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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO SEGUNDO
CAPÍTULO 15 - LA DECISIÓN
POLÍTICA DEL VILLISMO
Desde las conferencias efectuadas en Torreón (julio, 1914), el villismo no sólo se caracterizó en la fuerza de los veinticinco mil hombres de la División del Norte. Singularizóse, esencialmente, en una función política que, si careció de poder y
brillo, aunque no de simpatía popular, se debió al pequeño
teatro de que dispuso Villa, para tan importante, aunque desdeñado
ejercicio.
Mas no fué la causa apuntada la única que entró en operación
para evitar el relieve político del villismo. Debióse también
el hecho, a que en la parcialidad oponente al villismo estaba un
hombre muy versado en los negocios públicos y tan metódico y responsable en sus actos personales, que difícilmente podía ser sobrepujado, dada su mayúscula experiencia en la materia, aunque su ilustración no hubiese sido de aquellas que conducen rectamente a la sabia previsión.
Carranza, que tal era el enemigo supremo del villismo,
reunía en él un caudal de orden y responsabilidad suficiente
para hacerle sobresalir en muchos metros de estatura moral al
general Francisco Villa, y en un buen número de kilogramos de
conocimientos a los consejeros de Villa.
Entre éstos, si había individuos de más capacidad, en cuanto
a letras y proyectismos que Carranza, puesto que aparte de
poseer sus propias luces tenían la virtud de ser entrañables y
leales partidiarios de la democracia maderista, en cambio no
poseían la ventaja de obrar a un solo mando, que constituía el
privilegio de Carranza, puesto que no únicamente estaban
dedicados a luchar para lograr el bien acepto de Villa, en todo
aquello que creían necesario o conveniente para la batalla
política contra Carranza, sino que entre ellos no existía una
personalidad con el arrojo y la pertinencia públicos y civiles de
Carranza.
Villa ignoraba las cuestiones políticas y con más razón los
negocios de Estado; aunque esto, durante esos días que la gente
vivía temerosa de los abusos de autoridad con los cuales se
significó el porfirismo, le daba una creciente e inmensa
popularidad, porque mientras en Carranza se veía el ejemplo
clásico de la ambición de mandar y gobernar, en Villa, más que
sus hazañas guerreras, se admiraba su candor y desdén políticos;
pues si ciertamente no se desconocían sus ambiciones de ejercer
una supremacía nacional, esto se consideraba tan idealizado,
nebuloso y absurdo, que tales apetitos se tenían como una mera
ficción propia de la guerra. Nadie, pues, daba crédito en
conciencia a la posibilidad de que aquel hombre poco advertido,
sencillo y sin malicia ni dobleces políticos pudiese ser una
amenaza para fundar un gobierno personal omnipotente.
Mucho de engaño teatral guiaba a tal creencia, socorrida
siempre en los tiempos durante los cuales hombre y proposiciones tienen la velocidad de los acontecimientos violentos; porque Villa, debido a su origen primitivo estaba gobernado por los caprichos, de manera que a menudo se dejaba poseer por las arrogancias personales, insolentes e indisciplinadas;
y el antojo, acompañado del impulso, constituía su guía.
Esta realidad, era ininteligible para la población vulgar de
México que sólo seguía el lado favorable, atrevido, sincero y espectacular del villismo. Además, un pueblo que había estado
sometido a los sistemas inconsultos de un régimen político
como el porfirista, tenía que estar maravillado ante un hombre
que, como Villa, no sólo se debía a sí propio, sino que con
ingenio y valor sin par, rompía la observancia de las reglas que
hasta esos días conocía el país. Mas considérese, sin dejar de
comprender la magnitud de aquel hombre exento de exornos y
artificios, qué hubiese sido de la República si se le da la
autoridad que sus triunfos y popularidades requerían, cuando
tal autoridad entrañaba el desarrollo y ejecución de propósitos
fuera de todos los cánones nacionales y legales. De un acontecimiento
tan temerario como el que se supone, seguramente
que, en el país sucumben las generosas intenciones de la grande
e impoluta democracia maderista.
Hacia ésta, se dejaba conducir el general Villa, cuando así lo determinaba su capricho -y sólo su capricho- y no el contexto
de un pensamiento. Y si no, vedle en Aguascalientes.
Es el 17 de octubre. Ha llegado inesperadamente a la sede de
la Convención. La gente, los capitanes de la guerra, los
ciudadanos armados han acudido a admirarle y aplaudirle. Villa
no sabe conversar; pero tiene el don de distinguir a sus amigos y
partidarios. Eufórico, es melifluo y seductor. Escucha a todos y
a todos halaga.
La soberana Convención de Aguascalientes -y esto lo tiene
Villa por cierto- es un triunfo de su partido. Verdad es que la
unanimidad de los convencionistas no corresponde al villismo;
pero gracias al villismo, los caudillos de la guerra han dejado la
ciudad de México para instalar la asamblea en Aguascalientes.
Y no constituía ése, el único triunfo de los partidarios de
Villa; porque si Carranza vio con señalado desdén la reunión de
la Soberana -y sólo volvió hacia ella los signos de su autoridad
cuando apareció la declaración de autonomía- fue por saber de
antemano que una asamblea mexicana difícilmente podía
organizar una autoridad unificada y gobernadora de la Nación,
mientras Villa, por su parte, se entregó virtualmente a la propia
Convención. Y, al efecto, sin afectación alguna, el caudillo
norteño, concurrió a una sesión, estampó su nombre sobre la
bandera nacional, hizo público su desinterés de gobierno, abrazó
afectiva y calurosamente a los generales de un bando y de otro
bando, insensibilizó a sus más zorros enemigos, dejó correr el
nombre del general Alvaro Obregón como presidenciable y surgió como líder democrático.
Mas al tiempo que esto acontecía en el Teatro Morelos, silenciosamente, los soldados de Villa se posesionaban de Aguascalientes. Ni un soló tren —ni el del presidente de la Convención, general Villarreal— pudo ser movilizado a partir de esa hora, sin la orden de Villa.
Así, lo ganado por éste en el orden político con su sola
presencia en la asamblea convencionista, se perdió unas horas
más tarde; porque aquella orden para la ocupación de la plaza
por las fuerzas villistas, indignó a los concurrentes a la Convención;
y el general Villarreal fue el primero en advertir que la
neutralidad de Aguascalientes era una farsa, y con esto
empezó una nueva y amenazante situación que intranquilizó
todos los ánimos; pues si de un lado, los jefes villistas quitaron
el mando de la plaza al general Agustín García Aragón a quien
la Convención había dado el empleo; de otro lado, el general
Alvaro Obregón fue asaltado y poco faltó para que le secuestraran
o asesinaran.
Mientras tanto Villa salió sigilosamente de Aguascalientes;
más tropas villistas entraron a la plaza, y la violencia amenazó a
la ciudad. Villarreal no se arredró. Mandó, al efecto, con mucha
decisión, la salida de las fuerzas villistas, restableció el orden,
hizo valer su autoridad de presidente de la Convención y a poco
volvió a brillar el aparato de la Soberanía.
Los convencionistas recuperaron la tranquilidad. Villa,
regresó al norte, e hizo saber que respetaría los acuerdos de la
Convención. Sus soldados le siguieron; pero quedó una honda
preocupación entre los convencionistas, porque ¿no la sola
presencia de la persona de Villa fue capaz de aturdir y
comprometer a todas las facciones, y burlar así todas las
funciones de libertad y autonomía de la asamblea? Y esto, no
porque Villa hubiese obrado con perfidia, sino porque todo en
tal caudillo era impulso y satisfacción momentáneos; errático e
incierto.
Con Villa en el norte, la Convención volvió a la normalidad.
Mucha era ciertamente, la admiración hacia aquél; pero mucho
también el temor que inspiraba.
La Convención prosiguió, pues, sus trabajos, pero era de
claridad meridiana el hecho de que existía un partido villista; un
poderoso partido que se dilataba conforme avanzaban las horas
dé la Convención; porque aquella desenvoltura del caudillo al
presentarse a los convencionistas, seguida de la automática
ocupación militar de la plaza de Aguascalientes, significó que el
general Villa quiso hacer saber lo que era capaz de llevar a cabo,
tanto en el orden del político, cuanto en el género del guerrero.
Villa pretendió duplicar su personalidad, atributo que solamente
alcanzan los políticos excepcionales.
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