Presentación de Omar CortésCapítulo decimosexto. Apartado 3 - Preparativos de guerraCapítulo decimoséptimo. Apartado 1 - Las fuentes de la guerra Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 16 - EL PODER

MOVILIZACIÓN DEL VILLISMO




Desde la hora en que fue nombrado, como consecuencia de la amenaza que significaba para el general Eulalio Gutiérrez ylos miembros del la Convención, comandante en jefe del ejército convencionista, el general Francisco Villa, provisto de todos los ímpetus de que era capaz y que le daban el aspecto de ser una figura irradiante, con la gran sagacidad de guerrero que surgía en él a cada momento gracias a sus virtudes intuitivas, y con la extraordinaria facultad de organizador presto y hábil se dispuso a exterminar el carrancismo, sin medir el poder del contrario, sin hacer planes estratégicos, sin escuchar el parecer de sus lugartenientes.

Villa creía que la virtud del guerrero —la virtud que llevaba al guerrero a la victoria— consistía en dar una voz de mando tras de otra voz de mando, de manera que tal ejercicio se convertía en la condición prima para ser un buen capitán. No era Villa —y no podía ser de otra manera dada su rusticidad- hombre que pensaba en los errores o que calculara las contrapartidas en la forma de plantear y desarrollar los hechos imprevistos. Fiaba así, más en su palabra que en su pensamiento. Parecíale que el buen mandar durante la guerra excluía al buen gobernar de la paz, ignorando, de tal suerte, que el jefe de una guerra está obligado a ser soldado y político.

Para Villa, pues, el ver cómo crecía su ejército; cómo los hombres le obedecían y cómo su personalidad magnetizaba a propios y extraños, era suficiente para enfrentarse a un caudillo como Carranza, en quien sólo reconocía al hombre que sabía leer y escribir y por lo tanto exento de virtudes guerreras.

Así cuánto júbilo no estallaría en el alma de Villa, cuando quince días de su nombramiento como general en jefe del ejército convencionista vio florecer una división y otra división; pues a las huestes de la División del Norte pronto se agregaron una y cien partidas de gente armada de todos los rincones del país; partidas que, atraídas por la fama del guerrero, creían inevitable el triunfo de aquel general impetuoso y sin escrúpulos a la hora de la guerra.

Con aquel ejército que a mediados de noviembre (1914), no sólo tenía las características de los poderoso, sino que daba el aspecto de lo invencible, puesto que aparte del número y arrojo de sus soldados, estaba muy bien armado y pertrechado; con aquel ejército, Villa se acercaba a la ciudad de México, en la creencia de que, tomada la capital de la República, la victoria del villismo quedaba cierta, y, al efecto, parecía que tal acontecimiento era capaz, por sí solo, de abrir las puertas de la confianza nacional y universal y por lo mismo hacer incuestionable la autoridad y dominio del atrevido y emprendedor guerrero.

La Revolución había hecho el milagro de sacar de la oscuridad a aquellos genios intuitivos entre los que estaba, casi como figura central, el general Villa; y genios que, cuando menos en la superficie, hacían suponer que estaban destinados a sobrevivir mientras sobreviviera la Revolución.

Otra, sin embargo, era la realidad de un pueblo tradicionalmente rural, que, al igual de todos los cuadros bucólicos, estaba dominado por el imperio de la naturaleza y no por la mano experta o la cabeza clarividente de los hombres. De aquí, que Villa viviera ajeno a la realidad; y tan ajeno, que no daba importancia al gobierno de Carranza, y sí a la ocupación de la ciudad de México.

En ésta, y mientras que Villa ordenaba el avance hacia el sur, el general Alvaro Obregón, tenía el mando militar, mientras que el general Pablo González, con sus fuerzas, continuaban alerta sobre las vías férreas del Central y Nacional, aunque haciéndolas replegarse hacia los estados de Tlaxcala e Hidalgo conforme era el avance de los soldados del villismo, de manera que sin presentar combate, tenían en cambio la obligación de no perder contacto con los soldados de Obregón.

Apoyado por González y la fuerza que dentro del Distrito Federal representaban los soldados del general Lucio Blanco, Obregón confiaba en mantener al general Villa a extramuros de la ciudad de México, haciéndose consentir en su poderío, pero sin darle oportunidad a penetrar en la plaza, para de esta manera debilitarle su moral, tenerle alejado de sus fuentes de abastecimientos y esperar a que el Constitucionalismo rehiciera sus fuerzas dispersas como consecuencia de los acontecimientos exphcados anteriormente, y ya rehechas tales fuerzas, atacar a Villa por la retaguardia, de acuerdo con los generales que en Jalisco y Sinaloa permanecían leales al Constitucionalismo.

Sin embargo, cuando Obregón se encaminaba a realizar sus planes, pudo enterarse de que el general Lucio Blanco no era leal a Carranza, ya que en sigilo hacia preparativos para pasarse a las filas del villismo.

Grande y notable fue la prudencia del general Obregón, para no darse por enterado de los planes de Blanco, puesto que carecía de fuerzas dentro de la plaza de México, para defender su posición, y con mucha cautela empezó a dictar las disposiciones convenientes con el objeto de abandonar la ciudad sin poner alerta al general Blanco; y de acuerdo con el general González, cuando todo estuvo listo para la marcha, redactó y firmó un manifiesto dando a conocer su determinación de evacuar la plaza; y sin que Blanco se diera cuenta del movimiento, a la madrugada del 24 de noviembre, salió con las tropas que les eran fieles.

Blanco, por su parte, sin poder realizar sus planes, puesto que proyectaba aprehender a Obregón y González, quedar dueño de la situación y poner a precio la entrega de la plaza, resolvió también salir de la ciudad al frente de sus soldados, para ir en busca del general Gutiérrez a quien desde ese día 24 aceptó como presidente legítimo de la República, expidiendo al caso un manifiesto, en el que desconocía a carrancistas y villistas.

La ciudad de México quedó a esas horas al garete, amenazada hacia el sur por los zapatistas, hacia el norte por los villistas que avanzaban desde Querétaro, y hacia el oeste por partidas locales con capitanes improvisados, pero dispuestos a obtener los frutos de las luchas intestinas.

Por otra parte, la metrópoli sufría por la falta de agua potable, tranvías y carruajes; todo estaba paralizado en la ciudad: cerrados los hoteles y restoranes, los almacenes y farmacias. De los mercados habían huido los comerciantes. La entrada de abastecimientos, prohibida. La población civil, temerosa de la gente armada se había ocultado en sus casas. Sin embargo, los ánimos estaban dispuestos a recibir a cualesquiera de los ejércitos que se comprometiera a dictar medidas de orden y a proporcionar los alimentos de primera necesidad que requería la urbe.

Así, al saberse que los zapatistas se hallaban a las puertas de la ciudad, la gente, ya por curiosidad, ya por optimismo, salió a las calles a la hora en que los hombres de Emiliano Zapata a las órdenes del general Rafael Castillo, hacían su entrada triunfal. Los soldados, que con la indumentaria del peón de campo y armados de escopetas o machetes desfilaban por las calles de México, eran los mismos a quienes meses antes los propios metropolitanos llamaban hordas de Atila y a quienes la prensa periódica acusaba de los más cruentos crímenes.

Sin embargo, los soldados zapatistas no podían ser más humildes, abnegados, comprensivos y pacíficos. Representaban con sus desgarrados vestidos de manta cruda; con sus huaraches o su descalsez; con su armamento y desorganización militar; con la tibieza de su alma y lo sometido de su conjunto, la mayor de las realidades de México. Eran la explicación no sólo de la Revolución, antes bien de la guerra civil; de las tentaciones y del sacrificio; de los deseos de progreso y del despertar ambicioso. Las mujeres y los niños que seguían a pie, sin huellas de fatiga ni apetitos de grandeza a aquella turba de hombres armados que se decían soldados del Ejército Libertador, eran a semejanza de un pueblo libertado. Todo, en tal ejército, conmovía; y a nadie se le hubiese ocurrido, a esa hora, remirando a la gente con el amor al prójimo, negar la justicia popular y explicar, aunque a medias, el porqué de las violencias humanas.

Los escapularios y relicarios que tanto los hombres como las mujeres llevaban al pecho, y el estandarte con la imagen de Guadalupe que iba al frente de la tropa del general Castillo, daba a aquella turba la idea de ser soldados de la Fe, aunque no era así; no podía ser así, puesto que no era la cristiandad la que se estaba erigiendo en catedral; era la nacionalidad la que se iba iniciando en jerarquía.

Había, además, en medio de tal desfile zapatista, todos los signos de un drama -de un profundo y magno drama rural. Y se dice que los signos, porque en aquella masa del desamparo, no se manifestaba un solo principio doctrinal ni una idea capital que diese a entender que se trataba de una evolución específicamente social.

México, pues, la vieja capital de México, estaba bajo la dominación zapatista; y la ciudad podía dormir tranquila, porque nunca los triunfadores fueron tan benévolos como los hombres de Zapata; pues lejos de ser los dinamiteros y bandidos de las crónicas periodísticas, no trataban de obtener o lucir privilegios de guerra, como aconteciera con los soldados constitucionalistas. Por el contrario, los zapatistas se dejaban quitar o cedían graciosamente las monedas de metal, acuñadas primitivamente en Morelos y Guerrero, y con lo mismo no pocos coyotes y especuladores, cambiaban oro por bilimbiques.

Tampoco representaban los zapatistas una fuerza militar. A lo endeble y viejo de su armamento, como ya se ha dicho, se agregaba la falta de organización en sus filas, así como la de obediencia a sus jefes; y esto fue advertido bien pronto por los habitantes del Distrito Federal, quienes comparando a los zapatistas con los carrancistas daban un saldo muy favorable a los primeros, mas la ciudad, que en el fondo seguía suspirando por el porfirismo, ya no dudó en entregar sus simpatías a la gente de Zapata, de manera que había verdadero deseo de ver al caudillo del sur, quien acusado anteriormente de bandido, ahora era el héroe de la ciudad de México.

Zapata se había mantenido alejado del escenario público. Con singular modestia, en vez de buscar el aplauso popular, prefirió el apartamiento a donde sólo recibía a sus lugartenientes. Además, no faltaba en el general Zapata, el alma rencorosa que se anidaba en el pecho de la población rural del país, puesto que para ese mundo popular, los males principales de la República se atribuían a la elegancia y derroche que de riquezas hacía la vieja capital.

Reservado y alejado del teatro de los halagos y festejos estuvo Zapata hasta el 28 de noviembre, cuando al ser informado que las primeras avanzadas del villismo entraban a la capital, se presentó en el Palacio Nacional; y como a esa hora vestía un traje de charro, y en su semblante denotaba tranquilidad y sencillez y por lo mismo era ajeno a todas las ocultaciones mentales, con ello hizo crecer su popularidad. Para la capital, pues, el general Zapata era un individuo alegórico e inofensivo. Parecía la ánima del fuereño, acoquinada y desorientada dentro de la urbe.

Y la figura de Zapata siguió idealizada por la popularidad, cuando el general Eulalio Gutiérrez, el nombrado presidente interino de la República por la Convención de Aguascalientes, llegó también (3 de diciembre) a la capital.

Gutiérrez, después de muchos titubeos, convencido de que no tenía la necesaria personalidad ni el poder suficiente para ejercer y defender por sí mismo su jerarquía política, militar y administrativa, resolvió entregarse a los brazos del villismo, dirigirse a la ciudad de México, dar lucimiento a su empleo ocupando el Palacio Nacional y preparar su futuro, y el futuro de sus colaboradores, sirviendo de puente entre los generales Villa y Zapata, considerando que de esa manera, tanto el norteño como el suriano empezarían a creer en él y a darle la categoría presidencial que ambicionó, desde el momento en que aceptó ser el presidente de la República.

Acomodados, pues, en la urbe los generales Zapata y Gutiérrez, el primero sin más título que el de jefe del Ejército Libertador; el segundo, como inesperado o fortuito primer Magistrado de la Nación, ahora sólo faltaba la presencia del tercer personaje -del tercero, pero principal personaje de la guerra, de la política y del gobierno convencionistas: el general Francisco Villa.

Mas Villa no era de los hombres que se dejaban conducir o seducir fácilmente. Así, si el general Gutiérrez pretendía hacer vivir y prosperar su autoridad bajo la sombra del caudillo norteño éste, a su vez, buscaba la forma de utilizar los visos de legalidad que se querían dar a Gutiérrez. Además, Villa estaba deseoso de saber quién, en la realidad, era el general Emiliano Zapata y qué actividad práctica podía dar al villismo o al convencionismo.

Por esto último, sobre todo, el general Villa apenas llegó a los linderos del Distrito Federal, y en lugar de ponerse al frente de sus hombres para desfilar a manera de héroe por las calles de la ciudad de México, y antes de lucir su su porte personal y el porte de sus soldados, quiso tener una conferencia con el general Zapata.

Los dos caudillos, al efecto, se reunieron (4 de diciembre) en Xochimilco; y aunque la junta debió efectuarse reservadamente, los habitantes de Xochimilco, al descubrir la presencia de los dos caudillos, les vitorearon y les cubrieron con flores; y todo esto con tan viva y sincera emoción, que el general Villa, conmovido, derramó lágrimas y dinero.

Después de tal escena, los dos caudillos iniciaron sus conversaciones preliminares. Tratábase de formular y aceptar un pacto verbal. Y así se hizo, fijándose, al caso, que la República quedaría dividida en dos grandes zonas de guerra. Una que, partiendo de la ciudad de México hacia el norte, estaría comandada por el general Villa. La segunda, arrancando del Distrito Federal al sur del país, tendría como jefe al general Zapata.

Ambos, por otra parte, quedaban comprometidos a ser aliados en la guerra; pero al mismo tiempo dar su firme y resuelto apoyo al gobierno civil presidido por el general Gutiérrez.

Una sencilla acta de tal conferencia, fue el documento principal suscrito por Villa y Zapata, quienes en seguida de firmarlo, se comprometieron a hacerlo conocer a Gutiérrez, quien no obstante su investidura había sido ajeno a aquel reparto de posiciones y obligaciones de guerra.

Aceptó Gutiérrez el acontecimiento, y sintió tanta seguridad en sí mismo y en el compromiso de los dos caudillos, que no sólo prolongó su interinato que estaba caduco desde los días de la conferencia de Xochimilco, sino que adoptando una postura responsable y solemne, procedió a nombrar (5 de diciembre) a los miembros de su gabinete; y al efecto, dio el empleo de secretario de Instrucción Pública al literato José Vasconcelos, y el de Fomento al ingeniero y matemático Valentín Gama; y llamó a la cartera de Gobernación al general Lucio Blanco y a la de Guerra al general José Isabel Robles.

El general Villa, por su parte, luego de presentarse en público, primero al frente de sus tropas y después, al lado del general Zapata, no obstante que tenía bajo su mando a los soldados de la División del Norte, del Ejército Libertador y a las partidas, ya numerosas, ya pequeñas que de todo el país llegaban a darle su adhesión, engolosinado por los halagos que le hacía la ciudad de México y los honores que le rendían sus subalternos, se olvidó momentáneamente de los negocios de la guerra, para entregarse a los divertimientos personales, a los cuales era muy inclinado, puesto que dentro de su alma campesina no cabía explicación alguna de cómo y por qué había llegado a aquel encubramiento.

Los divertimientos, por el abuso que de ellos hizo, mermaron la personalidad de Villa, máxime que todo hacía creer que, hecho el pacto con Zapata, cargaría todas las fuerzas que estaban a sus ordenes sobre el estado de Veracruz, donde el Primer Jefe todavía no había organizado las defensas convenientes para resitir los ímpetus guerreros de los treinta o treinta y cinco mil hombres que Villa hubiera podido movilizar sobre el cuartel general carrancista.

Y no fue ese el único error del general Villa en aquellas horas decisivas, pues subestimando a los generales que quedaban leales al Primer Jefe y exagerando, dentro de su rústico ser, el poder guerrero del zapatismo, en vez de marchar sobre el enemigo resolvió volver al norte, con la idea de exterminar a los carrancista en los estados de Sonora y Sinaloa; apoderarse de la zona carbonífera de Coahuila; atacar al enemigo que cuidaba la riqueza petrolera y abastecer lo suficiente de las fábricas de armas de Estados Unidos a fin de garantizar el futuro de sus batallas.

Un segundo error cometió el general Villa, al abandonar el Distrito Federal y los estados circunvecinos al supuesto poder del zapatismo, porque aparte de que éste no tenía carácter emprendedor, carecía de organización conveniente y de armamentos; mas Villa, en vez de preocuparse por estos problemas, los dejó a la resolución del general Gutiérrez, quien además de su espíritu apocado no tenía dinero ni posibilidades de conseguirlo.

Tan grandes y notorios fueron los errores del general Villa, que apenas retirados del Distrito los soldados veteranos del villismo, el general Gutiérrez, sintiéndose desamparado ya no tuvo otra idea fija en la cabeza que la de prepararse para abandonar la ciudad de México en el caso de ser amenazado por las fuerzas carrancistas; porque, en efecto, temeroso el general Alvaro Obregón, como comandante en jefe de las operaciones militares del Constitucionalismo, de que el general Villa, dada la fama de impetuoso que tenía, movilizase los treinta y tantos mil hombres que estaban bajo sus órdenes sobre el puerto de Veracruz, en un acto de suprema audacia dejó su cuartel general en Córdoba, y utilizando las fuerzas del cuerpo de ejército del general Pablo González, avanzó valiente y osadamente en actitud ofensiva sobre la capital de la República.

Ahora bien: si los generales Villa y Zapata omitieron la posibilidad de que Obregón avanzara amenazante sobre el Distrito Federal, el general Gutiérrez, por su parte, luego de considerar tal amenaza, pidió al general Zapata que reforzara la línea defensiva al oriente de la capital; mas Zapata no sólo desoyó al Interino convencionista, sino que se retiró, con el grueso de su ejército, hacia el estado de Morelos, de manera que la metrópoli quedó prácticamente desguarnecida, sirviendo esto para que la ciudad pasara a manos de los ladrones, que asaltaban casas y personas, amenazaban a los comerciantes, confiscaban y vendían los pocos víveres que entraban a la plaza. Así, la ciudad de México careció de autoridad a par de que la población empezó a sentir las escaseces de alimentación.

Tan precaria se hizo la situación, que el general Gutiérrez en un esfuerzo para ejercer su autoridad llamó a los jefes villistas y zapatistas que se quedaron en el Distrito Federal, y les mandó que dispusieran la defensa de la capital, puesto que tenía noticias de que las fuerzas carrancistas a las órdenes de Obregón se acercaban a rescatar la plaza y que, además, se hicieran cargo de la vigilancia y seguridad de la metrópoli.

Mas esto, en lugar de mejorar la situación, fue considerado por villistas y zapatistas como una ofensa que les hacía Gutiérrez; así, en vez de ponerse al servicio del Interino, se entregaron a las rivalidades que pronto tuvieron un gran acompañamiento representado en actos de agravios y venganzas.

Fueron tantos los dislates cometidos; tantos los enconos que se suscitaron, que villistas y zapatistas acudieron bien pronto a maniobras y crímenes casi temerosos, siendo una de las primeras víctimas Paulino Martínez, quien había presidido la delegación zapatista a la Convención.

Martínez, dedicado por largos años al periodismo de oposición, no creyó excesivo hacer alguna censura al general Villa. Sin embargo, el hecho bastó para que los jefes villistas le secuestraran llevándole al cuartel de San Cosme, en donde por orden del general Rodolfo Fierros fue fusilado a la madrugada del 13 de diciembre (1914).

Otro problema, tan delicado como el del abuso de autoridad que cometían los villistas conforme se iban retirando de la ciudad de México para concentrarse, de acuerdo con las instrucciones de Villa, en Torreón, se presentaba a la mano del general Gutiérrez. Tal problema fue el de la escasez de dinero.

Gutiérrez, como Presidente, estaba comprometido a entregar quince millones de pesos para el pago de las fuerzas zapatistas y villistas que guarnecían el Distrito Federal. Sin embargo, no tenía ni una remota esperanza de conseguir tal dinero.

Los carrancistas se habían llevado, al retirarse a Veracruz, las contribuciones del Distrito correspondientes a todo el año de 1914, de manera que a Gutiérrez sólo le quedaban por cobrar los impuestos correspondientes a las profesiones, que eran los menores.

El gobierno gutierrista o convencionista no tenía moneda propia; tampoco la poseía Zapata a excepción de la metálica acuñada en Morelos y que desapareció a los pocos días de la entrada de los zapatistas a la capital. Así, Gutiérrez se vio obligado a mandar resellar los bilimbiques carrancistas, con lo cual logró una pequeña suma que le sirvió para el pago de las primeras necesidades de su gobierno.

Decretó también Gutiénez un impuesto a la producción de metales preciosos y aumentó las rentas a los mercados y encomiendas; y como ninguna de tales medidas surtió, se vio en la necesidad de echar mano de diez millones de pesos que de billetes de banco y bilimbiques carrancistas se hallaban depositados en la tesorería de la nación.

Por de pronto, con tal suma de dinero, el secretario de Hacienda ingeniero Felícitos Villarreal, pudo cumplir con los más importantes compromisos del Gobierno. Los soldados recibieron sus pagas y fue posible adquirir, en los estados circunvecinos, los víveres suficientes para las necesidades de la población; ahora que esto no sería perdurable, pues apenas pasadas tres semanas, Villarreal hizo saber al Interino que las cajas de la tesorería estaban exhaustas de dinero; y como el hecho llegó al dominio público, el crédito del general Gutiérrez y de sus colaboradores sufrió considerable merma,y de aquí que empezaran las deserciones, no sólo de la gente armada, antes también de los civiles, que salían en sigilo de la ciudad de México en busca de los carrancistas, puesto que había noticias de que en las regiones dominadas por el Constitucionalismo no se hacían sentir las escaseces.

De esta suerte, al final de diciembre (1914), el gobierno de la Convención comenzó a decaer. Gutiérrez perdió autoridad y las tropas de Zapata desdeñaban los ofrecimientos de pago que hacía la tesorería convencionista, con lo cual se sembraba la incertidumbre y hacía pensar que no sería muy dilatado el gobierno de Gutiérrez ni de la Convención dentro de la ciudad de México.

No obstante esa situación conflictiva, que propendía a otras y quizás mayores complicaciones, el general Gutiérrez se mostraba muy apegado a su empleo y autoridad. La decisión de continuar en el interinato era abierta y firme; y como probación de que estaba seguro de sí mismo y de su gobierno, Gutiérrez era admirable, puesto que estaba amenazado tanto por Villa como por Zapata. Aquél, pocas horas antes de salir de la capital llamó al Interino a su cuartel, y en seguida de acusarle de debilidad e incapacidad, y de reprocharle no dictar las medidas convenientes para mejorar la hacienda pública, le amenazó con deponerle si no procedía con diligencias y no decretaba los procedimientos eficaces para defender al gobierno de la Convención. Zapata, por su lado, envió un ultimátum al Interino conminándole para que en el término de un mes regularizara los pagos de haberes a las tropas surianas.

A esto último, y dispuesto a hacer su propia autoridad —también a embarnecerla— el general Gutiérrez contestó con la disposición de reorganizar las rentas, como con un decreto mandando un aumento de sueldo a los generales de división a veinticinco pesos diarios; a diez a los coroneles; a cinco a los capitanes, en tanto que el del soldado a un peso y medio.

Con tales aumentos, el presupuesto del gobierno de Gutiérrez creció en un treinta por ciento, sin que el secretario de Hacienda hallara la manera de obtener mayores ingresos, máxime que el gutierrismo, encerrado en el Distrito Federal, sólo tenía los impuestos del comercio, pequeñas industrias y propietarios de inmuebles.

Al entrar el año de 1915, sin lograr un progreso en las rentas de su gobierno y viendo cómo crecían las erogaciones, el Interino estuvo a punto de renunciar; y lo hubiese hecho si el secretario de Instrucción Pública José Vasconcelos, no se opone; le alienta; le ofrece buscar personalmente las medidas convenientes para vencer los conflictos y le hace creer que el gutierrismo, situado entre los villistas, carrancistas y zapatistas era el mejor de los partidos, puesto que a la hora de que las facciones armadas agotaron sus recursos, la perseverancia de Gutiérrez era la llamada a triunfar.

Aceptó Gutiérrez la elocuencia vasconceliana. Muy lógicas parecían las observaciones del ministro de Instrucción; ahora que la situación del gobierno dependía, más que de las razones políticas, del orden hacendarlo y administrativo; y para remediar este orden no se veía en el horizonte de tales días una sola fuente, capaz de dar los recursos necesarios.

La idea de Vasconcelos era, pues, muy atinada, pero la función de la misma carecía de solidez en un país dividido por las facciones y alarmado por la guerra que se desataba en torno a la conquista del poder.
Presentación de Omar CortésCapítulo decimosexto. Apartado 3 - Preparativos de guerraCapítulo decimoséptimo. Apartado 1 - Las fuentes de la guerra Biblioteca Virtual Antorcha