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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 13 - LA CAPITAL

ÚLTIMAS ESPERANZAS DEL HUERTISMO




A pesar de los graves pecados políticos, humanos y constitucionales cometidos por el general Victoriano Huerta a partir del 18 de febrero, el huertismo estaba dispuesto a continuar en la lucha, encariñado con la idea de afianzarse en el poder. Carecía de crédito moral; sus fuerzas militares estaban muy mermadas; sus líderes empezaban a preparar la fuga al extranjero; la ciudad de México desestimaba a su héroe de otros días; la autoridad huertista iba disminuyendo sin advertirse la posibilidad de hallar remedio para su estabilidad. Y esto ocurría cuando se acercaba la navidad de 1913.

Una esperanza, sin embargo, se abrigaba dentro del alma ambiciosa del general Victoriano Huerta: rehacer la caja de su tesorería, ahora exhausta de dinero. No ignoraba Huerta que amenazado el cuerpo nacional de engaños y violencias, aquéllos y éstas llegarían a saturar el país, si no apuntalaba sus fuerzas con recursos pecuniarios.

La reserva nacional que dejara como patrimonio de México el secretario de Hacienda, José Yvés Limantour, y de la cual mucho cuidó Madero durante su corto presidenciado, estaba agotada. De seis millones de pesos oro que Huerta había obtenido mediante un empréstito en el extranjero, no quedaba un centavo. Una parte había sido absorbida por los prestamistas. Lo restante estaba gastado en la compra de armas y municiones europeas.

En medio de esa situación económica no quedaba a Huerta, para seguir sosteniendo los gastos de guerra, más recurso que acudir a los préstamos forzosos. Al caso, no hallando a la mano otra fuente capaz de abastecerle monetariamente, mandó imponer al clero un préstamo de un millón de pesos.

Para la arquidiócesis de México, la resolución de Huerta fue un acontecimiento increíble; porque hasta esos días, y dados los vuelos que el huertismo daba al Partido Católico, las relaciones entre la autoridad de Huerta y la Iglesia tenían todos los visos de una extremada cordialidad; de una cordialidad más intensa y sincera que la del régimen porfirista.

Así, tan pronto como la arquidiócesis fue enterada de la orden de Huerta, comunicada al arzobispo por el ministro de Hacienda, el prelado pidió la intervención del presidente del Partido Católico; pero el general Huerta se negó a escuchar las disculpas y reiteró que la Iglesia debería entregarle los fondos que tuviera a mano sin excusas ni pretextos; y aunque no se conocen documentos que determinen la suma exacta entregada por el clero, el hecho es que aquel dinero quedó agotado a los últimos días de enero (1914), y que en nuevos apuros se vio el huertismo para pagar los más necesarios gastos militares, por lo cual obligó al Banco Nacional de México a que le proporcionara un adelanto de quinientos mil pesos, que deberían ser descontados de los productos de un nuevo empréstito exterior.

En efecto, el poderoso influjo de los viejos adalides del porfirismo había logrado la contratación de un préstamo de veinte millones de libras esterlinas; empréstito suscrito por un grupo de banqueros franceses, pero del cual sólo fueron hechos efectivos seis millones; ahora que de éstos descontaron comisiones e intereses. Así, Huerta sólo recibió un total de poco más de dos millones de libras que a su vez mandó que se entregaran a los fabricantes de armas en Alemania, que habían recibido el pedido para tales suministros desde mayo de 1913.

Unidos los dos préstamos exteriores a la reserva de oro que se hallaba en las cajas del Tesoro nacional a la fecha del derrocamiento y muerte de Madero, el general Huerta dispuso de cuarenta y dos millones de pesos oro, que al final de febrero (1914) estaban agotados.

En la creencia de que con la compra de armas y municiones alemanas podía abrir un nuevo camino hacia su triunfo, el general Huerta, envuelto en la capa del optimismo y de la ignorancia, resolvió aumentar en treinta millones de pesos anuales los haberes correspondientes al ejército, de manera que con esto creyó halagar a los generales, jefes y oficiales de las fuerzas armadas.

Al acercarse los últimos días de febrero, esto es, después de un año del ejercicio de la autoridad huertista, ésta había gastado en sostener la guerra ciento veinticinco millones de pesos; más como tal suma no bastó para cubrir los compromisos interiores y exteriores, Huerta ordenó la desmonetización del oro y la plata, y en seguida autorizó al Banco Nacional de México y al Banco de Londres y México, para que emitiesen billetes por cantidades ilimitadas, con lo cual se produjo la desaparición de los pesos fuertes. La moneda nacional, orgullo de México, dejó de circular y de figurar en las cajas oficiales y particulares, máxime que en el campo revolucionario —y a excepción del zapatismo que procedió a efectuar una rústica acuñación de monedas de oro y plata, hecha después de que el general Zapata decretó la confiscación de las minas de Guerrero y del estado de México— la moneda metálica fue sustituidá por las emisiones del papel llamado bilimbique.

Y como tales medidas no eran suficientes para los requerimientos del ejército y la guerra, Huerta acudió a un enésimo recurso financiero y hacendado. Al efecto, aconsejado por sus intelectuales, ordenó la expedición de títulos apellidados Bonos del Tesoro por valor de dos millones de pesos, obligando a los bancos a que le entregaran tal suma antes de efectuarse la colocación de dichos Bonos.

Los bancos se vieron obligados a acceder; y los dos millones desaparecieron en menos de un mes, de manera de que al empezar el mes de abril de 1914, el general Huerta decretó una segunda emisión de Bonos por diez millones de pesos; y como los bancos en esta ocasión amenazaron con ponerse bajo la protección de la bandera de sus naciones, puesto que sus accionistas y depositantes eran extranjeros en su gran mayoría, el general Huerta, advirtiendo los problemas que podían sobrevenir al huertismo, no halló otro camino que el de convocar a los principales comerciantes de la ciudad de México a quienes hizo saber que estaban obligados a adelantarle los diez millones de la segunda serie de Bonos, dándoles un plazo de diez días para que le entregaran dicha cantidad.

Así, las deudas y el malestar; las necesidades y el caos iban en aumento. Ahora, las puertas de los prestamistas estaban formalmente cerradas. Los bancos tenían agotadas sus reservas, ya por las exigencias de Huerta, ya por el retiro de depósitos particulares, ya por haber situado sus fondos en países extranjeros.

Por todo esto, el general Huerta, exasperado, llamó una vez más a los banqueros exigiéndoles un nuevo préstamo por diez millones de pesos, no sin advertirles que de no entregarle el dinero en un plazo de cinco días, procedería a hacer sentir su autoridad; pues que existía un número suficiente de árboles en el Bosque de Chapultepec para colgarlos. Diciéndoles, además, que el gobierno huertista continuaría en el ejercicio de sus funciones costase lo que costase.

De esta manera amenazante y violenta, Huerta obtuvo una parte de ese préstamo forzoso, gracias a lo cual pudo cumplir la promesa de aumentar los haberes del ejército y de fortificar las plazas en las cuales proyectaba hacer la resistencia formal de su autoridad.

Por otra parte, el gobierno del Distrito Federal ordenó a su tesorería expedir vales provisionales hasta por la cantidad de un millón de pesos, para atender las exigencias de la gendarmería de la ciudad de México que estaba militarizada.

Militarizados también fueron los empleados públicos, los miembros del magisterio, los estudiantes de la Escuela Preparatoria y los secretarios de Estado. Estos quedaron convertidos, en virtud de un decreto de Huerta, en generales de división y obligados a ceñirse la banda de divisionarios a pesar de que la mayoría de tales funcionarios no conocía el manejo de un rifle.

Con estas disposiciones, en vez de acrecentarse el poderío de Huerta, sólo se produjo un espectáculo ridículo y teatral; porque los viejos y jóvenes intelectuales del porfirismo conocidos, ya como poetas, ya como novelistas, ya como dramaturgos, ya como músicos, ya como oradores, empezaron a vestir un uniforme excéntrico.

Nada, pues, arredraba a Huerta. Para el servil, aquel hombre de aspecto vigoroso a quien sus enemigos acusaban de ebrio consuetudinario, seguía siendo el hombre del destino. Tal vez, el propio Huerta lo creía a sí propio; aunque en tal creencia no dejaba de encerrar cuidadosamente todos sus cálculos de mando; y esto, sin escrúpulo alguno, pues como pronto se habituó a la mentira política y administrativa, y pronto también se hizo a la idea de que era temido e invencible, con mucha ostentación y considerando que el acontecimiento iba a producir un gran efecto tanto en el país como en el extranjero, expidió un decreto aumentando el ejército a ciento cincuenta mil plazas, mas como de antemano sabía que muy contados iban a ser los individuos que se dieran de alta voluntariamente en aquel gran ejército, ordenó que la policía, aprovechándose de las ceremonias oficiales o de las fiestas populares procedieran a hacer levas generales, sin ninguna consideración, en personas de la clase humilde.

Anterior a esta orden, a los últimos días de diciembre (1913), mandó que la fuerza armada sitiara la plaza de toros de la ciudad de México, y que al terminar la corrida cogiera a todos los individuos cuyas edades pudieran ser calculadas entre los veinte y treinta años; y que los detenidos fuesen conducidos en el acto a los cuarteles, a fin de que se les rapara, uniformara y adiestrara para el servicio de las armas. Asimismo, la noche del 31 de diciembre, cuando la población de la capital se reunía gozosa en las calles y plazas, para festejar la llegada del año nuevo, inesperadamente se presentaron los soldados huertistas y cerrando el paso a los transeúntes, procedieron a aprehender a los jóvenes tenidos como aptos para la guerra.

Esas violentas medidas de orden militar, en vez de servir al caso sólo exasperaban los ánimos de la población pacífica y hacían huir a los jóvenes hacia las filas de la Revolución, especialmente a las del zapatismo.

Por otro lado, el general Huerta aumentó las compras de materiales de guerra en Francia y Japón. También adquirió aeroplanos Bleriot a fin de bombardear a las fuerzas constitucionalistas en el norte del país, e imitar así al ejército italiano que combatía en Turquía.

Mandó asimismo el general Huerta confiscar y blindar un centenar de automóviles particulares, mientras que por otra parte organizó tres batallones de jóvenes de las principales familias de la ciudad de México; y como tales hechos podían ser explotados espectacularmente, ordenó que se efectuara una aparatosa revista de tropas en el Zócalo de la capital.

Para Huerta, lo primero consistía en aparecer como el gobernante más poderoso de la historia nacional, de manera que esto, a su vez tuviera repercusiones en el extranjero y tranquilizara tanto a los prestamistas como a los fabricantes de armas.
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