Presentación de Omar CortésCapítulo decimoséptimo. Apartado 9 - Ideas del zapatismoCapítulo decimoctavo. Apartado 1 - La osadía de Obregón Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 17 - LA LUCHA

LA GUERRA CIVIL EN YUCATÁN




Desde que resolvió establecer en Veracruz la ciudad capitana del partido de la Revolución que acaudillaba, de acuerdo con el Plan de Guadalupe y con el consenso de muy importantes agrupamientos de ciudadanos armados y civiles, el Primer Jefe Venustiano Carranza, consideró la necesidad de que sus ejércitos ocuparan no sólo los puntos estratégicos que se ofrecían en el territorio nacional para defender la causa Constitucionalista de las amenazas del villismo, sino también aquellos lugares o regiones que, por sus riquezas naturales, estaban llamadas a proporcionarle los medios económicos para los gastos de la campaña y administración del carrancismo.

Así, como aparte de la importancia que tenía la fuente de abastecimientos que era la región carbonífera de Coahuila, existían otras dos fuentes que podían ser de primera magnitud en lo que respecta a ingresos económicos —fuentes acrecentadas en poder y sobre todo en desarrollo de poder, como consecuencia de la Guerra Europea—, y Carranza se dispuso a tomar posesión de tales fuentes. Una de éstas, era la conexiva a la producción petrolera. La otra, estaba relacionada con la producción del henequén.

De aquí, pues, que Carranza dirigiera sus miras, desde el momento en que resolvió trasladarse a Veracruz para instalar allí su gobierno, a la ocupación total de Yucatán y Tamaulipas.

Para esto último comisionó al general Pablo González, con una parte del cuerpo de Ejército del noreste y con la gente reclutada en las Huastecas y en el norte de Nuevo León y Tamaulipas. Por lo que respecta a la península yucatanense dio función al general Toribio V. de los Santos, aprovechándose el Primer Jefe de la renuncia del gobernador de Yucatán Eleuterio Avila, quien corto de genio y circundado por los enemigos de la Revolución, había preferido dejar el empleo a hacer frente a la Contrarrevolución preparada silenciosa y hábilmente por los ricos yucatanenses, que se sentían amenazados por las prédicas revolucionarias, que ponían en tela de juicio el derecho de propiedad de los antiguos terratenientes favoritos del porfirismo.

De los Santos, sin embargo, no tenía más capacidad que su predecesor; pues apenas tomó en sus manos las riendas del gobierno de Yucatán (28 enero, 1915), advirtió que le era imposible evitar la Contrarrevolución que se incubaba en el estado; y que, a poco, dirigida por el coronel irregular Abel Ortiz Argumedo, estalló en Mérida, el 9 de febrero; Contrarrevolución que aparte del beneplácito de la gente rica de Yucatán, tenía el apoyo del general Arturo Garalazo, jefe de las fuerzas militares en el territorio de Quintana Roo, de manera que con los sucesos de este territorio unidos a los de Mérida, la península yucatanense quedó perdida para el Partido Constitucionalista de Carranza.

Este, preocupado profundamente por tales acontecimientos, que no sólo dañaban los intereses políticos de la Revolución, sino principalmente una de las fuentes primeras que necesitaba para acrecentar los ingresos de su gobierno, mandó que el general Salvador Alvarado tomara el mando de las fuerzas destinadas a rescatar la península.

Alvarado, que a la sazón era el jefe carrancista comisionado para vigilar la vía férrea del Mexicano, con mucha prontitud procedió a organizar su tropa, pudiendo reunir setecientos hombres que, armados y municionados con muchas dificultades, se hicieron a la mar, para desembarcar en Campeche donde Alvarado estableció su cuartel general.

Mucha diligencia demostró Alvarado para organizar la expedición que desembarcó el 2 de marzo; y desde luego ordenó que sus fuerzas se pusieran en marcha hacia Mérida.

No menos emprendedor que Alvarado era el coronel Argumedo, quien al tener noticias de la expedición que organizaba Alvarado empezó a reclutar gente hasta reunir cuatro mil hombres, entre soldados regulares y voluntarios; y aunque mucha era la cortedad de sus recursos económicos y de su material bélico, con señalada audacia avanzó hacia Campeche con el propósito de detener el paso de las fuerzas de Alvarado.

Mas éste, hombre de despierta inteligencia, de sin igual actividad y de firmes resoluciones, cualidades a las que asociaba la osadía y reflexión, lejos de amedrentarse ante la superioridad numérica del enemigo, cobró bríos y sin esperar los refuerzos que le había ofrecido Carranza se dispuso a salir al encuentro de Argumedo.

Alvarado, además de sus aptitudes de guerrero organizado, era individuo de principios políticos y poseía no sólo los tintes, sino la efectividad, de una mediana ilustración. Tenía, por otra parte, un poco común espíritu de justicia, que en ocasiones lo ejercitaba sobre sus exaltadas pasiones. Como persona de ideas propias, no era subordinado incondicional ni hacía amistades pasajeras. De esto se originaba el hecho de que tanto su nombre como su inagotable laboriosidad civil y guerrera contrariaban fuerte y seriamente al general Obregón. Y tanto se había hincado en Obregón el desprecio hacia Alvarado, que al tener noticias de que éste estaba nombrado comandante de las operaciones militares en Yucatán, no pudo reprimir su disgusto y acusó a Alvarado de hacerse acompañar por una bola de picaros.

Nada, sin embargo, arredró a Alvarado, a quien Carranza apremiaba a fin de que la campaña militar en Yucatán se llevara a cabo con prontitud y decisión.

Esta exigencia que Carranza hacía no se debía únicamente a la necesidad de ocupar política y militarmente la península yucatanense. Tal exigencia era también producto de los requerimientos de John R. Silliman, agente del gobierno de Estados Unidos ante la Primera Jefatura. Silliman, en efecto, como comisionado norteamericano y representante de las más poderosas casas importadoras de Nueva Orléans, pedía, con mucha urgencia, que el puerto de Progreso, donde estaban almacenados muchos miles de pacas de henequén, quedase abierto al tráfico marítimo a fin de que los compradores de la fibra yucatanense no resultaran perjudicados.

Alvarado, pues, apenas desembarcó en Campeche, y trató de probar al Primer Jefe cuales eran sus aptitudes de político y hombre de guerra; y al tiempo que ordenaba el avance sobre las huestes de Ortiz Argumedo, dirigió una proclama, casi con aires fraternales, a los yucatanenses. Todavía no había en Alvarado un sentido político, por lo cual sólo veía el lado persuasivo de los negocios de gobierno; y quiso hacer convenir a los yucatanenses que su ejército —su pequeño ejército— no avanzaba en pos de triunfos militares, sino en afanes de civilización y progreso.

Todo esto, si no convence a la gente de Yucatán, cuando menos da ánimo a los soldados revolucionarios, quienes en seguida de hacer sentir a Ortiz Argumedo la primera derrota en Blanca Flor, avanzan con mayor decisión al segundo encuentro en Poeboc; y como de aquí se retiran los argumedistas, las fuerzas de Alvarado llegan a Halacho, hacen un buen número de prisioneros, ponen en desbandada a los contrarrevolucionarios, y como entre los capturados hay un centenar de jóvenes de la mejor sociedad emeritense y los revolucionarios quieren fusilarlos, Alvarado llega a tiempo para perdonarles la vida.

Así, sin muchas penas ni dificultades, el general Alvarado entra triunfalmente a Mérida, el 19 de marzo (1915), mientras que Ortiz Argumedo huye, llevándose todos los fondos de que puede disponer a Estados Unidos.

Y en tanto Ortiz Argumedo emprende la fuga, el caos reina en el estado; y las cajas de la tesorería de Alvarado están exahustas de fondos; y los ricos yucatanenses huyen en todas direcciones, temerosos de las represalias, y el precio del henequén sufre una baja hasta llegar a tres dólares con sesenta y dos centavos el valor de once y medio kilogramos de fibra; y mientras que todo eso acontece en el suelo de Yucatán, como consecuencia de la guerra, los mercaderes norteamericanos, aprovechándose de la confusión, tratan de llevarse el henequén almacenado en Progreso. Mas Alvarado les detiene.

Este, a esas horas tan dramáticas, surge como gobernante. Da en primer lugar todas las órdenes conducentes a garantizar la paz y seguridad en el estado. Decreta la pena de muerte para los salteadores y ladrones. Manda a quienes posean armas, las entreguen sin demora a las autoridades militares. Lleva a cabo, mediante un decreto, la incautación de los inmuebles propiedad de los ricos enemigos de la Revolución. Establece oficinas militares en el palacio episcopal; y en seguida, ordena que tal palacio se convierta en edificio civil destinado al ensanche de la escuela Normal. Después, con ironía y desdén, dice al obispo de Mérida, cuando éste reclama la propiedad del palacio confiscado, que el prelado, para fundar su reclamación, debe presentar previamente las escrituras públicas que le acrediten como dueño del inmueble.

Alvarado, de relámpago intensísimo del optimismo, se convierte en luz y novedad, en inquietud y laboriosidad; y trata de conmover a los yucatanenses acostumbrados a la rutina, al orden y estabilidad de su vida e instituciones. La gente cree, por de pronto, que el jefe revolucionario es una amenaza para el sosiego, para los negocios, para la propiedad, para las libertades, para la ley. Nadie se siente seguro de sí mismo ni seguro del Gobierno. Parece como si un cataclismo estuviese sacudiendo la península.

Los ricos tratan de huir de su solar nativo; y este deseo se acrecienta conforme va aumentando la voz de alarma que llega a Yucatán procedente de Cuba y Estados Unidos. Alvarado, de acuerdo con el alarmismo es un foragido, que ha causado la ruina de la península; que trata de extinguir el pasado y establecer un mundo nuevo al que sólo podrán tener acceso los alvaradistas. Y como la voz exagerada crece más y más, el gobierno de Cuba manda un barco a Progreso para recoger a los cubanos que anden en pena y quieran salvarse. Sin embargo, en Yucatán sólo hay cinco ciudadanos de Cuba que piden asilo a su nave; ahora que ésta es aprovechada por los yucatanenses que temen los ímpetus innovadores de Alvarado.

El general hace omisión de lo que se dice; pues como sabe lo que hace, no corresponde al reino de los arrepentidos. Posee una vastísima imaginación a la cual une la mediana ilustración de la que ya se ha hablado; pero lo medianamente suficiente para saberla dirigir.

Trae, eso sí, dentro de sí propio, una mira principal; pero mientras la pone en práctica, viaja por el estado; quiere tratar personal y directamente con los yucatanenses; visita como observador y estudiante, los grupos rurales, las haciendas, las rancherías; y al mes siguiente de su llegada a Mérida —en un solo mes- produce una legislación social.

Para emprender la tarea que se ha propuesto, pone de manifiesto, en todos los tonos, que los revolucionarios no son bandidos. Aman —aclara— el progreso y quieren realizar reformas políticas prácticas y de beneficio común. Quieren asimismo —advierte—, proteger a las clases más pobres; a las clases rurales que han sufrido las desgracias de los tiempos, de los gobernantes, de las leyes, de la desorganización comunal.

Después de tales notificaciones, que anticipan un programa que medita, el general Alvarado, decreta la supresión de la servidumbre doméstica sin retribución, porque lás familias acomodadas han tenido la costumbre de recoger a niños y niñas a quienes dan alimentos y vestidos a cambio de trabajo gratuito. En seguida, Alvarado prohibe el arraigo de los trabajadores en las haciendas, y por lo mismo desconoce las tutelas y cúratelas, y ordena que las autoridades civiles procedan a la revisión de las cuentas de pupilos, que han sido parte de un gran escenario dentro del cual los hombres y mujeres laboran sin salario y sin derecho a cambiar de amos.

Alvarado trabaja incansablemente. Ahora censura a los grandes terratenientes, sobre todo a Avelino Montes; y como dice querer resolver totalmente los problemas del agro, pide a los yucatanenses que opinen con libertad y franqueza sobre tal materia. Pretende así realizar una forma plebiscitaria, mas esto no para ver si se puede hacer, sino a fin de determinar cómo se puede hacer.

Y por esto, pronto a proceder en favor de los peones pone fuera de la ley a los amos de haciendas que no cumplan los decretos oficiales; y como tiene noticias de que la escuela Correccional de Mérida ha sido almáciga del peonaje, manda que tal establecimiento quede clausurado.

El comandante y gobernador de Yucatán, en medio de tantas disposiciones parece —aunque sólo parece— un torbellino; y así marcha al punto central de su misión. Al efecto, convierte a la Reguladora del Mercado de Henequén, en una dependencia oficial, y obliga a los productores de fibra a ser correspondientes de la misma; y por lo tanto, logra que el noventa por ciento de tales productores queden como miembros de la Reguladora; y afianzada esta situación, da un golpe único y certero a los especuladores norteamericanos que nonopolizaban las compras henequeneras.

Así, la Reguladora, excluyendo a las compañías International y Plymouth, poderosas empresas extranjeras, que se habían apoderado del mercado mundial del henequén, queda dueña de la fibra yucatanense; y con lo mismo, empieza a operar como institución mexicana, y en sólo seis meses del 1915, hace operaciones de compra, venta y cambio de henequén por valor de cuatro millones de dólares. Con esto, la riqueza de Yucatán consolida el triunfo del carrancismo; de la Revolución, también. Sin ese gran auxilio económico que proporcionó Yucatán con su henequén, quizás se hunde el Constitucionalismo; quizás la victoria en la guerra civil habría sido del partido villista; porque todo lo que en dólares vendía la Reguladora servía, automáticamente, para pagar a los fabricantes norteamericanos. lo que éstos entregaban en armas y municiones a las fuerzas Constitucionalistas.

Mas dejando a su parte el poder que en dinero daba Alvarado, en su función de gobernante, a la causa del Constitucionalismo, lo cierto es que el gobernador de Yucatán no seguía con sus decretos y acciones un plan preciso. La voluntad de Alvarado, aunque excepcional, no poseía la capacidad necesaria para construir un edificio social. Desconocía las ideas universales, y sin tiempo para discernir las de México, sólo era un intuitivo, alimentado por un inmensurable y fantástico entusiasmo que le hacía transformar mentalmente la pobreza en riqueza; pues todo, para él, era un México maravilloso. Si se recorre nuestro territorio (decía) no se encontrará que no hay un solo estado que no posea riquezas incalculables. Nuestro privilegiado país todo lo produce, todo lo encierra. Tenemos ríos caudalosos y frondosos bosques; oro, plata, cobre, hierro, cinc, estaño, plomo, plombagina, marmol, ónix y muchos otros metales y piedras de valor; maderas preciosas, frutos variadísimos, plantas medicinales, pastos, fibra y mil productos más. México, agregaba Alvarado, conducido por un extravagante optimismo era un nuevo El Dorado.

A crear dentro de sí mismo ese cuadro fabuloso, tan ajeno a la Revolución Industrial y al poder imperial que daban al inundo el acero y el cemento; a crear ese cuadro fabuloso, influía en Alvarado la lectura de un modesto periodista escocés: Samuel Smiles, quien a pesar de la escasez de pensamientos y cortedad de vocabulario, tenía atada la mente de Alvarado a un optimismo pueril y romántico; y eran cómplices de los ensueños del jefe revolucionario, el poeta Antonio Médiz Eolio y el ingeniero Modesto C. Rolland; aquél, dando vuelo a una prosa poemática que Alvarado suscribía con deleite y como si tuviera todas las propiedades de su mentalidad personal; éste, incitándole al proyectismo fantástico, al grado que Alvarado se dijo estar inspirado por los antiguos mayas, para hacer de la península yucatanense la verdadera tierra de promisión.

En ese tren, que conducía Alvarado con muchos vapores y prisas, el propio Alvarado retrataba al revolucionario mexicano como un tipo de la vieja caballería, o un Bayardo sin tacha, capaz de realizar las más grandes hazañas que contemplaran los siglos. Pero, en el fondo, ¿no todo aquello representaba la pureza de la vocación creadora de la Revolución? ¿No acaso era Alvarado uno de esos hombres que, salido de las filas anónimas, se elevaba sobre sus propios pies, para significar así cuán grande y esplendente era el talento mexicano que había permanecido oculto bajo los pliegues de un régimen que, como porfirista, no creía en lo mexicano y consideraba indispensable el auxilio extranjero para la prosperidad de México?

Tantas, en efecto, eran las ideas que acudían al genio de Alvarado que éste, sin tener la menor idea pedagógica, trata de reformar la enseñanza primaria y la educación superior; y como no sabe de dónde partir ni cómo empezar, se dirige al mundo escolar; a los maestros de escuela, principalmente. Lleva a cabo, de esa manera, una encuesta sobre métodos pedagógicos; pero como quiere ocultar su ignorancia en la materia, da al inquirimiento el carácter de un acto plebiscitario. Anticipa, sin embargo, que para llevar las letras al pueblo, no se necesitan edificios suntuosos. La sombra de un árbol puede ser escuela.

Y no son esas las únicas ocurrencias que se suscitan en torno a Alvarado; porque ¿se requieren nuevos textos escolares? ¿Hay necesidad de escuelas privadas u oficiales? Así, todo cuanto viene a la imaginación lo coge e imprime Alvarado, y por lo mismo manda que sea establecida la escuela rural, y que los estudiantes de educación superior estén representados en el Consejo de Educación Pública y, por último, anuncia que será establecida la República Escolar; y al caso, los niños estudiarán y aprenderán civismo práctico; elegirán sus diputados y senadores; también votarán a un presidente de la República Infantil.

Y cuando cree haber dado pasta y energía a la escuela, vuelve a la cuestión agraria. Ahora pretende resolverla mediante la repartición de ejidos. Cada ejido henequenero poseerá diez hectáreas (doscientos cincuenta mecates); pero si se trata de tierras sin cultivo, el ejido será de veinticinco hectáreas.

Mas todo esto y lo que se refiera a los problemas agrarios, deberá estar supervisado por el Gobierno. Alvarado no es socialista; pero cree en el poder del Estado. Es la antítesis del zapatismo. Le interesa el orden aministrativo, pero sobre éste establece el orden político: la autoridad misma. Considera la necesidad de los gobiernos; y de los gobiernos fuertes. No tiránicos, sino fuertes.

Y como cree en el poder del Estado, funda la Comisión Reguladora del Comercio; e importa víveres; y fija precios a los comestibles; y reglamenta la forma de distribuirlos.

Creyente como es en la audacia, en los triunfos circunstanciales y en el sistema práctico de la autoridad, en un año, Alvarado expide cuatrocientos diez decretos. Cree haber hecho una nueva sociedad. No considera la aptitud para modelar la mentalidad humana; mas como no sólo se propone remediar los males políticos, económicos y sociales, sino también fía en enmendar los errores morales, decreta el estado seco y prohibe las corridas de toros, porque éstas como el coso romano, prostituyen y matan; y posiblemente con el auxilio literario de Médiz Eolio, ha de decir que para el pueblo de Yucatán son preferibles al circo romano y a la crueldad del torero las felices noches de Eyron en Génova ... las dulces veladas de Shakespeare ... la música positiva de Wagner.

En medio de esa euforia que se produce en quien por vez primera, y sin formación previa, ha llegado al mando y gobierno de un pueblo, el general Alvarado no pasaba inadvertida la prosperidad económica de Yucatán, que no atribuía a las causas externas producidas por la Guerra Europea, sino al efecto de la legislación alvaradista; y así, engreído en su tarea y amando entrañablemente a los yucatanenses,consideró, en grado superlativo, el bien que él creía que el Estado era capaz de realizar.

Llegó de tal suerte el general Alvarado, en el 25 de diciembre (1915), al decreto número 410, por el cual convocaba a un congreso femenino; y al vislumbrar la aurora de 1916, pudo estar seguro de que, ya victorioso el carrancismo, y por lo mismo necesitado de auxilios económicos, el estado de Yucatán, con los recursos que le proporcionaba las ventas de henequén, estaría en posibilidad de comprar barcos y ferrocarriles, establecer bancos y empresas industriales. La cabeza de Alvarado era con todo esto, el magno espejo del espíritu creador que nació en México con la Revolución.
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