Presentación de Omar CortésCapítulo decimoquinto. Apartado 4 - La Junta RevolucionariaCapítulo decimoquinto. Apartado 6 - Los hombres de la Convención Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 15 - LA DECISIÓN

LA CONVENCIÓN DE AGUASCALIENTES




Aguascalientes, hacia los días que remiramos, era una población pobre y amable. Tenía veintitantos mil habitantes. Era centro de una gran actividad ferrocarrilera, quizás la mayor del país, en tal función, después de la ciudad de México.

Sus moradores lucían la fama de industriosos. Sus artesanías eran celebradas en la República. Con aquello y esto, como allí se hallaban establecidos los talleres de reparación del material rodante, hablar de Aguascalientes era hacer referencia a ferrocarriles y ferrocarrileros.

Como acontecía con la mayoría de las poblaciones mexicanas en los días que recorremos, ningún influjo, a pesar de su trabajo diligente y eficiente, ejercía Aguascalientes en la vida social, política o económica nacional; y ello también, a pesar de que de tal población han salido hombres distinguidos en el país, ahora que éstos no han procurado dar lustre a su pueblo natal, que vegetaban modesta y apartadamente. La Revolución, que había conmovido a casi toda la República, pasó inadvertida, como suceso guerrero, para los habitantes de Aguascalientes. El estado vivía en medio de las tantas pobrezas reflejadas en su suelo, que fue de aquellos que no produjeron inspiración a los sentimientos revolucionarios. Ni siquiera para darles la satisfacción de entrar a saco las haciendas esquilmadas por las sequías y las pestes.

Mas ese era el Aguascalientes anterior al octubre de 1914; porque ahora, en estos días, y sobre todo hacia la mitad del mes, la población ha florecido como por encanto. No hay alojamiento para la gente recién llegada. Plazas y calles están colmadas de forasteros, todos armados. Los alimentos escasean, a pesar de que de un lado a otro lado van como corriente caudalosa los bilimbiques, y los bilimbiques de orígenes, colores y valores muy desemejantes. Las bandas de música llenan el ambiente con sus notas. La estación del ferrocarril es un hormiguero de soldados y oficiales uniformados a modos caprichosos, y casi siempre desiguales.

Sobre las vías férreas que terminan en la población, hay innúmeros trenes. Los convoyes, en su mayoría, están provistos de vagones dormitorios y comedores. Estos sirven de alojamiento a los generales; porque Aguascalientes es ahora la capital de los ciudadanos armados de México; y tales ciudadanos armados poseen altos grados militares, a pesar de que no son militares, sino individuos a quienes los azares de la guerra intestina les dio categoría en las filas del improvisado ejército de la Revolución.

Entre los caudillos de la guerra que van llegando a Aguascalientes hay capitanes de quienes se cuentan hazañas casi fabulosas; y quienes además de sus triunfos en asaltos y combates, y de sus funciones como vengadores de Madero y del maderismo, tienen muchos pajaritos en la cabeza. Otros, son meros pueblerinos con las características, ora de la hurañez, ora de los odios, ora del abigeato, ora de las idealizaciones, ora de la vulgaridad. De todo es posible hallar dentro de ese reino de la Revolución; y es que allí, en Aguascalientes, está la Revolución misma. Cada jefe tiene su historia, ya dramática y quejumbrosa, ya salvaje y valiente. Allí están Rafael Buelna y Saturnino Cedillo, Santos Bañuelos y Alvaro Obregón, Julián C. Medina y Fortunato Zuazua, Tomás T. Urbina y Calixto Contreras, Atilano Barrera y Macario Gaxiola, Roque González Garza y Eulalio Gutiérrez, Ramón F. Iturbe y Manuel García Vigil, Manuel Chao y Antonio I . Villarreal.

El número de jefes revolucionarios en el recinto del teatro a donde se reúne la Convención según la lista de asistencia correspondiente al 18 de octubre (1914), es de ciento cuatro. Y ciento cuatro individuos de armas tomar, es decir, ciento cuatro grandes y amenazantes polvorines mexicanos. Y no son todos los que hay en la República, puesto que en Aguascalientes no se hallan presentes los zapatistas ni los comandantes de guerrillas. Faltan también los generales que están guarnicionando el país y otros más que por indiferencia, o pesimismo, o bien por querer esperar los resultados de la reunión sin comprometerse previamente con ninguno de los bandos, prefieren esperar en sus querencias o cacicazgos.

En medio de los asistentes a la reunión, es difícil determinar cuáles son las ideas que predominan. La atmósfera está cargada de esoterismos. Tal vez esto signifique que son unos cuantos los jefes revolucionarios iniciados en los secretos de la política y la guerra.

Todos, sin embargo, están reunidos en el Teatro Morelos al mediodía del 10 de octubre. Mas, ¿de qué tratarán? ¿La guerra civil ha concluido? Sin embargo, nadie, ha entregado sus armas ni ha firmado la paz. Esto no obstante, hay un principio que se repite en voz alta y en voz baja de uno a otro de los concurrentes -la guerra ha terminado. Y, ¿qué ha de seguir a la guerra? Esto es lo que no se sabe y ni siquiera se discute. Sólo se advierte la formación de una nueva pléyade mexicana. Así mismo es posible convenir en que hay una conciencia que repite, cada vez con mayor vehemencia y satisfacción, la palabra Revolución. Pero, ¿qué es la Revolución? ¿Acaso lo sabían aquellos hombres armados, rústicos de solemnidad en su mayoría?

Para saber qué era la Revolución se requería una instrucción previa. E instrucción no tenía aquella gente; aunque la sustituía con la intuición.

Y sin instrucción, ¿cómo y quién iba a gobernar al país? La gobernación de los pueblos nunca puede ser improvisación. Los gobernantes requieren el principio de la responsabilidad; y ésta no es un genio centelleante, sino una alma organizada y por lo mismo capacitada en los negocios de Estado. Quizás entre los hombres de la Revolución al filo del octubre de 1914, entre los contados revolucionarios con aptitudes para dar cuerpo y espíritu al Estado estaba, como funcionario estelar, el licenciado Luis Cabrera.

Sin embargo, como Cabrera era demasiado instruido en las funciones del gobernante, los ciudadanos armados, ingenuos y pueriles, le desconfiaban. Considerábanle como individuo capaz de ganar con su verbo y talento el más encumbrado puesto de la Revolución, y con lo mismo, dueño de las cualidades para establecer un gobierno tan atentatorio como personal y caprichoso. Cabrera parecía, pues, como la dictadura en ciernes.

Aunque sin saber, se repite, qué era propia y exactamente la Revolución, los concurrentes a la asamblea de Aguascalientes se dispusieron a iniciar la función convencionista.
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