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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 13 - LA CAPITAL

LA PLÉYADE DEL CONSTITUCIONALISMO




El Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, Venustiano Carranza, desde su instalación en Hermosillo, y como consecuencia de los triunfos obtenidos por las fuerzas armadas de la Revolución, pudo llamarse justamente Encargado del Poder Ejecutivo de la Nación.

No era el de Carranza, propiamente, un gobierno formal apegado a las normas precisas de la Constitución; pero si un gobierno de guerra, con todas las facultades políticas y militares, al que Carranza y el carrancismo daban las proporciones necesarias de un cuerpo gubernamental; ahora que tal cuerpo no poseía los dones de un gobierno nacional, ya que las autoridades revolucionarias adoptaban muy a menudo los caracteres y manifestaciones propias de guerrillas locales, debido a lo cual restaban unidad y sinergia a la capitanía de Carranza.

Esto no obstante, el Primer Jefe buscaba las formas convenientes y necesarias para enraizar un poder suyo con la autoridad suficiente, para establecer en un futuro cercano un gobierno a lo ancho y largo de la República. Así, mientras que Huerta retrocedía en una autoridad improvisada y sin fundamento, Carranza le adelantaba en la gravedad y honorabilidad de sus propósitos, aunque dentro de cuadros que no eran especificamente constitucionales.

La Constitución violada a fuerza de armas por el general Victoriano Huerta estaba al margen de los grupos combatientes, y no era posible reconstruirla y hacerla de incuestionable autencidad, mientras existiera un estado de violencia y guerra. Sin embargo, los grupos armados más rústicos y analfabetos que operaban en diferentes regiones del país, seguían evocando la Constitución como una bandera que consideraban como la llamada a dar orden y concierto a la República.

No era, pues, el Constitucionalismo una mera añagaza. Era el deseo manifestado en el alma popular, de la existencia de un orden de cosas que diese a cada persona o colectividad una seguridad de vida, trabajo y progreso. También una seguridad de que lo futuro no encerraría una discriminación política o administrativa para ningún mexicano.

Ahora bien; como Carranza no desconocía el alma popular, se valía del nombre de su partido y de su ambición Constitucionalista para popularizar su poder y su programa al través de la República, de manera que con ello podía tener por cierto que su personalidad se robustecía al igual de la Revolución.

La probación de que tal era el verdadero propósito de Carranza estaba en los decretos que expedía. Primero, por el que se determinaba la reunión de una asamblea general de jefes revolucionarios para el caso de que él, Carranza, llegase a faltar. Después, conforme al cual se autorizaba a sí propio para naturalizar mexicanos a los extranjeros. En seguida, y apoyándose en las reglamentaciones bancarias de las instituciones de crédito mexicanas expedidas durante el régimen porfirista, el que permitía a los bancos reanudar sus operaciones de crédito; ahora que como tales establecimientos se negaron a aceptar las disposiciones del Primer Jefe, el gobierno mandó que las sucursales de los bancos nacionales en los estados quedasen intervenidas y que los deudores bancarios suspendieran el pago de sus créditos, gracias a lo cual, Carranza alivió a una gran parte de la clase mercantil que sin esta moratoria se habría visto obligada a suspender sus operaciones.

Así, y en seguida de tener noticias de que el gobierno de Estados Unidos levantaba el embargo de armas y por lo mismo el Constitucionalismo podía adquirir libre y abiertamente los pertrechos de guerra en las fábricas norteamericanas, Carranza, seguro de que tal acontecimiento abría las puertas de la victoria de sus fuerzas y partido, firmó un decreto aumentando el importe de la deuda interior de México hasta en treinta millones de pesos.

Treinta millones de pesos en papel moneda, aparte de las exacciones que llevaban a cabo los jefes revolucionarios y de las emisiones de bilimbiques que lanzaban los caudillos de la Revolución, lo mismo en el norte que en el sur de la República, serían suficientes para que los ejércitos revolucionarios adquiriesen las ventajas, ya de orden militar, ya de orden económico, ya de orden moral y político requeridas para dirigir todas sus esperanzas y compromisos hacia la conquista de la ciudad de México. Y esto, mientras que Huerta gastaba las reservas del tesoro y el dinero de los empréstitos, sin poder detener los progresos guerreros de la Revolución, significaba la desemejanza entre el movimiento armado del Constitucionalismo y la resistencia de una minoría política y militar del viejo porfirismo.

Tales adelantos de una victoria Constitucionalista no fue la única ocurrencia durante el gobierno de Carranza establecido en Culiacán; pues fue también en esa misma, pequeña y rústica capital sinaloense que parecía el espejo de la vida rural en el noroeste de México, donde Carranza ordenó que las leyes, decretos, circulares y disposiciones expedidas por las autoridades civiles y militares del Constitucionalismo llevasen al calce el lema de Constitución y Reforma.

Daba así Carranza, con tal orden, un mayor énfasis a la reiteración constitucional; ahora que, ¿cuáles serían las reformas comprendidas dentro de tal enunciado? ¿Qué entreveía Carranza para el futuro de la República? ¿Qué había inspirado en aquel hombre, si no por sapiencia sí por intuición, la gente, las costumbres, la idiosincrasia, los acontecimientos y los sistemas a los que muy intimamente unidos vivían los habitantes de Sonora y Sinaloa? Porque no hay duda que fue dentro de esa región nacional, siempre fuerte y generosa durante los días que precedieron a la Revolución, donde el Primer Jefe proyectó un suceso trascendental, más allá de las hazañas y victorias de la guerra. ¿No había ocurrido igual con Madero al pasar, a los comienzos de 1910, por suelo sinaloense y sonorense?

Carranza estaba circundado de una pléyade extraordinaria que debía su formación preliminar al maderismo; y extraordinaria, no sólo porque representaba el adelanto y la empresa ocultos en las entrañas rurales de México, como se esconden los metales preciosos. Extraordinaria, debido a su arrojo desinteresado, firme y valiente; pues entre los capitanes revolucionarios de la Segunda Guerra Civil quién más quién menos, quería ser la manifestación pura de los ideales —de ideales tal vez desconocidos, aunque producto de la sensibilidad humana.

Para un varón tan austero como Carranza, la presencia de los singulares hombres de Sinaloa y Sonora debió ser una revelación conmovedora; y si es cierto que en el Primer Jefe no dejaron de bullir inquietantes temores de que con el crecimiento de los individuos podía provocarse una avenida humana capaz de romper los diques de la Autoridad y de la Nación, no por ello se apartó de admirar y entregarse al influjo de tal acontecimiento.

Los hombres del Norte brotaban, pues, como por obra de magia de un suelo que poseía los extremos de la aridez de la llanura y la exuberancia de la sierra; y brotaban, para ascender vertiginosamente a la plataforma del mando y gobierno de la Revolución.

Cada uno de esos individuos de la nueva pléyade mexicana ofrecía una característica particular. El genio político estaba en Obregón. Ramón F. Iturbe representaba las aspiraciones de una filosofía popular. Las ambiciones de transformación social empezaban a descollar en Salvador Alvarado. El talento literario era Isidro Fabela. El sentido del arte de gobernar surgía manifiesto en Adolfo de la Huerta. El espíritu de una justicia civil lo representaba Benjamín Hill. El principio de autoridad parecía innato en Plutarco Elias Calles. Las cualidades administrativas resplandecían en Carlos R. Ezquerro. La ingenuidad de la guerrilla vivía dentro de Juan Carrasco. La intuición militar estaba en Manuel M. Diéguez. Hermosa figura del mando oropelesco era Lucio Blanco.

Después de un centenar de años de independencia nacional, los filamentos sociales más desdeñados y apartadizos de la vida de México, emergían ahora como los poderosos puntales del progreso y la ambición.

De entre tales hombres sobresalía, con muchas singladuras, el general Alvaro Obregón. Este, a su audacia e interés en el mando, asociaba un espíritu emprendedor. Asociaba también sus maneras personales, su vivísima inteligencia, su malicia ingenua, a par de graciosa, y sobre todas esas cualidades, el sentido para conducir la política lo mismo en la paz que en la guerra.

Debido a tales prendas, el general Obregón no sólo mandaba en jefe el cuerpo de Ejército del Noreste sino que poseía un verdadero influjo sobre Carranza, no tanto en lo que hacía a los planes reformistas del Primer Jefe cuanto en la autoridad militar que éste representaba.

La influencia de Obregón cerca de Carranza empezó desde que el Primer Jefe fundó las bases de su gobierno en Hermosillo; pero se acrecentó a partir del trinfo obtenido en Culiacán y del avance del ejército revolucionario hacia Tepic y Guadalajara. Este influjo que dentro de la guerra ejercía Obregón, contrariaba el alma de partido que los líderes políticos allegados a Carranza llevaban dentro de sí buscando un futuro personal venturoso.

En efecto, dentro de las filas del Constitucionalismo se operaba un cambio de los motivos democráticos, en temas de un manifiesto personalismo. El partido de la Revolución seguía siendo, incuestionablemente, Constitucionalista; mas el principio notorio que movía el alma revolucionaria era la adhesión y admiración hacia Carranza, de manera que ya podía hablarse de Carrancismo; y el mentor principal de tal acontecimiento era el general Obregón. Este, en efecto, comenzó a medir su poder cerca de Carranza contrariando en Hermosillo el nombramiento del general Felipe Angeles como subsecretario de Guerra.

Un segundo episodio confirmó el ascendiente que dentro de las órdenes de la guerra tenía Obregón cerca de Carranza; pues oponiéndose aquél a que el gobernador del estado, José María Maytorena continuara manteniendo los cuerpos auxiliares de Sonora, ya que el gobernador no tenía facultades para movilizar gente armada por ser Obregón, como era, jefe de las fuerzas revolucionarias en el noreste, logró que el Primer Jefe ordenara que tales cuerpos fuesen incorporados a las columnas del Noroeste con lo cual, al tiempo de quedar muy debilitado el poder de Maytorena, Obregón ganó autoridad; ahora que esto originó una pasional y faccional enemistad entre Maytorena y los jefes del naciente cuerpo de ejército.

Y no sólo de allí partió la rivalidad de que se habla sino que también surgió en el alma de Maytorena, persona de notable, sano y elevado criterio de ranchero pero ajena a las intrigas y sutilezas políticas, un rencor hacia Carranza, a quien consideraba amigo ingrato, toda vez que el propio Maytorena, como gobernador de Sonora, había puesto en manos del Primer Jefe los recursos para dar base al cuerpo político y administrativo del Constitucionalismo.

Culpóse asimismo al general Obregón de haber sembrado la discordia en el seno de los revolucionarios valiéndose de su predominio moral cerca de Carranza, no sólo por la exclusión de Angeles y el debilitamiento de Maytorena, antes también por fortalecer franca y abiertamente a un partido específicamente carrancista, y con ello desmalezar el campo de la Revolución para preparar su futuro personal; pues aparte de que Obregón era hombre a quien llamaban las grandes empresas políticas y guerreras, era individuo engreído y receloso, capaz de poner en acción todos los instrumentos necesarios para engrandecerse.

La exclusión de Angeles fue señalada como un capítulo inconsecuente y torpe. Angeles, soldado distinguido e ilustrado, amigo invariable del presidente Madero y compañero de éste durante los días de la prisión en el Palacio Nacional, era individuo de mucha dignidad y desinteresado como pocos. Acusábasele, como argumento fundamental a fin de desintegrarle del Constitucionalismo, de haberse formado en la escuela militar del régimen porfirista. Y esto era innegable; mas de ninguna manera constituía un delito, puesto que el propio Carranza, como ya se ha dicho, había tenido nexos con tal régimen, aunque sin ser precisamente porfirista.

El caso de Angeles, en lo que respecta a la historia de su vida, no estaba muy distante de tener semejanza con el de Carranza, y por lo mismo no podía ser un estigma indeleble en un individuo que se había jugado su vida y partido al lado de Madero, el hecho de tener su origen de soldado en el ejército federal. Grande, pues, fue el error de quienes, juntamente con Obregón, enviscaron el ánimo del Primer Jefe hacia Angeles; porque éste correspondía a la clase de hombres que se entregaban leal e íntegramente a la consecución de sus principios. Era asimismo Angeles, sujeto de profundas convicciones políticas y de una honorabilidad a toda prueba. Distanciando a Angeles de Carranza se cometió, en efecto, un pecado político, que no pudo tener explicación cierta y racional.

Quitando ese oscurecido capítulo de la Revolución, el general Obregón, dueño ya de un justo y merecido prestigio, confirmado con las órdenes dictadas a fin de que quedasen suspendidos los asaltos a las fortificaciones federales de Guaymas y Mazatlán y para que las guarniciones de tales plazas sólo fuesen objeto de la vigilancia, a fin de dejarlas inmovilizadas, mandó que sus soldados se pusieran en marcha hacia el territorio de Tepic.

Antes, el propio Obregón se cercioró de la resistencia que el huertismo ofrecía en Mazatlán; y pudo apreciar la imposibilidad en que se hallaba aquél de salir de la plaza asediada y de amenazar la retaguardia de las columnas de avance hacia el sur del país.

Dejando, pues, sitiado al enemigo, expedita la vía férrea para los suministros de pertrechos y alimentos que llegaban de Estados Unidos, organizados los núcleos revolucionarios que permanecían en Sonora y Sinaloa y concentradas todas las fuerzas de su ejército en la frontera de Tepic, el general Obregón ordenó que el general Rafael Buelna tomara la punta de vanguardia de la columna que se dirigía sobre la plaza de Tepic.
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