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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO SEGUNDO
CAPÍTULO 12 - SOBRE LAS ARMAS
LA SITUACIÓN ECONÓMICA DEL PAÍS
Los sucesos de la Ciudadela, primero, y los que se siguieron a éstos, después, produjeron una grande y grave lesión en el Cuerpo Nacional. La lesión, sin embargo, fue más profunda en los organismos económicos del país, ya de suyos endebles, ya
lastimados previamente por los acontecimientos de 1910.
Al igual de otras naciones, ora industriales, ora rurales, la
economía de México no estaba basada sobre el poder de una riqueza natural del suelo, sino sobre las excelencias pacíficas. Esa idea de paz había alcanzado tan alto concepto, que constituía la garantía monetaria, la empresa mercantil y la protección industrial o agrícola. El crédito dependía más de la
confianza oficial, que de una reciprocidad humana. De la seguridad que prestaban los Estados provenían los créditos sustanciales; y esto que ocurría en el mundo se experimentaba fuertemente en México, máxime que el régimen porfirista le daba la categoría de palabra de orden.
De esta manera, los beneficios administrativos alcanzados por
el régimen porfirista, apenas iniciada la Revolución, vinieron a menos; y los créditos domésticos y externos de México sufrieron una fuerte merma. Sin embargo, como fue muy vigoroso el impulso crediticio que el gobierno del general Díaz dio al país, los negocios privados continuaron protegidos por la
inercia; mas con los acontecimientos de febrero, empezó un descenso mercantil, industrial y agrícola; pero principalmente agrícola, porque excluyó del mercado la producción azucarera del estado de Morelos, que era la más importante de la República, puesto que el suelo morelense estaba en poder de los zapatistas y éstos, queriendo cobrar los agravios que les habían
causado los hacendados, pero sobre todo los mayordomos, quemaron fincas y destruyeron la maquinaria de los ingenios, con lo cual el país sintió la primera depresión de su economía.
Después, como los grandes propietarios de Puebla y México,
tomaron el camino del destierro voluntario y por lo mismo redujeron al mínimo el trabajo en sus haciendas, la República experimentó una segunda merma en su economía; y como por otra parte, el año de 1913 fue escaso de lluvias, la producción de maíz y frijol se redujo hasta en un cincuenta por ciento en el
centro de la República, lo cual ocasionó una disminución en los negocios mercantiles. El poder adquisitivo de la clase rural, mermado durante la primera década del siglo, como consecuencia del desarrollo de las naciones industriales y de la desvalorización del peso mexicano y el aumento en el costo de la vida, acusando una merma, indica, si no con estadísticas
precisas, sí específicas, que la población rústica de México vivía
en un promedio de diez pesos anuales per cápita.
Esta situación de pobreza e incertidumbre fue mayor después
del golpe de febrero y como resultado de los temores que se suscitaron como motivo de la actitud de Carrranza y de los levantamientos populares en diferentes lugares de la República. Así, en virtud de todo eso, la minería, que era una de las fuentes de trabajo —también de riqueza— de México,
disminuyó sus explotaciones; las exportaciones de café y ajonjolí que hacían en Chiapas, Oaxaca y Guerrero, descendieron en un cuarenta y cinco por ciento, reduciéndose, con lo mismo, los ingresos aduanales.
Como consecuencia de ese decrecimiento en las explotaciones mineras, la acuñación de monedas de plata bajó en un cincuenta por ciento y la moneda fraccionaria que constituía el meollo de la vida del pobre, puesto que el comercio de víveres se desenvolvía en torno a una economía en la cual la unidad monetaria más popular era el quinto, empezó a escasear y, con lo mismo, la desconfianza fue mayor entre la pobretería rural.
La producción petrolera, no obstante que al comienzo de 1913 ascendió a veinticinco millones y medio de barriles, en el mes de agosto suspendió hasta un cincuenta por ciento de sus trabajos de explotación, debido a que sus técnicos y directores, temerosos de las amenazas revolucionarias abandonaron el país. A esta emigración de los expertos petroleros contribuyó la presencia de barcos de guerra norteamericanos en aguas mexicanas del Golfo; pues se entendía que el gobierno de Wáshington, alarmado por el rumbo que tomaban los negocios de México, enviaba su marina con el objeto de protejer la vida e intereses de sus connacionales.
De otras características, aunque también obrando sobre la
economía nacional, era el problema que se presentaba a la vista en la ciudad de México donde, como consecuencia de la concentración de quienes huían del interior y de las costas mexicanas, para refugiarse en la capital, escaseaban las viviendas, aumentaba el número de desocupados y se dificultaba el
comercio de comestibles.
Ante todos estos negocios públicos y económicos, la
inteligencia porfirista que había movido el alma ambiciosa y desasosegada del general Huerta, presentaba a éste una serie de programas casi ridículos, no tanto por lo que en ellos se proponía, cuanto porque eran contrarios al espíritu de la guerra en la que estaba sumido el país. La inteligencia proponía, al efecto: cambios en los sistemas educativos, fraccionamientos de
terrenos, reorganización de las secretarías de Estado, reformas al código penal, organización de cooperativas. Todo, todo esto, con lo cual se pretendía aliviar una situación de manera que el general Huerta reconociera que sus salvadores, en el caso de llegar a serlo, no eran soldados sino los intelectuales, tañía las semejanzas de lo quimérico. Muy demorados, en efecto,
llegaban los caudillos de la inteligencia, para apaciaguar a los mexicanos y hacerles olvidar el crimen constitucional y humano cometido en febrero.
Huerta daba aparente apoyo a los designios de los antiguos y
nuevos personajes políticos; y es que les consideraba no como fundamentos de una autoridad, sino como adornos de tal autoridad, de manera que él. Huerta, podía seguir dirigiendo una política que se representaba en tres palabras: cárceles, dinero y soldados. Sin esta trilogía, bien sabía Huerta que su poder estaría en peligro incesantemente.
Era, pues, el plan de Huerta, basado en la urgencia de las
cárceles, el dinero y los soldados, un plan de acción autoritaria, que obligadamente tenía que vencer los accidentes que día a día se presentaban a su poder: primero, la lucha de apetitos que se desarrollaban en el seno de la Cámara de Diputados y que presidían, golosa y ambiciosamente, Querido Moheno, Nemesio García Naranjo, Francisco M. Olaguíbel y José María Lozano. Después, el desacuerdo franco y abierto con el brigadier Félix Díaz, los felicistas y los amigos y partidarios del difunto general Bernardo Reyes.
Díaz, en efecto, esperaba la convocatoria a elecciones
nacionales con la optimista idea de ganar la presidencia. Huerta, por su parte, hacía lo posible para deshacer tal proyecto y prolongar indefinidamente su autoridad, no sin que para ello, manejando a los líderes del Congreso, abusara de la ingenuidad del brigadier Díaz.
Sin embargo, si el general Huerta se burlaba de Félix Díaz,
como no era éste el único de los generales y porfiristas lastimados en sus ambiciones por el huertismo, no ocurría lo mismo con otros jefes del ejército, que concurrían convencional o profesionalmente a la defensa del huertismo. De aquí, que entre los antiguos aliados o cómplices de Huerta existiera, y
trabajara con intensidad, una conspiración, dentro de la cual los generales Manuel Rubio Navarrete y Fernando González y Cecilio L. Ocón eran los principales y más diligentes directores. Y tales designios habrían prosperado, de no poseer Huerta mucha sutileza, vivacidad y audacia; pues apenas tuvo las
primeras noticias acerca de las intenciones que abrigaban sus ex aliados, sin darse públicamente por entendido de lo que se tramaba, llamó al general Félix Díaz y le pidió que aceptara una misión diplomática en el Japón, mientras que al general Mondragón lo mandaba como plenipotenciario mexicano en
Bélgica.
Con todo esto, el general Huerta reafirmó su autoridad
central e hizo un ejemplo destinado a los jefes militares en la República, de manera que a partir de ese momento, marchitó a los oposicionistas y estableció su imperio personal. Y no conforme con tales disposiciones, para que de una vez por todas el país convencido de que no existía más que una sola y
omnipotente autoridad, el general Huerta nombró nuevos colaboradores eligiendo al caso individuos que consideró sumisos abyectos, para corresponder a la gracia que les otorgaba con el título de secretarios de Estado.
Esta preocupación del general Huerta de mirar, sobre todas
las cosas, en lo que atañía a la lealtad de sus colaboradores, le hacía perder de vista la situación económica de la República, que se desenvolvía amenazadoramente y que si no iba a ser la causa única y principal de un negro futuro, cuando menos serviría como estímulo a los ánimos de la gente de campo, para abandonar una nueva posición de estabilidad y concierto, capaz
de asegurar su porvenir.
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