Presentación de Omar Cortés | Capítulo decimoséptimo. Apartado 1 - Las fuentes de la guerra | Capítulo decimoséptimo. Apartado 3 - La ofensiva carrancista | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO SEGUNDO
CAPÍTULO 17 - LA LUCHA
CARRANZA LEGISLADOR
Con su buen juicio, y más que con su buen juicio, guiado por su criterio de gobernante, del que había dado cabal cuenta a su partido y a la Nación desde el momento de establecer la jefatura de su mando en Hermosillo, el Primer Jefe a partir de los últimos días de octubre (1914), muy bien calculada tuvo su retirada de la capital y su instalación en Veracruz.
Carranza, en efecto, luego de salir de la ciudad de México,
de recibir la reiteración de la lealtad de las fuerzas de los
generales Francisco Cos y Pablo González; de expedir un
manifiesto en Tlaxcala; de negarse a entrar en tratos con el
presidente provisional o interino nombrado por la Convención
de Aguascalientes; de rechazar los oficios de los comisionados
convencionistas; de hacer un alto en Orizaba y Córdoba,
después de todo eso, dio oportunidad para que los marinos
norteamericanos que ocupaban la plaza de Veracruz desde abril de
1914, concluyeran sus trámites administrativos y militares y
evacuaron la plaza quedando reivindicada la independencia y
soberanía de México.
Tan asociado a la vida mexicana y a los problemas del país
vivía Carranza -y era ésta su primera cualidad de gobernante—
que, apartándose de- las manifestaciones externas y ampulosas,
seguía con mucho decoro y patriotismo los movimientos que
hacía el gobierno de Estados Unidos para evacuar Veracruz.
Servíase al caso el Primer Jefe, de la misión diplomática de Brasil acreditada en México, que con mucho honor a par de sentido humano, y sin interferir en los negocios domésticos mexicanos, era el puente para las negociaciones que, sin
condición, se llevaban a cabo cerca de la Casa Blanca, para que el suelo mexicano recuperase su integridad jurisdiccional.
Así, los trabajos de cooperación y efectividad de las
soberanías nacionales, fue llevado al cabo por la República
brasilense con tan grande nobleza, equilibrio e inteligencia, y
sobre todo con tanta comprensión del alto espíritu patriótico de
Carranza, que el 26 de noviembre (1914), Carranza, acompañado
por el general Obregón y sus principales colaboradores
administrativos, entró a la ciudad de Veracruz.
Fue éste, sin género de dudas, el más feliz y certero
acontecimiento del carrancismo, no sólo por la reivindicación
mexicana obtenida con tal suceso, antes también porque en lo
adelante, el Constitucionalismo podría disponer, sin zozobras ni vaivenes, de un punto desde el cual se abrían las vías más fáciles para dirigir la política de la guerra, como para comunicarse con el extranjero. El suceso, efectuado en las horas de la definición
doméstica, y cuando la República se sentía amenazada en todos
sus órdenes internos, equivalió a señalar el principio de la
victoria del Constitucionalismo.
En Veracruz empezaba la etapa más importante y fructífera
de la Revolución. Para esto, mucho influyó el vivísimo ingenio
veracruzano; las ligas que siempre tienen los puertos con el
mundo; la versatilidad de los días que recorremos; la jerarquía
que se daba a la ciudad, como capitana de la Revolución; la
inmigración de oficinistas y políticos y la distribución que desde
allí se hizo del dinero constitucionalista. Todo, pues, fue
placentero para Carranza dentro de la ciudad, porque aparte de
que el pueblo veracruzano le consideraba libertador de la
dominación norteamericana, también ayudaba a tal ambiente la
prosperidad económica que pronto fue realidad en el puerto.
Carranza, gracias a sus aptitudes de gobierno, no dejó de
aprovechar todas las coyunturas y ventajas que le ofrecían
Veracruz y los veracruzanos; y ya en posesión plena de su
categoría de Primer Jefe, con señalado aire militar, uno de sus primeros movimientos públicos consistió en salir con el general Obregón a reconocer el territorio ocupado por las fuerzas
Constitucionalistas, y con lo mismo a elegir el terreno a donde se podría presentar combate a los villistas y zapatistas, en el caso de que aquéllos y éstos, como era de esperarse, avanzaran hacia Veracruz con la idea de sitiar y atacar la capital carrancista.
De todo lo concerniente a la posible o necesaria defensa de
la plaza de Veracruz, se enteró el Primer Jefe; ahora que éste no debió quedar convencido, después de tal inspección de carácter militar, de sus arrestos y conocimientos guerreros; pues se abstuvo de dar órdenes, nombrando en cambio al general Alvaro
Obregón, no sólo para que se hiciera cargo de cualquiera
situación militar, sino para que tomara la jefatura de las
operaciones sobre el Distrito Federal.
Casi simultáneo a tal designación, fue el acuerdo de
Carranza entregando la cartera de Hacienda al licenciado Luis
Cabrera, quien si carecía de experiencia para la administración
de las rentas públicas, en cambio tenía fama como hombre de
atrevidas empresas, así como de autoridad en los problemas
sociales y políticos del país.
No era Cabrera un genio conductor, pero sí un genio
analizador. Poseía las cualidades ciertas y verdaderas, para
examinar las propiedades e impropiedades de las cosas. Había en
él, si no una ciencia, sí un arte de plantear los negocios, aunque
no para resolverlos. Sabía descubrir los agentes que producían
los conflictos; pero se abstenía, para no comprometerse, de
presentar las soluciones. Faltaba en él, la malicia del político.
Correspondía más a la clarividencia, que a las funciones de la
pragmática política y social. Acudía, sin temor, al encuentro de
los acontecimientos; pero ya dentro de ellos, se nulificaba a sí
propio, como si los problemas fuesen mayores a su orden y
talento. Formaba, incuestionablemente, entre el iluminismo -y
meramente entre el iluminismo- de la Revolución; y como a esto asociaba su talento inmensurable y su cultura literaria, su cabeza, con ser normal, parecía una Torre de Babel. No otro producto podía esperarse, de un hombre de tal magnitud, nacido a la vida pública y política en los inciertos días anteriores a la Revolución —quizas en la Revolución misma.
Cabrera, además de su patriotismo y de su poder persuasivo
y considerado, era individuo desinteresado y de honestidad
inquebrantable. Tal vez correspondía a uno de esos hombres
cuya existencia se había adelantado a la vida de México, de
manera que en ocasiones, sus argumentos y posiciones parecían
reñir con las realidades del país; ahora que poseía tanta
representación de la pureza original revolucionaria, que mucho
le temieron los advenedizos y oportunistas.
Tal hombre y Obregón, si muy desemejantes en ideas y
procedimientos fueron, para Carranza, en esas horas del acomodo
constitucionalista, verdaderos nervios del gobierno que se trataba de organizar y cimentar.
Esto no obstante, el Primer Jefe conservó, dentro de los más íntimos pliegues de su espíritu autoritario, el empeño de ser él, y nadie más que él, el verdadero director de la lucha armada, política, económica y popular contra las huestes del general
Francisco Villa.
Al efecto, no sólo puso los cimientos de lo que sería el
fondo monetario de la guerra, sino que trazó los planes para la
lucha contra Villa; planes que el general Obregón, quien estaba
llamado a desarrollarlos, no siguió al pie de la letra, puesto que
faltaban en Carranza las ductilidades que requieren las guerras
intestinas, sobre todo cuando éstas corresponden más a la figura
y acción de los caudillos, que a los proyectos y conveniencias de
partido.
Mas otros problemas, de tanta magnitud como los de guerra,
se presentaban en tales días a la vista y consideración de
Carranza. Uno, el caos moral de la República; y de éste, el que
ofrecían los agrupamientos armados o revolucionarios, incluyendo
a sus jefes y cabecillas.
El Primer Jefe había observado sobre el particular, la ausencia de unidad y colaboración entre quienes le habían dado su adhesión y ofrecido su respeto. Y sobre todo, muy advertido para él, era el hecho de que tal desunidad se originaba en las
rivalidades y recelos que existían entre los grupos en armas, ya
que quienes tenían un poder, por más pequeño que este poder
fuese, querían mandar y gobernar, de manera que a cada plaza
que ocupaban se suscitaban el problema.
Tampoco ignoraba Carranza, la falta que hacía, conforme
avanzaban los días, la centralización de la acción bélica; pues si
eran temerosos los generales que le reconocían como autoridad
suprema de la República y de la Revolución, no por eso dejaban
tales generales de seguir manteniendo un espíritu de autonomía,
no sólo en lo que respecta a las operaciones de guerra, sino
sobre todo en lo referente a cuestiones políticas y administrativas,
de manera que era difícil establecer las jerarquías. Mas,
¿qué hacer cuando había una mentalidad rural, generalmente
individualista, que gobernaba los actos de los jefes revolucionarios?
Muy lejos de ser fácil estaba tal tarea; y sólo un hombre con
la calidad de mando que existía en Carranza podía emprender,
en medio de la revuelta del corazón, del pensamiento y de la
pólvora, una obra de esa naturaleza, ¡Qué de agilidades,
artificios, energías y decisiones se requerían, al efecto, para
someter no únicamente a los verdaderos revolucionarios, sino a
los individuos que, de todas las layas, se incorporaban día a día
a las filas del carrancismo, no tanto en persecución de ideales
como se ha dicho, cuanto impelidos por el hambre, el deseo de
aventura o los apetitos por los botines de la guerra!
Tenía, sin embargo, el Primer Jefe, para realizar sus propósitos de mando y gobierno, un apoyo que, sin constituir un agrupamiento tangibfe, era una manifestación que se iba
destacando poco a poco en medio de las convulsiones bélicas. Ese apoyo era el del aliento popular, y esto no tanto porque Carranza representase el populismo o fuese, como Villa, héroe del pueblo, antes debido a que desde la guerra contra Huerta y el huertismo, y aumentándose a partir de las iniciales
escaramuzas entre villistas y carrancistas, difícilmente se hallaba
un mexicano que no estuviese comprometido en la Revolución.
Esta, había llegado a profundizarse en la gente del pueblo,
de manera que la guerra, al correr los primeros días de 1915,
constituía un levantamiento del pueblo, en el que cada persona
individual si no era, ni representaba, ni respondía a un repertorio
de ideas, sí significaba un gramo de sustancia para las ideas.
Aun dentro de las confusiones a que daban lugar el ir y venir
de la gente; las altas y bajas de los ejércitos combatientes; las
flaquezas y virtudes de los capitanes revolucionarios; los
titubeos y resoluciones de los civiles, no escaseaba la palabra de
la Revolución; y si unos la creían afrenta, otros la tenían por
bienaventuranza; y aquellos a quienes los sucesos dejaban
perplejos, eran contrarios a quienes los consideraban grandes y
efectivos.
Por todo esto, las batallas que se avecinaban entre
carrancistas y villistas, presentaban las características de un
vulgar pleito por el poder; y aunque nada de indecoroso tenía
que los individuos luchasen por ser los gobernantes de su patria,
el hecho no dejaba de afear el generoso origen de los sentimientos
revolucionarios —el deseo, casi inefable de los
mexicanos, de hacer cambiar su suerte y de hallar la rectitud a
su vida política, a su voluntad creadora y a su alma sensible que
ilustraba no tanto lo pasado, cuanto lo porvenir.
Ese estado de ánimo de la Nación mexicana, no lo ignoraba
Carranza, y si no le daba admisión dentro de sí propio, se debía
a la capacidad de su genio conductor y al conocimiento que en
la lucha contra Huerta había adquirido sobre la psicología
morbosa de la guerra.
Así, a transformar esa situación que desdoraba los primeros
principios de la Revolución, y sobre todo a convertir la pugna
por el poder en un motivo de nuevas leyes y nuevos designios
del Estado mexicano propendió Carranza desde que estableció
un gobierno en Veracruz. Y pronto dio paso firme y franco a
tan importante idea, que sin cuestión alguna debería ser
legislativa.
Y legislativa, no sólo como necesidad nacional. Legislativa,
porque Carranza poseía las cualidades del legislador. No había
en el Primer Jefe, la imaginación que requiere un gobernante como fundamento de las previsiones que debe tener siempre a la mano con el objeto de preservar a su pueblo de los males que
conoce o de los inesperados; pero a la falta de la imaginación,
existían en Carranza las aptitudes de un preceptor. Y más se
acercaba el preceptor al legislador, que éste al gobernante.
Carranza, pues, llevado por su espíritu de mentor, halló su
vocación de legislador; ahora que antes de iniciar tal tarea, quiso
una vez más probar su pulso de autoridad que le haría capaz de
llevar a cabo la nueva legislación, que a su parecer, requería el
país. Y, al efecto, probó tal pulso decretando (4 de diciembre),
la incautación de los ferrocarriles Mexicano, Veracruz al Istmo,
Tehuantepec y Yucatán.
Aparentemente, la incautación sólo obedecía a un plan
militar. Mas no era así. Carranza quería un motivo —y lo tuvo
con su decreto sobre los ferrocarriles— para el preliminar de una
legislación que debería llamarse y ser revolucionaria. Para ello,
escuchó la voz del ingeniero Alberto J. Pani, quien le probó con
claridad conciente, que el desastre económico dentro del cual
vivían las empresas ferroviarias, y que se habría agravado como
consecuencia de las guerras civiles, tenía su origen en el
porfirismo.
Pani era un hombre versátil, de grande imaginación, de
carácter emprendedor; ahora que en él faltaban la moderación
de sus empresas y el sosiego de su alma ambiciosa. Escaseaba en
él, el espíritu analizador que existía en Cabrera; también la
textura política; pues tenía un genio tan diligente que no se
detenía para barrer las fronteras de la amistad y de la lealtad, de
manera que esto le acarreaba no pocas enemistades, y por lo
mismo le imposibilitaba para fundamentar el juicio político,
siempre indispensable a los hombres que siguen esta carrera tan
fascinante como peligrosa.
A pesar, pues, de que el espíritu de Pani contenía tantas
desemejanzas con el de Carranza, éste aceptó, no tanto como
remedio, cuanto como instrumento para iniciar una legislación
revolucionaria, la idea y beneficio de la incautación de los
ferrocarriles. Mas ello, como se ha dicho, sólo sería un punto de
partida para los proyectos reformistas; pues entre éstos
estaba el de retocar el Plan de Guadalupe a fin de que pasara de la condición de instrumento de guerra a la de instrumento de paz y reforma.
En ese retoque al Plan de Guadalupe se mandaban la expedición de leyes agrarias y fiscales; una legislación obrera y minera; la reglamentación de la libertad municipal, del sufragio universal y de la independencia del poder judicial; la revisión de
las leyes sobre el matrimonio y de los códigos civil, penal y de
comercio. Por último, indicaban la necesidad de una legislación
moderna sobre la explotación de bosques, aguas y petróleos, así
como para los monopolios.
Incluía, asimismo, el plan de reformas, nuevos sistemas
pedagógicos tanto para la instrucción primaria, como para los
estudios superiores. Tales reformas las había anunciado el
ingeniero Félix F. Palavicini, encargado de la cartera de
Instrucción Publica desde el mes de septiembre (1914), en la
ciudad de México. Palavicini, al tiempo de nombrar rector de la
Universidad Nacional al ingeniero Valentín Gama (27 de octubre), hizo del parecer educativo de Carranza, el decretar la autonomía de la Universidad y dotar a ésta de las facultades de altos estudios, jurisprudencia, medicina, ingeniería, odontología y bellas artes.
Y no haría alto el Primer Jefe con el solo anuncio de las reformas, sino que quiso poner en práctica sus designios; y al caso, el 25 de diciembre (1914), decretó el Municipio Libre, como institución llamada a ser la base fundamental de la
democracia política mexicana, así como a corresponder al
propósito de evitar que en lo futuro, el país pudiese ser objeto
de cualquier tentativa dictatorial, suponiéndose que la libertad
municipal, no sólo representaba la idea popular, sino la defensa
efectiva de tal idea.
Dada la reglamentación primera a las funciones públicas,
quiso Carranza penetrar, y penetró, a la vida de la sociedad
mexicana; y para esto expidió una ley sobre relaciones
familiares, que además de establecer el divorcio, fundamentó la
igualdad de derecho de los hijos nacidos dentro o al margen del
matrimonio legal; y aunque todo esto no tenía originalidad
legislativa ni cambiaba la faz de México, puesto que tal ley
constituía un mero instrumento para la aplicación de derechos,
de todas maneras, con las anteriores reformas o planes de
reformas, el carrancismo no sólo confirmó su idea constitucional,
sino que adquirió los tintes de un partido político, capaz
de procurar y realizar bienes para la comunidad, con lo cual
restaba a la nueva guerra civil los apetitos políticos personales.
Había un propósito más dentro del reformismo de Carranza:
ser a semejanza de Benito Juárez; porque en el fondo de su
pensamiento político, Carranza era la vivificación de Juárez y
del juarismo. El legalismo y el reformismo de Juárez, correspondía
al lema del carrancismo: Constitución y Reformas.
Quizás para la elección de Veracruz como capital de la
Revolución, Carranza se inspiró en Juárez. Tal vez, el alma
ambiciosa de Carranza sólo persiguió ganar la fama que
aureolaba la figura de Juárez. La Revolución, pues, a partir de
Veracruz, era una Segunda Reforma, que sin poseer la
originalidad de la Reforma juarista, no por ello dejaba de tener
su propio libro.
Y Juárez no sería únicamente el guía de Carranza. La gente
selecta de la Revolución, dejando a un lado la figura magistral
de Madero, se volvía ahora al origen verdadero de la reivindicación
nacional; al origen también del principio de autoridad legal
y a la doctrina fundamental de Estado. Y esto se debía, sin
género de dudas, al influjo del juarismo. De un neojuarismo, que
sin confrontar los mismos problemas del 1859, se manifestaba
en la tenacidad autoritaria, en la inviolabilidad de las leyes, en el
progreso de las instituciones, en la consolidación del gobierno,
en la impavidez del mando y en la austeridad de los
gobernantes.
No se hablaba de Juárez, puesto que, políticamente, hubiese
resultado anacronismo; pero se trataba de hacer gobierno a la
manera de Juárez y del juarismo. La palabra Reforma no llenaría
los ámbitos de México, como aconteció durante el último tercio del siglo XIX. La voz con la cual se cubrirían los cielos y las tierras mexicanas sería la de Revolución.
Tan perdurable como la Reforma, sería la Revolución; aunque la primera, con ser más heroica, pero menos conmovedora, no alcanzaría la universalidad a la cual se elevó la
Revolución; y esto, no por el triunfo de un partido, sino debido
a que desde los días que estudiamos, la idea de revolucionar, si
en ocasiones parecía indicar guerra, en la realidad sólo quería
decir progreso. Y progresar equivalía a realizar la transformación
rural mexicana, a fin de poner a México sobre la
plataforma de la Revolución Industrial; porque el país, sin que
se pudiera explicar las causas, había quedado muy atrás,
cumpliendo su ciclo rural, de las vastedades, preocupaciones y
necesidades del mundo manufacturero— de la Alta Civilización
económica y social.
Carranza, pues, sin pretender ser continuador de la
Reforma, ya que ésta había terminado en su misión, sí quiso
llenar las fuentes de su mando y gobierno, con las virtudes
reformistas y políticas del juarismo; también con las cualidades
personales de Benito Juárez.
Mas no todo en Carranza era a semejanza de Juárez. Y no lo
era, porque el solo nombre de Primer jefe del Ejército
Constitucionalista, advertía que Carranza pretendía tener dones guerreros a los cuales no se inclinó Juárez.
Así y todo, Carranza y Veracruz constituyeron, al empezar
el año de 1915, la vivificación de Juárez y del juarismo.
Presentación de Omar Cortés Capítulo decimoséptimo. Apartado 1 - Las fuentes de la guerra Capítulo decimoséptimo. Apartado 3 - La ofensiva carrancista
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