Presentación de Omar Cortés | Capítulo decimoctavo. Apartado 5 - La retirada de Villa | Capítulo decimonono. Apartado 2 - Consecuencias de Celaya | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 19 - LA DERROTA
EL RETROCESO DE VILLA
Creyendo conocer a fondo el ánimo y capacidad del general Villa, así como la fuerza y resolución de los soldados villistas, el general Obregón, aunque alegrando el alma de sus soldados y de su causa política con un triunfo que todavía estaba lejos de
serlo, no dejó de considerar que la retirada de los hombres de
Villa, no significaba una derrota para el enemigo; que éste se
reharía; que iba a esperar refuerzos y que, dada la experiencia
tenida durante el primero y fortuito ataque a la plaza, el general
Villa dominaría sus impulsos irreflexivos y reorganizando sus
tropas en vez de intentar un asalto, procedería a cercar la plaza,
de lo cual estaba Obregón justamente temeroso, puesto que la
primera defensa de Celaya le había costado muchas vidas y
municiones.
Estaba seguro el general Obregón —más seguro que en el 5
de abril—, que si la suerte de sus soldados no dependía de la
posesión de alturas, que hasta los días anteriores al ataque del
general Villa a la plaza era, conforme a las reglas de la estrategia
militar de la época, la que resolvía el triunfo o la derrota de los
ejércitos combatientes; estaba seguro el general Obregón, se
dice, que el terreno que circundaba la ciudad era el más propio
para la resistencia; pues en lugar de la antigua táctica de
triunfar, ora con el dominio de las alturas ora en batallas a
campo raso, se presentaba la de apoyar las defensas en atrincheramientos
bien protegidos y en el poder de fuego de las ametralladoras.
Aunque el general Obregón no era un estratego ni siquiera
conocía la historia de las grandes guerras, su genio previsor
alcanzaba tanta magnitud que, ya aplicado en los campos de
combate, ya utilizado en los medios políticos, ya practicado en
la conquista de las multitudes, le daba mucho imperio sobre las
cosas que tomaba sobre sus hombros.
Considerando, pues, que al general Villa no le quedaba otro
camino, después de advertir la imposibilidad de tomar la plaza
de Celaya por asalto, que la de sitiarla, con tal idea fija en la
cabeza —idea que ciertamente era compatible con los primeros
proyectos de Villa para un segundo ataque a Celaya-, Obregón
se dirigió a Carranza, diciéndole que estaba seguro de que iba a
ser cercado por los villistas y que por lo mismo le pedía que sin
demora le mandase hombres y abastecimientos de guerra.
En muchos aprietos puso Obregón al Primer Jefe ante tal apremio, sobre todo en lo que respecta a la movilización de nuevas tropas; pues Obregón había agotado las fuentes de
reclutamientos en el oriente del país y la Revolución no podía
recurrir a la leva. Sin embargo, creyendo que Obregón estaba en
lo cierto al calcular la probabilidad de ser sitiado por los
villistas, la existencia de los batallones Rojos de la Casa del Obrero Mundial vino a mientes de Carranza; y a pesar de que el Primer Jefe desdeñaba tal organización y su utilización contrariaba el compromiso contraído con los líderes anarquistas, Carranza no dudó, al final, de enviar a los obreros
armados hacía pocas semanas, en auxilio del general Obregón.
Así, puestos bajo el mando de los coroneles Ignacio C.
Enríquez y Juan José Ríos, los obreros del Distrito Federal, que
no habían olido la pólvora ni estaban obligados, conforme al
pacto firmado, para marchar a los frentes de guerra y entre
quienes abundaban las ideas contrarias al ejercicio de la
violencia armada, ya organizados en dos batallones, fueron
puestos en marcha hacia Celaya, al mando de los coroneles
citados, mientras un tercer cuerpo de Rojos a las órdenes del coronel Miguel Alemán continuaba su adiestramiento en Orizaba, para luego ir a reunirse con sus compañeros de cuartel. Y entre tanto llegaban tales refuerzos, el general Obregón
con mucha diligencia, y cierto de que se le esperaba un largo
sitio, dirigió personalmente la construcción de loberas en torno
a la plaza a par de que sus soldados mejoraban incansablemente
sus posiciones sobre los bordos de las acequias; y aunque
tales posiciones de ninguna manera tenían el carácter de
inexpugnables, pasaban a formar parte de un laberinto, al través
del cual difícil o casi imposiblemente podrían maniobrar la
caballería y artillería del enemigo.
Ahora bien: como Obregón no era tanto militar como
político —sorprendente caudillo político—, mientras que sus
soldados se dedicaban a la construcción de loberas y trampas,
quiso halagar a los jornaleros del Bajío, y al objeto, en medio de
los preparativos bélicos que llevaba a cabo, decretó un salario
mínimo de setenta y cinco centavos y un aumento de
veinticinco por ciento en la ración de cereales para los peones de
las haciendas abajeñas.
Con este decreto, que probaba la índole política de
Obregón, éste logro ganar la simpatía de los pueblos
comarcanos, de manera que aseguraba, para el caso de verse
sitiado, el auxilio de aquellos pueblos a los que favorecía con su
decreto.
Pero no tendría necesidad el general Obregón de los favores
lugareños. El Primer Jefe, pudo acudir pronta y eficazmente en auxilio de su primer espada. Al efecto. Carranza ordenó la movilización de todas las fuerzas carrancistas situadas en los
estados de Querétaro, Michoacán, Hidalgo y Tlaxcala, de
manera que la merma de hombres sufrida en el primer asalto a
Celaya estaba repuesta con creces. Gente armada entraba a la
plaza día a día del norte y del sur, al igual que del oriente; y
aunque los recién llegados no estaban debidamente armados y
disciplinados, colocados tras de las loberas, y puestos al lado de
los yaquis y veteranos del cuerpo de Ejército del Noroeste, ya podía tenerse la certidumbre y confianza de que combatirían con valor y resolución.
Sintiéndose embarnecido militarmente, y esperando al
general Villa de una hora a otra hora, pues estaba bien
informado de lo que acontecía en el cuartel general villista, el
general Obregón dirigió a sus soldados una proclama, en la que
campeaban el orgullo y el optimismo. Estaba cierto —dijo— del
triunfo; y como esto lo afirmó con señalada confianza en sí
mismo, su gente se sintió estimulada y dispuesta a la lucha.
La hora de ésta, en efecto, se acercaba. Obregón estaba
prevenido, no sólo en lo que respecta a la defensa directa de la
plaza, sino para proteger a la misma de un futuro dudoso; pues
al objeto, mandó que el general Cesáreo Castro saliera de la
ciudad con seis mil hombres montados y se situara, a pocos
kilómetros al oriente de Apaseo, de manera que sin ser
advertido por el enemigo estuviera en aptitud de caer sobre éste
inesperada y oportunamente.
Hecho el movimiento de la caballería de Castro con
extremado sigilo, el general Obregón quiso cerciorarse por sí
propio de que todas sus órdenes eran cumplidas. Su laboriosidad
inagotable, contrastaba con la desidia caprichosa del general
Villa. Este, establecido en Irapuato, no tenía otra mayor
preocupación que la llegada de nuevos refuerzos y del general
Angeles; ahora que éste no podría concurrir a los preparativos
de combate ni al nuevo ataque a Celaya. Una caída de su
caballo, en Torreón, le había producido una luxación.
Médicamente tenía prohibido cualquier movimiento corporal.
La noticia de el accidente de Angeles, causó mucho
desaliento a Villa. Si no fiaba totalmente en la pericia militar de
Angeles, pues la consideraba correspondiente a la vieja escuela
de la guerra, en cambio tenía respeto por el hombre, en cuanto
a sus opiniones de previsión. No había, pues, que esperar más a
Angeles. El ataque a Celaya era necesario; porque ahora Villa
estaba al corriente de las nuevas tropas que llegaban a la plaza y
tenía prisa de asediarla antes de que Obregón recibiese más
auxilios.
Así, a la mañana del 12 de abril, empezaron a avanzar los
trenes villistas hacia El Guaje. Las caballerías, puestas a las
órdenes del general José Rodríguez, con la consigna de situarse
hacia el rumbo de Salvatierra; pues Villa abrigaba la creencia de
que sería tal, el rumbo elegido por Obregón, para salir de la
plaza cuando se sintiera sitiado y perdido, quedó cumplida.
A la mañana del día 13, Villa había movilizado su ejército.
Según los corresponsales de guerra norteamericanos, las fuerzas
villistas ascendían a veintidós mil hombres. Villa mismo había
dado la cifra, pero advirtiendo que a su retaguardia quedaban
otros diez u once mil soldados. Obregón hacía ascender el
número de sus atacantes a treinta mil. Mas siendo la primera o la
segunda cifra, el hecho es que Villa- mandó que sus tropas
acamparan a ocho kilómetros al poniente de Celaya, al tiempo
que destacaba seis grupos de exploración hacia el cauce del río
Laja y en dirección de Acámbaro, pues tenía informes de que en
tales rumbos Obregón había situado una considerable fuerza de
caballería. Además, tales avanzadas tenían instrucciones de
buscar y señalar los pasos convenientes a través de la red de
acequias, de manera que los movimientos de la caballería y artillería villistas fuesen efectivos.
Obregón observaba las actividades del enemigo desde la
azotea de la fábrica La Internacional, sin cesar de dictar
disposiciones. Su mayor preocupación consistía en que los
exploradores de Villa no descubriesen el paradero de la
caballería de Cesáreo Castro, en la que mucho fiaba, para dar el
golpe definitivo al villismo.
Además, a fin de dejar libre el campo para las maniobras de
su gente, Obregón mandó que las vías férreas convergentes en
Celaya quedasen limpias de vagones y furgones. Así podía
dominar con la vista el futuro campo de batalla. Y, en efecto,
Obregón, desde su observatorio alcanzaba a ver una dilatada
área de la llanura abajeña, en donde había poco más de treinta
haciendas. Podía observar también, las estribaciones de la sierra
de los Agustinos, que se presentaba propia para una retirada.
Impávidamente Obregón asistía al espectáculo que ofrecía el
avance paulatino de la infantería villista, mientras que una
columna de la caballería del enemigo, bajo el mando del general
José Rodríguez, quien sustituía al general Agustín Estrada se
situaba con notorios recelos, hacia el frente de la estación
ferroviaria de Celaya, no sin haber vencido previamente el
dédalo de los canales de riego, en tanto que el grueso se dirigía
hacia el camino de Salvatierra. También pudo observar el
general Obregón, que la artillería villista, no obstante las
dificultades que ofrecía el terreno, quedaba emplazada al
poniente de la plaza, y en lugar cercano al del ataque anterior.
Esto último ocurría al mediodía del día 13. Obregón, en su
puesto de vigilancia y mando, creyendo que de un momento a
otro empezaría el ataque, anticipándose a éste, ordenó, a las
cuatro de la tarde, que se disparara un cañonazo. Era el aviso
convenido, para hacer saber a las fuerzas defensoras de la plaza,
que el enemigo estaba al frente.
Sin embargo, más que el propósito de atacar, los villistas
daban tiempo a que cayera el día, para así, al amparo de la
oscuridad, poder tomar posiciones, lo que hicieron bajo el fuego
de los cañones de Obregón, que no cesaron en sus disparos
durante la noche, obligando a los villistas a responder con sus
baterías ya emplazadas.
Ocupando la defensa poniente de la plaza, por donde el
general Obregón esperaba el ataque principal, se hallaban los
soldados veteranos de Sinaloa y Sonora. Seguíales en dirección
al norte y protegidos por la red de canales, los bisoños
batallones Rojos; y daban apoyo a éstos, en dirección a Empalme González, los soldados, también veteranos, del general Juan Torres. Frente al río Laja estaban las fogueadas fuerzas del
general Joaquín Amaro; y cerraban la línea circundante de la
plaza, entre el norte y el sur, más tropas de Sonora y Sinaloa, al
mando de los generales Miguel V. Laveaga, Francisco Noriega,
Guillermo Chávez, Severiano Talamante y Alejandro Mange.
Contrario a lo que suponía Obregón, apenas alboreaba el 14
de abril, la infantería villista, en posesión de los bordos hacia el
noroeste de Celaya avanzó firme y arrolladoramente sobre los
novatos batallones Rojos, que representaban la parte más débil de la defensa; y como Obregón, quien no perdía un solo detalle del ataque, observó el peligro que se presentaba hacia esa parte, mandó que acudieran a auxiliar la posición amenazada a los
batallones de Sonora, con lo cual no únicamente contuvo el
ataque, sino que los yaquis, saltando sobre sus trincheras,
hicieron retroceder a los asaltantes.
A esa hora, el general Villa estableció su cuartel general en la hacienda de Trojes, llevando consigo a sus mejores soldados, a
los que mandó violentamente al asalto sobre las posiciones que
tenía el general Amaro en la margen del Laja. Cuatro mil
villistas intentaron, desde luego, ganar las posiciones de los
defensores. El asalto fue muy agresivo. Así y todo. Amaro no
abandonó un solo metro de sus trincheras, y como al cabo de
dos horas de combate Villa mandó dos mil soldados más, el
general Obregón, al conocer la situación, ordenó al general
Laveaga que marchara en auxilio de Amaro con tres mil
hombres; y sin ceder ni la una ni la ofra parte, seis mil villistas y
seis mil carrancistas quedaron frente a frente al caer el día.
Villa, al concentrar su ataque sobre los frentes de Amaro y
Laveaga, dejó abierta la posibilidad para que Obregón pudiese
salir de la plaza por la vía férrea hacia Querétaro o Empalme
González, pues le parecía increíble que el caudillo de Carranza
siguiera defendiendo una plaza que estaba prácticamente
cercada por el enemigo; que no tenía posibilidad de recibir
auxilios y que a cada hora veía crecer el número de sus
atacantes.
Además, el general Villa quería empujar al general Obregón
hacia las llanuras abajeñas. Deseaba tener la oportunidad de dar
una batalla campal, en donde lucir la efectividad y poder de sus
caballerías; pues metido por segunda vez en el laberinto de las
acequias, debió admitir el error de atacar al enemigo en un lugar
con extraordinarias defensas naturales; error que pagaría a muy
alto precio.
Ahora que no fue ese el único error del general Villa; pues
habiendo mandado atacar a los defensores de la plaza que
estaban tendidos a lo largo del camino de hierro del Nacional en
dirección a Empalme González con los cuerpos de infantería
apenas organizados y compuestos en su mayoría de individuos
cogidos de leva, esto le ocasionó no sólo la pérdida de ese
ataque, sino el de una parte de la caballería de Rodríguez, que
fue sacrificada inútilmente tratando de evitar la desbandada de
los recién reclutados quienes, al final del día, se rindieron casi
en su totalidad.
Así, a la madrugada del día 15, el general Obregón, quien no
tomó reposo un momento desde el comienzo del combate,
ordenó al general Cesáreo Castro, cuya caballería no había sido
descubierta por los villistas, que a las primeras horas de ese
mismo día cargara sobre las fuerzas enemigas que atacaban la
plaza por el oriente, apoyándose en el camino de hierro a
Apaseo. Mandó también que los soldados de Amaro, Gabriel
Gavira y Antonio Norzagaray, abandonando sus posiciones
apenas apareciera la luz del día, hicieran un movimiento
envolvente sobre la derecha de la plaza, para desalojar al
enemigo de las márgenes del Laja, agredirlo y perseguirlo hasta
que, obligado a pasar frente a las posiciones del general Laveaga,
éste a su vez, cargara con toda su gente, de manera que hecha la
confusión, la caballería del general Maycotte, auxiliada por la
del general Alfredo Elizondo, ya instruidos estos últimos sobre
la manera de salvar las acequias, iniciaran la persecución del
enemigo castigado previamente por la infantería carrancista.
Dadas todas las órdenes, no sonaban las siete de la mañana,
cuando el general Amaro salió de las loberas seguido de su
gente, y con extraordinario valor, audacia y prontitud, cruzó el
Laja y cayó sobre las posiciones que los villistas tenían al
amparo de los bordos del río; y como al impetuoso movimiento
de Amaro se agregaron las fuerzas de Gavira y Norzagaray, el
enemigo, sin poder reponerse de la acometida, empezó a
retroceder; y como a esto se unió el ataque inesperado de los
soldados de Laveaga, tres horas después los villistas se
replegaban hasta Crespo, mientras que la caballería de Castro,
sorprendiendo a las fuerzas de Villa que estaban al norte de la
plaza, cargó sobre ellas, poniéndolas en fuga, de manera que
para el mediodía, el villismo experimentó su fracaso; y grupos,
ya de infantería, ya de caballería, se rendían uno tras de otro,
en tanto que el general Castro, llevado de su entusiasmo,
avanzaba hasta las goteras de Sarabia.
El combate, no obstante sus variaciones y el gran número de
hombres que a él concurrieron, no fue tan cruento como el
primero hecho por Villa a Celaya. Los carrancistas perdieron en
lo que se llamó el Segundo Celaya, cuatrocientos catorce
individuos entre muertos y heridos; mil, los villistas, según los
cálculos del general Rodríguez. Sin embargo, las deserciones en
el ejército de Villa ascendieron a tres mil hombres.
Tales deserciones indicaron la inconsistencia política del
villismo, más que la falta de táctica militar de Villa; porque, en
efecto, si la gente de Villa se rendía no era por otra causa sino
aquella por la cual se advertía que no quería más guerra, sino el
pan y la paz.
Esto, que fue la causa moral del fracaso de Villa, quien ya
sin la bandera de 1913, empezaba a decrecer, no lo entendió el
general Obregón, quien envanecido por el triunfo y alterado por
el alma de la venganza, esa noche del día triunfal, cometió el
horrendo crimen de mandar fusilar a ciento veinte oficiales
villistas que se habían rendido.
Las ráfagas del fuego de las ametralladoras acabaron en unos
minutos con las vidas de aquellos hombres que peleaban sin
saber por qué ni para qué; aunque posiblemente llevados por el
entusiasmo conmovedor que provocaba entre la gente rural
aquel gigante ágil y agradable, pero incoherente, que era el
general Francisco Villa.
Presentación de Omar Cortés Capítulo decimoctavo. Apartado 5 - La retirada de Villa Capítulo decimonono. Apartado 2 - Consecuencias de Celaya
Biblioteca Virtual Antorcha