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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO SEGUNDO
CAPÍTULO 15 - LA DECISIÓN
LA QUIMERA ZAPATISTA
Para la sencillez material y el candor moral y político de los zapatistas, cuyo Ejército Libertador no había tenido la
oportunidad de realizar y saborear las victorias de la guerra, la
catequizadora conferencia efectuada con el general Francisco Villa en Guadalupe, primero; el acogedor recibimiento de los convencionistas, después, fueron acontecimientos que súbitamente les hicieron creer que en ellos, en los zapatistas, radicaba el futuro de la República; y sentados en tal proscenio,
se sintieron los llamados a guiar la asamblea, a dictar normas
nacionales y constituir un partido para gobernar a la nación
mexicana.
Inspirado, pues, en tal creencia, que incuestionablemente
formaba parte de la vocación creadora de la Revolución, el
presidente de la delegación zapatista Paulino Martínez, fue a la
tribuna de la Convención. Iba a explicar los principios del Plan de Ayala. Estaba animado del propósito de convencer. Quizás, pensó, que lo que no había hecho la pólvora sería capaz de
llevarlo a cabo el verbo —el verbo revolucionario; apasionadamente
revolucionario, puesto que Martínez correspondía a la
verdadera y original pléyade antiporfirista.
Los representantes del villismo y del carrancismo estaban
atónitos; aunque el alma de la curiosidad llenaba el ambiente.
Porque, en efecto, el zapatismo constituía una novedad. Los
veintitrés delegados del Ejército Libertador en su porte e idiosincrasia, tenían una notoria desemejanza con los caudillos norteños que hasta esos días llevaban la batuta de la
Revolución. Tan grande era la disimilitud de los zapatistas con
los jefes revolucionarios del villismo y carrancismo, que con ello
crecía el interés por escuchar las palabras de Paulino Martínez.
Este, dijo que el Plan de Ayala significaba la representación precisa de tierra y libertad; y tierra y libertad a su vez, equivalían a justicia; pero como la justicia no podía ser aplicada de manera que los hombres la conocieran y agradecieran, se requería que la Revolución procediera a las reparticiones
agrarias. Y, ¿quién, entre los delegados a la Convención, sería
capaz de oponerse a tal requerimiento? Así, la aceptación de tal
enunciado determinaba la aceptación que la asamblea daba al
Plan de Ayala.
No determinó Martínez cómo deberían efectuarse los repartimientos, ni qué instituciones específicas se necesitaban al caso,
ni cuáles serían las relaciones entre los agrarios y el Estado. Lo
importante, lo más importante, consistía en asegurar no tanto
los repartimientos o restituciones ejidales, cuanto la seguridad
de que el sillón presidencial, no sería para que se realizaran
ambiciones de mando y riqueza, ni para obtener sinecuras,
tampoco con el fin de ganar privilegios o prebendas para
determinado grupo social. Lo que la Revolución quería, dijo
Martínez, era un hogar para cada familia, una torta de pan para
cada desheredado ... una luz para cada cerebro en las escuelas granjas, y, en suma, las tierras para todos; porque la superficie del suelo patriota podía albergar y sustentar cómodamente noventa o cien millones de habitantes.
Pero, ¿qué de las haciendas y los hacendados? ¿Qué de los
ejidos y de las dotaciones y restituciones de los mismos? ¿Qué
de las tiendas de raya, de los peones acasillados, de las deudas
del peonaje, de los aparceros, de los enganchadores y enganchados
que constituían los grandes problemas de la vida rural
mexicana en los días que examinamos? ¿Qué proyectos
patentes y efectivos presentaba el zapatismo, como representante
del riñón de la vida rural de México?
Las palabras de Martínez denotaban que el zapatismo no
tenía en su ser más que el aliento del genio intuitivo, mas no el
genio mismo. Sus adalides eran demasiado rústicos y por lo
mismo impreparados para proyectar o realizar, lo que decían o
proponían las voces de tierra y libertad. Había en el país una
aspíracción, de los jornaleros y labriegos que iba más allá de un
simple lema. Los revolucionarios, entregados a las exigencias de
las armas no tenían frases para explicar sus males; tampoco
estaban en los labios del zapatismo, a pesar de que éste parecía
ser el procurador primero de los requerimientos agrarios.
De esta suerte, Martínez, durante su peroración, hizo del
Plan de Ayala una serie de exclamaciones alegóricas, que principalmente correspondían a los entusiasmos tribunicios,
propios de aquellas horas, en las cuales las palabras sobresalían
al conocimiento, de manera que el propio presidente de la
delegación advertía que, además de las tierras, el Ejército
Libertador pretendía exterminar el clero, el militarismo y la plutocracia.
No sería la de Martínez la única voz del entusiasmado
zapatismo. Ahora, los convencionistas iban a escuchar las
palabras del licenciado Antonio Díaz Soto y Gama, el más
ilustrado de los zapatistas, en cuyas filas apenas era principiante.
Servíase Soto y Gama de lo fácil y vehemente de su palabra;
de su experiencia en las artes políticas, pero sobre todo en su
tradición liberal; porque pocos eran los hombres de la
Revolución de tan acendrado liberalismo como Díaz Soto y
Gama.
Cubierto con todas estas cualidades. Soto y Gama pudo,
desde el comienzo de su misión en la asamblea, apostrofar a los
delegados de un lado y de otro lado; pero sin otra bandera que
la idea de que él, y los zapatistas, eran los únicos capaces de
enmendar los yerros del país y curar los dolores de la gente. Y
esto, dicho con tanto apasionamiento, que en un instante de su
peroración, entregado a los vuelos de la retórica forense, cogió
en sus manos la insignia tricolor de México, sobre la cual habían
firmado los delegados a la Convención, y febrilmente aseguró
que aquel estandarte, sobre el cual jamás pondría su firma,
representaba el triunfo de la reacción clerical encabezada por
Iturbide, y que siendo la Revolución contraria a la mentira
histórica, él afirmaba que la independencia mexicana había
sido la independencia de la raza criolla y de los herederos de la
conquista, para seguir infamemente burlando al oprimido y al
indígena.
Y como todas estas palabras iban acompañadas de
movimientos que hacía Soto y Gama, al parecer injuriosos y
desdeñosos para la bandera nacional, los delegados villistas y
carrancistas, en brazos de la indignación patriótica, poniéndose
en pies y amenazantes, injuriaron soezmente al orador, quien
ajeno al verdadero efecto de sus expresiones —tal era la inocencia
de los tiempos y de los hombres- permaneció impávido.
Todo, pues, se volvió no sólo contra Díaz Soto y Gama, sino
también contra los zapatistas; y cuando el caos y la desintegración
llenaban con sus negruras el ámbito del Teatro Morelos, y el propio Soto y Gama advirtió cómo los revólveres estaban
prontos a disparar, las voces del general Angeles y del coronel
González Garza acudieron súbita y hábilmente a morigerar el
ambiente y a restablecer el orden; porque parecía, en medio de
la vocinglería amenazante que acusaba a Soto y Gama de
ultrajes al pabellón mexicano, que la Convención estaba a punto
de disolverse.
Mas era tan grande y generoso el sentimiento revolucionario;
tantas las disculpas que se daban entre sí los caudillos; tanta la
creencia de que era posible instaurar el reinado de la fraternidad
humana, que los dislates de Martínez y Soto y Gama fueron
perdonados a las solas recomendaciones de paz y concordia.
Además, como tras las exhortaciones conciliatorias de
Angeles y González Garza, surgió la proposición de éstos a fin
de que los convencionistas aprobaran, sin discusión, los
principios del Plan de Ayala; y a pesar de que tales principios no eran conocidos, puesto que no poseían las características de la realidad, los delegados, en medio de los vítores a la División del Norte y al Ejército Libertador, con lo cual olvidaban las violentas palabras de Soto y Gama, aceptaron como cosa propia el
Plan de Ayala, repitiéndose así las escenas de una confraternidad naciente y creciente.
Sin embargo, para aquella asamblea que se apellidaba, ya
militar, ya revolucionaria, ya soberana, la realidad era otra.
Además, dentro de ella avanzaba, haciendo creer a los zapatistas
por enésima vez en su triunfo político, aunque no sin hacer
palidecer, después de las atropelladas palabras de Díaz Soto y
Gama, la arrogancia de los delegados del Ejército Libertador; dentro de ella, se dice, avanzaba la figura de un hombre que, calladamente, esperaba el momento de brillar más que con su
oratoria con su personalidad.
Y, en efecto, en el seno de la Convención, uno de los
delegados, observando y tamizando las escenas que se sucedían
con inusitada prontitud, creía, con firmeza, que ni el Plan de Ayala tendría validez en la República, ni la propia Convención daría la paz al país, ni la victoria a la Revolución.
Ese hombre que sólo intervenía con su palabra, para hacer
aclaraciones innocuas y que en silencio resistía la ofensiva del
villismo y zapatismo unidos contra el carrancismo; que en
ocasiones se perdía en medio de las sombras siempre útiles al
desarrollo de los proyectos políticos, ora personales, ora
colectivos; que guardaba muy modestamente su poder magnético
cerca de los soldados; que esperaba el momento de la mejor
alternativa: ese hombre, era el general Alvaro Obregón.
Quizás dentro de éste, no existía la convicción plena de un
partido; ni siquiera del partido de Carranza. Tal vez abrigaba no
pocas dudas respecto al futuro —del futuro propio, inclusive.
Así y todo, poco a poco, conforme se desarrollaban los sucesos
que examinamos, nacía en él, la idea del estadista -del
individuo que empieza gobernando, para luego convertirse en
jefe del Estado—; y esto, porque debió sentir, que la Convención
no era ni podía ser el Gobierno de la República mexicana.
Obregón estaba entre los contados delegados que esperaban;
que sabían esperar; que creían en el turno de las pasiones, de las
batallas y de los caudillos. Y esperaba en medio de exteriorizaciones
capaces de no alterar el pulso de individuos tan
sensibles y sagaces como el general Angeles, quien creía ver en la
actitud reservada o indiferente de Obregón, la de un individuo
llamado a inclinarse, en el momento conveniente, hacia la
facción que le ofreciera colmar las ambiciones de un caudillo
victorioso en hábiles y audaces combates como los de Santa
Rosa y Orendáin.
Así, lo que fue ingenuidad —quizás arrogancia tímida— en la
delegación zapatista; y lo que fue confianza y fuerza en los
representantes del villismo, en el general Obregón fue espera -y
sólo espera-, puesto que no hizo ninguna manifestación abierta
que le inclinara hacia una u otra de las partes que se disputaban
el porvenir político del país.
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