Presentación de Omar Cortés | Capítulo decimoséptimo. Apartado 2 - Carranza legislador | Capítulo decimoséptimo. Apartado 4 - La ofensiva villista | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO SEGUNDO
CAPÍTULO 17 - LA LUCHA
LA OFENSIVA CARRANCISTA
Dos planes de guerra contemplaba Venustiano Carranza, como Primer Jefe del Ejército Constitucionalista y encargado del Poder Ejecutivo, en los días de diciembre (1914). Uno, el
formulado por el propio Carranza, de esperar, sobre la vía de los
ferrocarriles Mexicano e Interoceánico, el avance de las fuerzas
de Villa y Zapata, puesto que todo hacía suponer que los
ejércitos zapatista y villista, dueños de la ciudad de México y estimulados por sus triunfos, no tendrían otra finalidad que la de marchar sobre Veracruz, con el proyecto de aniquilar dentro de tal plaza al gobierno de Carranza.
El otro plan que Carranza tenía a la vista, era el del general Alvaro Obregón. Consistía tal plan, en consolidar la fuerza
guerrera del carrancismo en el Itsmo de Tehuantepec, para que
éste fuese una ruta sólida, eficaz y expedita a fin de abastecer a
los estados de la costa occidental de México, en los cuales tenía
puestas Obregón todas sus esperanzas. Este, en tales días,
consideró que en seguida de asegurar una vía para los abastecimientos
entre el Golfo de México y el Pacífico, el estado de
Jalisco podría ser convertido en el baluarte principal del
Constitucionalismo, para apoyar, desde tal región, una ofensiva sobre el flanco derecho del villismo a manera de aislar a éste de su fuente principal de material bélico, cortarle la retirada hacia el norte que constituía su centro defensivo y de poner a los
ejércitos de Villa y Zapata unidos, entre la amenaza del
Constitucionalismo que avanzaba desde el occidente y el movilizado desde el oriente por el general Pablo González.
Ambos planes, sin embargo, fueron desechados bien pronto.
Al efecto, convencido Carranza de la lealtad del general
Obregón, de quien mucho dudara debido a las supuestas inclinaciones
de Obregón no tanto hacia el villismo o la Convención, sino hacia un partido que ya podía anticiparse como partido obregonista, resolvió entregarle el porvenir guerrero del
Constitucionalismo.
El único de los generales carrancistas que pudo hacer
sombra a Obregón fue Pablo González; pero Carranza, no
obstante las prendas que González tenía como organizador,
disciplinado y gobernante, poco a poco empezó a dar preferencia
a Obregón. El ingenio de éste; la diligencia de éste; la osadía
de éste; la sutileza de éste envolvieron a Carranza. Quizás el
Primer Jefe creyó menos peligrosa la franqueza ambiciosa de Obregón, que la ambición tímida de González.
Era el paso más atrevido que iba a dar Carranza, —después
de la resolución de Saltillo— en la guerra y la política, puesto
que de seguro no debió dejar de considerar que el general
Obregón ya victorioso, automática y lógicamente se pondría en
una plataforma superior a la que estaba el propio Primer Jefe; pero como Obregón tenía un genio alegre, Carranza creyó que con facilidad podría conducirle a la función frivola, en la que
caen los hombres que carecen de reservas metales.
Obregón, por su parte, no sólo había significado, en cuantas
formas tuvo a su alcance, su sumisión a Carranza, sino que tenía
catequizado al propio Primer Jefe y a no pocos de los colaboradores de éste, de manera que nadie vio con prevención
las facultades que se daban al general ni las distinciones que le
dispensaba Carranza. Obregón, dedicó los primeros días de
Veracruz a derramar simpatías entre propios y extraños, y como
para ello le ayudaba su vivaz inteligencia y su singular inventiva,
pronto ganó la confianza del Constitucionalismo.
Cambiados así los planes de guerra originales, y hecho
Obregón comandante en jefe de las operaciones militares.
Carranza puso a su disposición todos los recurso que en dinero,
soldados y pertrechos de guerra poseía; y aunque todo eso
reunido, no correspondía a los requerimientos de la guerra, el
general Obregón, no sin dejar de observar el hecho, y decir al
Primer Jefe cuáles podían ser sus apuros, empezó los preparativos para una ofensiva sobre zapatistas y villistas, teniendo como primera mira la reocupación de la ciudad de México; y esto, no tanto porque le interesara la plaza militar políticamente, cuanto
por el significado que en la moral de guerra tendría el suceso, para las facciones enemigas. Además, el general Obregón anidaba el propósito de castigar una vez más a la ciudad de México que se había mostrado tan partidaria de Villa y Zapata; ciudad para la cual sólo tenía reproches, considerándola -tal era el espíritu de la Revolución Rural- como la responsable de los males que sufría la República.
Por otra parte, dentro del general Obregón, se producía en
esos días, durante los cuales se sentía investido -y la investidura
era efectiva- de grandes facultades; y con lo mismo, una fiebre
de mando, gloria y venganzas, llenaba su alma. Ahora, para el
general Obregón, el villismo representaba sin cuestión alguna, la
reacción mexicana; era un apéndice de la antigua Contrarrevolución.
Es decir, el villismo constituía el regreso a la condición
nacional que había combatido la Revolución, desde los
días del Antirreleccionismo hasta los días correspondientes a la ocupación de la ciudad de México por las fuerzas constitucionalistas.
Y esta acusación del general Obregón, dicha y reiterada en
voces sonoras y afectadas, daban en Obregón la idea de que éste
era un ser omnipotente dentro de la nueva Guerra Civil; jefe que
quería hacerse obedecer sin discusión, por ser el representante
auténtico de las fuerzas revolucionarias. Y no dejaba de serlo de
una parte de éstas; ahora que no podía negarse que dentro de las
filas del villismo y del zapatismo existían individuos
integérrimos, ajenos, completa y probadamente ajenos a la
Contrarrevolución.
Sin embargo, para aquel cuadro de indisciplinas y dudas,
de insatisfacciones e indecisiones, las palabras y órdenes de
Obregón, si no tenían repercusiones en el alma del pueblo de
México, en cambio servían a improvisar, dentro del propio
Obregón, una gran autoridad; quizá la grande autoridad que
necesitaba a fin de estar capacitado para llevar la guerra contra
el general Villa, quien tenía en su haber un renombre que
llegaba más allá de las fronteras de México, y que le aureolaba
como uno de los personajes más singulares de su época, lo
mismo de México que del mundo.
Obregón, pues, en posesión de la autoridad guerrera que le
había otorgado Carranza, empezó a dictar órdenes, sin
considerar las posibilidades de un avance zapatista y villista
sobre la plaza de Veracruz; y al efecto, nombró al general
Salvador Alvarado, jefe de la línea militar carrancista que se
extendía a lo largo del ferrocarril Mexicano, con instrucciones
de avanzar y atacar la plaza de Puebla; y Obregón dio la orden,
sin siquiera considerar que las fuerzas de Alvarado carecían de
dinero y pertrechos de guerra, y que por lo mismo el movimiento
dispuesto no parecía ser el más cuerdo y oportuno.
Mas todo eso, propio de las incertidumbres y de los comienzos
de una lucha armada, lo moderaría poco a poco el general
Obregón, ya estando al frente de sus soldados, sin otra idea fija
en su mente que la de rescatar la capital de la República.
Bien sabía Obregón que la lucha contra el villismo tenía otra
categoría de la hecha contra el huertismo. Los soldados de Villa
aparte de que, ora uno, ora otro, estaban impelidos por la idea
de revolucionar, eran verdaderos hombres de guerra. A ella no
concurrían a la fuerza, y por lo mismo tenían el alma del
voluntario. Además, villistas y carrancistas usaban de iguales
armas y de la misma manera de pelear. La gente de Villa gozaba
de unas cualidades más: correspondía a la acción desinteresada
de la Revolución; a los grupos más aguerridos y valientes; al
ejército que más admiraba y seguía a su caudillo. No se trataba,
pues, de un enemigo fácil aquel que llevaba como bandera el
nombre de Villa y el programa de la Convención.
Sin ignorar qué y quién era el enemigo, el general Obregón,
tomando la jefatura de las fuerzas constitucionalistas o carrancistas se dispuso a la marcha hacia el centro de la República. Hízolo sin fanfarronería, pero con gran empaque de
general; y aunque, como se ha dicho, no poseía el material
bélico necesario para la empresa que iniciaba, venciendo
dificultades y desenvolviéndose con diligencia, a los últimos días
de diciembre (1914), se puso a las puertas de Puebla.
No era el general Obregón, el único caudillo carrancista que
preparaba la ofensiva contra el ejército villista. En Colima y Jalisco, el general Manuel M. Diéguez, hombre de valor desmedido, de inagotable actividad, aunque muy introvertido, lo cual le restaba simpatía a su persona y opacaba el brillo a su inteligencia, reclutaba gente y reorganizaba sus fuerzas, que
estaban muy mermadas desde la evacuación de Guadalajara, en
donde mandaba desde agosto de 1914.
Diéguez, en efecto, se había visto obligado a salir de la
capital de Jalisco, porque derrotado el coronel carrancista Juan
José Ríos, en un pequeño combate efectuado en Ocotlán, creyó
indefendible la plaza de Guadalajara y salió de ésta, para
transladar gobierno y comandancia militar a Zapotlán; luego a
Colima.
Ingrata y difícil era la situación de Diéguez en suelo
colímense, puesto que hallándose sitiado por las fuerzas villistas
y careciendo de gente y pertrechos de guerra, se veía estrechado
por el enemigo. Los soldados veteranos de Diéguez, por otra
parte, como consecuencia de la retirada de Guadalajara, habían
desertado en su mayoría; y el carrancismo parecía perdido en el
estado de Jalisco, en tanto que los villistas ganaban simpatías y posiciones.
Villa, en efecto, entró a Guadalajara en medio del júbilo de
los tapatíos. Parecía un héroe reivindicador. Túvosele, en
Guadalajara, como protector del clero, de los bienes de la Iglesia
y de las libertades; porque, apenas en posesión de la plaza,
mandó que los templos, clausurados por el general Diéguez,
fuesen reabiertos al culto; que los sacerdotes presos por los
carrancistas, quedaran en libertad; que los inmuebles de la gente
rica, confiscados por el general Diéguez, volviesen a poder de sus
propietarios.
Y, aunque todo esto, no correspondía a un plan contrarrevolucionario, sino a que Villa creía que su triunfo consistía en
hacer lo contrario de lo que llevaban a cabo los carrancistas, de
todas maneras, en medio de aquellos días tan oscuros para un
partido y otro partido, las determinaciones del general Villa
parecían concordar con las viejas ideas de orden y tolerancia
que habían sido el meollo del régimen porfirista y que eran las
reclamadas por las personas pudientes.
Guadalajara había sido hostil a la Revolución, no tanto por
doctrina, cuanto por los excesos cometidos por los revolucionarios
desde la ocupación de la plaza (8 de julio, 1914); y ya se ha
dicho que tales excesos no obedecieron a un plan para acabar
con la Iglesia o la clase propietaria, sino a las necesidades de la
guerra, así como al propósito de vengar en los ricos tapatíos, la
adhesión que la ciudad había dado al ejército de Huerta. De esta
suerte, tanto por lo primero, como por lo segundo, el general
Obregón, en un principio; Diéguez, poco adelante, permitieron
o toleraron los desmanes hechos por la tropa y los abusos
cometidos por la oficialidad, en templos, sacerdotes y gente
adinerada.
Después, como el general Diéguez, hombre reservado y de
apariencia indiferente, pero jefe revolucionario de muchos
valimientos, creyera que el clero de Jalisco era uno de los
principales responsables de los males que sufría el país, mandó
perseguir y encarcelar a los curas, y autorizó que las iglesias
quedasen convertidas en cuarteles; y de esto provino un odio
tan grande hacia el general, que los habitantes de Jalisco, pero
principalmente de Guadalajara, creyeron ver en Diéguez y el
carrancismo los tentáculos del diablo.
La reacción tapatía, pues, contra el general Diéguez se hizo
patente con el recibimiento a Villa; ahora que el júbilo de
Guadalajara no sería permanente, porque creyendo el general
Villa que sus triunfos le autorizaban el ejercicio de sus caprichos
personales, permitió privilegios a sus subordinados, con lo cual
alarmó a la sociedad; y como pronto llegó a sus oídos que el
carrancismo le acusaba de reaccionario por el trato que daba a la
gente rica y al clero, quiso probar que lo hecho por él, de
ninguna manera significaba contrarrevolucionarismo; y como
prueba de su integérrimo amor a la Revolución, ordenó la
aprehensión y el fusilamiento de Joaquín Cuesta Gallardo,
hombre principal y acaudalado hacendado de Jalisco, de quien
se decía que había favorecido económicamente a los soldados
de Huerta. La ejecución de Cuesta Gallardo consternó a los
tapatíos, quienes desde ese día empezaron a desconfiar de Villa
y del villismo.
Esto no obstante, no había jefe revolucionario ni caudillo de
la Contrarrevolución jalisciense que se atreviera a enfrentarse al
villismo, máxime que Villa tenía concentrados dieciocho mil
soldados en Guadalajara, y se disponía a avanzar sobre Colima
con el objeto de expulsar de las playas occidentales a los restos
de las fuerzas del general Diéguez.
Este, aunque incansable en sus propósitos de reorganizar su
gente y formar un frente que distrajera la atención de Villa, veía
con mucho desconsuelo los pocos progresos logrados por sus
soldados debido a la cortedad de sus recursos, llegando su
situación a ser tan desesperada que proyectó disolver su división
y embarcar en Manzanillo, para ir a presentarse a Carranza en
Veracruz.
Sin embargo, como en tales días de extremada sensibilidad
emotiva, una noticia, ya pesimista, ya optimista, poseía el poder
de cambiar el rumbo de la vida, de los proyectos, de las categorías
y de todo cuanto se relacionaba con Revolución y los
revolucionarios, aconteció que habiendo tenido informes el
general Diéguez, de que el licenciado Roque Estrada había
desembarcado en Manzanillo, trayendo un mensaje de aliento
para las tropas de Jalisco, y los recursos primeros a fin de reiniciar
la lucha contra el villismo en esa parte de México, los planes
de abandonar las playas de Colima cambiaron en unas cuantas
horas; y lo que parecía impotencia y derrota se convirtió en
agresividad. Al efecto, Diéguez, en un manifiesto cargado con
tinta roja, surgió amenazante contra lo que apellidaba la
reacción villista, y prometió que pronto sus soldados estarían
en aptitud de marchar hacia Guadalajara, donde mandaba en
jefe el general Julián Medina.
Así, a mediados de diciembre (1914), Diéguez llamó al pueblo
de Colima para que se uniera al Constitucionalismo, y el reclutamiento, sobre todo de jóvenes, quedó abierto en todos los pueblos colimenses y del sur de Jalisco que se había librado
de las conquistas del villismo. Ahora, pues, surgían señales de
nuevas luchas en el occidente del país.
Los preparativos de Diéguez, sirvieron para que en pocos
días improvisadas columnas carrancistas se adelantaran a
Zapotlán (Jalisco), mientras que de Sinaloa y Veracruz llegaban
a Manzanillo víveres y pertrechos, gracias a lo cual, Diéguez
cobró bríos y rápidamente organizó un frente al sur de Guadalajara;
frente que no había previsto el general Villa, en la creencia
de que el Constitucionalismo estaba aniquilado en esa parte de la República.
Disposiciones también guerreras, a las cuales asociaba su
singular optimismo, eran dictadas igualmente por el general
Ramón F. Iturbe, comandante militar del Constitucionalismo en suelo sinaloense.
Iturbe, no obstante los titubeos, ambigüedades e irresoluciones del gobernador de Sinaloa, Felipe Riveros y de la pérdida de
lo más granado de los revolucionarios sinaloenses, que estando a
las órdenes del general Juan Dozal, abandonaron a éste y se
unieron a las fuerzas del general villista Rafael Buelna, quien
con su juventud y sus arrestos guerreros fácilmente atraía y convencía a los hombres y se hacía seguir por la juventud rústica oriunda de Sinaloa; Iturbe, se dice, no obstante todas las contrariedades y pérdidas que sufrió al final de 1914, no se detuvo para emprender la organización de una columna
expedicionaria que debería marchar hacia el sur del estado de
Sonora, con el objeto de evitar que el Constitucionalismo sinaloense quedase entre dos fuegos; columna que Iturbe puso bajo las órdenes del general Angel Flores.
La misión guerrera de Flores, aparte de ser muy arriesgada
entrañaba una gran importancia, pues si de un lado era con el
objeto de preservar al estado de Sinaloa de cualquier movimiento
del villismo sonorense hacia el sur; de otro lado, intentaba
servir a las fuerzas carrancistas del general Plutarco Flías Calles,
estableciendo un nuevo frente en Sonora capaz de distraer a las
huestes del gobernador José María Maytorena, que estaban
cargadas sobre las defensas de Calles en el norte de Sonora.
Débil de todas maneras, tanto en Jalisco como en Sinaloa,
en Veracruz y Puebla, era el carrancismo que se adelantaba,
valiente y desafiante a luchar contra el villismo, que representaba
el poder guerrero más combatiente, mejor organizado y
pertrechado, de los que existían en la República.