Presentación de Omar CortésCapítulo decimocuarto. Apartado 1 - Relaciones con Estados UnidosCapítulo decimocuarto. Apartado 3 - El triunfo de Villa Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 14 - LA VICTORIA

LA OCUPACIÓN DE VERACRUZ




Al final de 1913, el apellidado Caso México tomó los caracteres de una comedida pugna de Estados Unidos y Gran Bretaña, máxime que el gobierno británico dejándose conducir por los informes de su agente diplomático en México, Lionel Carden, no ocultaba su decisión de seguir proporcionando abastecimientos bélicos al general Huerta. Carden mismo aparecía como consejero del huertismo, de manera que su Gobierno ejercía toda la presión necesaria cerca de la Casa Blanca a fin de que ésta modificara su política hacia Huerta.

Para Wilson surgió, ante las representaciones siempre prudentes, pero de todas maneras definidas de la Foreign Office, la alternativa de reconocer al huertismo, o bien de destruirlo directa y prontamente.

La misión de Lind, no por intervencionista, sino por idealizada, estaba dando resultados cada día más adversos a la política exterior de Estados Unidos. El mismo Lind, aconsejaba ahora al secretario de Estado noramericano, la intervención en México, empezando por la riqueza del puerto de Tampico que, por ser el centro petrolero mexicano, producía considerables ingresos al huertismo.

Sin embargo, el espíritu democrático y humano del presidente Wilson era incompatible con la intrusión propuesta por Lind. Había, pues, que buscar medios más decorosos y de acuerdo con los principios que representaba Wilson para proceder en el Caso México.

Era difícil hallar en esos días de la primavera de 1914, otro problema que interesara a par que afligiera más al presidente de Estados Unidos que el de México, puesto que siempre desechó, sin titubeos, los proyectos intervencionistas. Así, cuando los poderosos intereses británicos presionaron, con motivo del asesinato de Benton, del que ya se ha hablado, para que enviara soldados a México, el Presidente puso a prueba no sólo su entereza, sino también sus principios políticos.

Esa condición personal de Wilson no podría ser perdurable; pues día a día se acrecentaba la opinión noramericana que pretendía empujar al gobierno de Estados Unidos hacia la intervención. Las publicaciones periódicas norteamericanas, antes tan favorables a la Revolución y la Democracia mexicanas, ahora acusaban a Wilson de debilidad e indecisión y le exigían poner las manos sobre México. Los defensores de la política wilsoniana eran pocos y hablaban en medio de dudas. La tensión con respecto a los sucesos de México, que los periódicos pintaban con tinta roja, hacía temer que el menor acontecimiento sirviera para derramar el agua del vaso.

Así las cosas, el presidente Wilson se hallaba en White Sulphur Springs, cuando fue informado (10 de abril) que la autoridad militar huertista de Tampico había aprehendido a un grupo desarmado de marinos norteamericanos y que el almirante Mayo, comandante de la flota norteamericana, de visita aparente en aguas mexicanas, exigía que, en desagravio a las fuerzas de Estados Unidos, la comandancia militar del puerto, ordenara un saludo a la bandera de las barras y estrellas.

Wilson quedó anonadado con la noticia; pues sólo quedaba un camino a seguir: apoyar la petición del almirante Mayo, y esto equivalía a una declaración de guerra a México.

Llegó a complicar la situación, el hecho de que lo sucedido en Tampico fue considerado por los periodistas norteamericanos como una agresión a Estados Unidos, con lo cual se levantó un oleaje de protestas populares, y se hizo general la idea de que el gobierno de Estados Unidos debería poner fin al huertismo.

Frente a esa situación, el presidente Wilson se presentó (20 abril, 1914) al Congreso de su país, y leyó un documento en el cual, luego de advertir que bajo ninguna circunstancia Estados Unidos declararía la guerra a México y que cualquier conflicto armado en el que se viese envuelto el pueblo norteamericano al sur del río Bravo, sólo sería un conflicto entre la Casa Blanca y el general Victoriano Huerta, pidió autorización al Congreso para usar las fuerzas armadas de Estados Unidos con el objeto de exigir, de ser necesario, que Huerta y el huertismo reconocieran plenamente los derechos y la dignidad de Estados Unidos. El pueblo americano (dijo Wilson) parece querer la guerra con México; pero la guerra no estallará si se puede evitar.

Mas las cosas adquirieron otras proporciones en el transcurso de pocas horas; porque a la noche de ese mismo día, el departamento de Estado recibió un comunicado telegráfico del almirante Mayo, en el cual éste hacía saber que el barco alemán Ipiranga, estaba a la vista de Veracruz conduciendo un fuerte cargamento de armas y municiones para Huerta.

Sin hacer cálculos favorables o desfavorables sobre lo que iba a acontecer, el presidente Wilson, en medio de consultas telefónicas, y dejándose arrastrar por el justo odio que sentía hacia Huerta, a quien tenía por hombre abominable y a quien los pueblos civilizados estaban obligados a detestar, dio órdenes al almirante Mayo para que desembarcara a la infantería de marina y ocupara la plaza de Veracruz.

Con el velo que generalmente cae sobre la conciencia humana cuando ésta se entrega al espíritu de venganza, Wilson, tratando de evitar que los pertrechos alemanes llegaran a manos del huertismo dio tales órdenes. No consideró el agravio que iba a cometer a México; tampoco previó que tamaño mal se paga más adelante con los recelos que nacen entre los pueblos. Y tal fue lo que ocurrió con tan desdichado suceso, hijo no del apetito norteamericano, sino del idealismo político wilsoniano.

La ciudad de Veracruz estaba guarnecida por mil doscientos soldados huertistas a las órdenes del general Gustavo A. Mass, quien advertido por el cónsul de Estados Unidos de que la infantería de marina norteamericana iba a desembarcar para ocupar la aduana, pidió instrucciones al general Huerta, quien desde luego le mandó que procediera a evacuar la plaza; y así lo hizo Mass retirándose con su tropa y pertrechos a Tejería, dejando en el puerto una guarnición de cien hombres.

Mientras tanto, los barcos de la flota norteamericana del Atlántico se reunían frente a Veracruz, y poco antes del mediodía correspondiente al 21 de abril desembarcaban los primeros soldados extranjeros en el muelle del puerto, para ocupar en seguida, los edificios públicos más cercanos a la zona portuaria.

Los veracruzanos asistían con estupor al acto de invasión; ahora que, dejando a su parte la primera sorpresa, empezaron a organizar grupos dispuestos a defender el solar patrio; y aunque sin armas, los más encendidos patriotas intentaron detener a los invasores, acrecentándose el valor de tales hombres al saber que los alumnos de la Escuela Naval Militar se preparaban a resistir al enemigo extranjero.

Y, en efecto, llegado a las guardias de la Escuela el comodoro Manuel Azueta, dio el grito de ¡A las armas! y los jóvenes alumnos empezaron a improvisar barricadas con muebles y colchones; y como en algunos puntos de la plaza, la población civil hacía ya resistencia al invasor, los cadetes de la Naval abrieron el fuego sobre los pelotones de desembarco; fuego al que respondieron los barcos de guerra norteamericanos con sus cañones, que no sólo bombardeaban el edificio de la Escuela, antes también los puntos de la plaza que creyeron era los centros de la resistencia. Y esto de manera brutal.

Tanto, sin embargo, era el poder de fuego de los barcos e infantería extranjeros, que los invasores pudieron dominar la situación y quedar dueños de la plaza. La defensa de los jóvenes alumnos de la Naval, había sido heroica, pero ímproba ante la superioridad del enemigo.

Grande, pues, fue la gloria de la Escuela; grande el patriotismo del pueblo de Veracruz. A aquel sacrificio sólo le faltó el mando representativo de las Leyes y la Nación, que no podía estar dentro del huertismo.

El infausto suceso fue aprovechado por Huerta para proclamarse a sí mismo campeón antiyanqui, tratando, al efecto, de explotar la sensibilidad popular, que con diversas y públicas manifestaciones condenaba la ocupación de Veracruz.

Para dar mayor énfasis a su supuesto patriotismo, el general Huerta mandó organizar ruidosas y atropelladas procesiones callejeras. Después, pretendió simular una gran organización de patriotas voluntarios, y, finalmente, mandó a los comandantes de las zonas que invitaran a los jefes revolucionarios para unirse a las fuerzas huertistas y combatir, asociados, a los invasores yanqui.

En las filas del Constitucionalismo, los acontecimientos de Veracruz produjeron indignación. La buena fe, acompañada del error de Wilson no tenía explicaciones para un pueblo cuya Revolución era la esencia de la nacionalidad e independencia. Así, en medio de tal malestar, el general Obregón pidió a Carranza que le autorizara a marchar sobre la ciudad de Nogales (Arizona) y atacar al ejército de Estados Unidos en su propio territorio.

Pero el Primer Jefe procedió cautelosa y serenamente. Al efecto, contuvo los ímpetus guerreros de Obregón, y dirigiéndose al gobierno de Washington, reprochó a éste la conducta seguida con la ocupación de Veracruz, invitándole a suspender las hostilidades iniciadas, a desocupar desde luego la plaza invadida y a formular ante la autoridad militar que él, Carranza, representaba la demanda correspondiente por los sucesos acaecidos, con la seguridad de que tal demanda sería considerada con espíritu elevado de justicia y conciliación.

A esto, la Casa Blanca, dio respuesta de una idealizada imprudencia, con explicaciones de carácter general, que no dejaban lugar a dudas de que las fuerzas norteamericanas no avanzarían más allá de la plaza de Veracruz; y como, en efecto, no existía la menor prueba de que Estados Unidos tuviese pretensiones territoriales, ni políticas, ni militares en México, muy pronto los sucesos en Veracruz fueron quedando como hecho del valor heroico del pueblo mexicano, pero principalmente de la Escuela Naval Militar que en la lucha con los invasores había perdido a dos valientes cadetes: José Azueta y Virgilio Uribe.

De esta suerte, las relaciones entre los jefes revolucionarios y los cónsules y ciudadanos norteamericanos residentes en México, dejaron el desabrimiento momentáneo y volvieron al punto de una amistad cordial, de lo cual se traslucía que para el espíritu de la Revolución, la torpeza wilsoniana no constituía un atentado de Estados Unidos contra la independencia de la patria mexicana.

Veracruz quedó, pues, bajo el gobierno del almirante F.E. Fletcher, aunque sin perder sus derechos municipales. Sin embargo, la bandera norteamericana izada en la plaza, daba la idea de que el presidente Wilson, dentro de su juego político, no advertía que con la permanencia de las tropas extranjeras en suelo de México no hacía ningún mal a la autoridad de Huerta, y en cambio humillaba al concierto popular más grande que contemplaba la historia del continente americano; porque si en vez de la ocupación de Veracruz, Wilson sabe esperar las decisiones domésticas de México, ni Estados Unidos comprometen su crédito en el alma de los mexicanos ni éstos sienten la postración a que se lleva a cualquier pueblo cuando una nación, con la que no estaba en guerra, ni a la que se había cometido agravio moral, ni invadido su suelo o su derecho, ni coloca su pabellón sobre el pabellón que representa el amor, los intereses, la dignidad y la autonomía de una nacionalidad.
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