Presentación de Omar CortésCapítulo decimotercero. Apartado 2 - La acción del zapatismoCapítulo decimotercero. Apartado 4 - Últimas esperanzas del huertismo Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 13 - LA CAPITAL

LA DISOLUCIÓN DEL CONGRESO




Seis meses después de haberse investido a sí mismo como la autoridad suprema del ejército federal y de usar, no obstante el origen violento e ilegal de su mando y partido, el título de presidente de la República, el general Victoriano Huerta estaba sin probar a la nación mexicana que él, Huerta, era capaz de restablecer la paz en el suelo nacional, y esto a pesar de que había sido el tema y la justificación para dar el golpe de Febrero, y para conducirse criminalmente con quien poseía la función de primer Magistrado de los Estados Unidos Mexicanos.

Tratando de realizar la paz prometida a México como explicación de la tragedia de Febrero, el general Huerta tenía recorridas todas las escuelas de que se sirven los usurpadores del Poder Público cuando intentan restablecer el crédito y la seguridad de los pueblos: la escuela de las amenazas y abusos de autoridad; de los préstamos y empréstitos extranjeros y nacionales; de las promesas y ascensos a los jefes militares; de las levas y exacciones en la población civil; de los tratos y contratos para la adquisición de armas; de los decretos y manifestaciones; de los engaños y atropellos. Es difícil hallar uno solo de los tantos recursos de que suele disponer el mando autoritario, fuera de la imaginación y prácticas del general Huerta, en el desesperado afán de consolidar su posición política y militar. Difícil también hallar otra época de tanta euforia de supuesta política porfirista, como la que recorremos. Tanta falta de honestidad tuvo el verbalismo de los literatos reunidos en torno a Huerta, que las violencias que cometía el huertismo, las comparaban, en grado de perfección, con las proezas administrativas del régimen porfirista. Y esto, a pesar de que ningún valor intrínseco acompañaba a Huerta en su aventura, sino el valor de haber realizado un golpe osado, aprovechando la coyuntura de la sublevación mantenida dentro de la Ciudadela.

Medio año después de haber deformado la vida constitucional de México, de pretender justificar dentro de sus intereses el sentido político nacional y de intentar la restauración del sistema porfirista, no existía un acontecimiento moral, legal o humano capaz de amparar la autoridad de Huerta; porque los males que padecía la República eran los mismos; y otros más, mayores, acongojaban al país. Aquel caudillo que arrogantemente había prometido restablecer la paz mexicana con el orden y mano de las armas, estaba defraudado en sí propio. No era posible inventar o improvisar un caudillo mediante un acto de audacia como acontecía con la figura de Huerta.

Los mismos diputados y senadores, que tanto censuraron a Madero llamándole débil e inepto, eran también víctimas de la grande defraudación del huertismo, de manera que empezaron a separarse silenciosamente y avergonzadamente del partido y gobierno de Huerta. Así, no es exagerado decir, sirviéndonos de los documentos necesarios, que al iniciarse el otoño de 1913, el huertismo estaba a punto de desintegrarse a sí propio.

Todos los proyectos que hicieron públicos los adalides literarios del huertismo se iban deshaciendo poco a poco. Los medios encaminados al regreso a una vida nacional que la audacia y el apetito de Febrero habían sido destroncado; eran insuficientes para sembrar la confianza. Ahora, el antiguo México porfirista estaba convencido de que no bastaban las armas y el dinero al restablecimiento de las funciones políticas y administrativas. Con dinero y armas no existía la posibilidad de reconstruir la casi despedazada moral pública.

De esta suerte, perdida la brújula política y entregados los huertistas a acariciar sus títulos de funcionarios mientras que hacían preparativos para la fuga, los colaboradores de Huerta aconsejaron a éste acudir a lo que creyeron podría ser el único y último remedio para salvar al huertismo. Tal remedio consistía en disolver el Congreso, no porque los diputados y senadores de la XXVI legislatura estorbaran a los designios de Huerta, sino a fin de probar, con un acto espectacular, el poder autoritario del individuo a quien apellidaban presidente de la República; y con tal acto amedrentar a la gente que empezaba a dudar del poder huertista.

Ningún obstáculo presentaba el Congreso al mando de Huerta. Los diputados y senadores, siempre bajo la amenaza de las armas, constituían un cuerpo sin valor moral ni constitucional, puesto que con los sucesos de Febrero estaba interrumpido el orden legal.

Los adalides del huertismo buscaban, por otra parte, los motivos capaces de hacer creer al propio Huerta que eran consejeros prácticos dentro de aquella situación; y así, Huerta mandó a su secretario de Gobernación para que dirigiera una aparatosa maniobra de disolución. Y la maniobra no fue difícil realizarla; pues presente la fuerza armada a las puertas de la cámara de diputados (11 de octubre, 1913), ciento diez representantes salieron del recinto legislativo en medio de una fila de soldados, quienes les condujeron a la penitenciaría del distrito.

Después, como apareciera necesario explicar el suceso, el ministro huertista de Relaciones Exteriores, Querido Moheno, se encargó del caso; y al efecto, tratando de comparar la situación de México en 1913 con la de Francia en 1877 a propósito del golpe de Estado de MacMahon, dijo que el general Huerta, al igual de Gambetta, no había podido evitar el dilema de someterse o dimitir.

Otro, sin embargo, como queda explicado, era el tema que movía a Huerta y al huertismo. Este, pretendía un teatro propio a sus propósitos restauradores; pues ya no le interesaban las formas de la constitucionalidad. Ahora ya no se presentaba a la vista sino la política de la fuerza; más como ésta no podía ser manifestada en su brutalidad, los adalides del huertismo inventaron una convocatoria para elecciones extraordinarias de diputados, senadores, presidente y vicepresidente de la República.

Todo eso se hacía dentro de las más locas ocurrencias que surgían en la cabeza de la desgaritada gente que rodeaba a Huerta. En efecto, las nociones de la realidad estaban perdidas. La política se había convertido en la expresión de la falsedad; y dentro de ese campo, cualquier artificio parecía posible. Y se hizo posible, puesto que Huerta, buscando en quien descargar los muchos pesos que sobre él caían, resolvió entregrar la función de las supuestas elecciones al Partido Católico Nacional, compuesto por políticos noveles y dirigidos por ricos aficionados a los empleos públicos; hizo creer al partido que era el llamado a gobernar la República, y no solamente le ofreció cien asientos en la cámara de Diputados sino que le prometió respetar la voluntad popular si el país votaba a Federico Gamboa como presidente de la República y al general Eugenio Rascón para la vicepresidencia.

Tan halagüeña se presentaba la perpectiva, que los líderes católicos, siempre excluidos del campo electoral y ajenos a los negocios de Estado desde el último tercio del siglo XIX, cayeron fácilmente en el garlito. Gamboa mismo, persona extraña por su timidez y posturas literarias a las cuestiones políticas, a la sola proposición de su candidatura presidencial sintió una transformación dentro de él, y aunque no contaba en el haber de su vida ni una sola acción de mando o gobierno, de pronto se sintió con las cualidades convenientes para hacerse obedecer y componer, como es posible componer una novela, la situación de sangre y ambiciones que prevalecía en el país.

Junto a Federico Gamboa cayó también Gabriel Fernández Somellera, beato e ingenuo presidente del Partido Católico; y al lado de Fernández Somellera, el ex ministro de Relaciones Exteriores Manuel Calero, sintió llegado el momento de dirigir a la sombra de Gamboa, los negocios del Estado mexicano. Ostentaba Calero el marbete de intelectual político de las postrimerías del régimen porfirista y no podía borrar de sí mismo la idea de ascender a la presidencia de la República.

A tan distinguido aunque pequeño grupo, se unía la trilogía política del huertismo: Querido Moheno, Nemesio García Naranjo y José María Lozano; ahora que estos últimos ya conocían de antemano el camino de los engaños al cual Huerta pretendía conducir a la clase selecta del antiguo porfirismo, a manera de servirse de ella para no frustrar sus proyectos de dominio.

No pararía allí el teatro político; pues apenas pasado el día (26 de octubre) de las supuestas elecciones nacionales, el general Huerta llamó al Palacio Nacional a los miembros del cuerpo diplomático acreditado en México, y les comunicó que teniendo la seguridad de que no se habían podido efectuar las votaciones normales en el país, y que por lo mismo tales comicios carecían de validez, él, el general Huerta, a pesar de que no deseaba continuar en la presidencia de la República, para evitar los desosiegos y amenazas que podían sobrevenir como consecuencia de una acefalía en el poder nacional, tenía resuelto continuar sus funciones de Presidente Constitucional; y que no obstante entrañar el hecho una grave responsabilidad moral, estaba dispuesto a desafiar los peligros y amenazas por el bien de la Nación mexicana.
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