Presentación de Omar CortésCapítulo decimoctavo. Apartado 1 - La osadía de ObregónCapítulo decimoctavo. Apartado 3 - Obregón y Villa Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 18 - OTRA GUERRA

LOS FRENTES DE COMBATE




Al iniciar el general Alvaro Obregón, al frente de un ejército improvisado, su avance hacia el centro de la República, los soldados villistas y carrancistas combatían o cuando menos escaramuceaban en los cuatro costados del país; ahora que tales luchas no obedecían a un plan general de guerra que hubiesen trazado el general Villa o el general Obregón. La lucha no tenía caracteres de general. Mas parecía corresponder a encuentros fortuitos, en los cuales se disputaban pequeñas glorias los caudillos localistas, ya partidarios de una facción, ya de otra facción.

Carranza, no obstante su gran autoridad y sobre todo, la facilidad con que la ejercía como si hubiese nacido para mandar a los hombres, no tenía lo visionario que se requiere en un jefe de la guerra. Demasiado amaba Carranza, a pesar de la categoría que de jefe del ejército le concedía el Plan de Guadalupe, las emociones políticas, de manera que no estaba en aptitud de subordinar éstas a las tantas disciplinas, noticias, anticipos, audacias y conocimiento del poder de las armas, que son cualidades requeridas para los problemas que a cada paso se suscitan en los preparativos o acciones de la guerra. Y esta condición personal del Primer Jefe que si no menguaba su personalidad de hombre de mando, sí disminuía el poder militar del Constitucionalismo, era tan notoria que las contiendas de villistas y carrancistas, al final de 1914 y principios de 1915, tenían las características de pendencias locales; y por lo que hace al movimiento de avance que comandaba Obregón, ya se ha dicho que éste cumplía con un plan elaborado por sí propio, aunque aceptado, sin precisiones, por Carranza.

De los grupos de constitucionalistas combatientes, estaba, en seguida del de Obregón, el que dirigía el general Pablo González. Este, en la realidad, representaba la perseverancia en el ejercicio de las armas, la abnegación por la falta de materiales bélicos y la fe en la Revolución; porque, en efecto, la mala suerte había golpeado con tanta rudeza al general González y a las fuerzas que éste dirigía, y que organizaba y reorganizaba que sólo el alma batalladora de tal general fue capaz de recomponer hoy lo que había perdido ayer. Y no eran, batallas las perdidas por González: eran deserciones, escaseces de dinero y municiones, y principalmente, falta de un verdadero y sólido frente de combate.

Después de ver cómo desertaban sus fuerzas para pasarse, ora- al villismo, ora a las filas de Eulalio Gutiérrez, y contándose entre tales defecciones, la del general Alberto Carrera Torres, quien arrastró con él cerca de cinco mil soldados, el general Pablo González no halló otro camino que el de retirarse, con los restos de su cuerpo de ejército a Pachuca. Aquí, con los cinco mil hombres que le quedaban, tampoco pudo permanecer. Su gente tenía perdida la moral; empezaba a dudar de su jefe, no obstante que éste era valiente, pundonoroso y organizador. Faltaba en él, sin embargo, el entusiasmo que el jefe militar debe tener a cada minuto, para con ello poder contagiar a sus soldados. González no correspondía a los hombres que saben vibrar y hacer vibrar. Era reposado, silencioso, ajeno a las vanidades. Fiaba más en su laboriosidad, que en una elocuencia guerrera; y como no sabía mantener el fuego de la esperanza entre su gente, la que no desertaba, sembraba el desorden; y todo se volvía confusión en el cuartel general de González, mientras que los villistas avanzaban sigilosamente dispuestos a dar un golpe final al jefe carrancista.

En estas condiciones, y comprendiendo la debilidad de sus fuerzas y teniendo informes de los movimientos que hacían los villistas para cortarle la retirada y atacarle en Pachuca, González resolvió evacuar la plaza y emprender el camino a través de la Sierra Madre Oriental, para alcanzar el puerto de Tampico.

Al tomar esta determinación, González no midió las dificultades que presentaba un trayecto, en el que no existían más caminos que los de herradura, ni más alimentos que los transportados a lomo de mula, ni más techos que los ofrecidos por las copas de los árboles, ni más comunicaciones que las que podían adelantar, en medio de zozobras, los propios, ni más poblaciones que muy humildes aldeas y rancherías, casi perdidas en medio de la exuberancia del trópico.

Así y todo, el general González no dudó en emprender la marcha. Podría perder los pocos recursos bélicos que llevaba consigo, pero no sería atrapado por el enemigo, ni dejaría la fe en el Constitucionalismo, ni se arrepentiría de una hazaña que posiblemente nunca antes había hecho una columna de guerra mexicana.

En efecto, muy valeroso se mostraba González; muy firmes los jefes revolucionarios que le acompañaban; y esto a pesar de que en la marcha por el corazón de la sierra, iban quedando soldados, carros, artillería, víveres, municiones; también la entereza de la gente que concurría a aquella expedición. Impávidamente, el general González continuaba el viaje. Ya nadie contaba el número de hombres que caían por la fatiga o el hambre, en el camino. Tampoco se hacían cálculos sobre los bastimentos. El general no dirigía palabra alguna a sus acompañantes. Parecía el terco iluminado que tiene la certidumbre de que, al final de la jornada, va a encontrar la recompensa a su sacrificio.

Dieciséis días demoró González en la travesía de la sierra. Cuando entró a Tampico (20 de diciembre), la columna estaba casi exhausta; ahora que tan grande así era el amor a la libertad que se anidaba en el corazón de aquel jefe revolucionario; tanto el compromiso con la lealtad que debía a Carranza y a la causa del Constitucionalismo, que apenas instalado en el cuartel general de Tampico, con excepcional diligencia no sólo se aprestó a la defensa de los puntos que estaban amenazados por la ofensiva villista que dirigía el general Felipe Angeles, sino que empezó a reclutar gente y atraer por medio de proclamas a la juventud, para que ésta diera, con su intrepidez y su sangre, nueva vida al Cuerpo de Ejército del Noroeste.

Henos así viendo cómo se organiza voluntaria y prontamente, uno de los frentes carrancistas de combate; porque González cuatro semanas después de su entrada a Tampico manda fuerzas a hostilizar la plaza de Monterrey; detiene el avance de los hermanos Cedillo y de Carrera Torres sobre Ciudad Victoria; ordena cavar trincheras y tender alambradas, para evitar una sorpresa del enemigo sobre Tampico.

El general Villa, que no había tomado en cuenta las actividades primeras desarrolladas por González en torno a la plaza de Tampico, al observar cómo el jefe carrancista disponía un frente de combate y mandaba agredir a los villistas en el norte y poniente de Tampico, ordenó que mientras el general Angeles insistía en avanzar de Monterrey hacia Ciudad Victoria, el general Tomás Urbina, con cinco mil hombres selectos, se movilizara hacia Pánuco, con el objeto de preparar un asalto general a Ebano, la posición que el general González había fortalecido con el objeto de proteger y conservar, la región petrolera, que tanto interesaba al Constitucionalismo.

González, advertido que hubo las ventajas que ofrecían las posiciones carrancistas en Ebano, entregó (20 de marzo, 1915), el mando de tal punto clave al general Jacinto B. Treviño; y éste se dispuso a resistir la ofensiva de siete mil soldados concentrados por el general Urbina.

Villa no desconoció la importancia de la acción que estaba pronto a ser desarrollada. Así, él mismo dictó órdenes, movilizó lo más granado de su ejército y él mismo se puso en comunicación constante con Urbina, en quien tenía depositadas todas las esperanzas de triunfo; porque suponiendo derrotado a Treviño, convino en que con un segundo avance sus soldados podían tomar Pánuco, y con esto tener en las manos la entrada a la riqueza petrolera.

Y no era ése, el único frente de combate que el carrancismo ofrecía a los villistas. En el extremo sur de la República, el general Jesús Agustín Castro, comandante y gobernador del estado de Chiapas, organizaba un ejército de cuatro mil quinientos hombres, dispuestos a aniquilar a los guerrilleros villistas que en emboscadas y asaltos a los pueblos, representaba una acción continuada que debilitaba los movimientos y posiciones de las fuerzas carrancistas.

Ahora bien: a otra lucha, tanto o más peligrosa que la militar, tenía que hacer frente el general Castro: a la que el propio Castro clasificaba como lucha contra la ignorancia y la esclavitud.

De tal lucha provenían los pleitos sangrientos entre los pueblos vecinos, la vida servil de los peones y aldeanos, y la sumisión objeto de toda esa gente frente a las autoridades, al grado de que cuando Castro se presentaba en algún pueblo o ranchería, las mujeres y menores se arrodillaban, mientras que los hombres enmudecían, temerosos de lastimar con su palabra a los jefes revolucionarios.

Una tarea legislativa, si no tan abundosa y definida como la del general Alvarado en Yucatán, pero sí de progreso e inspiración creadora, con la cual ganaba más crédito el principio central de la Revolución, fue la llevada a cabo por Castro en Chiapas, quien al efecto, abolió las tiendas de raya, fijó el salario mínimo, prohibió las penas corporales para los trabajadores de las fincas agrícolas y canceló las deudas de los peones con las haciendas; ahora que esta tarea del general Castro no halló eco en el alma ni en la vida práctica de la gente rural; porque tanta era la ignorancia; tanto el misoneísmo; tanta la dejadez humana de la masa rústica, que las leyes del jefe revolucionario sólo llegaban al entendimiento de la parte superior de la población chiapaneca y servían a la vez para violentar, sin poderles reprimir por de pronto a los hacendados, de manera que con esto se preparaban a la resistencia, pero principalmente a fomentar las bandas armadas que carecían de bandera, y que lo mismo les era unirse a un bando que a otro bando, siempre que les prometiera derogar los decretos del general Castro.

Por otra parte, la situación de éste, desde el punto de vista militar nada tenía de envidiable. Verdad es que sus fuerzas llamadas del Veintiuno, eran aguerridas, procedían, en su mayoría, del norte de la República, y habían realizado una hazaña inolvidable por su alma de sacrificio, temeridad y poder físico; porque habiendo salido del Distrito Federal hacia la frontera de Estados Unidos, tenían en su contabilidad favorable. el regreso desde tal frontera hasta la de Guatemala, y esto, llevando a cabo en medio de enemigos que les acosaban a derecha e izquierda, casi sin tener bajas, y siguiendo, imperturbables, a su caudillo.

Ahora bien: si el frente constitucionalista que capitaneaba Castro no estaba llamado a resolver una de las grandes situaciones del país, por lo menos aquella gente armada que operaba en el estado de Chiapas, tenía en constante movimiento a las diversas partidas de guerrilleros, de manera que el localismo ausentaba la amenaza del villismo.

Frente de mayor cuidado, y que podía convertirse en un momento dado, en peligro para la retaguardia del ejército de Carranza, era el de Sonora. Al efecto, aquí donde habían surgido las primeras desaveniencias entre los jefes revolucionarios parecía, al terminar el primer trimestre de 1915, si no vuelto totalmente a la paz, cuando menos vivir dentro de una tranquilidad relativa, como si esperara el resultado de las acciones guerreras iniciadas en el centro de la República.

El general Hill, quien con tantos despliegues de valor y mando, defendiera los reductos carrancistas en el norte de Sonora, llamado por Carranza, primero; nombrado segundo en jefe de la columna expedicionaria del general Obregón, después, había sido sustituido en el mando sonorense por el coronel Plutarco Elias Calles, quien sin doblegarse a los tratos tenidos con los maytorenistas mantenía una actitud prudente, pero definida dentro de los estrechos límites del municipio de Agua Prieta, donde estaba su cuartel general.

Mayor actividad guerrera que en Sonora, la había en el estado de Sinaloa; pues si en aquellos días, el suelo sinaloense no estaba incluido en las grandes operaciones que desarrollaban Obregón y Villa, no por ello los constitucionalistas de Sinaloa permanecían al margen de la guerra; pues el carrancismo sinaloense, acaudillado con gallardía y diligencia por el general Ramón F. Iturbe, estaba amenazado por el enemigo tanto en el norte como hacia el sur.

Para detener cualquiera invasión procedente de Sonora, Iturbe, como ya se ha dicho, destacó una columna expedicionaria al mando del general Angel Flores; y aunque el gobernador sonorense José María Maytorena, sobre quien iban dirigidos los fusiles de la columna expedicionaria, desdeñó la avanzada carrancista, cuando observó, en seguida de dos tentativas para recobrar la plaza de Navojoa, donde estaba el cuartel general de Flores, que no fácilmente haría regresar a los sinaloenses a su punto de partida, tomó el problema a muchas preocupaciones y empezó a alistar una columna para que emprendiera una verdadera ofensiva contra aquella gente de Sinaloa.

Sin embargo, las empresas del general Iturbe para mantener la posición de Flores en Navojoa, no fueron apreciadas por el general Obregón, quien creyendo que se estaban malgastando las fuerzas revolucionarias de Sinaloa, quiso que el general Hill tomara el mando militar en el noroeste; pero la firmeza y decisión de Iturbe, defendiendo su prioridad guerrera sinaloense, contuvo los ímpetus de Obregón. El caudillo de Sinaloa, sin embargo, nunca perdonó al general Obregón el dislate que iba a cometer; dislate que careció de intencionalidad, ya que Obregón, dado el imperio que tenía desde mediados de 1913, siempre consideró como sus precisos subordinados a todos los jefes revolucionarios de Sinaloa y Sonora, y a menudo menospreció las situaciones difíciles en las que llegaron a hallarse los caudillos locales de la costa noroccidental de México.

Y, en efecto, bien comprometida era la condición militar de Iturbe, no tanto en el norte, como en el sur del estado. Aquí, se le presentaba a la vista la seria amenaza de las fuerzas villistas que estaban al mando del general Rafael Buelna.

Este, teniendo ocupado todo el territorio de Tepic, después de haber derrotado, dispersado y puesto en fuga al general carrancista Juan Dozal, se adelantó hacia el sur de Sinaloa con cerca de cinco mil hombres, y estableció su frente en un punto llamado La Muralla, que en la apariencia presentaba las mejores ventajas para proteger al territorio de Tepic de un inesperado movimiento de las fuerzas carrancistas mandadas por el general Iturbe.

Mas iturbe no podía ser, en esos días, amenaza para el general Buelna; porque, además de la expedición a Navojoa, había enviado una segunda columna a la península de Baja California, con el objeto de recuperar la plaza de La Paz, como en efecto lo logró (8 diciembre, 1914).

Así, bien escasos eran los recursos de Iturbe en hombres, armas y municiones; mas como se percató de la amenaza que podría ser el general Buelna, si se le dejaba a las puertas del sur de Sinaloa, ordenó que fuesen concentradas en Mazatlán todas las partidas revolucionarias que operaban tanto en suelo sinaloense como en las poblaciones de la sierra de Durango, y reunido que tuvo cerca de tres mil quinientos hombres, marchó hacia la frontera de Tepic, dispuesto a desalojar a Buelna de La Muralla; y con mucha acometividad llegó frente a las trincheras villistas, iniciándose un reñido combate el 4 de febrero, durante el cual, ya los unos, ya los otros, se quitaban o recuperaban sus posiciones, hasta la tarde del día 6, en que habiendo recibido informes precisos de que una segunda columna villista avanzaba de Durango en dirección a Culiacán, Iturbe consideró que era necesaria una tregua en La Muralla, para ir a encontrar al enemigo procendente de Durango; y esto lo hizo Iturbe con tanta prontitud y valentía, que logró detener a los villistas en Cosalá, donde, sin darles lugar a que se repusieran de la sorpresa, les atacó y derrotó (13 de febrero); y sin perder tiempo, contramarchó al sur de Sinaloa. Buelna, aprovechándose de la retirada de Iturbe, dejó sus reductos en La Muralla y avanzó hacia Mazatlán.

Sin embargo, tanta fue la diligencia de Iturbe, que apenas llegó a Mazatlán, reorganizó sus tropas, armó a los civiles, reunió todo el material bélico que halló a la mano y salió al encuentro de Buelna a quien halló en Villa Unión, casi a las puertas de Mazatlán, y le atacó con tanta decisión, que le hizo retroceder (20 de febrero) hasta las posiciones en La Muralla, no sin haberle causado fuertes pérdidas en hombres y abastecimientos.

Con esto, el estado de Sinaloa volvió a quedar limpio de villistas, ahora que no sucedía lo mismo en Jalisco. Aquí se desarrollaba una de las más azorosas campañas guerreras de esos días. En tal campaña, se representaba no sólo una férrea voluntad revolucionaria, sino también la idea de desenvolver un plan de apoyo al avance que el general Alvaro Obregón llevaba a cabo hacia el centro del Bajío.

Y era el general Diéguez, quien consideraba que iba a llegar la hora de concurrir a los capítulos guerreros que preparaba el general Obregón; pues si éste no tenía grandes conocimientos tácticos militares, era tan gallardo y osado, y poseía una voluntad tan inquebrantable y un optimismo de suyo exagerado, que a pesar de que se alejaba de la estrategia, no por ello decrecían en él las ambiciones de triunfo.

De esta creencia, de suyo optimista hizo el general Diéguez partícipe al general Francisco Murguía, individuo también optimista, aunque díscolo, defecto con el cual ahogaba sus extraordinarias virtudes de hombre valiente y honorable.

No desconocía Diéguez las discolerias de Murguía, de las cuales hacía omisión en bien de la causa que ambos perseguían. Así, las fuerzas combinadas de los dos, recuperaron (18 enero, 1915), la plaza de Guadalajara. Y esto, a pesar de que Diéguez estaba cierto de que no podría sostenerse en la ciudad, tanto por la escasez de municiones, como por la superioridad numérica del enemigo que le acechaba incesantemente.

Tres días después de la toma de Guadalajara, el general Diéguez, siempre viendo las cosas color de rosa, mandó que una parte de sus fuerzas se movilizara hacia Irapuato, con el propósito de llamar la atención de los villistas y hacerles recordar que, al acercarse al encuentro de la columna de Obregón, había fuerzas carrancistas capaces de flanquearles, en caso necesario.

Mas al ordenar este movimiento, el general Diéguez olvidó que el enemigo en Jalisco estaba a pocos kilómetros de Guadalajara, y por lo mismo, bien informados de la situación militar del carrancismo posesionado de la capital de Jalisco. Y, en efecto, el general Julián Medina, tan pronto como tuvo noticias de la salida de la columna de Diéguez, dio un albazo (30 de enero) a la plaza; y esto con tan impetuosa violencia, que Diéguez estuvo a punto de perder la plaza, salvándole el hecho de que sus tropas se hallaban en sus cuarteles listas para todo servicio. De todas maneras, el ataque de Medina fue muy costoso en vidas y municiones para la gente de Diéguez, con lo cual, los medios defensivos de éste disminuyeron considerablemente, y el 13 de febrero, teniendo noticias de que Medina preparaba un segundo asalto a la plaza, optó por evacuarla (13 de febrero).

Muy discretamente, el general Diéguez abandonó la ciudad, replegándose a la Cuesta de Sayula, en la creencia —y de tal creencia era parte el general Murguía— de que la elevación del terreno, la llanura que se extendía al pie de la Cuesta y la facilidad de las comunicaciones con Zapotlán y Colima eran suficientes para detener o derrotar al enemigo. Y esto, a pesar de que Diéguez sólo tenía siete mil soldados, mientras que la gente de Medina, a la cual se agregaba una columna de auxilio al frente de la que iba el propio Villa, sumaba poco más de quince mil hombres.

Con señalada decisión, apenas llegando a Sayula, el general Diéguez mandó cavar trincheras y ordenó que las fuerzas que guarnecían Colima y otras poblaciones se le reunieran; y así, con más gente y parapetado en las alturas esperó el ataque de Villa. Este no se hizo esperar, pues el 18 de febrero, se presentó a la vista del enemigo, organizando una columna de siete mil jinetes hacia la izquierda de las fuerzas de Diéguez, y haciendo avanzar ocho mil soldados de infantería sobre el frente y la derecha, con el propósito notorio de cortarles la retirada en el caso de que quisiera retroceder hacia Zapotlán.

Diéguez no estaba preparado para aguantar el impacto de los soldados ac Villa, bien escogidos en su mayoría así es que pronto se vio obligado a replegarse antes de que la infantería enemiga se pusiera en movimiento cerrándole el paso a Zapotlán;y la Cuesta de Sayula se habría convertido en un desastre para el Constitucionalismo, si las caballerías de Villa hallan un medio propio para maniobrar; pero como el terreno era difícil para los jinetes villistas, que de hecho no concurrieron a la acción, la infantería de Medina bastó para desalojar a la gente de Diéguez.

Este, considerando su derrota, se retiró hacia Colima, con las pocas fuerzas que pudo salvar, no tanto de la muerte, cuanto de la deserción; porque la mayoría de los voluntarios reclutados en Jalisco, tan pronto como advirtió que era Villa quien dirigía el ataque, empezó a abandonar las filas de Diéguez para pasarse a las del enemigo.

Ya en Colima, y siempre acicateado por la idea de llegar a Irapuato, unirse a la columna de Obregón y combatir una vez más a Villa, el general Diéguez se entregó, con extraordinaria actividad y significada experiencia en el arte de mandar y organizar, a reunir gente, armas y dinero; y esto en medio de los enojos, generalmente injustificados, de Murguía y de la enemistad de la gente civil, que no ocultaba su simpatía hacia el general Villa. Diéguez -tanto así era su carácter ilusivo- creyó que dos semanas le bastarían para reponerse de las pérdidas en la Cuesta. Mas la derrota, primero; la falta de recursos, después, entorpecían sus designios.

Pero, si no fueron quince los días que se propuso Diéguez para reorganizar sus fuerzas, sí le bastó un mes para reemprender la guerra; pues habiendo recibido un suministro de armas y municiones que le remitió Carranza por Tehuantepec y Manzanillo, el general Diéguez pudo dotar a sus soldados con ciento sesenta cartuchos por plaza, y sin más espera, recomenzó el avance hacia Guadalajara. E iba seguro de su triunfo, cuando el general Rodolfo Fierros le salió al paso con ocho mil hombres; en Túxpan.

En esta vez, sin embargo, Diéguez además de tener la ventaja del terreno, contó en su favor con el desdén del general villista. Fierros, en efecto, se creyó tan seguro de la victoria, que descuidó sus flancos; y como tampoco tomó en consideración el nuevo armamento con el que estaban dotados los soldados carrancistas, pronto se dio cuenta de que sus fuerzas retrocedían, y aunque hizo lo indecible para detenerlas, su acometividad resultó infructuosa. Las ametralladoras de Diéguez causaron tantos estragos en las filas enemigas que quedaron duramente castigadas. Fierros, sin embargo, pudó replegarse en orden a Zapotlán, pero perseguido por Diéguez, sufrió (25 de marzo) una segunda derrota; derrota que el general Murguía trató de hacer aparecer en sus partes como debida a sus fuerzas y no en las que formaban a la división del general Diéguez.

De esta suerte, Guadalajara volvió a poder del carrancismo, el 27 de marzo (1915). El general Fierros, quien después de su fracasada empresa contra el general Diéguez, intentó la defensa de la capital de Jalisco, tuvo que desistir de tal plan; pues el general Villa, le ordenó que abandonara la campaña en suelo jalisciense a fin de que se concentrara en Irapuato, lo que hizo, porque si de un lado, los carrancistas de Diéguez estimulados por sus triunfos, le pisaban los talones; de otro lado, el general Medina, no le podía proteger, debido a que su gente se había puesto en marcha hacía el territorio de Tepic, con la intención de acrecentar las filas del villismo que capitaneaba el general Rafael Buelna.

Villa desistió, pues, de la campaña de Jalisco, para reunir el mayor número de fuerzas en El Bajío y salir al encuentro del general Obregón, quien avanzaba con mucha decisión y valentía sobre Querétaro.
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