cometieron Huerta y sus consejeros a un mero partido, antes bien a una Nación, que si a la sombra de la Libertad y la Democracia había asistido a no pocos desórdenes, tenía sembrada muy profundamente la creencia de que esos males eran fortuitos y por lo mismo capaces de tener remedio en días no lejanos.
Nada de esto veían, ni poseían capacidad para verlo los
colaboradores del general Huerta. El amor a los ministerios y jefaturas de sección había puesto una venda a los ojos de los funcionarios, políticos y soldados del huertismo. Este, por otra parte, creía haber encontrado la panacea de la paz y del progreso en el desarrollo y sostenimiento de la fuerza militar. Ellos, los que mucho censuraron a Madero, sólo consideraban la
utilidad de la pólvora y de las espadas. Ignoraban el espíritu de ambición creado y distinguido dentro de los mexicanos con la Primera Guerra Civil. Desconocían el vigor del alma de la venganza, que echaba más y más raíces en el país conforme avanzaban los días y con ello aumentaba la repugnancia hacia
quienes habían asesinado, para darse la satisfacción de tener el
mando y gobierno de la República.
Tales estados de ánimo: el de la violencia, primero; el de la
venganza, después, constituían las columnas de una nueva Guerra Civil; y esto, a pesar de que el horizonte de la Revolución estaba oscurecido y la continuidad de lo constitucional no tenía trazas de ser reconstruida. La
desarticulación de la continuidad constitucional podía tenerse como la única medida virtuosa dictada a Huerta por los senadores y políticos intelectuales del porfirismo.
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