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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO SEGUNDO
CAPÍTULO 11 - LA ANTIAUTORIDAD
LOS PROBLEMAS DEL HUERTISMO
Carranza, debemos repetir, entreviendo las amenazas que se cernían sobre el poder político de la República y la paz nacional, hizo llegar a Madero, como queda dicho, sus
observaciones y advertencias; y si éste no las cumplimentó, no se debió a desdén ni a enojo con su colaborador, antes a dos motivos públicos y explicables. Uno, el de los numerosos problemas que atosigaron simultánea y fuertemente al gobierno federal desde el segundo semestre de 1912, y que no era posible resolver con apresuramiento como lo demandaban la murmuración y la conspiración. Otro, a la esperanza que tenía Madero de detener cualquier intento subversivo hasta no reorganizar el ejército nacional, abasteciéndolo de armas y municiones y abriendo un nuevo cauce tanto al sistema de
reclutamiento, como a la proyecta de servicio obligatorio. Y todo esto, que Madero preparaba con señalado programa y mucha diligencia, puesto que no desconocía el avance de las fuerzas contrarias, esperaba el Presidente terminarlo para diciembre de 1913, es decir, al cumplir el segundo año de
presidenciado.
Mientras tanto, atendiendo a las prudentes demandas de
Carranza, Madero ordenó que la tesorería de la federación proveyera al gobierno coahuilense de los fondos limitados, pero convenientes, para iniciar la organización de una guardia nacional que debería tener sus raíces en el estado de Coahuila.
Carranza, pues, estaba en espera de los ofrecimientos del
gobierno de Madero, y si los proyectos no caminaban más de prisa, se debía no tanto a las fatigas del erario nacional, cuanto a que el gobernador de Coahuila, un tanto retraído y poco comunicativo, estaba fuera del círculo afectivo y asesorante de Madero y del partido de la Revolución, con lo cual daba la impresión de que todos sus planes obedecían a un conjunto de ideas y ambiciones personales, y por lo mismo no faltaron exteriorizaciones de una política carrancista que superficialmente pudo ser considerada como antagónica a la del presidente Madero.
Mas esta situación, que nunca hizo dudar a Carranza de su
amor al principio de autoridad y de su obediencia a los preceptos constitucionales, iba a cargar ahora sobre las espaldas de Victoriano Huerta; y la carga sería tan pesada y determinante para el huertismo que los primeros triunfos de éste, inclusive el de una aparente continuidad constitucional, quedarían empañados bien pronto.
En efecto, a pesar de los visos de constitucionalidad que los
políticos dieran a la victoria de Huerta, éste no era el presidente
constitucional, puesto que no llegó al Poder por voluntad general expresada directa o indirectamente, y sólo representaba la audacia de una facción -ni siquiera de un partido, sino de un grupo osado y turbulento.
No desconocía Huerta su origen ni su situación; y aunque lo
primero no tenía remedio, en cambio se propuso arreglar lo segundo, empezando por dotar a su gobierno de todas las facultades e instrumentos posibles para hacerlo temerario, ya que ésta era la fórmula obligada a su mentalidad, a su ignorancia acerca de la vida civil y a las circunstancias que ofrecían las
condiciones domésticas de los estados y la índole del criterio popular.
Huerta creía que mediante la presentación de un aparato de
fuerza, se sucedería una situación semejante a la del triunfo tuxtepecano de 1876, que abrió las puertas de los Treinta Años al gobierno del general Porfirio Díaz. Para tal creencia, Huerta se guiaba por su mentalidad disciplinada a par de abyecta y no por el conocimiento de las gentes, leyes e instituciones de la República.
Pero lo más extraordinario era que sus colaboradores, casi
todos civiles y medianamente ilustrados, veían las cosas al través del mismo cristal. Esto, como es natural, daba más confianza a Huerta, haciéndole caer en la idea de que al fin, él, ignorante y ajeno a la vida civil, había captado la naturaleza política, moral y militar de México.
En lo único que Huerta sentía debilidad era en el ramo de
las rentas públicas; pero, apenas conoció la verdad sobre los recursos monetarios de los que podía echar mano, se entregó a los proyectos de su ministro Toribio Esquivel Obregón a quien se tenía por un hábil hacendista; y éste, a pesar de lo mucho que había censurado la política de crédito exterior llevada por José Yves Limantour durante el régimen porfirista, no halló otro
camino que el de los empréstitos, y apoyado por Huerta solicitó del Congreso autorización para contratar en el extranjero un préstamo de cien millones de pesos.
Huerta, no obstante el empréstito, no iba a obtener provecho efectivo de cuantía, porque si de un lado estaba obligado a aceptar las condiciones, todas desventajosas para México, que establecían los bancos europeos; de otro lado, sólo entre saldos y conversiones de deudas anteriores, y pagos por daños causados por la Revolución, que como principio de tratos
exigían los financieros de Europa, se mermaba el setenta por ciento del empréstito.
Si Huerta, pues, anidaba sus esperanzas financieras y hacendarias en un empréstito titubeante y comprometido, el fundamento político de su autoridad nacional lo apoyaba en poder desmadejar, ya violentamente, ya pacíficamente, la red de gobernadores maderistas, para proceder a sustituir a éstos con jefes militares o bien con civiles reconocidos franca y abiertamente como partidarios no sólo del golpe de Febrero, sino también del propio Huerta. Y todo esto se consideraba al través de la prensa periódica como el comienzo de una segunda época de los Treinta Años.
Para la realidad que presentaba la República a esas horas de
huertismo, las autoridades locales tenían una posición secundaria. Ahora, el país enderezaba todos sus actos contra la autoridad personal de Huerta, sobre todo después de la inauguración de la temporada del terror de Estado, iniciada con el fusilamiento de Abraham González, gobernador del estado de Chihuahua, hombre tan honesto como diligente, y con el crimen perpetrado dentro de la cárcel de Belén, en la ciudad de México, en la persona del jefe maderista Gabriel Hernández. La violencia, pues, empezaba a estar en todas partes. Tres
ministros de la Suprema Corte de Justicia que hicieron insinuaciones sobre la necesidad de mantener el espíritu de la legalidad, fueron excluidos del Tribunal, mientras que los funcionarios públicos eran obligados a hacer declaraciones de adhesión plena al huertismo, aparte de quedar comprometidos
para tomar las armas y ser soldados del ejército irregular que a toda prisa trataba de organizar Huerta.
La única resistencia de carácter político que Huerta halló en
sus primeros seis meses de autoridad, fue la que empezó a oponerle el general Félix Díaz; también el reyismo. Díaz, al efecto, más que por su mera ambición personal, esperaba pacientemente que Huerta diese alguna prueba de su disposición para cumplir con el pacto hecho en febrero con el propio Félix
Díaz y Mondragón; pacto conforme al cual, después de seis meses de llamado interinato, se efectuarían elecciones nacionales a fin de elegir el presidente que se suponía constitucional.
Frente a esta actitud de Díaz, Huerta se mostraba sordo o
desdeñoso. Su indiferencia hacia Félix Díaz y el grupo felicista crecía y se hacía pública; y aunque no escaseaban los partidarios de Díaz, y éste, dentro de la Contrarrevolución, representaba la probidad política. Huerta vigilando todos sus pasos, no le consideraba como amenaza cierta; pero sí estorbo para una política a la porfiriana. Además, para el caso de advertir al brigadier Díaz cuál era su resolución. Huerta, sirviéndose de los diputados José María Lozano y Querido Moheno mandó aplazar las elecciones prometidas, y el Congreso no tuvo inconveniente en corresponder a los proyectos de Huerta.
Lo único que en la realidad preocupaba al general Huerta, era la reorganización del ejército federal y la seguridad de tener a la mano el material de guerra bastante para armar cien mil hombres. La exclamación del general Huerta de ¡Cueste lo que cueste, en la que resumía su autoridad, significaba que estaba dispuesto a acudir a todos los medios, por más cruentos, ilegales e irresponsables que éstos fuesen, para someter a los disidentes, castigar a los revolucionarios y violar todas las leyes jurídicas y morales de la nación mexicana. Pocas veces una autoridad había hablado en México con tanto cinismo como lo hizo el general Huerta, creyendo que con lo mismo prolongaba el plan pacifista de don Porfirio, después de considerar que el maderismo sólo había sido un intermedio innocuo.
Al caso, y preparándose para una guerra civil, pues pronto
comprendió hasta donde podía llegar la actitud del gobernador Carranza, el general Huerta no se conformó con el arsenal ganado en la Ciudadela sino que apresuró el embarque de las armas y municiones que el presidente Madero había comprado en España: diez mil carabinas, diez millones de cartuchos y
ochenta ametralladoras.
Gracias a este material bélico llegó Huerta a creerse
invencible; y es que mucho era su amor a las armas y cortos sus conocimientos sobre la índole humana. También ignoraba que él, Huerta, con su posición sediciosa y destructora de la legalidad, había creado en el alma del pueblo la esperanza en la violencia, a la cual se agregaba el espíritu de la venganza.
Numerosos eran los problemas que concurrían en torno del
huertismo, apenas cumplidos los primeros días del ejercicio autoritario de Huerta, para hacer comprender que no sería por medio de las armas como se apaciguara al país ni se consolidara gobierno alguno. Huerta, sin embargo, sólo creía en los cuarteles, desconociendo cuán grande podría ser el poder de la masa rural de México de hallar un hombre que la acaudillara; y en efecto, tal hombre estaba ya dando forma y esencia a una guerra civil fundamentada sobre el principio de dar a las masas del campo una categoría en todos los órdenes de la vida mexicana. El acontecimiento estaba muy lejos de la mentalidad de Huerta y del huertismo.
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