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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO SEGUNDO
CAPÍTULO 15 - LA DECISIÓN
SITUACIÓN DE LAS FACCIONES
Desde la ocupación de la ciudad de México por las fuerzas guerreras del Constitucionalismo, fue posible observar que en lugar de que tal acontecimiento sirviera a la unificación de un ejército revolucionario, que correspondiera al hecho y derecho de la Revolución, se habían provocado tantos recelos y dudas
acerca de la jefatura suprema de la Nación, que los grupos de
ciudadanos armados adquirían características faccionales. La
obra y jerarquía de Venustiano Carranza, quien a los comienzos
de la Segunda Guerra Civil realizó la unidad de los principales
grupos armados que peleaban en el país para vengar la muerte
de Madero y Pino Suárez, quedó bamboleante al caer la capital
en poder de las huestes revolucionarias.
Vencido el enemigo común, cada jefe de partida armada,
cada comandante regional y cada caudillo de la guerra se creyó con derecho de usufructuar para sí y los suyos, los bienes de tal victoria. Las envidias y rencillas, los intereses y apetitos sentaron reales en el país y se convirtieron en cartas indescifrables para el futuro de la República. Así los cabecillas de grupos acantonados en la ciudad de México, que por lo general se habían dado a sí propios los grados más altos correspondientes a un ejército regular, aprovechan las menos
consideradas oportunidades para disputar y aun acudir al terreno de las agresiones y agravios personales; y todo esto sólo servía para empequeñecer la Revolución; también para minorar el alma de los idealistas. De esta suerte, los ensueños humanos de libertad, progreso y bienestar que habían sido el motor revolucionario estaban amenazados; y el mes de septiembre (1914), se presentaba como el más funesto para la Revolución.
Eso por una parte; y por otra, el hecho de que la autoridad de Carranza estuviese mermada, no tanto por las ocurrencias
entre los jefes revolucionarios, cuanto por la notoria importancia del Primer Jefe para mantener incólume la supremacía de su mando sobre las huestes victoriosas, obligaba a hacer el recuento de lo que cada caudillo poseía para emprender una Tercera Guerra Civil. Y esto, no obstante que sobre la
superficie, las diferencias entre el Primer Jefe Carranza y el general Francisco Villa, que eran los primeros actores en los preparativos de nuevas hostilidades intestinas, estaban virtualmente liquidadas, tanto por una visita que el general
Alvaro Obregón había hecho al general Francisco Villa en
Chihuahua (24 de agosto) y que daba indicios de un entendimiento político de los grupos organizados por necesidades bélicas, como el fin de la lucha armada que se desarrollaba en Sonora entre el gobernador José María Maytorena y el coronel Plutarco Elias Calles; aquél, tratando de que Calles se le subordinase; éste aduciendo que su actitud
independiente obedecía al hecho de que Maytorena no era leal a
la Primera Jefatura de la Revolución.
Y la disputa de mando y gobierno que existía entre
Maytorena y Calles, aunque aparentemente terminada y en
seguida de la aprobación de un pacto de paz (29 de agosto),
suscrito por los generales Villa y Obregón, seguía minando la
situación política de Sonora y amenazando al mismo tiempo la
tranquilidad de la República.
Obregón y Villa con señalada previsión, advirtiendo que el pleito entre Calles y Maytorena tenía profundidad verdadera, y
que podía ser el pretexto para encender una nueva guerra civil,
no se conformaron con el pacto de agosto, sino que formularon
un proyecto de composición política nacional, que sin titubeos,
y creyendo que con ello salvaban al país de las amenazas y
discordias entre los caudillos, presentaron (3 de septiembre) a la
consideración del Primer Jefe.
El proyecto pretendía que Carranza, terminada como estaba la anticonstitucionalidad huertista dejara de usar, como lo
establecía el Plan de Guadalupe, la categoría de Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, para convertirse en presidente interino de la República, hecho lo cual, y reorganizado el poder
Judicial, convocaría a elecciones para gobernadores y diputados
y senadores al Congreso de la Unión; y que ya instaladas las dos
funciones de la Nación, se procedería a elegir al presidente
constitucional, advirtiéndose que no podían ser candidatos a la
presidencia ni a los gobiernos de los estados, aquellos individuos
que hubiesen desempeñado tales empleos con carácter de
provisionales, al triunfo de la Revolución.
Este solo capítulo del proyecto, contenido en la cláusula 8a., bastaba para comprender que el documento iba dirigido
directa y precisamente contra Carranza; y excluir a éste de un
derecho constitucional y de un derecho de partido, advertía
inconveniencia de los jefes revolucionarios; porque si los
triunfos militares durante la Segunda Guerra Civil, no se
debieron al Primer Jefe, no era posible olvidar que el compromiso supremo de los principales núcleos alzados había dependido, desde febrero de 1913, de la actitud resuelta y arriesgada de Carranza. Excluir a éste, de una elección nacional,
si no de mala fe, cuando menos significaba una idealización
democrática incompatible con los compromisos y realidades
originados en la lucha armada y en la categoría y designios de
todos los caudillos. De esta manera, el proyecto, en vez de ser
factible, sólo parecía anunciar un caos para la nación y una
amenaza para los jefes armados y civiles de la Revolución.
El hecho, pues, en lugar de dar oportunidad a apaciguar los ánimos y a restablecer la confianza que requería el país, no hizo más que acrecentar más y más los temores de que estallara una
Tercera Guerra Civil. La República, de esa manera, estaba sumida
en un golfo de inquietudes, y, por otra parte, pronto se sintieron los efectos de tan audaz proyecto dentro de las filas revolucionarias.
Las proclamas, casi siempre anónimas, no dejaban de señalar el hecho de que poner al margen de los negocios políticos y del
Estado a un hombre de la calidad de Carranza, equivalía a violar
la Constitución, por cuya causa se había levantado en armas el
pueblo de México. También se argüía, que desconocer los
méritos de la guerra que incuestionablemente correspondía al Primer Jefe, no sólo equivalía a la inconsecuencia humana, antes también a sentar el precedente de la deslealtad revolucionaria.
Todo esto, como es natural produjo un ánimo de repulsa e indignación en Carranza; quien si convino en que el proyecto no
estaba elaborado por la perfidia, sino por la inexperiencia
política de Villa y Obregón, no por ello lo repudió. Mas esto, en
lugar de hacerlo comedida y heroicamente, lo llevó a cabo con
una respuesta (13 de septiembre) de técnica política,
anunciando, como medida para apaciguar los ánimos contrarios
a su autoridad, la reunión en la ciudad de México, de una junta
militar de jefes armados y líderes civiles, para el 1° de octubre
(1914).
No era ese el momento más oportuno para el asambleísmo. Los revolucionarios no fiaban en las discusiones, y sí en los hechos prácticos y directivos. El deseo de gobernar y mandar,
que es sin duda el mayor de los deseos humanos constituía un
verdadero acicate en el alma de un pueblo que nunca antes se
había sentido poseedor de tal facultad.
Así, el espíritu del interés faccional, en vez de disminuir, aumentaba. El general Villa, desdeñoso ante los proyectos de
Carranza, se dedicaba afanosamente a abastecer sus tropas con
pertrechos que importaba de Estados Unidos. Su ejército
ascendía a más de veinticinco mil hombres, aunque el propio
Villa ignoraba hasta donde ejercía influjo su nombre y prestigio
guerreros en la República.
Zapata, agreste y huraño, mantenía su cuartel general en el estado de Morelos, y sus avanzadas permanecían alertas en
torno al distrito Federal. La suma de los soldados zapatistas no
podía ser mayor a diez mil hombres armados; pero tal cifra era
discutible para el propio Zapata, por ser éste muy ajeno a la
organización militar.
Grupos armados había en la región petrolera de Tamaulipas y Veracruz que reconocían únicamente a sus jefes locales.
Autónomos se proclamaban cuatro mil alzados en el estado de
Oaxaca; y en el mismo Oaxaca, así como en Puebla y Veracruz,
los antiguos federales, siempre creídos en una restauración del
porfirismo, seguían negándose a la incondicional rendición de
sus armas. Yucatán y el norte de Baja California, permanecían
bajo el mando de jefes ajenos a una autoridad central.
Tan divididas y disgregadas estaban esas fuerzas armadas, que el país no se atrevía a medir el poder de las facciones; y
por muy audaz habría pasado el menor vaticinio sobre el
porvenir de tales facciones; puesto que ni sus armas, ni sus
tácticas, ni sus soldados, ni sus jefes representaban la unidad;
tampoco la posibilidad de triunfos guerreros o políticos.
La población civil, aunque cierta de que aquella tregua sería breve, no manifestaba sus inclinaciones en favor de uno u otro lado, y se mostraba escéptica respecto a la paz como a la guerra.
La misma ciudad de México, que hasta los días que recorremos
(septiembre de 1914), no había sufrido, a excepción de la
Decena Trágica, las consecuencias de la guerra, no parecía tener más propósito que envolver entre sus redes, y proporcionarse con ello dinero y divertimiento, a los revolucionarios. El crecimiento casi tumultuoso de la población en el Distrito Federal, como consecuencia de la gente que huía del campo
para refugiarse en la ciudad, y la concentración de las fuerzas
armadas de la Revolución daban un aspecto inusitado a la
metrópoli. Además, proporcionaba a los propietarios de
viviendas y hoteles, de restaurantes y teatros, de almacenes de
ropa y comestibles y a todo lo que compone el poder
económico de una urbe, mayores ganancias. Tomar, pues,
partido, era la más lejana proposición que se podía hacer a los
metropolitanos, ya bien humillados moral y políticamente
con la derrota de Huerta y la ocupación de las fuerzas
constitucionalistas.
Otra liga, sin embargo, cuyo centro no era, como en otros tiempos, el Distito Federal, existía entre la población civil del
país y los ciudadanos armados. Esa liga consistía en el
parentesco de los soldados de los diferentes agrupamientos
revolucionarios con el alma rústica. De ese parentesco, sólo se
exceptuaba la capital nacional, que hasta los días que
recorremos no había dado contribución de sangre a la causa de
la Revolución, a excepción de la derramada para el derrocamiento
de Madero.
Por otra parte, no era muy grata a la población del Distrito, la humillación que sufría. El poderío de los ciudadanos
armados, principalmente de quienes eran originarios del norte,
porque a estos, dadas las innumerables vicisitudes de la guerra y
el apartamiento en que vivían, gozaban de mucho crédito
personal y colectivo; el poderío de los armados, se repite, era
extraordinario. Decir hombre del norte significaba orgullo,
hombradía, palabra de honor, acontecimiento victorioso, futuro
político y guerrero. Es difícil hallar otra época en la historia de
México, durante la cual una sola región representase las
manifestaciones de una nueva vida y de un nuevo orden. El
Norte era, pues, una revelación- el secreto revelado.
De esta suerte la palabra de los revolucionarios del norte, tenían los caracteres de lo indiscutible; de lo resuelto. También de lo amenazante, de manera que los habitantes no sólo de la
ciudad de México, sino del centro, preferían sobrellevar aquella
situación muy abnegadamente, en la creencia de que la
Revolución no poseía más que las particularidades de una
revuelta casual, levantisca, ambiciosa y pasajera. La idea de una
perdurabilidad revolucionaria reñía con el poder tradicional que
correspondía a la siempre vieja, astuta y poderosa ciudad de
México.
En medio de este cuadro de realidades. Carranza, tan
conocedor de la naturaleza humana, sabía que si la situación no
parecía fácilmente gobernable, su autoridad se acrecentaría tan
pronto como hubiese dentro de él una decisión valiente; y como
al caso, comprendió la ventajosa posición del general Villa,
quien tenía a la mano los suministros bélicos de procedencia
norteamericana, se dispuso a tomar una decisión necesaria para
dar auge y fortaleza a la autoridad de un partido o de una
personalidad; y así, dispuesto a apagar el incendio en los pechos
ambiciosos de los jefes revolucionarios y a establecer al mismo
tiempo los puntos de apoyo guerrero en los lugares estratégicos
no sólo para cualquier campaña militar, sino para asegurar los
abastecimientos müitares, procedió a los preparativos para
hacerse de tales lugares, sin que los caudillos de la guerra
advirtieran cuáles eran los propósitos que animaban a la primera jefatura de la Revolución.
Carranza estaba seguro de que afianzadas las bases de sus armas, distraídos los objetivos centrales de los jefes revolucionarios por las rivalidades y entregado el país a los temores de una nueva lucha intestina, podría tener la posibilidad de realizar la obra patriótica que le estimulaba; obra que consistía en consagrarse
como el caudillo de la paz, del orden y de la constitucionalidad.
Esta pureza dentro de la mentalidad de Carranza era
incuestionable. Otro fin, aunque a veces pareciera tortuoso, no
existía en los proyectos del Primer Jefe; ahora que los métodos para la aplicación de sus designios no siempre parecieron intachables en medio de tan tormentosos días.
Presentación de Omar Cortés Capítulo decimoquinto. Apartado 1 - Alto en la guerra civil Capítulo decimoquinto. Apartado 3 - La situación exterior
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