Presentación de Omar CortésCapítulo duodécimo. Apartado 4 - La mano duraCapítulo duodécimo. Apartado 6 - El gobierno de Hermosillo Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 12 - SOBRE LAS ARMAS

LA AUTORIDAD DE CARRANZA




A la mitad de 1913, la autoridad nacional de México se hallaba dividida y subdividida en tantas partes como caudillos y cabecillas existían a lo ancho y largo de la República mexicana.

Dos eran, en la realidad, los jefes nacionales que, sin tener jerarquía en el estricto sentido de la Constitución, puesto que no estaban ungidos por la Constitución de 1857, mandaban, por derecho moral y de justicia, uno; por derecho de la fuerza, el otro. De esos dos jefes, Victoriano Huerta sólo representaba el poder de las armas, mientras que el siguiente, Venustiano Carranza, era manifiestamente el portaestandarte de la constitucionalidad. No le correspondía ésta por herencia directa; pero como el orden constitucional había quedado interrumpido como consecuencia del asalto huertista, tenía el derecho, como ciudadano y como gobernador de un estado, para convertirse en el abanderado de la Constitución.

La posición de Carranza y Huerta, más que ser parte de un debate de carácter jurídico, era el espejo de la situación que reinaba en el país; porque, en la realidad, México, durante tales días, vivía al margen de los preceptos legales y bajo la autoridad que imponían no tanto Carranza ni Huerta como los jefes alzados que ordenaban a su capricho y voluntad en los pueblos que ocupan con sus huestes armadas.

De esta manera, si de un lado Huerta trataba, con el auxilio de la vieja inteligencia mexicana y del ejército federal hacer un mando nacional; de otro lado, Carranza procuraba establecer un gobierno, para lo cual contaba no sólo con el argumento justificativo de la constitucionalidad, tanto por la causa perseguida como por sus cualidades personales.

Y la superioridad de Carranza en los órdenes administrativos y partidistas, era tan notoria, que pronto se hizo obedecer y pronto asimismo empezó a dar forma de gobierno a su autoridad. México hallaría así en Carranza un caso semejante al de Madero y al de muchos otros hombres de 1910 y 1913, que a la primera oportunidad de entrar al teatro público, se revelarían en las virtudes requeridas para el gobierno del mando.

Carranza, como se ha dicho, empezó a organizar su autoridad con un plan que si no le otorgaba la legalidad positiva, sí le concedía la legalidad política, justa y racional de la República. Era, pues, con el Plan de Guadalupe, no precisamente el Jefe de la Nación, pero sí el Jefe nacional de una Revolución -de la Revolución mexicana-, y desde ese momento pondría todos los medios posibles a fin de ganar, popular y efectivamente, una autoridad suprema.

A este fin dirigió sus pasos. De éstos, uno de los más importantes, fue el de dictar muy severas órdenes a los jefes revolucionarios para que conservaran la región carbonífera de Coahuila, pues con esto no sólo destroncaba el sistema de comunicaciones férreas de las tropas huertistas sino que también protegía las reservas de combustible para lo futuro.

En esa misma zona, Carranza dio una prueba significativa de su autoridad; porque habiendo impuesto Jesús Carranza, el hermano del Primer Jefe, un préstamo de cincuenta mil pesos a la Compañía carbonífera de Rosita, y habiéndose negado la negociación a satisfacerlo, los revolucionarios prendieron fuego a las instalaciones de la empresa, con grande detrimento para los suministros a los trenes de Carranza, de manera que éste mandó, y al caso fue obedecido, que los jefes de partidas armadas se abstuvieran de exigir dinero, puesto que el Constitucionalismo, gracias a la primera emisión de billetes, tenía fondos suficientes para acudir a las demandas de la guerra.

Con lo anterior, Carranza ganó prestigio así como obediencia; y si no totalmente, cuando menos en principio, los guerrilleros, después de aquel atentado contra el propio Constitucionalismo, procedieron con mayor cautela; pues pronto disminuyeron los préstamos forzosos, y allí adonde la moneda emitida por Carranza no pudo llegar debido a las condiciones que existían en el país, los jefes de la guerra procedieron a decretar o imponer emisión de papel de circulación obligatoria, al cual la voz popular dio el nombre de bilimbique, que era un apellido despectivo.

Igualmente, con mucha calidad de hombre de gobierno, Carranza habilitó agencias consulares a lo largo de la frontera con Estados Unidos, con lo cual las plazas fronterizas adquirieron auge, y el comercio, en el norte de la República, floreció y favoreció a nuevos intereses mercantiles; porque, en efecto, en tales puntos, el comercio quedó rápida y efectivamente en manos de mexicanos; y así se inició, sin necesidad de una legislación específica, una notable transformación mercantil que se operó en México.

Así, en la frontera norte del país nació un comercio nacional, no sólo con propietarios y empleados mexicanos sino también con dinero de mexicanos; y aunque la etapa había sido imprevista por los caudillos de la Revolución, no por ello dejó de originarse y desarrollarse intuitiva y necesariamente, como resultado de una de las verdaderas causas que animaron a los mexicanos, desde 1910, a empuñar las armas.

Esa función positiva de la Revolución fortaleció la autoridad de Carranza; dio lugar a ensanchar el horizonte revolucionario; despertó más y más las ambiciones de los hombres; hizo no sólo soldados, antes también intereses de la sociedad civil. Ahora, la Revolución no era un mero vehículo político: era también un enjambre en formación de organismos económicos. El nacimiento de esa casta, engendrada por barilleros y fayuqueros, fue un suceso de exteriorizaciones intrascendente, quizás para librar lo político y social de lo mercantil, pero, de todas maneras, un acontecimiento del que poco adelante surgiría un poder nacional de consumidores.

Esto, que de un lado parecía plausible, puesto que la Revolución atraía hacia sus filas los filamentos más sensibles de México, de otro lado constituía una amenaza para la sociedad, que quedaba en manos de una nueva clase mercantil, que en los días de la guerra tenía todas las ventajas para realizar las especulaciones más hábiles y productivas, sin interesarle las condiciones de la gente que sufría las consecuencias de la lucha armada.

Carranza, en quien esos sucesos no pasaban inadvertidos, fiaba en su personalidad autoritaria y, al efecto, entre otras cosas, no perdió oportunidad para hacerse sentir cerca de quienes se creían con prerrogativas de precedencia revolucionaria, como en el caso de los lealísimos maderistas. Así, Carranza no despreciaba a quienes habían sido colaboradores de Madero; pues lo que se presentaba con los tintes de antimaderismo dentro de Carranza, y que además parecía una nebulosa partidista, no era más que una acción de la sobresaliente autoridad carrancista que como bien lo sabía el propio Carranza, a la menor debilidad frente a un desenfreno de pasiones, podía derrumbar el principio de mando, con lo cual, de suceder, el país caería en el caos.

Por todo eso Carranza daba cierta pompa a su despacho autoritario, sobre todo a partir de su instalación en Piedras Negras, donde su postulación de gobernante adquirió mucho relieve, porque no sólo expidió nombramientos de generales, y desdeñó a los hermanos Vázquez Gómez, y rechazó los propósitos condicionales de algunos grupos insurrectos, y rehusó las discusiones que sobre temas políticos pretendían el exministro maderista Manuel Bonilla y otros líderes de 1910, y dio instrucciones de mucho carácter militar al coronel Pablo González, y mandó a Lucio Blanco para que iniciara la guerra en Tamaulipas, y ordenó la organización de comités llamados constitucionalistas en París, bajo la dirección de Gerardo Murillo, y en La Habana bajo la responsabilidad de Juan Sánchez Azcona, y pidió a José María Maytorena, con señalada autoridad, que volviera a Sonora y reasumiera el poder como gobernador del Estado, sino también, como ya se ha dicho, no perdió un momento en las atenciones a la guerra en el estado de Coahuila, y si su gente no obtuvo triunfos como los sonorenses, cuando menos sus soldados, al mando de Pablo González y Jesús Carranza, entorpecieron los progresos de los federales en Monclova y Candela.

Mas como Carranza no era de los hombres que con la expedición de decretos, o con la facultad de dar empleos, o con el privilegio de llevar un título de la más alta jerarquía, consideraba obtener el triunfo, resolvería, como se ha dicho, marchar a Sonora, no obstante que necesitaba viajar por regiones dominadas por el enemigo y a pesar de que la marcha tendría que llevarse a cabo en los días de la canícula y de las tempestades.

Carranza, pues, se movilizó hacia Torreón; conoció y trató a los principales jefes revolucionarios del norte; sufrió una derrota en La Laguna; emprendió el camino hacia Durango y dentro de todo esto, pudo estar seguro de que cada jefe revolucionario llevaba en su pecho una grande ambición de gobierno; porque, en la realidad, cada quien se creía con el derecho de mandar -y mandar es el apetito mayor e insosegado del género humano.

Sin embargo, Carranza pensaba en un ejército obediente y pundonoroso. Quizás en esos días olvidó que el pueblo, cuando se entrega a la violencia, hace capitanes a su admiración y antojo, y así, cada cabeza de grupo quiere dirigir y dominar por sí propio.

El Primer Jefe había idealizado el principio de autoridad. Entre los hombres que llevaban las armas al hombro y los pechos cuajados de cananas; los que arriesgaban la vida en la lucha contra los pelones —y llamaban pelones a los soldados federales, por llevar cortado el cabello al rape— sólo se creía en la libertad, en el odio y la venganza, y no en una constitucionalidad pura y jurídica. Las pasiones humanas vivían a esas horas tan rápido y atropelladas, que sólo seguían el camino de las exaltaciones y violencias.

Grande, muy grande, debió ser el desengaño de Carranza al roce con la realidad revolucionaria. En Durango, donde los hermanos Domingo, Mariano, Andrés y Eduardo Arrieta habían levantado mucha gente advirtió que éstos no podrían dominar a sus propios soldados. La mayoría de los hombres unidos a los Arrieta, a pesar del desinterés de sus jefes, parecían no tener otra finalidad que el ejercicio de los enconos y el avance. Avance quería decir el logro en la aventura guerrera; pues como tales hombres, carecían de haberes, bastimentos y vestuarios, sus caudillos se veían obligados a hacer incautación de lo necesario para equipar y sustentar a sus partidas.

Tales hombres armados, originados en todas las fuentes de la comunidad mexicana, incomprendidos a la primera vista por Carranza y por la propia patria, gustosa siempre del orden y la paz, harían pensar al Primer Jefe en la vida meramente civil de la República; y esto, con tanta anticipación a la restauración constitucional, que Carranza quiso poner en práctica su pensamiento a partir de Durango, en donde nombró gobernador al ingeniero Pastor Rouaix, quien lejos de ser obedecido fue objeto de las burlas de quienes tenían las armas sobre sus hombros.

Esos sucesos que debieron conturbar el ánimo honorable, recto e idealista de Carranza, pero que provenían de los excesos individuales que siempre se registran en las luchas intestinas, se borraron de la mente del Primer Jefe al llegar éste al estado de Sinaloa donde halló otro tipo de caudillos de la Revolución; otro género de soldado revolucionario.

Además, con la presencia de Carranza en Sinaloa, primero; en Sonora, después, empezó el desarrollo de los principios políticos de la Revolución que abandonaron el campo para nuevos y portentosos acontecimientos que iban a sacudir la República y, sobre todo, el alma de la clase rural de México; pues dentro de la lucha armada iba a crearse el espíritu de gobierno y administración civiles; ahora que con esto mismo se desenvolvería el drama de las pasiones humanas a las cuales conduce la sensibilidad que mueve al individuo hacia la conquista del poder.
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