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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 15 - LA DECISIÓN

ALTO EN LA GUERRA CIVIL




Los ánimos civiles y guerreros, movidos por las ambiciones y rivalidades despiertas desmesuradamente en toda la República, lejos de apaciguarse con el triunfo político y militar del Partido Constitucionalista y con la Junta de los jefes y gobernadores revolucionarios en la ciudad de México, continuaban levantiscos, como si nada hubiese ocurrido o concurrido a resolver no sólo los problemas personales, sino los tantos que atañían al bienestar y prosperidad de la Nación.

La Segunda Guerra Civil había liquidado el tema de la anticonstitucionalidad. La bandera de la legalidad ondeaba de nuevo en el Palacio Nacional. Esto no obstante, y sin que sobre la superficie apareciera la causa, reinaba la inquietud. Era inoculto, como complemento de la intranquilidad anímica de la gente mexicana, que el estado de cosas que existía desde la caída de la autoridad militar del general Victoriano Huerta, sólo constituía una tregua a las guerras que tan costosas en sangre y dinero resultaban para el país.

En efecto, todo lo que circundaba a los caudillos y todo lo que en hombres y deseos se manifestaba bajo el cielo de México, hacía creer que aquella lucha para vengar las muertes del presidente y vicepresidente de la República y restaurar el régimen constitucional —lucha que había tenido las características de una verdadera epopeya, puesto que nada midieron ni pesaron quienes abandonando su tranquilidad engrosaron las filas de los ejércitos revolucionarios— no estaba terminada. Y es que no podía finalizar en meros hechos de orden; tampoco en promesas de los más diversos géneros. Una idea de felicidad política y de generosa ventura personales se había apoderado de los combatientes victoriosos; ahora que dentro de tal idea no se hallaba conjugada ninguna ganancia pingüe. El mayor de los deseos públicos o privados no sólo de la élite revolucionaria, antes de los modestos y rústicos individuos que, originarios de todos los rincones de la República, simbolizaban una grande y triunfante migración humana, consistía en asegurar, para simpre, una manera de concursar en los negocios civiles y administrativos de la Nación, de los cuales estuvieron excluidos no tanto por doctrina, cuanto por desdén.

Ignoraban aquellos hombres, que representaban el cuerpo físico de la Revolución, en qué consistían a ciencia cierta, los negocios civiles y administrativos de México, puesto que el Estado, desde los días de la Independencia había tenido una formación separada de la gran masa rural que era la Nación mexicana. Pero si no podían determinar con precisión qué eran los negocios civiles y administrativos, sí intuían la posibilidad de ganar, como consecuencia del triunfo revolucionario, una posición personal, retribuida o no, pero de todas maneras singularizada en el mando, porque gracias a la inspiración de la guerra, quién más, quién menos de los mexicanos quería mandar. El pensamiento de imponer reglas, de ser superior, de poseer cuando menos destreza en el dominio del caballo, estaba ungido al pensamiento fundamental de la Revolución. Y esto constituía, para los revolucionarios victoriosos, un verdadero acicate, que puesto en función, determinaba en aquella gente la necesidad de una tregua de paz, durante la cual deberían ser medidas las aptitudes de los hombres.

Influía también en el deseo general de que se hiciese un alto en las actividades bélicas, el deseo que llevaban dentro de sí los revolucionarios, de pagar al país la deuda originada con la destrucción civil, la paralización de las fuentes de trabajo, el acrecentamiento de los precios, las escaseces en la alimentación e indumentaria, en la súbita migración de personas de las más diferentes índoles sociales. Los revolucionarios, pues, deseaban un momento de paz, para probar al país que tenían la capacidad suficiente para pagar los males que, sin quererlo, habían producido a la sociedad.

Infuía, por fin, en el proyecto de ver terminadas las empresas de guerra, el placer y contento que producían no sólo a los ciudadanos armados, sino a la gente pacífica que había emigrado a la ciudad de México, el hecho de que ésta se salvase de las consecuencias de la guerra; porque la vieja capital, después de sufrir los males e infortunios de la Decena Trágica, no quería más escenas cruentas en sus calles, y anhelaba a solazarse, como en los días del régimen porfirista, en sus bienes y divertimientos.

Verdad es que el general Alvaro Obregón y otros caudillos revolucionarios, habían desdeñado y ofendido pública y severamente a la ciudad de México. Verdad que ésta se hallaba castigada en el castigo a sus viejas y elegantes castas de gobernantes, funcionarios y gente rica; mas era tan altiva y poderosa la metrópoli mexicana, que en lugar de sentirse acongojada, mayor soltura y ligereza daba al placer, máxime que dentro de estos sentimientos, tenía atrapadas a las ingenuas almas rurales que constituían la parte principal de la Revolución. De esta manera, atraídos por las huellas del gran poder y hermosura que el régimen porfirista diera a la capital de la República los revolucionarios se desentendían de sus principios, así como de sus proyectos vengativos, para creer en una cercana vida de comodidad, así como de ascensos y triunfos políticos.

El piso de la Revolución, pues, era temblante en septiembre de 1914. La posesión de la ciudad de México hacía entrever a los hombres originarios de la masa rural, que habían llegado victoriosos al Palacio Nacional, horizontes diferentes a los que comtemplaran en los campamentos del norte y noroeste de México. Ahora, el propio Primer Jefe Venustiano Carranza, quien apremió en su resolución de marzo de 1913, la vuelta a una constitucionalidad indiscutible, parecía convencido de que tal constitucionalidad no era tan ágil y definitiva, para el bien total del país, como la pudo apreciar o creer a raíz de los asesinatos de Francisco I. Madero y José María Pino Suárez.

Otro era el problema que advertían intuitivamente los revolucionarios desde que ocuparon la capital de la República. En medio de sus mentalidades, poco o nada acostumbradas al discernimiento de los problemas nacionales, sobre todo en materias de política y economía, los principales de la Revolución deducían que la aplicación de la Constitución obligaba al conocimiento y aplicación de la propia constitución a través de una red jurídica y administrativa que no era posible improvisar; que al caso, se requería la preparación de una clase específica; que la dirección del Estado no era un mero mando, sino un saber gobernar; que si la Revolución pretendía un nuevo orden de cosas, se hacía indispensable legislar, y que la legislación, al igual de la administración, no podía hacerse de un día para otro día; tampoco bajo los inconvenientes y compromisos que presentaba la realidad revolucionaria. Además, la ciudad con todos sus laberintos y preocupaciones, no inspiraba a los revolucionarios la confianza bastante, para aceptar allí, en la antigua capital y a la mitad del mes de septiembre (1914), que pudiese dar por terminada la Revolución.

Esa condición incierta a par de febril, indicaba también a Carranza la necesidad de una tregua de paz, puesto que de los caudillos revolucionarios no surgía uno capaz de dar dictamen total y feliz sobre los titubeos que se operaban en las almas sencillas de los triunfadores. La Revolución había determinado cómo hacer la Revolución; pero no qué hacer después de la Revolución; y esto obligaba a todos y cada uno de los revolucionarios a demorar el período de desenvolvimiento personal y nacional.

El propio Carranza, no obstante sus facultades de mando, la solidez de su capacidad política y sus notorias aptitudes para tratar hombres y negocios, sentía la inspiración conducente para demorar cualquiera nueva fase de la guerra civil, puesto que la continuación de ésta, como consecuencia de las disensiones villistas, se presentaba a la vista como inevitable. Carranza esperaba que después de aquel remanso, dentro del cual cada quien iba poco a poco tomando su propia posición, los preparativos para nuevos choques de armas, correspondieran a un curso natural y no a una corriente que pudiera ser considerada como un mero personalismo, que es a lo que el Primer Jefe, con el sentido práctico y magnífico del caudillo y del político, temía.

La responsabilidad de conducir al país a la continuación de la guerra intestina, bajo una bandera que pudiera ser clasificada, considerada o llamada específicamente carrancista, no era desconocida por un adalid político como el Jefe del Ejército Constitucionalista. Así, Carranza, sin aparentes prisas, quería que cualquier sentencia de personalismo fuese arrojada sobre otras facciones que, momentánea e interesadamente, correspondían también a la tregua. Muy justas y prudentes eran, sin duda, las advertencias de Carranza; ahora que no por agraviarle, sino porque el Constitucionalismo había terminado su misión con la caída de Victoriano Huerta, no otra denominación que la de carrancista podía darse al partido que él representaba y dirigía.
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