Presentación de Omar Cortés | Capítulo decimoseptimo. Apartado 10 - La guerra civil en Yucatán | Capítulo decimoctavo. Apartado 2 - Los frentes de combate | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO SEGUNDO
CAPÍTULO 18 - OTRA GUERRA
LA OSADÍA DE OBREGÓN
La situación de las fuerzas carrancistas al mando del general Alvaro Obregón dentro de la ciudad de México era, al empezar el mes de marzo (1915), muy difícil, no tanto por las condiciones económicas que prevalecían en la vieja capital, que graves
y profundas mucho atenaceaban a la gente de la pobretería, cuanto debido a lo incierto que se presentaba lo porvenir, desde el punto de vista guerrero.
Para Obregón, se abría una grande interrogación respecto a
los futuros movimientos de sus fuerzas; porque sin tener apoyo
guerrero en el norte ni el oeste de la República, y asediado hacia
el sur por las fuerzas armadas del zapatismo, cualquier
movimiento que llevara a cabo al frente de sus tropas, iba a
depender más de la suerte que de una táctica de guerra, por más
hábil e inteligente que ésta fuese.
Aumentaba la intensidad de aquella situación de Obregón y
de los soldados que estaban bajo sus órdenes, el invariable designio
del Primer Jefe, de tener al general Obregón, no obstante que éste era el comandante en jefe de las operaciones militares en la República, bajo su mando directo y por lo mismo sin
iniciativa, de manera que todos los movimientos de tropa tenían
que ser consultados y resueltos por Carranza, debido a lo cual se
perdía la independencia de acción y el deseo de hacer méritos
en campaña.
El trance sufrido con Villa, y que iba a costar sangre y carne a la nación mexicana, servía ahora a Carranza de experiencia y
de advertencia preliminar, para no dejar al general Obregón la
libertad de iniciativa guerrera. Carranza, más que anteriormente,
quería hacer efectiva su función de Primer Jefe del Ejército
Constitucionalista; aunque sin apreciar los posibles campos de batalla, ni conocer la organización de los ejércitos en lucha, ni
estar ligado al alma del soldado, ni hallarse en los frentes de
batallas. Los propósitos de Carranza eran muy prudentes, pero
de ninguna manera factibles. Mandar soldados desde un punto
remoto; idealizar los movimientos y abastecimientos de las
tropas; trazar planes sin el examen previo de las condiciones del
suelo y las fuentes directas de los abastecimientos, no correspondía
a la guerra emprendedora ni a los tiempos de la Revolución
mexicana. Creer en un orden político superior al orden
guerrero, no estaba de acuerdo, en ningún sentido, con el poder
de los caudillos ni de las armas.
Lejos, pues, de la cruda y efectiva realidad que exige la
guerra, el Primer Jefe, conducido por una ingenuidad casi infantil y por el deseo de salvar al país del caudillaje, que era la amenaza de un siglo, no quiso desprenderse de su mando como
Jefe del Ejército Constitucionalista y sin restringir, pero tampoco dar facultades a Obregón, mandó a éste que desocupara la plaza de México y retrocediera a Veracruz. La orden del
Primer Jefe era de aquellas que, al ser cumplida, tenía la capacidad de hacer o deshacer el Constitucionalismo. No comprendía ni un solo problema de estrategia ni una sola garantía para el porvenir del Constitucionalismo.
Aunque el general Obregón, humillado por el Primer Jefe cuando éste, con prudencia, pero a par con mucha firmeza, le reprochó su titubeante actitud frente a las decisiones de la Convención, trataba de ser grato al Primer Jefe, como también quería significar a éste, tantas veces como le fuese posible, la lealtad y respeto que le merecían las órdenes superiores, al enterarse del acuerdo de Carranza para que las fuerzas carrancistas abandonaran la ciudad de México y retrocedieran a
Veracruz, comprendió cuánta escases de atributos guerreros
había en la mente y el alma de Carranza; y aunque estaba
resuelto a no desobedecer las órdenes del Primer Jefe, pero tampoco a ejecutar aquellas que contrariaban las más accesorias disposiciones guerreras, creyó conveniente y necesario vetar en
silencio las disposiciones militares de Carranza. Para ello había
que obrar con inteligencia, sin dar a entender al Primer Jefe sus pocas o ningunas aptitudes para dirigir la guerra, y llevar a cabo aparentemente las órdenes recibidas, a fin de realizar a las espaldas de tales órdenes, los planes previamente estudiados.
Tratando así de distraer a Carranza sin contrariarle, el
general Obregón mandó establecer agencias de reclutamiento en
Orizaba, Pachuca, Puebla, Tlaxcala y otros lugares, con lo cual
podía tener motivos para no abandonar desde luego la plaza de
México; pues había para ello una causa principal: esperar lo más
posible, los resultados del reclutamiento, con el objeto de fortalecer
con las nuevas altas el cuerpo del ejército de operaciones.
Y mientras que tenía cuenta y razón de los resultados del
reclutamiento en los puntos dichos, el general Obregón nombró
a Gerardo Murillo, persona de carácter emprendedor, teorizante
del Socialismo y organizador de un partido político proyectado
por Carranza, pero inspirado en las ideas de las publicaciones
norteamericanas Appeal to Reason y The Call para que, penetrando activa y eficazmente en los gremios obreros, atrajera a los líderes de la Casa del Obrero Munial hacia la causa Constitucionalista, pero no sólo como meros simpatizadores, sino como parte activa de la guerra; esto es, como soldados de la Revolución.
La Casa del Obrero Mundial que, como ya se ha dicho, había sido fundada por anarquistas españoles, no para servir a los intereses de partido político alguno o a fin de dar apoyo a determinada facción bélica, y por lo mismo estaba llamada a
mantenerse al margen de las batallas en torno al poder público,
había tenido una actitud gallarda desde su fundación, librando a
los trabajadores del contagio de los maniobreos políticos,
generalmente perniciosos tanto para la comunidad del trabajo de
producción, como para el establecimiento del orden democrático.
Tan digna y encomiable actitud de la Casa del Obrero Mundial, había sido observada fácil y sagazmente por un caudillo inteligente y hábil como Obregón. Este, al efecto, pronto tendió todas las redes posibles a fin de conquistar al grupo que
dirigía la asociación anarquista, y en la que se hallaban jóvenes
obreros y estudiantes universitarios de muchos bríos y capacidades.
Una de tales redes fue la de entregar a la Casa del Obrero, los edificios religiosos confiscados; también algún otro inmueble propiedad de la gente rica de México que se hallaba incautado; y esto, como es natural, mucho halagó a los anarquistas que desde ese momento creyeron que la Revolución rural mexicana podía ser convertida en una revolución social, como si para ello
bastara el concurso armado de los trabajadores..
Entregados, pues, tales edificios a los sindicatos y grupos
ácratas de la Casa del Obrero Mundial, los adalides del anarquismo que parecían incorruptibles y dispuestos a realizar por sí mismos sus propios designios, cayeron en el campo de las
tentaciones. Así, la segunda parte de la adhesión de la Casa del Obrero al carrancismo, fue obra de la promesa de Obregón, primero; de la ambición despertada a los jóvenes líderes, por
otra parte.
Además, como los centros de trabajo cerraban día a día sus
puertas, los obreros, entregados a la desocupación, a la falta de
alimentos, a las contingencias de la guerra, a las escaceses
monetarias y a la especulación que llevaban a cabo los coyotes,
doblaron las manos, dieron vuelta a la primera página de sus
originales pensamientos y se entregaron a los brazos de sus débiles,
inexpertos y candorosos paladines. Así, los anarquistas españoles
y mexicanos, enemigos del Estado, quedaron convertidos
en dóciles instrumentos del carrancismo.
Al efecto, ya resueltos a que sus consocios llevasen el rifle al hombro y sirviesen de soldados a un Gobierno, que no tenía la
menor compatibilidad con el programa por excelencia antiautoritario
de la Casa del Obrero Mundial, los líderes del anarquismo, convencidos de que deberían servir bajo las banderas
del Constitucionalismo, marcharon a Veracruz a ponerse a las órdenes de Carranza.
Este les recibió y trató con excesiva frialdad, reprochándoles que renegaran del principio de autoridad, que pretendiesen una
asociación internacional apátrida; y todo esto como si la
hermandad espiritual predicada por aquella gente intentara
disolver la tradición de las culturas nacionales; ahora que la
actitud del Primer Jefe era explicable. La ilustración de Carranza no propendía a ascender al estrado de la universalidad.
Escasas eran las ideas universales en el México de los días
que recorremos; pues dejando a su parte las aisladas voces y
acciones del Socialismo, ya organizado en el seno de la Casa del Obrero Mundial, ya errático en la asamblea de la Convención reunida en Cuernavaca, las voces sobre la redención de la
pobretería, pero principlamente de la pobretería mundial, sólo
podían ser escuchadas, con toda propiedad en las conversaciones
públicas que daba el ingeniero norteamericano Arthur Brisbane, así como a través del vocabulario catequista del anarquismo kropotkiniano.
Incomprendidos los florilegios del Socialismo por los jefes
revolucionarios del norte y del noroeste, quienes llevaban la
batuta de la guerra y la paz, era comprensible que Carranza no
fácilmente aceptara la colaboración guerrera de la Casa del
Obrero Mundial y que, por lo mismo, desconfiara de aquella
audacia de Obregón al tratar de incorporar al proletariado urbano a las filas del Ejército Constitucionalista.
Ni siquiera vislumbraba Carranza, el efecto moral, social y
militar que podría provocar en el país, pero sobre todo en el
Distrito Federal, la movilización armada de los miembros de la
agrupación anarquista, máxime que con su sola salida de la
ciudad de México dejaban paralizados los trabajos en fábricas y
talleres, en detrimento notorio de villistas y zapatistas.
Y Carranza habría rehusado la colaboración militar de los
obreros conquistados osada y hábilmente por el general
Obregón a través de la inteligente tarea de Gerardo Murillo, si
no es convencido por su minstro de gobernación, de la utilidad
práctica que significaba para la Revolución dejar al Distrito
Federal sin la clase manufacturera y ganar varios miles de
voluntarios destinados al ejército que se preparaba para enfrentarse
a las huestes del general Villa.
De esta suerte, el Primer Jefe aceptó que los obreros quedasen organizados y armados en batallones a los que se les dió el nombre de Batallones Rojos; y al caso, antes de que a los jóvenes adalides de la Casa del Obrero Mundial les temblara el pulso. Carranza mandó que fuese firmado (17 de febrero, 1915)
un convenio, mediante el cual, los obreros que iban a ofrendar
sus vidas por la causa del Constitucionalismo recibirían; en recompensa, el reconocimiento jurídico de la organización obrera y el derecho de huelga; derechos que ya eran leyes en las
naciones industriales.
Anterior a esta organización militar de los obreros, fue la
llevada a cabo por el general Antonio I . Villarreal en la región
carbonífera de Agujita y Rosita (Coahuila); pero en esta parte
de México, los llamados Cuerpos Unionistas, no tuvieron más misión que la de defender sus propios centros de trabajo, para evitar la desocupación y la militarización.
Obregón, en cambio, soliviantando y estimulando el ánimo
de los bisoños jefes revolucionarios de la Casa del Obrero
Mundial, había ido más lejos que el general Villarreal; pues aparte de paralizar, con la salida de la gente destinada a los
Batallones Rojos, la actividad fabril en el Distrito Federal, movilizó, para que le sirviera de vigilancia en la retaguardia de los planes de guerra que proyectaba desarrollar, a varios miles de nuevos soldados que si ignoraban el arte de la guerra, era
notorio que estaban ansiosos de medir sus armas con las del
ejército villista.
Así, el 3 de marzo (1915), embarcaron en la ciudad de
México, con destino a Orizaba, diez mil personas entre hombres,
mujeres y niños. Tal era la contribución que la Casa del Obrero Mundial daba al Constitucionalimo.
Llevaban los nuevos soldados y sus familias, no sólo su
propio equipaje doméstico, sino también lo que habían podido sustraer del Colegio Josefino y de la Iglesia de Santa Brígida, la cual, en seguida de que los obreros tomaron lo que mejor quisieron, fue entregada a la multitud, para que ésta la entrara a saco.
Cuando esto sucedía, el general Alvaro Obregón tenía ya
trazado y aprobado un plan para la campaña militar que iba a
desarrollar; porque Obregón, teniendo noticias ciertas de los
aprestos que llevaba a cabo el general Villa para reunir un gran
ejército y marchar sobre la ciudad de México, resolvió salir al
encuentro de Villa; de todas las fuerzas de Villa si éstas le
presentaban batalla, de manera que la guerra civil quedara
epilogada en la cumbre.
Para el desarrollo de tal plan, el general Obregón, luego de
tener informes precisos de sus agentes secretos, sobre el estado
que guardaban las plazas ocupadas por los villistas en el centro
de la República y acerca del número de soldados reunidos por el
general Villa en Torreón, en donde estaba el centro de las
operaciones del villismo; y en seguida de cerciorarse de los
movimientos que los zapatistas pretendían llevar a cabo para
asediar el Distrito Federal, y seguro, por último, de que los
Batallones Rojos estarían listos para cuidar la retaguardia del ejército de operaciones hacia mediados de abril, y de que el reclutamiento en Veracruz, Puebla e Hidalgo seguía prosperando,
mandó que el coronel Eugenio Martínez, con quinientos
soldados de la región del Yaqui, avanzara, tratando de evitar un
encuentro formal con el enemigo, a lo largo de la vía férrea del
Central, con dirección de la plaza de Quéretaro, Martínez, en su
avance debería ser protegido por un batallón de soldados recién
reclutados; pues el cuarenta por ciento de éstos eran jóvenes preparatorianos
y normalistas de las escuelas de Puebla y México.
Martínez inició su avance con mucho comedimento, al
mismo tiempo que cuadrillas de trabajadores iban reparando el
camino de hierro y las líneas telegráficas; y mientras esto
acontecía, Obregón asistía a la concentración, en el Distrito
Federal, de los hombres reclutados en Veracruz, Puebla, Tlaxcala, Hidalgo y México; y aunque estos soldados eran bisoños en la guerra, tanta era la confianza que Obregón tenía en sí propio, en el orden que daba a sus tropas, en los efectos de su audacia y lo aguerrido de los veteranos del primitivo Cuerpo de Ejército del Noroeste, que no reparaba en la debilidad de sus fuerzas ni el compromiso que significaba quedar entre los soldados de Villa que avanzaban desde el norte y los de Zapata, que parecían dispuestos a movilizarse desde el sur, sobre los
reductos de Obregón.
Mas, como entre los planes de Obregón figuraba la evacuación
de la ciudad de México, el general, en seguida de reunir
nueve mil hombres, armados y municionados y con vestuario
suficiente para una campaña de tres meses, dictó las primeras
disposiciones para abandonar la plaza.
Al objeto de llevar a un resultado feliz la empresa que se
proponía, el general Obregón fiaba, dejando a su parte las
excepcionales aptitudes de su mando y la concurrencia de los
veteranos guerreros de Sinaloa y Sonora, en el avance silencioso y
firme que hacía el coronel Martínez, en el refuerzo de la gente
armada que, según los informes que recibía, empezaba a
desertar de las filas del villismo, y con la seguridad de que no
tendría enemigo a su retaguardia, puesto que desdeñaba la
acción guerrera del zapatismo y tenía confianza no sólo en los
Batallones Rojos, sino también en la actividad y decisión del general Francisco Cos, comandante de las fuerzas carrancistas en el estado de Puebla, quien era individuo de mucho coraje.
Obregón, sobre todas las cosas, esperaba conocer los
primeros resultados de la columna expedicionaria de Martínez,
así es que al recibir (8 de marzo), la noticia de que Martínez
había derrotado al enemigo en las cercanías de San Juan del Río
y de que continuaba sobre la plaza de Querétaro, ordenó que
desde luego se procediera a la evacuación de la ciudad de
México; evacuación que empezó el día 10.
La evacuación daba la idea de debilidad del carrancismo.
Mas no era así. Obregón abandonaba la vieja capital resuelto a
encontrar a Villa y darle batalla a donde el terreno ofreciera
ventajas al carrancismo. Así, puesto en movimiento el grueso de
las tropas constitucionalistas, Obregón entregó la vanguardia de sus fuerzas al general Fortunato Maycotte, quien con mucha rapidez y efectividad se situó en Cazadero, sobre el camino a
Querétaro.
Mandó también el general Obregón, que la fábrica de armas
que existía en la ciudad de México fuese desmantelada y trasladada al puerto de Veracruz; que a los soldados que se hallaban enfermos o heridos en los hospitales del Distrito Federal se les condujese a Orizaba; que se organizaran varios convoyes con vagones destinados a talleres para la reparación de armamentos, con plataformas dispuestas a la transportación de la artillería;
con carros especiales adaptados para hospitales y pagadurías y
que, además, fuesen movilizados dos trenes con vituallas, de
manera que tras de la columna expedicionaria marchara todo
este equipo de guerra y previsión.
Determinó también Obregón, que otros trenes con materiales
bélicos y de sanidad, quedaran concentrados en Pachuca,
mientras los que fuesen necesarios, deberían conducir a la plaza
de Veracruz a todos los civiles que desearan huir del villismo y
zapatismo, pues en Veracruz, además de las garantías de orden,
hallarían trabajo y medios para vivir.
Dispuso asimismo el general en jefe, que a los sacerdotes
presos se les hiciera viajar, bajo vigilancia de los soldados
constitucionalistas, a la plaza de Pachuca, debiendo ser conducidos a tal lugar en vagones jaulas utilizados para el acarreo de ganado.
Hecho todo eso, ordenó que el general Cesáreo Castro, con
mil hombres marchara hacia Toluca, destruyera la vía férrea y se
concentrara en Cazadero; y que a la madrugada del 10 de
marzo, todos los soldados constitucionalistas abandonaran simultáneamente sus cuarteles en el Distrito Federal, se dirigieran a Tlanepantla y allí embarcaran en trenes dispuestos al
caso, dejando los mismos soldados sus caballos o mulas en el
punto de embarque, para que los animales fuesen llevados por
tierra a San Juan del Río, de manera que la columna central de
operaciones pudiera realizar sus movimientos fácil y expeditamente.
Obregón, estableció su cuartel general a bordo de un vagón
dormitorio, y cuando estuvo seguro de que sus órdenes estaban
cumplidas mandó que su tren especial fuese movilizado a Tula,
primero; después, a Cazadero, procurando que a partir de Tula, la
vía férrea quedase reparada y vigilada por columnas volantes
que iban quedando en el camino. De esta manera, el general
Obregón cuidaba de que el camino de hierro entre Tula y
Veracruz estuviese al corriente a fin de servirse del mismo para
recibir los abastecimientos necesarios para la campaña. Ahora,
pues, Obregón iba en busca del general Villa. Llevaba a la mano
un plan bien meditado, pero excesivamente audaz.
Presentación de Omar Cortés Capítulo decimoseptimo. Apartado 10 - La guerra civil en Yucatán Capítulo decimoctavo. Apartado 2 - Los frentes de combate
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