Presentación de Omar Cortés | Capítulo decimoséptimo. Apartado 6 - El Convencionismo | Capítulo decimoséptimo. Apartado 8 - El territorio zapatista | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|
José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO SEGUNDO
CAPÍTULO 17 - LA LUCHA
SITUACIÓN ECONÓMICA DEL PAÍS
En casi dos años consecutivos de guerra civil y contándose desde la declaración constitucionalista del gobernador de Coahuila Venustiano Carranza los días que examinamos, los siempre endebles brazos de un país como México, dentro del cual escaseaban una riqueza natural física, el trabajo y la producción empezaron a quebrantarse y sufrir con ello, no tantos los hombres que andaban en la guerra o que hacían la
guerra, sino la población civil que, si estaba comprometida en la
Revolución, no por ello iba dejar de padecer las consecuencias
de la lucha intestina.
La ciudad de México era el espejo de lo que acontecía en el
orden económico al través de la República, pero sobre todo en lo
referente a los intereses laborales y a propietarios de la manufactura.
En éstos, si de un lado faltaban los créditos, y de otro lado
escaseaban las primeras materias, se iban encogiendo los días de
trabajo. Las fábricas, por otra parte, no vendían sus productos,
ni el comercio estaba en posibilidad de comprarlos. Los engaños
que traía consigo el bilimbique, la debilidad de los salarios, la
desorganización productiva, eran la causa de una resta cotidiana
de consumidores, de manera que por todo eso, día a día
aumentaba la desocupación mortificante y azarosa.
Los minerales, exceptuando los de Durango, Coahuila,
Chihuahua y Sonora, paralizados en su mayoría, restaban a la
economía del pueblo y de la nación, salarios, transportaciones,
impuestos y metales. Los trabajadores mineros eran ahora, en
un alto porcentaje, soldados de la Revolución o emigrados.
Una cifra mayor que la de cuatrocientos mil, constituía el
número de mexicanos ausentados del país y establecidos en
Estados Unidos durante 1914. El solo anuncio de una posible
lucha armada entre Carranza y Villa produjo, durante los meses
de diciembre (1914) y enero (1915) la cuarta parte de la
emigración dicha; y esto no tanto por los horrores que la guerra
podía traer consigo, cuanto por las escaseces económicas que
afligían a la clase rural.
Por otra parte, confiscada en Chihuahua la riqueza ganadera,
que sirvió, al ser exportada a Estados Unidos, para armar a los
ejércitos revolucionarios que combatieron y derrocaron al
general Victoriano Huerta; extinguida la riqueza que en caballos
poseía el norte del país, por el uso que de éstos hicieron los
revolucionarios y abandonadas las mismas de oro y plata en el
centro de la República debido a la imposibilidad de transportar
o beneficiar los metales y desolados, por último, los campos, ya
por las amenazas y temores que sembraban las guerrillas, ya por
los excesos que cometían los cabecillas de partidas armadas, ya
porque los peones preferían darse de alta como soldados o
continuar acasillados; hundidas, en fin, las fuentes del trabajo y
de la producción, el aspecto económico de México era el
espectro de las miserias. Salvábase, sin embargo, la pobretería de las tantas angustias y dolores que causa la desocupación y la escasez de alimentos,
gracias a la abundancia con que se presentaba la moneda de
papel. Para la gente rural era una alegría poder allegar a sus
bolsillos los bilimbiques de uno o cinco pesos, puesto que en los
días anteriores a la Revolución, la gran masa rústica no tuvo
otra divisa principal que la del centavo de cobre. La posesión de
cinco pesos significaba hacia los días del Centenario de 1910,
una condición de persona casi acomodada. Los pesos fuertes
(se decía) no son para los jornaleros, sino para los usureros. El
empleado municipal con dieciocho pesos mensuales de sueldo,
se suponía corresponder a una clase media; un comerciante
pueblerino, con un establecimiento inventariado en cinco o diez
mil pesos, correspondía a la clase rica. Rico también era el
propietario de una casa valuada en ocho o diez mil pesos.
Llamábase rentista a quien recibía intereses mayores de cien
pesos.
Así, el bilimbique no tenía valor positivo, puesto que
carecía de talón metálico, en cambio presentaba un poder de la
cantidad que la gente del campo nunca antes había conocido.
El paso de los ejércitos por los pueblos, ora del occidente,
ora del centro, ora del oriente, si por de pronto producía
alarma, luego traía el contento, por la cantidad de bilimbiques
que oficiales y soldados llevaban y gastaban. El general
Obregón, en su avance de Sonora a la ciudad de México erogó,
en gastos de campaña, quince millones novecientos mil pesos; y
se supone que el general Villa derramó otros tantos millones en
sus movimientos de Chihuahua a Zacatecas. Así, si la economía
fundamental del país estaba destrozada, la condición popular se
sentía animada por el fácil y constante ir y venir de los bilimbiques.
Los billetes emitidos por las facciones revolucionarias a
partir de los fechados en Monclova el 28 de mayo de 1913, no
tenían número. Los correspondientes al villismo (emisiones de
diciembre del 1913, febrero y marzo de 1914 y los impresos por
la Comisión de Hacienda en Torreón), sumaban, al empezar el
1915, ciento ochenta millones de pesos; y si a éstos se unían las
emisiones autorizadas en Sonora por José Ma. Maytorena
(agosto, 1913); las del estado de Durango (agosto, octubre y
diciembre de 1913; enero, febrero, marzo y agosto de 1914); las
del general Francisco Murguía (Uruapan, 20 de diciembre,
1914); las de Ramón F. Iturbe (Mazatlán, 21 agosto, 1914); los
billetes del Gobierno Provisional de Veracruz; y si a todas esas
emisiones se agregaban las no autorizadas por Carranza, ni por
Villa, ni por Zapata, los vales locales firmados por los jefes
revolucionarios y los vales de curso obligatorio expedidos por
los generales Rasgado, Maass, Almazán y otros, y los billetes
falsificados en diferentes partes de la República, que también
fueron de circulación forzosa, la cifra de las emisiones alcanzan
la cantidad de mil doscientos cincuenta millones de pesos, de los
cuales, el gobierno de Carranza reconoció como autorizados, un
total por valor de setecientos millones de pesos.
A aumentar el volumen circulatorio en el país llegaron
también los billetes de los bancos privados que funcionaron
durante el régimen porfirista; pues éstos continuaron emitiendo
billetes, ya sin garantía, hasta el final de 1913. La circulación de
tales billetes era, en marzo de 1913, por valor de ciento veinticinco
millones de pesos; pero al 31 de diciembre de ese año
ascendía a doscientos veintiún millones de pesos.
Aunque todo ese movimiento monetario significaba una
inflación sin precedente en la historia de México, no por ello
desagradaba al país. Había, un menosprecio al bilimbique, mas
no se ocultaba la ilusión de la gente pobre al verse dueña, con
cierta facilidad, de un mayor número de pesos.
A ese desarrollo circulatorio correspondía, al empezar el año
de 1915, un acrecentamiento en los salarios. Carranza decretó
(febrero, 1915) una mejoría de treinta y cinco por ciento sobre
el jornal de los obreros de hilados de lana, algodón, yute y
henequén.
En la ciudad de México, la Convención estableció un salario
mínimo de cuatro pesos diarios para los empleados de tranvías,
mientras que en el estado de Chiapas, el salario mínimo para los
peones, de acuerdo con el decreto expedido por el general Jesús
Agustín Castro, fue de un peso diario.
Dentro del estado de Chihuahua, por orden del general
Villa, los peones de hacienda no podía recibir un jornal diario
menor de dos pesos; y los soldados de la División del Norte tenían un haber de dos pesos con veinticinco centavos, mientras los carrancistas ganaban un peso con setenta y cinco centavos. El haber de un individuo de la clase de tropa zapatista era de un
peso.
Los generales de división de los ejércitos constitucionalistas vieron ascender sus sueldos a treinta y cinco pesos diarios; a doce, los coroneles y a cinco los subtenientes.
El precio promedio de un peso bilimbique, ya de emisión
carrancista, ya de emisión villista, era de cinco centavos oro
mexicano. El antiguo peso de plata (peso fuerte), valía, el 10 de
enero (1915), un peso treinta y cinco centavos oro nacional; el
28 del mismo mes, un peso noventa y ocho centavos. El precio
del oro ascendió a cuatro mil setecientos pesos bilimbiques el
kilogramo. Al general Obregón le vendían doscientos cuarenta
kilogramos de oro al precio indicado; pero el Primer Jefe se negó a efectuar la compra, por considerarla producto de la especulación y por lo mismo de carácter ilegal.
En los bancos de la República había en existencia, al 31 de
diciembre de 1914, sesenta y dos millones de pesos en oro, dieciséis millones de pesos en plata y un millón doscientos cincuenta mil pesos en moneda fraccionaria. De tal cantidad, el Banco Nacional tenía en sus cajas treinta y siete millones de
pesos en metálico. Los bancos privados, pues, no obstante la
guerra y las contingencias de la guerra, seguían operando,
aunque sin llevar a cabo emisiones de billetes que siempre les
fueron tan favorables y con las limitaciones propias a las
circunstancias. Tales operaciones, si en algunas ocasiones se
traducían en pérdidas como sucedió con el Banco Minero, cuyos billetes fueron falsificados en cuantía, también daban lugar a provechos.
Si el Banco Nacional de México perdió (1914) a través de sus sucursales cuatro millones cuatrocientos mil pesos, en cambio su casa matriz logró en su caja un aumento de tres millones novecientos mil pesos. Esto, registrado cuando el país
se hallaba en plena guerra, significaba la vitalidad de la República,
la benignidad de los revolucionarios y el respeto que la Revolución tenía a los intereses privados, a los créditos e inversiones extranjeras, puesto que la mayoría de las acciones de los bancos de México era propiedad de instituciones o particulares de Europa y Estados Unidos, y a los derechos de propiedad.
Así también, si no como en relación a la moneda metálica
nacional, pero sí a manera de que el peso mexicano, aun
convertido en bilimbique, significaba un valor, la equivalencia
de éste y las monedas con patrón oro, mantenían un equilibrio
económico. Cotizábase el peso mexicano a 0.6716 marcos
alemanes; a 0.8292 pesetas españolas; a 0.16 con el peso colombiano
y a 0.8284 con los francos franceses.
Sin embargo, para el común de la gente, tales valorizaciones,
carecían de interés frente al problema, cada día mayor, que se
presentaba al pueblo de México como consecuencia de los
aumentos de precios a los artículos comestibles y del vestido;
ahora que este problema se sufría principalmente en la ciudad
de México.
Aquí, la gente pobre amenazaba con entrar a saco las
tiendas de abarrotes; y como la gran mayoría de tales tiendas
era propiedad de españoles, el odio hacia quienes llamaban
gachupines iba acrecentándose día a día, sin considerarse que
tales propietarios eran a la vez víctimas de los especuladores y
coyotes; también de las cortedades con que se caracterizaba la
producción agrícola nacional.
Obregón, desde la reocupación de la capital (28 de enero),
había advertido el descontento popular; y la amenaza que para
la tranquilidad pública significaba tal descontento; porque en el
entendido de la gente del pueblo, la causa de la carestía no era
otra que la presencia de los carrancistas en la metrópoli. Servía
para esta creencia, el hecho de que el general Obregón, por
orden de Carranza, prohibió la circulación de los billetes
emitidos por los villistas, lo cual dañó directamente a la clase
más pobre de la ciudad de México, que de un día a otro no tuvo
recursos con qué comprar sus alimentos; y como éstos a la vez
iban en aumento por la escasez productiva y la falta de transportaciones,
el mal se acrecentaba hora tras hora.
Observando esta situación, a pesar de que él mismo había
dictado la orden prohibiendo la circulación de los bilimbiques villistas, el general Obregón repuganaba la aplicación del decreto, y así se lo hizo saber con toda franqueza a Carranza; pero éste afirmó su decisión, creyendo que Obregón trataba de imponer su criterio personal, hecho que era inaguantable para una alma tan imperiosa como la del Primer Jefe.
Tan ciego, en efecto, estaba éste frente a la realidad popular y guerrera que confrontaba el país, que el general Obregón
seguro de que tal medida iba a provocar un alzamiento del
pueblo dentro de la ciudad de México y con ello quedaría
manchada la bandera de la constitucionalidad, se dirigió a
Carranza indicándole la conveniencia de evacuar la plaza antes
de insistir en hacer efectivo el decreto que iba a dañar a la gente
más pobre de la capital.
Mas Carranza, sin querer retroceder en sus determinaciones,
considerando que replegarse significaba una derrota moral a su
gobierno, tuvo la peregrima idea de pretender compensar
monetariamente las pérdidas sufridas por los miembros de la
población más pobre de la capital; y al efecto, mandó al general
Obregón que procediera a repartir entre la clase menesterosa,
billetes constitucionalistas de cinco y diez pesos; y como el secretario de Hacienda Luis Cabrera calculó que la gente necesitada en la metrópoli, no podía pasar de cincuenta mil almas,
redujo el problema a que el Gobierno hiciera un desembolso de
medio millón de pesos, suponiendo que dando un billete de diez
pesos per cápita todo quedaría solucionado; ahora que a fin de
que el Gobierno no quedase considerado como un mero benefactor,
se ordenó al general Obregón que organizara una junta
llamada Revolucionaria de Auxilios, con el encargo de distribuir
los quinientos mil pesos entre cincuenta mil personas.
Como es natural, el general Obregón que era hombre
práctico y conocía el alma de las multitudes, no vio las cosas
con el optimismo del licenciado Cabrera. Esto no obstante, se
subordinó a las reiteraciones de Carranza; organizó la Junta de
Auxilios y vigiló el reparto de los cincuenta mil bilimbiques de
diez pesos cada uno. Mas, como lo había previsto, apenas
terminado el reparto, la indignación popular fue mayor; la masa
cobró bríos; los ímpetus y amenazas se hicieron públicos.
Ahora, la gente ya no quería ni aceptaba dinero; ahora exigía el
reparto de víveres, y así lo comunicó el general Obregón al
Primer Jefe.
Requeríase, pues, más dinero, para adquirir alimentos; pero
Cabrera hizo saber al general Obregón que la caja de la tesorería
nacional establecida en Veracruz estaba exahusta de fondos.
Obregón no dudó en contestar: Si no hay dinero, que se tome
de donde lo haya.
Esto no cambió la decisión de Cabrera. Y tenía razón. De
los brazos de las prensas instaladas en Veracruz salían doscientos
mil pesos a la semana. Las máquinas impresoras no
estaban capacitadas para imprimir un mayor número de billetes.
Por otro lado, las recaudaciones en el país eran casi nulas en
virtud de la guerra. La explotación del petróleo, en doce meses,
sólo había producido un millón setecientos ochenta y siete mil
pesos. De los bilimbiques impresos, el Gobierno había enviado
un millón de pesos al general Diéguez, para la ofensiva en
occidente; setecientos mil más, al general Pablo González a fin
de que reorganizara el cuerpo de Ejército del noroeste, y medio millón al general Salvador Alvarado para la ocupación y organización de la península yucatanense.
Frente a estos problemas, que por de pronto parecían
insolubles, el general Obregón decidió tomar su propia iniciativa
y su propia resolución; y lo último con tanta decisión y personalidad,
que luego de rechazar con indignación, los servicios de
Antonio Mañero, presumible economista u oficinista, a quien el
secretario de Hacienda enviaba a la ciudad de México con
instrucciones de dar clases sobre funciones administrativas a
Obregón; éste, enseguida del reparto de los quinientos mil pesos
entre los indigentes, y vista las reiteraciones de Carranza,
decretó (12 de febrero) una contribución de guerra por medio
millón de pesos que debería pagar el clero católico, al que dio
un plazo de cinco días para entregar la cantidad mencionada.
Cumplido que fue el plazo, y viéndose que los encargados de
la Iglesia no concurrían a hacer entrega del préstamo, Obregón
ordenó que el vicario general de la Mitra doctor Antonio de J.
Paredes, el deán de la Catedral metropolitana doctor Gerardo Herrera y todos los sacerdotes de la ciudad se presentaran en el Palacio Nacional.
Aquí, les esperaba el general Obregón, quien con buenas
palabras reprochó al vicario y a los clérigos el hecho de que no
hubieran entregado el dinero correspondiente al préstamo, a lo
cual respondió Paredes diciendo que la Iglesia estaba imposibilitada
de hacer efectiva la cantidad que se le exigía; y sin que
mediaran más palabras de una parte y de la otra parte, el general
Cesáreo Castro, comandante militar de la plaza, quien asistía al
acto, hizo saber a los sacerdotes que por orden del cuartel
general quedaban presos.
A ciento setenta individuos ascendía el número de sacerdotes;
pero como cincuenta y uno de los presentes probaron que eran extranjeros, el general Obregón ordenó que éstos tuvieran su libertad, mientras los curas mexicanos quedaban provisionalmente detenidos en la guarnición de la plaza.
La prisión de los miembros del clero sublevó mucho los
ánimos de los metropolitanos; y como no escasearon las protestas
e improperios, el general Obregón, a manera de represalia,
ordenó la confiscación de los templos de la Concepción y Santa
Brígida, así como del Colegio Josefino; y como al acontecimiento
se le dio el cariz de medida para evitar una contrarrevolución
acaudillada por el clero, los viejos y nuevos liberales,
unidos a los revolucionarios, invocando la necesidad de exterminar
el clero, amotinaron a la gente, y con la tolerancia de las
autoridades civiles y militares de la ciudad, la multitud entró a
saco el colegio Josefino.
Mas como la acción contra el clero, así como otras disposiciones del cuartel general, no sirvieron para aliviar la situación
económica que en todos sus aspectos afligía a la ciudad de
México, las manifestaciones públicas de descontento empezaron
en un extremo y otro extremo del Distrito Federal, primero; en
el corazón de la capital, después. Ante esto, y resuelto a
imponer el orden y a remediar los males, el general Obregón
decretó una contribución conforme a la cual, los comerciantes
deberían entregar al cuartel general Constitucionalista, el diez
por ciento de las mercaderías que tuviesen en existencia, ya
fuesen éstas en víveres, ya en ropa.
Mucha severidad entrañaba tal decreto. Sin embargo, los
comerciantes lo tomaron a desdén y por lo mismo no hubo uno
solo que correspondiera a la demanda de Obregón, por lo cual
éste, expidió (25 de febrero) un segundo decreto, estableciendo
un gravamen extraordinario sobre capitales, hipotecas, profesiones,
aguas, vehículos y contribuciones prediales. A lo
ordenado, sin embargo, no hubo respuesta; y Obregón, dispuesto
a hacer sentir su autoridad, que muy benigna se había
mostrado frente a las procesiones levantiscas de los católicos
que pedían la libertad de los sacerdotes, y de la gente del pueblo
que exigía el reparto gratuito de alimentos; Obregón, se dice,
convocó a una reunión a los principales comerciantes de la
capital; y ya reunidos éstos (4 de marzo, 1915), les reprochó
personal y verbalmente, la falta de cumplimiento del decreto,
tratando de convencerles de que procedieran a ponerlo en
práctica desde luego; mas como pronto se convenciera de que
mediante una solicitud pacífica no obtendría la correspondencia
que deseaba, ordenó que las fuerzas armadas, que ya estaban
dispuestas al caso, aprehendieran a los comerciantes mexicanos,
y dejaran en libertad a los extranjeros, no obstante que éstos
eran los más ricos, los que poseían los mejores almacenes de
víveres, los que acaudillaban a los enemigos de la Revolución y los que especulaban abierta y francamente con las necesidades
de la población civil.
Ninguna ventaja obtuvo la ciudad con la prisión de los
comerciantes mexicanos. La falta de víveres continuaba produciendo
graves males. Esas amenazas del hambre surgían por un
lado y otro lado. La gente, que en meses anteriores se había
refugiado en la ciudad de México temerosa de las violencias
pueblerinas, ahora trataba de salir de la capital en busca de
alimentos; y esto último desdoraba al Constitucionalismo que parecía ser impotente para satisfacer las necesidades populares.
Por otra parte, las escaseces de trabajo, dinero y alimento
servían para aumentar las filas del ejército carrancista; pues no
sólo los jóvenes pertenecientes a la clase humilde, sino también
a la acomodada, se daban de alta en las filas de Obregón. Ser
soldado revolucionario significaba en los días que recorremos,
no precisamente poseer ideas, sino el privilegio de obtener
víveres, y la esperanza de lograr una categoría o un empleo civil
que a la vez servían para abrir las puertas de lo futuro.
Si Obregón, en tales días, hubiera tenido a la mano las armas
suficientes para corresponder a las demandas de los voluntarios,
levanta un gran ejército; y un ejército constituido por una
juventud deseosa de pelear y triunfar.
Presentación de Omar Cortés Capítulo decimoséptimo. Apartado 6 - El Convencionismo Capítulo decimoséptimo. Apartado 8 - El territorio zapatista
Biblioteca Virtual Antorcha