Presentación de Omar Cortés | Capítulo decimoséptimo. Apartado 4 - La ofensiva villista | Capítulo decimoséptimo. Apartado 6 - El Convencionismo | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO SEGUNDO
CAPÍTULO 17 - LA LUCHA
LA ORGANIZACIÓN DEL CARRANCISMO
El apellido de Constitucionalista que Venustiano Carranza dio a su ejército y gobierno desde el levantamiento contra la
autoridad imperiosa e ilegal del general Victoriano Huerta, y que fue el comienzo de la Segunda Guerra Civil mexicana en el siglo XX, no pudo ser más oportuno, halagador y convincente, tanto para la República, cuanto a otras naciones. Con el Constitucionalismo,
Carranza tuvo una bandera universalmente irreprochable; y bajo tal amparo hizo que todos los caminos —exceptuando el de las armas— quedasen expeditos hacia el triunfo de su causa y de sus hombres.
Realizada la reivindicación constitucionalista, no quedaba
ya más que cumplir con el principio anunciado; pero vistos,
como hemos visto, los nuevos obstáculos que surgieron para
sentar las bases de la constitucionalidad; obstáculos que fueron
encarecidos por el propio Carranza, no tanto por apetito
personal, cuanto llevado del deseo de complementar una obra
patriótica, política y jurídica que se había propuesto y en cuyo
desarrollo y aplicación debió hallar una satisfacción individual;
vistos, pues, los nuevos obstáculos. Carranza no se detuvo para
continuar llevando a la mano la insignia del Constitucionalismo.
La idea, por otra parte, de dejar a la posteridad un hecho
capaz de darle el título de ilustre repúblico —y esto en
seguimiento del ejemplo de Benito Juárez— apareció en todos
los momentos que Carranza se sintió azogado como Primer Jefe; y de esta suerte, ya empeñado en una nueva guerra, aquel hombre de gobierno que existía en el interior y exterior de
Carranza, advirtió que la lucha no podía ser absoluta y precisamente
constitucionalista, puesto que nadie se la oponía como opinión personal o como principio de partido; y sí muchos la
exigían.
Apartado, pues, del camino puramente constitucional.
Carranza argüyó, en defensa de su poder político, administrativo
y militar, sobre la existencia de un nuevo período de la
Revolución; porque la Revolución no podía ser un mero acto de
guerra ni un solo episodio político. A ese nuevo período que se
suponía era el puente entre la violencia y la paz; entre los
impulsos y la razón, le llamó Carranza periodo preconstitucional, que en nombre y acción, correspondía realmente al derecho de la controversia; pero también de la autoridad
irrestricta. Y así lo entendió el propio Primer Jefe, quien al caso —y como ya se ha dicho en el parágrafo anterior inició un recreo legislativo, que se dispuso a continuar y consolidar a
manera de un justificativo preconstitucional, y como si dentro de la constitucionalidad no existiera el derecho de legislar.
Mas si tal recreo de Carranza no convenció, para que el país
diese su consentimiento pleno a la necesidad de una época de
preconstitucionalidad que se prestaba a muchos abusos, sí fue
probanza del deseo que tenía el propio Primer Jefe, tanto de borrar las huellas, casi siempre sangrientas, de una lucha armada por los caprichos del poder o de la ambición por el poder, como
de dar organización e ideario al carrancismo.
Fue así, con motivo de la expedición de las leyes de
diciembre de 1914, que Carranza con señalado, aunque despreocupado
entusiasmo, exclamó: ¡Hoy empieza la Revolución
Social! y si tal exclamación parecía emanar del Socialismo, el
Primer Jefe no la dijo como socialista, sino para servirse de una expresión que no correspondía al vocabulario vulgar de la política mexicana. Tratábase, pues, de una frase novedosa; pero
sólo como frase y de ninguna manera como palabra de compromiso político o doctrinal.
Sin embargo, ya se ha dicho que Carranza comprendía que
el pueblo de México perdería la confianza en la Revolución, si
llegaba a observar que ésta no tenía más objeto que regar los
campos con la sangre de los connacionales; porque ¿cuál sería el
programa revolucionario, capaz de enaltecer y mejorar al pueblo
mexicano, después del triunfo sobre el general Villa? ¿Qué iba
a dar la Revolución para llevar a la gente al convencimiento de
que la propia Revolución entrañaba un bien popular, sobre todo
en relación al mundo rural de México?
Tantos remordimientos y preocupaciones debieron sacudir
el alma patriótica y de alta autoridad que poseía Carranza, que
no sólo quiso contagiar de tales preocupaciones y remordimientos
al general Obregón, en quien creía encontrar comprensión y apoyo, sino que pidió al pintor, escritor y líder político Gerardo Murillo, quien se había dado a sí propio, como indicio preciso del renacimiento de la nacionalidad mexicana, el nombre de Doctor Atl; pidió Carranza al Doctor Atl, que organizara un partido político revolucionario, mientras que él, Carranza, continuaba legislando; pues como ni la ley del divorcio ni del municipio libre tuvieron la virtud de conmover al mundo popular de México a quien el Primer Jefe hacía demasiado sensible, ahora debería ser probado el efecto de una ley agraria.
Esta, expedida el 6 de enero (1915) no era una ley novedosa
que requiriese, para su aplicación, instituciones novedosas;
tampoco constituía la suma de la rehabilitación rural de México.
Trataba tal ley, eso sí, de dar continuidad -como lo había
propuesto el licenciado Luis Cabrera desde 1912— a los fundos
legales nacidos con la Ordenanza Real del 26 de mayo de 1567,
y a los ejidos establecidos conforme a la Real Cédula del 1° de
diciembre de 1573.
Mas, dejando a su parte, la reglamentación del orden parcelario y del trabajo a que se contrajeron las leyes de la Corona de
España, la ley expedida por Carranza poseía un sentido
humano. Los requerimientos de tierras, eran unos; otros, los
concernientes a los primeros alivios de los malestares del cuerpo
rural de la Nación mexicana.
Así, por el artículo tercero de la Ley del 6 de enero, se
mandó que los pueblos sin ejidos o que no pudieran lograr las
restituciones ejidales por falta de títulos, dada la imposibilidad
de identificarlos o porque ilegalmente les hubiesen sido enajenados,
podrían obtener que se les dotara del terreno suficiente
para reconstruirlos conforme a las necesidades de su población.
expropiándose, por cuenta del gobierno nacional, el terreno
indispensable para ese objeto, no sin el advertimiento de que los
expropiados estaban capacitados para ocurrir a los tribunales a
dilucidar sus derechos; y de la sentencia se establecería si tenían
o no capacidad legal para obtener del Gobierno de la Nación, la
indemnización correspondiente.
La continuidad que Carranza concedía a la legislación de la
Corona española, aplicada en el país, aunque intermitentemente,
al través de todas las épocas, se presentaba de nuevo al
pueblo rural de México, no como reforma social o agraria, sino
como práctica administrativa y política desde los comienzos de
la Revolución. Y esto, sin conmover al mundo popular, ni
detener la guerra, ni hacer ganar las simpatías para el partido
que la apoyaba.
Los repartimientos de tierras se habían sustanciado, pues, lo
mismo en Sonora que en Veracruz, en el Distrito Federal que en
Durango. A veces, tales repartimientos, como los llevados a cabo
en Michoacán por Trinidad Regalado, tuvieron un carácter de
manifestación independiente y popular, mas de todas maneras
intrascendentes para la República. De esta suerte, así como la
Ley Agraria no podía ser el meollo de la Revolución desde el
punto de vista social y económico, tampoco podía significar el
arma conveniente para que Carranza obtuviera el triunfo sobre
las huestes del villismo.
Tratábase, eso sí, de comprobar la existencia de una legislación del Constitucionalismo; y al caso, el Primer Jefe requería
complementar sus proyectos de legislador. Así fue como decretó la supresión de la lotería nacional, negocio internacional y antirrevolucionario. Después, expidió las primeras leyes a fin de dar orden al sistema de los ferrocarriles. En seguida, fijó las garantías que el Constitucionalismo otorgaba a la clase
obrera; y como con todo esto proporcionaba espesor y altura a su gobierno, Carranza consideró llegado el momento de proceder a dar entidad a su administración, puesto que carecía de un verdadero cuerpo de colaboradores, con la capacidad de aplicar la obra legislativa.
Había nombrado, como queda dicho, secretario de Hacienda
al licenciado Luis Cabrera; y ahora llamó al licenciado Rafael
Zubaran para que se hiciera cargo de la cartera de Gobernación;
y dio a Jesús Urueta la de Relaciones Exteriores.
Zubaran era autoritario, pero como poseía una cabeza
luminosa, no faltaban en él los destellos de la inteligencia; ahora
que de más virtudes del talento gozaba Urueta. Uníanse en éste,
la cultura y la vivacidad de su pensamiento; pues era Urueta, de
las pocas personas de la Revolución que sabían pensar. Además,
de éste podía decirse que era hombre conocedor de la geografía;
conocía asimismo la idiosincrasia de los pueblos, y estaba
enterado de los problemas exteriores, pero principalmente de
aquellos que se presentaban y desarrollaban en torno a la Guerra
Europea; saber y entendimientos tan importantes para manejar
los negocios internacionales de México.
Todas las manifestaciones del temor, del egocentrismo y de
una autoridad de muchos vuelos que se daba Carranza a sí mismo, quedaron minoradas, gracias a ese último suceso, resplandeciendo con lo mismo las ideas democráticas y sobre todo aquellas relativas a la voluntad popular, de las cuales el villismo había retratado al Primer Jefe como el más grande de
los adversarios.
Un mal, sin embargo, surgía por otro lado, como consecuencia
del nombramiento de los colaboradores más cercanos del
Primer Jefe; porque, al efecto, en lugar de elegir Carranza a los miembros de su gabinete entre los ciudadanos armados que poseían merecimientos y entre los cuales empezaban a descollar
individuos con aptitudes administrativas y políticas, escogió a
quienes negaban las cualidades de aquéllos. Por otra parte, tanto
Cabrera como Zubaran se jactaban de representar a los revolucionarios
civiles, es decir a quienes no correspondían a los
ciudadanos armados, aunque no por ello dejaban de poseer
cualidades políticas revolucionarias; ahora que esto último, no
era bien entendido por los caudillos de la guerra, quienes creían
que el triunfo o derrota del Constitucionalismo no dependía del talento o cultura de los civiles, sino de las hazañas bélicas de los jefes de partidas armadas.
Además, como entre los colaboradores cercanos al Primer Jefe se hablaba de la organización de un partido al que se llamaba civilista y que se suponía tendría por objeto preservar al país de futuras guerras intestinas, la sola noticia bastaba para crear un estado de alarma o desconfianza entre los caudillos de
la guerra. Tal parecía como si en aquellos días, en los cuales
todavía no se presentaba en el horizonte el triunfo del carrancismo,
se empezara a abrir una nueva época de pugnas en el seno
del propio carrancismo y se pretendiera estimular los recelos de
caudillos tan importantes como el general Obregón.
Este, como agente principal en el campo de guerra carrancista, omitiendo momentáneamente las consideraciones que se
derivaban de los empleos principales a los civiles revolucionarios,
estaba dedicado en cuerpo y alma a reunir un ejército
capaz de avanzar sobre la ciudad de México; y al efecto, tenía
ordenado que todas las partidas de gente armada que operaban a
lo largo de las vías de los ferrocarriles Mexicano e Interoceánico,
fuesen concentradas en las cercanías de Puebla, con el objeto
primero de hacer retroceder a los zapatistas que, faltos de jefes
guerreros y escasos de dinero y materiales de guerra, empezaban
a abandonar sus posiciones, de manera que dejando abiertas las
puertas de la ciudad de Puebla, las fuerzas de Obregón ocuparon
la plaza, el 5 de enero (1915).
Ahora, el general Obregón tenía un punto de apoyo para sus
operaciones sobre la ciudad de México; y como el general Pablo
González había rehecho una gran parte de sus tropas tan
mermadas como consecuencia de las deserciones sufridas con
motivo del avance del villismo a Querétaro; y como el general
Cándido Aguilar, había enviado cerca de dos mil veracruzanos
hacia Puebla, en la segunda quincena de enero, Obregón
comprobó que tenía listos para el avance poco más de diez mil
hombres.
No demoró Obregón, gracias a la diligencia de su carácter, la
marcha de su gente hacia el Distrito Federal; y organizando dos
columnas, avanzó despejando el camino de las guerrillas
zapatistas que aparecían una tras de otra; aunque el hambre y el
frío las hacía evacuar prontamente sus posiciones, dejando el
paso libre a los soldados de Obregón, a quienes éste tuvo el
cuidado de abastecer de indumentaria propia para el invierno,
así como de hacerles seguir por los trenes de impedimenta,
debido a lo cual el ejército carrancista marchaba con seguridad y
entusiasmo, situándose a las puertas de la ciudad de México, sin
necesidad de emprender combates, el 25 de enero (1915).
Para este día, tanto el Interino nombrado por la Convención
de Aguascalientes, como los miembros de la Asamblea y al igual
que las fuerzas zapatistas, se disponían a evacuar la plaza. El
Interino, con el proyecto de desligarse del villismo y del zapatismo,
proclamar su propia autoridad y establecer lo que llamaba
el Gobierno de la República, en San Luis Potosí o en Saltillo.
Los miembros de la Convención, con el deseo de continuar sus
labores políticas y legislativas, ya en Cuernavaca, ya en Toluca.
Los zapatistas con el plan de dejar entrar al general Obregón y en seguida sitiar a la capital, de manera que los carranciastas quedaran
incomunicados con el cuartel general de Veracruz.
Mas todos esos proyectos y propósitos, eran producto de la
impotencia de convencionistas como de zapatistas, para hacer
frente a las fuerzas de Obregón que tan decididamente
avanzaban desde Veracruz a donde Villa y Zapata unidos
hubieran podido llevar la guerra.
Y tanta, en efecto, era la debilidad de zapatistas y convencionistas, que a la sola noticia de que los carrancistas habían
ocupado la villa de Guadalupe, procedieron a la evacuación de la
capital, que previamente había abandonado el general Gutiérrez,
llevándose a los miembros de su gabinete y a poco más de mil
hombres que le servían de escolta personal, de manera que la
plaza, ya desocupada, fue entregada al general Obregón el día
28 (enero, 1915).
Verdad es que la recuperación de la capital no constituía un
triunfo guerrero del carrancismo; pero sí un progreso de mucha
calidad para la moral militar de la gente de Obregón; de la gente
de Carranza en toda la República, puesto que mermó la personalidad,
que tenía fama de invicta, del general Villa, y mermó
también el prestigio hazañoso de los soldados villistas.
Unióse la recuperación de la ciudad de México a otro
acontecimiento guerrero también favorable al carrancismo. En
efecto, el general Diéguez, a quien hemos dejado en Zapotlán,
tratando de reorganizar su división con el objeto de marchar
hacia Guadalajara, después de recibir el material bélico que le
había ofrecido el Primer Jefe por conducto del licenciado Estrada, reunió con mucho tesón y diligencia a los soldados veteranos y bisoños, con lo cual pudo disponer de una columna
de seis mil hombres, que puso en marcha hacia la capital de Jalisco.
La empresa era, arriesgada, porque el villismo tenía concentrados en Guadalajara poco más de ocho mil hombres. Así y
todo, Diéguez ordenó que el general Enrique Estrada con mil
jinetes tomara la vanguardia, siguiendo a lo largo de la vía férrea
a Guadalajara, atacando y dispersando las partidas villistas; y en
seguida de que tuvo noticias de los felices progresos de la
caballería de Estrada, movilizó al grueso de su tropa que sumaba
cinco mil soldados.
Diéguez se puso en marcha el 10 de enero, y al tener
noticias de este movimiento, el general Julián Medina, comandante
villista de Jalisco, pidió auxilios al general Villa, quien se
reforzó con mil quinientos caballos de la gente selecta de La
Laguna.
Al iniciar el avance a Guadalajara, Diéguez fiaba no sólo en
sus pertrechos, en la bizarría del general Estrada y en la
experiencia guerrera de los veteranos. Fiaba también en la
pléyade de jóvenes que constituía la oficialidad de su división;
pues mientras reorganizaba sus fuerzas en Zapotlán, de Guadalajara
y otros puntos de Jalisco y Colima llegaban jóvenes, a veces
adolescentes, en quienes bullía tanto el deseo de aventura, como
el propósito de convertirse en reformistas de México. Fiaba, por
último, el general Diéguez, en el arrojo de sus generales,
luchadores adoctrinados, unos; políticos intelectuales con ideas
sociales, como Roque Estrada, y otros. Si aquella división del
general Diéguez no tenía los soldados de Sinaloa y Sonora que
daban el ejemplo de la intrepidez, del pulso y del sacrificio, y de
lo cual dieron pruebas incuestionables en el ejército de Obregón,
en cambio se significaba por una oficialidad que se iluminaba
con sus capitanes y tenientes.
Avanzaba, pues, el general Diéguez seguro de su triunfo,
cuando, y conforme a los avisos previos recibidos, se encontró al
general Francisco Murguía, seguido de su gente que era víctima
de la fatiga, del desgano y de la falta de pertrechos. Murguía,
después de su salida de Morelia y del golpe que le diera el
general Amaro por orden del general Gertrudis Sánchez, no
descansó hasta encontrar al general Diéguez, quien le recibió
complaciente, a las horas que frente al propio Diéguez se
presentaba (16 de enero) una línea de batalla que, partiendo de
Sayula (Jalisco) tenía veinte kilómetros de longitud; pues Villa,
alarmado por las noticias recibidas de Guadalajara, anunciándole
el avance del general Diéguez, sin muchos titubeos, después de
destacar mil quinientos jinetes, mandó que el general Rodolfo
Fierros con dos mil hombres más, marchara violentamente a
Jalisco, y unido a Julián Medina avanzara hacia Zapotlán para
salir al paso de Diéguez, combatirle y derrotarle.
Diéguez, cauteloso, ante aquella línea de combate tendida
por el villismo dudó en el ataque; ahora que ya no había manera
de retroceder. El compromiso era formal, y de haberlo despreciado
sólo le quedaba contramarchar con todos los aspectos de
una fuga. Resolvió, pues, el general carrancista, hacer frente al
enemigo, entusiasmándole a esto, tanto la joven oficialidad
deseosa de medir sus armas con los famosos jefes del villismo,
como el general Murguía, en quien no se ocultaba la ambición
de probar sus aptitudes de jefe guerrero.
Ningún plan tenía formulado el general Diéguez. Lo que
importaba era romper la línea enemiga y penetrar hasta la plaza
de Sayula; y así, a las primeras horas del 17, la gente de Murguía
inició el combate, avanzando impetuosa sobre una de las alas del
enemigo, desde la cual Murguía, en caso de triunfo, podría
dominar el camino a la plaza del contrario.
Desde los primeros movimientos de Murguía, apoyados por
la infantería de Diéguez que avanzaba con el intento de perforar
el centro de la línea villista, se observó que los villistas no
hacían una seria resistencia; y esto, no tanto, por la debilidad de
sus fuerzas ni debido al desarrollo de un plan estratégico, sino
como consecuencia de las rivalidades que pronto se suscitaron
entre los generales Fierros y Medina, pues el uno y el otro
pretendía ser el jefe de la acción, con lo cual pronto cundieron
la desorganización y la desobediencia entre los villistas.
La superioridad numérica de éstos era notoria; las armas y
los caballos de primera calidad. Fierros llevaba consigo a sus
mejores lugartenientes —los mismos lugartenientes que hicieron
temible y sanguinaria a las fuerzas que mandaban el propio
Fierros. Así y todo, a la tarde del primer día de combate, la
caballería villista empezó a retroceder, y como Fierros, daba
vuelo a su disgusto con Medina, el mal lejos de ser remediado, se
agravaba.
A la noche del 17, los dos bandos pernoctaron a campo
raso, sin intentos de combatir; pero a la mañana del siguiente
día, la lucha se reanudó con nutrido fuego a lo largo de la línea,
aunque bien se pudo observar que el flanco correspondiente a la
caballería de Fierros estaba abandonado, de lo cual se valió el
general Murguía para un asalto sobre la infantería de Medina
que pronto empezó a retroceder en desorden, de manera que a
la tarde del 18, Diéguez y Murguía perseguían al enemigo que se
retiraba en confusión, dejando abandonado la mayor parte de su
material de guerra y provocando por sí mismos la desbandada
de cerca de nueve mil hombres.
De esta manera, las puertas de Guadalajara quedaron nuevamente abiertas al carrancismo; y Diéguez y Murguía entraron como
triunfadores a la plaza, el 19 de enero; aunque a partir de
aquella hora comenzaron graves desacuerdos entre los dos
generales, porque si Murguía era díscolo y autoritario, Diéguez a
su vez era desdeñoso y frío.
Mas la suerte de las armas carrancistas en Jalisco y Puebla,
no sería favorable a este partido en el norte del país.
En efecto, proyectando el Primer Jefe establecer un tercer frente al enemigo; frente que a su vez sirviese para poner un peligro a la retaguardia de las fuerzas de Villa, mandó que el general Antonio I. Villarreal, uno de los más distinguidos
hombres de la Revolución, tanto en porte como en ideas, tomara la jefatura de tal frente, que debería operar sobre las posiciones más poderosas del villismo y a donde éste tenía los mejores recursos para ser victorioso.
No ignoraba Carranza que el general Villarreal, no obstante
ser valiente y osado, carecía de las dotes guerreras para resistir
una seria embestida de Villa y de los principales capitanes del
villismo. No ignoraba Carranza que Villa, comprendiendo la
amenaza que se presentaba a sus espaldas, cargaría lo más
granado de sus ejércitos sobre los hombres de Villarreal.
Tampoco, por último, ignoraba el Primer Jefe, los recursos de que podía echar mano el general Villa al experimentar los primeros síntomas de la agresión, dentro de un suelo que
consideraba totalmente villista; y como de nada estaba ignorante.
Carranza nombró al general Maclovio Herrera, general agresivo y muy fogueado en la guerra, como lugarteniente de Villarreal, dándole el nombramiento de jefe de la División del Bravo; división que, en la realidad, sólo estaba organizada con las fuerzas del propio Herrera. Ningún otro apoyo, que el de la bizarría de Herrera recibió Villarreal para ponerse en el lugar más peligroso de la campaña contra el villismo.
Villa, en efecto, tan pronto como tuvo noticias de la organización de aquel amenazante frente; de las actividades de
Villarreal a fin de movilizar a todo el carrancismo armado en el
noroeste de la República; de la colaboración de Herrera por
quien sentían un odio irreprimible; de los abastecimientos
bélicos que empezaba a recibir el general Vülarreal y de las
posibilidades que se podían presentar a éste para embarnecer sus
tropas, resolvió exterminar, a un solo golpe, a tal enemigo; y al
efecto, ordenó al general Tomás Urbina que hiciera un alto en
su marcha hacia el estado de Tamaulipas, para que concentrara
tres mil hombres en la línea férrea entre Saltillo y San Luis; y se
dirigió a los jefes villistas en Durango y Chihuahua, a fin de que
movilizaran quince mil hombres hacia Torreón, en donde el
general Felipe Angeles, debería tomar el mando de ía columna
encargada de destruir a la mayor brevedad posible a las fuerzas
de Villarreal.
Este, con extraordinaria diligencia, pudo reunir nueve mil
soldados, aunque la mayor parte bisoños en el arte de la guerra,
puesto que habían sido reclutados de prisa en Monterrey; y sin
considerar el número del enemigo y tratando de cumplir los
planes de Carranza con la mayor lealtad y prontitud posibles, se
puso en marcha hacia Torreón, el cuartel general del villismo.
Mucho de entusiasmo, más que de realidad y razón había en las
disposiciones de Villarreal; pero como éste era de los hombres
que, conforme a las prédicas liberales, todo dependía de la
voluntad individual, no titubeó para movilizar su gente sobre el
centro principal del villismo, de manera que, de triunfar en el
episodio, el general Villa hubiese quedado derrotado allí mismo.
Pero Villa, en vez de esperar al atacante, informado como
estaba no sólo del número, sino de la calidad de los soldados de
Villarreal, dejó que éste avanzara, y sin esperar la reunión de
todas las tropas convocadas, organizó una columna de diez mil
soldados escogidos, los puso bajo las órdenes de Angeles, a quien entregó la responsabilidad de una acción que sería definitiva para el dominio del norte del país, ya por uno, ya por otro partido en lucha.
Angeles estudió, antes de poner en movimiento a sus
soldados, un plan de ataque, con el propósito no sólo de derrotar
a los carrancistas, sino con el objeto de abrirse paso hasta
Monterrey, ocupar esta plaza y continuar hacia Tamaulipas a fin
de exterminar al carrancismo de la región petrolera. Estudió
también Angeles, y en seguida puso en marcha sus proyectos, un
sistema de abastecimientos, de manera que nada debería faltar
en una campaña rápida y efectiva, que el general Villa veía no
sólo como un golpe al carrancismo, sino también como una
venganza contra el general Herrera, a quien odiaba por considerarlo
desertor del villismo.
Tantos, pues, fueron los cuidados que tuvo Angeles en el
cumplimiento de su deber militar, que desde los primeros
encuentros (1° de enero, 1915) de sus avanzadas con las del enemigo que eran mandadas por el general Luis Gutiérrez, hizo sentir la superioridad de sus planes y de su gente, obligando a los soldados de Villarreal a evacuar la plaza de Saltillo.
Desde ese momento, el general Villarreal no dejó de advertir
el poder del enemigo; pero gobernado por la rectitud de su
responsabilidad, y sin querer retroceder, se situó en Ramos
Arizpe, ordenando que todas sus fuerzas fuesen concentradas
en el punto, ocupando los flancos que eran más fáciles al ataque
de los villistas.
Sin embargo, en el apresuramiento al que obligaban los
informes, según los cuales Angeles avanzaba velozmente, el
general Villarreal no pudo dictar disposiciones oportunas a fin
de que los trenes de sus tropas no entorpecieran las maniobras
militares en el momento necesario, pues fácil era advertir que el
enemigo podía cargar sobre un reducto sin protección como
eran tales trenes.
Y, en efecto, el general Angeles vigilaba a los carrancistas, y percatándose de la situación de las tropas de Villarreal, resolvió,
anticipar el asalto para aprovechar el hecho de que los
soldados carrancistas, estando todavía a bordo de los vagones,
no podrían tomar posiciones de defensa. Además, como el lugar
para el asalto estaba cubierto con una espesa y baja niebla,
Angeles mandó a sus hombres al ataque, cayendo así inesperada
y violentamente sobre los mismos trenes, inmovilizando
automáticamente a más del cincuenta por ciento de la gente de
Villarreal, sembrando el terror en una lucha cuerpo a cuerpo, al
grado de que los hombres de un bando y otro bando, llevando
iguales distintivos, no sabían quien era quién.
Además, el general Angeles había dejado de reserva a poco
más de cuatro mil hombres, y como todavía a la tarde de ese día
(5 de enero), los carrancistas, parapetados en los furgones de
ferrocarriles, seguían resistiendo a los villistas. Angeles mandó
entrar en acción a sus fuerzas de refresco, con lo cual Villarreal
y Herrera se vieron obligados a retroceder, cediendo el campo a
los villistas y dejando a sus espaldas la sangre y los mejores
pertrechos de sus divisiones.
El retroceso de los carrancistas fue en medio del mayor
desorden. Los soldados carrancistas no obedecían mando alguno
y sólo trataban de ponerse a salvo. Villarreal mismo, estuvo a
punto de ser prisionero en dos o tres ocasiones. Los trenes
carrancistas ardían; las vías férreas quedaron cortadas; el general
Angeles, sin detenerse, y al tiempo de recibir un refuerzo de
cuatro mil hombres, ordenó que el avance continuara hasta
ocupar la plaza de Monterrey.
La derrota del carrancismo a la que concurrieron causas de
la imprevisión y causas de la audacia, conmovió profundamente a
Carranza. El general Villarreal agobiado por la pena, se retiró a
Nuevo Laredo, en donde preparaba un informe sobre tan desgraciados
sucesos, cuando se le informó que el Primer Jefe daba órdenes para que se le abriera causa militar. El acuerdo de Carranza no podía ser más injusto, puesto que en Villarreal y
Herrera no habían faltado el pundonor ni la lealtad. Una mala
estrella de la guerra, no podía ser motivo para acusar a un
hombre de la dignidad y valor de Villarreal, de manera que
cuando éste quedó enterado de los propósitos del Primer Jefe, tomó el camino del destierro voluntario. La Revolución perdió, momentáneamente, a uno de sus grandes y distinguidos hombres.
Presentación de Omar Cortés Capítulo decimoséptimo. Apartado 4 - La ofensiva villista Capítulo decimoséptimo. Apartado 6 - El Convencionismo
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