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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO SEGUNDO
CAPÍTULO 14 - LA VICTORIA
LA FUGA DE HUERTA
El general Victoriano Huerta, aprovechó la ocupación norteamericana de Veracruz, para dar un nuevo desarrollo a sus apetitos de mando y gobierno; y esto, si no con talento político que no tenía, sí con la osadía autoritaria y violenta que bien sabía ejercer.
No ignoraba Huerta que su poder militar se mermaba día a
día en la República como consecuencia de los triunfos revolucionarios; pero el desembarco de la infantería de marina norteamericana, le daba ahora un instrumento para exaltar el patriotismo nacional y con lo mismo utilizar tal acontecimiento a fin de dar carácter de gobierno a su autoridad faccional.
Llegó también a servir los designios momentáneos de Huerta, la ingenua intrusión en los negocios mexicanos de los gobiernos de Argentina, Brasil y Chile, al ofrecer éstos (25 de abril) sus buenos oficios para mediar en el conflicto que aparentemente existía entre México y Estados Unidos.
En efecto, los gobiernos del ABC, ignorantes de los preliminares del desembarco del 21 de abril, y llevando sus intenciones pacifistas más allá del derecho de la autonomía de
los pueblos, propusieron que los beligerantes mexicanos suscribieran un armisticio general, con la idea fundamental de entenderse entre sí y con ello restablecer la paz en la República.
Enterado Carranza de los proyectos de los gobiernos
sudamericanos, los rechazó con mucha dignidad de patria y doctrina. No así el general Huerta, quien nombró plenipotenciarios para el trato y solución de un negocio, que él, Huerta, sabía que no existía; pero que le sirvió para adquirir categoría y prolongar su posición autoritaria.
Así, sin la concurrencia de los representantes del
Constitucionalismo, y cuando ya la caída de Huerta era inminente, los representantes de Argentina, Brasil y Chile se
reunieron en Niágara Falls, sin poder contender con una situación que sólo atañía a México, y dentro de la cual, vencida la resistencia militar de Huerta, ya no existían más que dispositivos para que el propio Huerta emprendiera la fuga al extranjero;
Porque, en efecto, con la derrota de los federales en
Zacatecas y Guadalajara, los amigos y colaboradores de Huerta abandonaban a éste, al tiempo que, ya fuera de la jurisdicción huertista, acusaban al llamado Presidente, de crímenes y tiranías.
Además, la conspiración en las filas del huertismo, dirigida
por el general Fernando González, crecía y hacía adeptos entre la oficialidad del ejército que un día confiara en que él solo nombre de Victoriano Huerta sería suficiente para restablecer la paz en el país; y aunque Huerta se mostraba amenazante y daba orden para que se buscara y fusilara a los conspiradores, entre bastidores hacía preparativos para la fuga, no sin que se
apoderaran de él, el temor, la angustia, la desconfianza y la cobardía.
Huerta había dejado de hablar sobre la organización de un
gran ejército para ir a recuperar el puerto de Veracruz; tampoco se refería más al proyecto de ponerse al frente de sus fuerzas en el centro de la República. Había hecho a un lado las fanfarronadas, y buscaba a donde pasar las noches, sin el peligro de caer inesperadamente en manos de sus propios colaboradores o subordinados. Ya no despachaba en el Palacio Nacional. Prefería reunirse con sus amigos y empleados en los restoranes u otros lugares
públicos o de privada confianza; y esto, generalmente, cuando se hallaba en estado de ebriedad o fingía estarlo.
No ocultaba Huerta, por otra parte, su propósito de huir; pero esto lo haría —decía- si a ello le obligaba el avance de los marinos norteamericanos hacia la capital de la República, pues no quería —explicaba— comprometer a la patria ni que se derramara más sangre por su causa.
Tarde parecía abrirse la ventana de la conciencia en aquel
hombre que tantos males causara a México; y así, a la noche del 14 de julio (1914), llamó a Francisco S. Carbajal —quien previamente había sido titulado ministro de Gobernación y jefe de Gabinete— y le confió que abandonaba el país, considerando la necesidad de dejar en su lugar a un jurisconsulto capaz de entenderse con el gobierno de Estados Unidos, puesto que él, Huerta, era demasiado soldado para llegar a un arreglo con los políticos y la diplomacia de la Casa Blanca; y, al efecto, entregó a Carbajal un pliego en el cual, luego de implorar la protección y bendición de Dios, decía renunciar a la presidencia de la República; pliego que Manuel Calero debería entregar a la Cámara de Diputados, para que ésta dictaminara lo conveniente
para salvar a la patria amenazada por el enemigo extranjero.
Todo aquello, sin embargo, era parte de la gran tragedia;
porque desaparecidos estaban los Poderes constitucionales; desaparecida la dignidad administrativa y política; desaparecidos los valores morales. Lo único que quedaba, de la catástrofe provocada por la Contrarrevolución, era el apetito de mandar y gobernar. Los hombres que a las postrimerías del régimen
porfirista se habían educado con la idea de ser llamados un día a la gobernación del país, todavía vivían bajo los rayos del iluminismo funcional; porque, durante los Treinta Años, más que el dinero, generalmente puesto en manos de extranjeros, el ensueño mayor de un mexicano ilustrado o semiilustrado consistió en ser funcionario público. El título de ministro o
gobernador; de senador o diputado; de jefe político o jefe de hacienda, valía más que el dinero de las empresas industriales o comerciales.
Así, para alcanzar tal título no se medían escrúpulos ni
preocupaciones. Por esto mismo, en la ambición de ganar empleos y funciones públicas nadie, dentro del huertismo, se opuso a la fuga de Huerta. Con el acontecimiento parecían abrirse las puertas de los títulos oficiales.
Huerta, pues, pudo preparar su evasión sin temores ni
amenazas, sabiendo de antemano que numerosos serían los aspirantes a la presidencia y a las secretarías de Estado. Y así, fue lo acontecido. En vez de que aquellos hombres que como Carbajal, Calero y Gamboa intentaran exigir responsabilidades al individuo que llevara al pueblo mexicano a una cruenta lucha, le ayudaron a la fuga, gustosos de que iba a llegar la oportunidad
de repartirse los empleos y los honores inherentes. Y Huerta salió de la ciudad de México (15 de julio), en medio del aplauso de sus cómplices, dirigiéndose a Puerto México en donde embarcó en el crucero alemán Dresden, para dirigirse amparado
por un pabellón extranjero a las islas del Caribe.
Un año y cinco meses tuvo de vida el huertismo, que no sólo
ocasionó la deslealtad y el desorden promovido por los antiguos generales porfiristas, sino que produjo una guerra de audacias y represalias, de odios y desmanes que estuvo muy cerca de agotar las energías y el prestigio de la patria mexicana, e hizo retroceder en muchos años la calidad humana y civilizadora de México. Tal es, sin duda, a lo que llevan los apetitos, cuando
éstos, en el desenfreno de su carrera, obedecen a las pasiones, y por lo mismo no consideran los males físicos y ánimos que causan a los semejantes.
La fuga de Huerta, efectuada precisamente una semana
después de la toma de Guadalajara, no sólo apresuró la marcha de Obregón sobre la ciudad de México; no sólo reunió a los revolucionarios, desapareciendo por días todas las clasificaciones personalistas; no sólo fortaleció y movilizó al gobierno de Carranza hacia la capital, sino que allá, en Rock Greek Park,
a donde el presidente Wilson se hallaba reunido con sus principales colaboradores, produjo tanta alegría, que el secretario de Estado Bryan y el secretario del Tesoro William Me Adoo, se abrazaron y bailaron como una pareja de muchachos.
México, entre tanto, no salía de su asombro. La idea de la
perdurabilidad de los dictadores, caía por tierra; tal vez para siempre. No sería posible, después de la derrota de dos hombres fuertes, volver a creer en los insustituibles. Aquella interrogación de que después de don Porfirio, ¿quién?, sólo podía ser considerada como cuestión de política y circunstancial; porque la única perdurabilidad factible y tangible era la de que México existía como Pueblo y Nación. Más, pues, que para salvar al país de la guerra, la fuga de Huerta sirvió para dar una doctrina magna a los mexicanos.
Después de Huerta, la gente convino intuitiva y realmente
en que no existían hombres privilegiados o predestinados al gobierno y mando de la República, y que por lo mismo, todo mexicano podía aspirar a las más elevadas funciones de su patria. Era así como se daba el paso más grande y formal hacia la incorporación de todos los hombres de México a la vida
administrativa, jurídica, política, económica y social de la Nación. La Revolución dejaba de ser un mero tronar de armas, para transformarse en una realidad pura y efectiva. Por algo grande, los mexicanos habían acudido a la guerra. La Revolución estaba explicada y justificada en una de sus
principales etapas.
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