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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 17 - LA LUCHA

LAS FUENTES DE LA GUERRA




Desde el avance, casi tumultuoso, de las fuerzas del general Francisco Villa de Aguascalientes a Querétaro, donde se hallaban los puestos avanzados del general Pablo González, el país admitió lo inminente de esa lucha intestina; y aunque los agrupamientos armados que se preparaban a la guerra, no tenían fundamentos ni características propias en razón de ideas, puesto que obedecían a personalismos que, ya por conveniencia, ya por admiración, ya por necesidad, ya por patriotismo, ya por responsabilidad, obraban conforme a las circunstancias y por lo mismo carecían de fijeza, no por todo esto se dejaban de comprender que conforme los grupos, facciones y partidos, ora armados, ora políticos, se rozaban los unos a los otros, la conflagración se acercaba.

Los campos de batalla que por meses sólo habían quedado grabados sobre los mapas regionales, nuevamente volvían a ser señales de lo futuro; pero dentro de todo eso, era posible determinar que sólo quedarían, para enfrentarse, dos ejércitos. Uno, el del general Francisco Villa al cual se llamaría convencionista o villista. Otro, el de Venustiano Carranza, al que se conocería como Constitucionalista o carrancista.

Aunque no eran pocos los jefes revolucionarios que estaban definidos en lo que respecta a seguir al primero o al segundo de los ejércitos, otros más esperaban el momento de la decisión, para inclinarse a un bando u a otro bando; pues para esto, dentro del idealismo democrático revolucionario que dominaba en tales días, no se hacían sumas y restas sobre las posibilidades de triunfo de Carranza o de Villa. Discutíase, eso sí, quién de esos dos hombres podría ser más capaz de gobernar la República dando al pueblo los dones que éste reclamaba como fruto de la Revolución.

El personalismo que se presentaba en él horizonte de México como consecuencia de las clasificaciones que se daban a los ejércitos en pugna, no correspondía a la categoría clásica de las luchas del caudillaje, sino al valor extrínseco que se otorgaba, entre sus admiradores, a Carranza y Villa. No era, pues, la fuerza, la que en esta vez determinaba la elección del partido: era el principio de las cualidades patrióticas, civiles, administrativas y políticas de los personajes en cuestión. Ser villista, significaba corresponder específicamente a la idea del populismo, sin considerar las aptitudes de Villa como jefe de Estado o de Gobierno. Ser carrancista, quería decir, constituir un gobierno y dar a México un gobernante capaz de establecer y consolidar un gobierno jurídico, administrativo y político, sin estimar la fuerza militar carrancista.

Las figuras de los dos hombres que iniciaban, como capitanes primeros, la nueva lucha armada en la República, poseían, tanto para la mentalidad popular, como para las idealizaciones de la época, capacidades de gigantes, sin que esto significara que se olvidaban los defectos del primero y del segundo; aunque subordinando tales defectos a las generosas emociones que padecía a la vez que gozaba el pueblo de México, en medio de los aturdimientos e ilusiones que siempre provocan las conflagraciones.

Tan ajeno vivía el mundo mexicano a las crudas realidades de tales días, que ni los jefes revolucionarios hacían cálculos sobre el número de sus soldados ni el poder que éstos podrían representar en los combates. Las ilusiones, enseñoreadas de la República, colocaban la calidad sobre la cantidad. La agilidad y valentía personal del general Villa sobresalía a la multitud de guerreros que le seguía. Interesaban más la dignidad autoritaria de Carranza que los abastecimientos del carrancismo. El número de combatientes estaba al margen de la contabilidad política y moral del país. ¿Para qué hacer cuentas de soldados, si a la hora del combate o del triunfo los voluntarios parecían brotar de la tierra?

Y no solamente eran los caudillos nacionales y lugareños, quienes vivían ajenos a las realidades de su posición y de sus aspiraciones. Entre la gran masa de la población mexicana todo era improvisación a par de negrura. La mayor de las perplejidades tenía acogotada a la República; pues así como la lucha contra el general Victoriano Huerta había sido casi unánime en el país, y los individuos se alistaban en las filas revolucionarias solícita y espontáneamente y aunque tal lucha tuvo los aspectos de la venganza y del coraje, ahora, al empezar el 1915, las opiniones se dividían en las controversias sobre las cualidades de los caudillos de primera fila revolucionaria.

Poco, muy poco se hablaba o se pensaba acerca de determinados ideales políticos. Tampoco había referencias o reivindicaciones sociales. De éstas, y siempre con vaguedad, y más bien como citación de vanidades, sólo hacían mención los ilustrados; y los ilustrados podían ser fácilmente contados —correspondían, en su mayoría, a los individuos de la primera época revolucionaria; porque como los cinco años que siguieron al Antirreeleccionismo hasta los días que examinamos, habían corrido muy de prisa y en medio de las violencias de la guerra, bien señalados fueron los hombres que alcanzaron la posibilidad de adquirir una preparación política mayor de la que legaran al país Francisco I. Madero y el maderismo.

Debido a todo esto, lós grupos armados carecían de macicez de ideas y sólo perseguían los signos de la hombradía y bizarría. Y esto se manifestaba en acontecimientos casi cotidianos que producían estragos en las filas de uno y otro partido. Así, al iniciarse el primer movimiento de avance hecho por los soldados de Villa hacia Querétaro, las tropas del general Pablo González que se hallaban custodiando las vías del Central y Nacional, en su retirada hacia el Distrito Federal sufrieron una deserción de dos mil soldados en solo una semana. Otro tanto sucedió al general Francisco Murguía, quien hallándose de guarnición en Toluca, perdió, también por deserción, más de la tercera parte de sus fuerzas, de manera que se vio obligado a abandonar la plaza. Su gente, en su mayoría del norte, se sentía atraída por las hazañas y generosidades que la voz popular atribuía al general Villa.

En la ciudad de México, de los ocho mil hombres que correspondían al Cuerpo de ejército del Noroeste, al general Lucio Blanco y al cuerpo de ejército del Noreste, sólo quedaron leales al carrancismo cuatro mil. Los desertores, incluyendo al propio general Blanco, habían ido a unirse a las filas del villismo o bien a servir al general Gutiérrez, en quien también empezaban a verse exteriorizaciones de hombre de mando capaz de llevar a sus soldados a la victoria. Blanco, como se ha dicho, en medio de subterfugios, hizo a un lado sus compromisos con Carranza, y soliviantado por sus viejos pleitos con el general Obregón, abandonó el Constitucionalismo para ponerse a las órdenes del presidente interino nombrado por la Convención. Los pronunciamientos de la tropa de una y otra facción llegaron a ser tan comunes y tan espectaculares, que el general Nicolás Flores, gobernador del estado de Hidalgo, se quedó en Pachuca sin más compañía que los miembros de su estado mayor, puesto que sus fuerzas, declarándose en favor del general Villa, abandonaron en medio del entusiasmo la plaza, sin hacer daño alguno a sus jefes a quienes pudieron coger prisioneros.

Episodios hubo, en los cuales, jefes revolucionarios que estaban perfecta y debidamente unidos, resolvían en medio de la estupefacción general, adherirse a bandos opuestos, para repronunciarse horas más tarde, pidiéndose disculpas y olvidando lo sucedido como si el hecho no hubiese tenido la menor importancia.

Los generales Francisco Murguía y Gertrudis Sánchez, después de dudar el uno del otro, quedaron, al final de cuentas, comprometidos a seguir en la misma causa: en la causa carrancista. El acontecimiento se registró en Morelia.

Sin embargo, como Murguía salió de la plaza para marchar hacia el estado de Jalisco, y antes de emprender tal marcha lastimó, con su imperiosa autoridad, al general Sánchez, éste, en justa venganza, mandó perseguir a su colega; y trabándose combate (18 de diciembre) entre las tropas de los dos generales aliados pocos días antes, Murguía fue derrotado por la gente del general Joaquín Amaro, quien pertenecía a las huestes del general Sánchez.

De este mismo origen era la lucha que se desarrollaba en el estado de Sonora, entre las fuerzas del gobernador José María Maytorena y el general Benjamín Hill; pues si Maytorena tenía el derecho de gobernar el estado, cierto era también que por ser muy estricto y puritano en los negocios públicos, suscitaba tantos conflictos entre su propia gente que ésta le abandonaba; y le abandonaba para tomar partido al lado de Hill, de manera que la lucha doméstica sonorense parecía no tener fin.

Dentro del villismo, que a partir de la Convención de Aguascalientes parecía ser la facción más poderosa de la Revolución -la más poderosa del país, también— ocurrían asimismo defecciones y pronunciamientos. La separación violenta del villismo no sólo del general Maclovio Herrera, sino de los soldados veteranos que éste controlaba, de las filas villistas, produjo una lesión profunda y por largo tiempo penosa en el cuerpo guerrero del general Villa. El prestigio y unidad del villismo sufrió una fuerte merma, puesto que a la decisión de Herrera se siguieron otras en el estado de Durango, donde el nombre y glorias de Villa eran un verdadero estandarte.

Puesta así en marcha la primera parte de la nueva guerra civil, sin que hubiese instrumento alguno para evitarla, ya que era muy difícil castigar o cumplir con las leyes de la lealtad en medio del desconcierto que existía en el país; puesta en marcha la primera parte de la guerra, se repite, comunes tenían que ser los actos siempre repugnantes a la conciencia humana.

Víctima de tales hechos contrarios al ser humano, fue el general Jesús Carranza, individuo de verdaderas prendas políticas y civiles y hermano del Primer Jefe.

El general Carranza, después de un viaje por los estados del Pacífico, desembarcó en Salina Cruz, para dirigirse por la vía férrea a Veracruz, con el objeto de informar a su hermano sobre las condiciones en el noroeste de México; pero desde el momento de poner los pies en tierra, ya estaba sentenciado a muerte. En efecto, el general Alfonso Santibáñez, de filación carrancista, pero a la vez entendiéndose con los simpatizadores de Villa y con los generales huertistas, urdió un plan con el objeto de secuestrar al general Carranza y en seguida presentar condiciones al Primer Jefe a cambio de la libertad o fusilamiento del secuestrado.

Santibáñez, al efecto, sin dificultad alguna, aprehendió al general Carranza y a los miembros del estado mayor de éste que le acompañaban; y en seguida se dirigió al Primer Jefe poniendo a precio la cabeza del general aprehendido. Carranza, sin embargo, se negó a entrar en tratos con la deslealtad y villanía de Santibáñez, por lo que éste mandó, que como aviso preliminar, fuesen ejecutados los oficiales del estado mayor; pero como tampoco así cedió el caudillo del Constitucionalismo, ordenó que el general Carranza fuese pasado por las armas. El trágico suceso, ocurrido el 11 de enero, 1915; esto es, dos días después del fusilamiento de los oficiales, constituyó la advertencia de lo que sería la nueva lucha intestina.

La tercera Guerra Civil, pues, se iniciaba no sólo en medio de incertidumbres y ambiciones de mando y poder, sino también en el escenario de la crueldad. Tal parecía, si no se examinaba el fondo de la realidad de tales días, que la Revolución naufragaba y que los hombres de 1910, que ilusionaran al país con su heroísmo y desinterés, con sus ideales y esperanzas, habían desaparecido como por encantamiento, para que naciera inesperada e innaturalmente una generación sin respeto a los derechos ajenos, ni amor hacia las instituciones nacionales, ni consideración a la vida humana, y, en cambio, llena con un orgullo insondable y un afán de triunfar sobre todos los designios del entendimiento y razón que se deben los hombres por sí mismos y entre sí propios.

Muchos dolores y amarguras se esperaban con todo esto a una patria que no se podía explicar —tanto era el desbordamiento de pasiones; tantos los temas superficiales; tanta la ignorancia acerca del renacimiento y poder rural mexicano— el porqué del proceder de los caudillos de la guerra y el porqué de la continuación de la lucha armada.

La gente olvidaba, en efecto, que los males naturales de México, unidos a los errores humanos de un pasado ingrato —errores cometidos más por desaprensión que por perversidad- aparecieron tan inesperada y violentamente, que los vapores del mundo rural, acumulados desde los días de la Independencia, asociados a la voluntad e inspiración creadora del pueblo mexicano, fueron incontenibles; y continuarían incontenibles, hasta en tanto la población rústica de México no estuviese segura de que el país correspondía a una era universal de desarrollo físico y humano de la que tan distante había vivido la República, durante los días del régimen porfirista.

Además, aquella situación nacional no era ajena a los primeros influjos de la conflagración europea; pues si ésta no tocaba materialmente las playas mexicanas ni era captada por el pueblo rural de México, no por ello dejaba de comprometer las condiciones internas del país, ya alteradas por la Primera y Segunda Guerra Civiles.

Era necesario considerar, para entender el por qué México continuaba en los campos de batalla, que la Guerra Europea había abierto las puertas a todas las manufacturas y ventas de armas ofensivas y defensivas, de manera que la lucha intestina nacional ya no dependía, como anteriormente, de los fabricantes de armamentos noramericanos, sino de la fabricación ultramarina, de manera que los enconos y rivalidades originados por naturaleza propia en los años de 1910 a 1914, recibían en el 1915, el estímulo del armamentismo europeo.

Así, la continuación de la guerra civil mexicana no era culpa única de los mexicanos, sino culpa también —y culpa muy principal- de quienes desde Europa, en afanes mercantiles, no tenían escrúpulos para seguir atizando la hoguera en México, comprobándose con esto, que la paz interna de los pueblos no puede ser específica virtud doméstica; porque sobre la virtud interna puede estar, como sucedió en el 1915 mexicano, el interés externo.

México, pues, a los albores de 1915, estaría obligado a resistir con heroismo sobre sus hombres, el desenfreno producido por la gran conflagración que desequilibraba a Europa y al mundo.
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