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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO SEGUNDO
CAPÍTULO 15 - LA DECISIÓN
LA JUNTA REVOLUCIONARIA
Dentro del ambiente de independencia y capricho que auspiciaban los jefes revolucionarios y que hacía nebulosos los problemas suscitados en la trasguerra, Carranza, con singular decisión, se dispuso a cumplir con las estipulaciones del Plan de Guadalupe; y al efecto, con su categoría de Primer Jefe del Ejército Constitucionalistá y encargado del Poder Ejecutivo, expidió (14 de septiembre), una convocatoria a fin de que los gobernadores, generales e individuos con mando regional de tropa concurrieran a una junta que debería efectuarse en la
ciudad de México el primero de octubre (1914).
La reunión tendría por objeto, señalar la fecha para
restablecer el orden constitucional en la República, aprobar un
programa de gobierno y expedir las leyes necesarias a fin de
poner en práctica los ideales de la Revolución.
Aunque tal convocatoria estaba inspirada en un alto y digno
espíritu liberal y por lo mismo no hacía distinciones ni
establecía privilegios, en vez de servir a la unificación de los
grupos y facciones armadas, en esos días durante los cuales no
faltaban envidias y discolerías, apetitos e intereses, se convirtió
en un instrumento de clasificación y división entre villistas y
carrancistas.
Villa, tan ajeno a las ideas como a la prudencia, experimentó
fuertes recelos respecto a la junta, creyendo que se trataba de
una añagaza de carácter político, puesto que el teatro parecía
dispuesto por Carranza a tal objeto. Villa en la realidad no
sentía odio ni rencor hacia Carranza, pero sí veía en todos los
actos de éste una réplica del porfirismo; y más que del
porfirismo, de la autoridad sombría, abusiva y perennal
porfirista. Y, en efecto, tanto era el temor de que los hombres y
sistemas de mando y gobierno repitiesen la hazaña de los
Treinta Años, que sobre el tema de los programas o el discurso
de las doctrinas, estaba la vigilancia sobre los individuos que se
hallaban, debido a su jerarquía revolucionaria, en la posibilidad
de prolongar la jurisdicción y el período de su autoridad.
Así, el general Villa, creyendo que la junta convocada por
Carranza fuese un pretexto para que éste continuara en la
jefatura de la Revolución, en alas de los impulsos, —también de
la ignorancia y desconfianza— se abstuvo de aceptar la invitación del Primer Jefe e hizo que sus lugartenientes omitieran corresponder a la convocación.
No se contentó el general Villa con esa política abstencionista, sino que adoptó una actitud agresiva hacia el Primer Jefe, encerrado en la idea de que Carranza no obraba de buena fe y que por lo mismo pretendía prolongar su autoridad; y con tal motivo, sin advertir —tal era su rusticidad- los males que iba a acarrear al país, hizo pública su determinación (25 de
septiembre) de no concurrir a la junta a par de insinuar que se
proponía combatir al carrancismo, al que acusaba de constituir
un partido con el propósito de confirmar sus privilegios de
mando nacional.
Ahora bien: como grande era la influencia del general Villa
entre los grupos revolucionarios, a la junta reunida en México el
1° de octubre, sólo asistieron los jefes que notoria y visiblemente
correspondían a los designios de Carranza.
De esta suerte, los preliminares de la junta, quedaron
adornados por el pesimismo. El fantasma negro y cruento de la
Tercera Guerra Civil surgió desde la hora en que se reunieron los
jefes y gobernadores revolucionarios. Además, sobresalió, en
medio de las negruras dichas, la creencia de que la asamblea
convocada por Carranza no resolvería uno solo de los problemas
que lesionaban o conmovían al país. Y lo anterior quedó de
hecho comprobado al advertirse que los delegados a la junta casi
en su totalidad de origen rural, carecían de ideas capaces de dar
genio y figura a la Revolución.
Esas condiciones anímicas y físicas se reflejaron, como se ha
dicho, en el seno de la reunión, desde la instalación de la misma;
y como todo eso era motivo de titubeos y ansiedades entre los
delegados, Carranza aprovechó aquella situación, con mucha
habilidad, para plantear ante el atolondramiento de los
convencionistas, la disyuntiva de que o aceptaban su renuncia o
le ratificaban el apoyo incondicional (3 de octubre); disyuntiva
que los delegados resolvieron rechazando la renuncia del Primer Jefe.
Mas así como la junta, a la cual se la llamaba Junta Militar, no obstante que los que a ella asistían no conocían ni reconocían las ordenanzas específicas ni mandaban corporaciones militarizadas; mas así, se dice, como la junta seguía reconociendo el poder político y revolucionario de Carranza, así
también admitían la necesidad de persuadir a Villa de que
concurriera a la reunión. Al efecto, los propios partidarios de
Carranza propusieron —y Carranza lo aceptó- que la asamblea
fuese trasladada a un punto equidistante de los caudillos en
contradicción; punto que, lógicamente debería ser neutral.
De esta suerte, la apellidada Junta Militar terminó sus tareas de carácter preliminar, mientras una comisión salió al norte del país a fin de conferenciar con Villa y atraerlo al objeto principal de la asamblea, que consistía no tanto en discutir al aprobar los planes de reconstrucción nacional, cuanto en restablecer la unidad de los grupos y caudillos revolucionarios.
Con tales resoluciones, la junta efectuada en la ciudad de
México dio fin a sus labores. Había sido intrascendente. Sus
miembros, en su gran mayoría ayunos de ideas y previsiones, no
tuvieron aptitudes para penetrar a los problemas de México ni
siquiera se registró una definición respecto a los caudillos;
porque si todo pareció indicar la existencia de un partidismo en
favor de Carranza, esto fue superficial, porque en la mente de
cada uno de los concurrentes bullía la idea de ser actor principal
de lo inesperado. Y no podía ser de otra manera. Los capitanes
de los alzamientos habían organizado las fuerzas armadas por sí
propios; y por sí propios tenían el grado militar que lucían sus
mandos y personas. Además, así como se desdeñaba a la gente
armada del general Emiliano Zapata, así se temía y admiraba el
poder guerrero del general Villa, de manera que al tiempo de
que ninguno de los adalides revolucionarios se atrevía a elegir
partido sin considerar la organización villista, se excluía al
zapatismo de las negociaciones de unidad que se llevaban a cabo
entre los capitanes de Villa y Carranza.
Pero no solamente los zapatistas quedaban al margen de la
nueva reunión que debería efectuarse en la ciudad de Aguascalientes. También excluidos estaban los individuos llamados civiles; esto es, aquellos sujetos que no correspondían a la acción bélica de los ciudadanos armados; y ciudadanos armados como queda dicho, se apellidaban a sí mismos los jefes
revolucionarios, a manera de borrar de la mente nacional la idea
de que la Revolución estaba organizando una casta militar. Así,
sin agregar ni restar iniciativa y facultades bélicas a los hombres
de la Revolución, se les hacía clase aparte del gremio castrense.
Los políticos y oficinistas, pues, sin dejar de ser parte de la
Revolución, no gozaban de las prerrogativas electorales y
legislativas que se arrogaban los ciudadanos armados.
Aprobado, tanto por villistas como por carrancistas, que la
ciudad de Aguascalientes quedase como la sede de la junta revolucionaria, la asamblea reunida en la capital de la República dio por terminadas sus sesiones el 5 de octubre.
Y esto ocurría precisamente en los días en que Carranza
recibió noticias de los preparativos que llevaban a cabo los soldados norteamericanos que ocupaban el puerto de Veracruz,
para evacuar la plaza. La clarividencia y tenacidad de Carranza
unidas en aquellas horas tan difíciles para la Revolución,
parecían esperar si no la paz nacional, cuando menos la
fundamentación de un gobierno capaz de dar cuerpo y doctrina
al Estado mexicano.
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