Presentación de Omar CortésCapítulo decimosexto. Apartado 1 - La política de CarranzaCapítulo decimosexto. Apartado 3 - Preparativos de guerra Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 16 - EL PODER

EL PRESIDENTE CONVENCIONISTA




Después de tres semanas de discusiones o aclaraciones innocuas y ajenas, en general, a las necesidades del país y a las previsiones que requería la República a fin de poner en marcha los ideales de la Revolución, los delegados a la Convención parecieron estar de acuerdo en que era necesario aprobar resoluciones venturosas para la Nación mexicana; resoluciones que, además, propendieran a normalizar la vida nacional y con lo mismo a extinguir las luchas faccionales.

Un camino cierto, capaz de sembrar las probabilidades de una pacificación, no estaba a la vista de los delegados; porque dentro de la asamblea todo parecía circunstancial. El mismo título de Soberana no constituía una definición; y como por otra parte faltaba una voz valiente y doctrinaria que señalara un camino de realidades, los esfuerzos convencionistas se perdían en el vacío uno a uno.

Motivo también de preocupación para los delegados, reunidos en el Teatro Morelos era que sin tomar determinaciones se prestaban a la burla y el desprestigio en el país. Así y todo, lo cierto advertía que los convencionistas no hallaban por dónde ni cómo despuntar.

Llegó a ofrecer la coyuntura que los convencionistas necesitaban para no caer en el tedio o el fracaso, una nota de Carranza (octubre 23), en la cual, el Primer Jefe, en seguida de comunicar la imposibilidad en que se hallaba de presentarse personalmente a la asamblea, por estar en la obligación de dirigir y cuidar la pacificación del país, hacía algunas indicaciones sobre lo que debería ser la verdadera finalidad de la Convención, mas esto, en medio de frases que no correspondían a días de tanta ansiedad como los que estaban a la vista, de manera que, en la práctica, la nota, en lugar de ser un auxilio a la respetabilidad convencionista no hizo más que sembrar nuevas dudas. Además, el Primer Jefe, adoptando un tono dramático impropio a su carácter autoritario y resuelto, advertía que en el caso de que la asamblea pusiera en tela de juicio la labor revolucionaria desarrollada por la primera jefatura de la Revolución él, Carranza, renunciaría al mando y gobierno de la Revolucón.

Con esta nota, el Primer Jefe daba categoría y beligerancia a la Convención, de manera que los convencionistas se creyeron dueños de una autoridad delegada; y a esa primera creencia, se siguió la idea de tomar la palabra a Carranza.

No era muy fácil hacer factible la oportunidad que se presentaba a la Convención, puesto que el Primer Jefe no había faltado a sus obligaciones ni cometido delito alguno. La pureza en la intenciones de Carranza era incuestionable; y la obra llevada a cabo, tanto para derrotar y exterminar la autoridad huertista, como para fundar la responsabilidad revolucionaria en el gobierno de la nación, poseía todos los caracteres de la intachabilidad.

Si no había acusación que hacer al Primer Jefe, quitarle el mando y gobierno de la República equivalía a dejar al garete, dentro de un breve e inesperado plazo, al país. Los propios delegados del villismo que habían hecho pública su enemistad a Carranza, ahora estaban perplejos sin querer aceptar la responsabilidad nacional que podría caer sobre ellos. El asambleísmo se sintió débil; pero de pronto, los intereses de la ambición humana se consideraron llamados a ser los hacedores de la paz y de la constitucionalidad, y ya con decisión, la Convención resolvió que las comisiones de guerra y gobernación, dictaminaran sobre el caso.

Eran miembros de las dos comisiones, los generales Eulalio Gutiérrez, Eugenio Aguirre Benavides, Alvaro Obregón, Felipe Angeles, Joaquín Casarín, Martín Espinosa, Raúl Madero, Manuel Chao y Guillermo García Aragón y el teniente coronel Miguel A. Peralta; y aunque unos estaban inclinados a un bando, en aquellas horas pareció realizarse la verdadera unificación revolucionaria, estimándose que el dictamen de las comisiones equivalía a una determinación responsable del pueblo mexicano; y aunque la creencia no dejaba de tener exageración, de todos modos, para el país, el voto de la asamblea tendría efectos incontrarrestables.

El dictamen de las comisiones, no se dejó esperar. El 30 de octubre, sin consideraciones denotantes de un juicio reflexivo y de una prudencia conexiva a los negocios del Estado, el dictamen, conducido por los vientos de la novedad, la inexperiencia y el partidismo, mandó que Venustiano Carranza cesara en sus funciones de Primer Jefe del Ejército Constitucionalista y encargado del Poder Ejecutivo.

Fijó también tal dictamen, que la Convención estaba facultada para nombrar un presidente interino de la República, al tiempo de dar a Carranza el empleo de general de división, mientras que por otra parte, quedaban suprimidos los cuerpos de ejército y las divisiones.

Al escuchar la lectura del dictamen, los convencionistas quedaron en suspenso. Grande, muy grande era la responsabilidad que llamaba a las puertas de la Convención; porque impreparada política, administrativa, militar y constitucionalmente para tomar el mando y gobierno de la República y delegarlo a quien fuese designado presidente, todo hacía temer que las ventajas de la soberanía no fuesen tan afectivas, ya en la práctica, como las habían idealizado los miembros de las comisiones dictaminadoras.

Sin embargo, tanta parecía ser la confianza y certeza de los comisionados, para dictaminar sobre el mejor camino que debería seguir la Convención y con ésta la República, que con un poco de prisa y ansiedad, la asamblea, se dispuso a votar los puntos resolutivos; y el documento hubiese sido aprobado desde luego, puesto que de los ciento cincuenta y seis delegados, sólo veintidós estaban dispuestos a seguir fieles a Carranza, de no ser que en tales momentos, los convencionistas, viéndose los unos a los otros, experimentan las primeras manifestaciones de la desconfianza —y de una desconfianza que les llevaba a considerar quién de entre ellos sería el que ganara la partida principal, en medio del caos que, incuestionablemente, seguiría a la aprobación del dictamen.

En aquellas horas, los caudillos de la guerra se sintieron impelidos por las ambiciones. Cada quien se creyó capaz de ser presidente de la República; y la unidad que reinaba en el seno de la asamblea, se convirtió en desasoiego y una espesa nube de lo desconocido envolvió y ennegreció el interior del Teatro Morelos.

A esa hora, y como si una luz iluminara la mente de todos, surgió la idea del juicio y de la prudencia, y la votación aprobatoria que parecía inminente, quedó aplazada para el siguiente día.

La tregua sirvió, si no para calmar los ánimos y desistir de los proyectos de excluir a Carranza, Villa y Zapata, sí para observar de cerca el problema presidencial; porque lo que se presentó como un campo propicio a la disolución y violencia convencionista, ahora emergió como la posibilidad de reunir todos los agrupamientos revolucionarios en torno a un partido que representase el ser y entender de la Revolución. Además, deliberando los grupos y los individuos durante la noche que se siguió a aquel dramático día, se advirtió que entre los miembros de la Convención estaba un hombre de redonda tradición revolucionaria, de mucha firmeza de principios, de honestidad a toda prueba, de clara inteligencia y con las cualidades principales para gobernar al país. Tal hombre era el presidente de la Convención general Antonio I. Villarreal.

Llevando el nombre de Villarreal, los correos iban de un grupo a otro grupo; de una junta a otra junta; de una conformidad a otra conformidad; y cuando todo parecía dispuesto en favor de Antonio Villarreal, una voz, una sola voz, salida de los delegados zapatistas, sembró la cizaña; y aunque sin hacer acusación alguna al general Villarreal, los zapatistas, unidos a los delegados neutrales, indicaron que de no ser otra la persona elegida se retirarían de la asamblea. Los partidarios de Zapata no pudieron olvidar que el general Villarreal y el licenciado Luis Cabrera, habían tratado de convencer al general Zapata a fin de que éste reconociera la jefatura de Carranza.

Unas horas, pues, de nuevas desconfianzas y divergencias, fueron suficientes para que Villarreal quedase derrotado de antemano; y aunque los zapatistas pretendieron que el general Felipe Angeles fuese el sucesor de Villarreal, mientras que los carrancistas abogaban por el general Obregón, bastó que de un grupo de delegados saliera el nombre del general Eulalio Gutiérrez, para que éste reuniera en torno de él, la mayoría de los votos convencionistas.

Y todo eso pasó durante la noche del 31 de octubre al primero del noviembre; pues a la mañana de este día, los convencionistas estaban comprometidos a votar al sucesor de Carranza -al hombre que no sólo caracterizaría los ideales de la Revolución, sino también sembraría la paz y el bienestar en la República.

Gutiérrez, antiguo minero de Coahuila, persona honorable, tranquila, y contemporizadora, poseía una mediana capacidad. Faltaban en él el talento y perspicacia de Villarreal; ahora que, el 1° de noviembre, al reunirse los convencionistas, parecía ser el hombre elegido para dar nuevas y determinantes posiciones a la Revolución.

Sin oposición el general Gutiérrez quedó electo presidente provisional de la República; pero como los delegados zapatistas se abstuvieron de votar, la Convención resolvió que el Presidente sólo estuviera veinte días en funciones; aunque podría continuar en el mando y gobierno de la República, si los zapatistas le daban su voto aprobatorio.

Muy endeble, pues, resultaba el poder de Gutiérrez. Así y todo, los convencionistas quedaron convencidos de haber hecho la mejor elección, máxime que apenas juramentado, Gutiérrez, con señalada autoridad mandó que los generales Villarreal, Obregón, Aguirre Benavides y Eduardo Hay, marchasen en busca de Carranza -a propósito de quien se tenían noticias de que se había ausentado de la ciudad de México-a fin de comunicarle las resoluciones de la asamblea.

Gutiérrez, para iniciar su gobierno, dejando a su parte el apoyo de los convencionistas, sólo tenía, en la caja que se suponía nacional, cincuenta mil pesos, cantidad que dos días antes había entregado el general Alvaro Obregón, por orden de Carranza, a la tesorería de la Convención con el objeto de que pagase los sueldos de los convencionistas.

En lo que respecta a fuerzas armadas, el general Gutiérrez sólo podía mandar en las escoltas personales de los jefes revolucionarios concurrentes a la Convención, y que en total sumaban poco más de dos mil quinientos soldados.

Disponía también el general Gutiérrez, para despachar los primeros asuntos políticos y administrativos, del palacio de gobierno del estado de Aguascalientes, donde, por de pronto, parecía estar centrada la principal autoridad de México.

Después de todo eso, ¿qué hacer? La Convención carecía de programa. El propio Gutiérrez no era hombre con la capacidad personal ni con la popularidad colectiva para abarcar, con autoridad y decisión, los innúmeros problemas, ya de la paz, ya de la guerra, que tenía el país, para salvar los primeros renglones de sus necesidades.

Los convencionistas, que en un principio se creyeron los únicos llamados a gobernar la República, ahora estaban atolondrados. Además, hecha la elección de Gutiérrez, el partidismo surgió amenazante. Así, los delegados villistas se pusieron en marcha hacia el norte, pues bien pronto tuvieron noticias de que el general Villa estaba inconforme con lo sucedido en la asamblea, y por lo mismo no aprobaba la designación hecha en favor de Gutiérrez. Los carrancistas, por su parte, salieron subrepticiamente de Aguascalientes; unos para volver a tomar el mando de sus fuerzas; otros para reiterar su amistad y reconocimiento a Carranza.

Sin saber, pues, que hacer, de manera de adquirir verdadera autoridad y disponer de los medios para ejercerla, el Interino, desconfiando de la comisión encomendada a los generales Villarreal, Obregón, Hay y Aguirre Benavides, resolvió dar un paso audaz; y al efecto, se comunicó personal y telegráficamente con Carranza. Soy la autoridad legítima del país, dijo Gutiérrez al Primer Jefe, no sin advertirle previamente que la Convención le había elegido presidente de la República, luego de destituir al propio Carranza de la jefatura del Ejército Constitucionalista y del gobierno nacional.

Carranza contestó con mucha dignidad. Aceptaba —dijo— la conferencia con el general Gutiérrez, no como un reconocímiento al acuerdo de la Convención. Aceptaba aquella conferencia, como un medio pacífico a fin de evitar nuevos males al país, pero reiteraba que el nombramiento aprobado por la Convención carecía de la legalidad, y que por lo mismo él, Carranza, continuaría en el ejercicio de las facultades que le otorgaba el Plan de Guadalupe.

No por esto se desanimó el general Gutiérrez, y como tratara de convencer al Primer Jefe de los derechos convencionistas y de la propiedad de su elección como presidente provisional de la República, Carranza, para evitar una controversia a través de los hilos telegráficos puso punto final a la conferencia.

Con todo esto, la República, cuando menos aparentemente, tenía dos gobiernos; ahora que, en la realidad, el suceso principal, consistía en que la Revolución estaba definitiva y profundamente dividida y que por lo mismo, una nueva guerra civil se presentaba amenazante y violenta en el país.
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