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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 13 - LA CAPITAL

LAS DISCORDIAS REVOLUCIONARIAS




Aunque desde la llegada de Carranza a Hermosillo, no escasearon las envidias y rivalidades entre los jefes revolucionarios, acrecentadas con la exclusión de Angeles, no por ello dejó de existir una unidad de guerra y política en torno de Carranza.

Este, como ya se ha dicho, tenía lograda la cimentación de un gobierno que, si no totalmente constitucional, sí con todas las ambiciones para constitucionalizarse; y esto daba a Carranza no sólo una aureola de hombre de mando y de leyes, antes también una personalidad de individuo con capacidad para entender y realizar la gobernación del país. De esta suerte se presentaba para México, al igual que para las naciones extranjeras, una aglutinación y ejecución de autoridad en el norte de México bajo la dirección precisa del Primer Jefe.

Hasta tales días, pues, los revolucionarios constituían con riesgos y venturas, eliminaciones y postergaciones, una unidad que servía para proporcionar realce a la Revolución.

Ahora bien: como tal teatro requería caudillo de la política y caudillo de la guerra, Carranza determinó dar un apoyo decisivo al general Obregón considerando que con ello sometería a la autoridad del carrancismo el apetito de cualquier otro jefe revolucionario. Así, para Carranza, a partir de ese momento, no existía más que un solo ejército: el que mandaba Obregón. Los otros, los de Villa, González y Aguilar, no serían, conforme a la estructura ideada por el Primer Jefe, más que columnas auxiliares del que estaba a las órdenes de Obregón.

Como consecuencia de tal pensar, fue necesario que Carranza, con todas las mañas políticas de que disponía, empezara a minorar el poder guerrero del general Villa; y como éste, en la realidad, únicamente poseía la singular cualidad de un gran hazañoso, y por lo mismo vivía ayuno de criterio político y el círculo de sus ambiciones no iba más allá del brillo guerrero y de la obediencia que le dispensaban sus hombres, en los actos de su vida obraba con la ingenuidad del rústico. No lo entendía así el espíritu jerárquico y político de Carranza, por lo cual, como Primer Jefe y estimulado por los progresos de Obregón, consideró la conveniencia de dar a éste una gran autoridad, y no dudó en poner el orden de las cosas a manera de exigir a Villa el sometimiento incondicional a las órdenes de la Primera Jefatura.

Además de esas medidas de carácter psicológico y militar, Carranza no dejaba de desconfiar sobre la posibilidad de que fuese organizado un partido villista, por estar informado de que los antiguos maderistas, capitaneados por el ingeniero Manuel Bonilla, el licenciado Miguel Díaz Lombardo, el general Felipe Angeles y los coroneles Roque González Garza y Raúl Madero alimentaban sus intereses partidistas cerca del general Villa.

Y, en efecto, todo aquel mar de gente armada, organizada y movida bajo el nombre de División del Norte, sólo reconocía el mando del general Villa, quien cada día levantaba más y más su fama de caudillo popular, aunque no dejaba de afearle su genio impetuoso y agresivo, que le llevaba a cometer violencias, que en ocasiones parecían hacerle volver a su primitiva vida de merodeador.

Una de esas violencias, fue la que ocasionó el asesinato del subdito inglés William H. Benton; pues éste, acostumbrado, al igual de todos los extranjeros residentes en México, a salvar cualquier situación a la sola invocación de su patria de origen, halló frente al general Villa no sólo el desdén a las atropelladas reclamaciones que hacía en favor de sus bienes personales, sino también la muerte; porque el caudillo, sintiendo herido su orgullo de mando a las palabras arrebatadas de Benton, contestó con un pistoletazo.

El suceso, que dentro del teatro de una guerra civil no tenía más importancia que el del abuso hecho por el fuerte, alcanzó gran notoriedad, debido a que el gobierno británico hizo de tal acontecimiento un negocio de política, exigiendo, por conducto del gobierno de Estados Unidos la reparación del atentado. Esto dio pie para que la Casa Blanca iniciara gestiones en apoyo del gobierno británico, mientras que el carrancismo aprovechaba la coyuntura tratando de mermar la personalidad de Villa.

Para esos días, el general Villa había tomado la plaza de Ojinaga (10 enero, 1914), frente a la cual, poco antes, los revolucionarios capitaneados por Pánfilo Natera habían sufrido un descalabro. Villa, en cambio, después de hacerse de la plaza y de obtener grandes abastecimientos procedentes del mercado norteamericano, ordenó que sus tropas marcharan sigilosa y prontamente en dirección a la capital de Chihuahua; y aquí, luego de dotarlas de armamento y municiones, ordenó que se movilizaran hacia Bermejillo, al paso que enviaba propios a los jefes de las partidas revolucionarias que operaban en Zacatecas, Durango y Coahuila, para que se reunieran a él, con el propósito de atacar la plaza de Torreón.

Esta plaza, que había estado ocupada anteriormente por las huestes villistas, se hallaba nuevamente en poder de los federales; pues habiendo concentrado Villa sus fuerzas en el norte de Chihuahua a fin de que acudieran a la toma y defensa de Ciudad Juárez, los huertistas se aprovecharon de tal circunstancia para recuperar la ciudad.

Hecho esto, y atendiendo las ventajas estratégicas que ofrecía Torreón, el general Huerta mandó que fuesen concentrados allí cuatro mil quinientos soldados a las órdenes del general José Refugio Velasco, quien estaba considerado como uno de los jefes militares sobresalientes de esos días, mientras que, al mismo tiempo, lo más granado del ejército federal marchaba hacia Zacatecas con instrucciones de hacer un baluarte de esta plaza donde Huerta esperaba dar la batalla decisiva, en el caso de que el general Velasco se viera en la necesidad de retirarse de Torreón.

Aquí, el general Velasco con gran actividad e inteligencia, y gracias a la cantidad de armamento de que disponía, no perdió tiempo para fortalecer las defensas de la plaza; ahora que no le favorecía el hecho de que la mayor parte de sus soldados eran jóvenes tomados de leva en el centro de la República, y por lo mismo, además de ser bisoños en el arte de la guerra, eran ajenos a la causa del huertismo.

No ignoraba el general Villa las ventajas y desventajas de los defensores de Torreón. Así y todo, dejó la ciudad de Chihuahua (16 marzo, 1914), para marchar hacia Torreón. Iba al frente de un ejército brillante, agresivo y fanático villista. Llevaba armas, municiones y ambulancias. Complementaban ese ajuar militar treinta cañones.

Tres columnas deberían concurrir al combate. Una, al mando del general Eugenio Aguirre Benavides; la segunda a las órdenes del general Maclovio Herrera. La tercera, la reservó Villa para él mismo.

Entre tanto, dentro de Torreón, se había efectuado un cambio de cosas militares; porque siendo comandante de la plaza el general Agustín Valdés y amenazando éste con la destrucción a aquella ciudad, donde existía una gran simpatía por el villismo, el general Huerta mandó destituir a Valdés y lo reemplazó con Velasco, a quien ya hemos visto reforzando las posiciones defensivas de la plaza.

Villa, por su parte, en seguida de dar las órdenes para la marcha de sus fuerzas hacia Torreón, abrió en Chihuahua todas las válvulas a la violencia política, y tomó vuelos la confiscación de fincas, industrias, comercios, bancos, vehículos y todo cuanto podía ser necesario para la guerra y también para aquietar los ánimos belicosos de los villistas, sin faltar el encarcelamiento y fusilamiento de los antiguos jefes orozquistas que se habían ocultado en la ciudad o en los pueblos del estado.

El 20 de marzo (1914) Villa estableció su cuartel general en Bermejillo; Velasco, en Gómez Palacio. Ese mismo día, Velasco recibió una demanda del jefe de la División del Norte. Este pedía la rendición incondicional de la plaza. Velasco respondió negativamente con mucha dignidad, sin desafiar al enemigo y con mucha confianza en sí mismo.

Las fuerzas revolucionarias concentradas en Bermejillo y que habían avanzado a Torreón sumaban dieciséis mil hombres. El general federal esperó a los revolucionarios al frente de seis mil soldados; pero tenía informes de que una columna de auxilio, con dos mil quinientos más, había sido movilizada de Saltillo; y una segunda, avanzaba desde Zacatecas. Esta era de mil quinientos jinetes.

Huerta, en la ciudad de México estaba pendiente del desarrollo de los acontecimientos que iban a terminar en un brutal choque de armas. Creía que la batalla era decisiva para uno u otro bando. Proyectó ponerse él mismo al frente de las tropas en La Laguna; pero sus colaboradores le disuadieron. Un Presidente, le dijeron, nunca debe abandonar el Palacio Nacional. Huerta escuchó y se aquietó. Tenía gran confianza en Velasco.

Los primeros informes de la batalla que empezó el 25 de marzo, favorecían a los huertistas. Villa fue rechazado en un ataque que dirigió personalmente sobre Gómez Palacio. También se retiraron, sin ventaja alguna, las fuerzas de Aguirre Benavides después de un asalto a la hacienda de Sacramento.

Gracias a estos dos triunfos y a la llegada de una de las columnas de auxilio, el general Velasco creció en esperanzas de derrotar a Villa; pero pronto advirtió la realidad: el general Maclovio Herrera rompió la línea defensiva de los federales en Lerdo; se apoderó de la plaza; puso en fuga a los huertistas; llegó a las puertas de Torreón; pero dejando enemigo a la retaguardia, atacó Gómez Palacio.

Entre tanto, otra columna federal de auxilio se acercaba a Torreón. Villa tuvo aviso oportuno y marchó al frente de su gente al encuentro del enemigo. En acción pronta y valiente lo derrotó y persiguió. Sólo dos centenares de soldados lograron entrar a la plaza.

Tres días revolucionarios y huertistas combatieron sin descanso. El general Velasco tuvo que abandonar sus primeras líneas defensivas, atrincherándose en torno a la ciudad. Tenía siete mil ochocientos hombres, tres millones de cartuchos, doce piezas de artillería y catorce ametralladoras. Construyó doce bastiones desde los cuales lanzaba un fuego mortífero sobre los asaltantes.

El terreno era desventajoso para Villa. Esto no obstante, el jefe de la División del Norte, lanzó a sus tropas una vez más sobre la plaza. Sabía que estaba dando la batalla que podía resolver el triunfo de la Revolución en el norte del país, y por lo mismo abria las puertas del centro y de la propia capital nacional a la Revolución.

Para evitar la derrota, el general Villa moderó sus ímpetus. Esperó la llegada de nuevos refuerzos. En torno a él se hallaban los mejores jefes norteños: Calixto Contreras y Severiano Ceniceros; José Isabel Robles y Mariano Arrieta; José Rodríguez y Tomás Urbina; Emilio Madero y Toribio Ortega; José Carrillo y Rosalío Hernández; Eulalio Guzmán y Orestes Pereyra; Raúl Madero y Roque González Garza. ¡Qué acompañamiento de generales y oficiales revolucionarios! La División del Norte había crecido casi mágicamente. Sus soldados sumaban hasta llegar muy cerca del número veinticinco mil. Era quizás el ejército mayor visto en la República.

La situación del general Velasco fue a cada hora más difícil. Huerta le mandó seguir resistiendo mientras preparaba otra nueva columna de auxilio en Zacatecas. Velasco, a pesar de su valentía y conocimientos en la guerra, advirtió la debilidad de sus fuerzas desde el 3 de marzo. Había tenido mil cincuenta muertos. Era necesario atender a dos mil doscientos heridos. Así y todo no se rindió. Resolvió, en cambio, salir de la plaza.

Al efecto, organizó una columna con cuatro mil hombres, y encontrando el punto más fácil para la salida de sus tropas, a la noche del 2 de abril, se abrió paso entre el enemigo, que cuando quiso evitar la fuga de Velasco, ya era tarde.

Los revolucionarios entraron triunfalmente a la plaza a la mañana del día 3. La población les vitoreó. Villa, dejándose llevar por el espíritu de venganza, mandó que sus tropas ocupasen los edificios particulares, los bancos, las residencias privadas de quienes se supuso huertistas. También fueron aprehendidos todos los españoles residentes que eran más de trescientos. Villa les amenazó con pasarlos por las armas, acusándolos de haber favorecido a las fuerzas de Huerta; aunque luego comunicó que perdonaba la vida a los extranjeros, pero que éstos deberían salir del país.

Mientras tanto, el general Velasco se situó en San Pedro, levantando trincheras, y dispuesto a seguir combatiendo. Mas el hecho era un vano alarde de valentía. Su causa estaba perdida. Sus tropas se hallaban agotadas. Tampoco tenía municiones suficientes para el combate.

Así, ante el avance de tres columnas revolucionarias con nueve mil hombres, Velasco abandonó (13 de abril) sus atrincheramientos y empezó a retroceder. Proyectaba llegar a Saltillo; pero a poco surgieron a su retaguardia las avanzadas destacadas, por el general Pablo González, y Velasco perdió la brújula. Sus soldados le abandonaron. El grito de sálvese el que pueda, quebrantó la moral de la oficialidad huertista. La fuga fue general.

El general Pablo González, quien se hallaba a las puertas de la plaza de Monterrey con seis mil hombres, al tiempo de mandar una columna para atacar la retaguardia de Velasco, ordenó el asalto a la capital de Nuevo León. Los federales no esperaron el asalto. La ciudad fue evacuada (24 de abril) en medio de un gran desorden. Los federales trataron de abrirse paso para unirse al general Velasco, quien con menos de mil soldados había tomado el camino de la ciudad de México.

Debido a estos sucesos, el Constitucionalismo quedó dueño de todo el norte del país. Ahora podía avanzar, sin enemigos a sus espaldas, hacia la capital.
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