Presentación de Omar Cortés | Capítulo decimonono. Apartado 1 - El retroceso de Villa | Capítulo decimonono. Apartado 3 - Villa a la defensiva | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|
José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 19 - LA DERROTA
CONSECUENCIAS DE CELAYA
No sería la retirada del general Francisco Villa en Celaya, el final de las pugnas revolucionarias y personalistas de México; tampoco el último movimiento del renacimiento y acomodo de la clase rural mexicana; y, de ninguna manera, la derrota de los
ejércitos villistas. El general Villa no estaba derrotado. Había
sido, eso sí, objeto de la humillación.
Aquel ejército tan viva y popularmente organizado, que
lucía los laureles de dos guerras civiles, no podía estar vencido.
Carranza mismo lo consideraba así. Sólo el general Obregón,
admirable convencido de sí propio y conocedor de las
debilidades del prójimo, sabía que no sólo había abatido el
orgullo y altivez de Villa, sino que le tenía ganada la capitanía
de la guerra. Un hombre, nudo de sensibilidades como Villa, no
sería capaz, después de los sucesos de Celaya, de inspirar más la
victoria de sus soldados.
Eso, que percibía la intuición genial de Obregón, se
presentaba a éste y al carrancismo, como instrumento definitivo para ganar lo futuro. Sin embargo, para los mexicanos, que
mucho admiraban los desplantes y audacias guerreros y autoritarios de un rústico como Villa, no era dable admitir un
Celaya decisivo. La retirada de Villa, aunque explicada en una
forma u otra forma, más semejanza se la daba a una estrategia
propia de la sagacidad del guerrero, que al de una acción de
armas favorable a la causa de Carranza.
Servía, al caso de fortalecer esta opinión, el hecho de que
Villa, sin amedrentarse por lo acontecido y sin perder su
optimismo, seguía hablando a los periodistas y agentes
extranjeros como caudillo poseedor del secreto para realizar una
cercana victoria; y como por otro lado, continuaba movilizando
trenes y soldados con inusitada diligencia y acrecentaba sus
fondos para la adquisición de más pertrechos para la guerra,
proporcionaba signos, que parecían inequívocos, de que dejaba
el suceso de Celaya como cosa secundaria.
Quienes sí creían y temían el triunfo de Obregón eran los
ministros y colaboradores cercanos de Carranza, en Veracruz. Al
efecto, individuos de capacidad, iniciados en las luchas políticas
desde 1910, contagiados ya por la voluptuosidad del mando y
brillo del poder; despiertos a la ambición; dueños diariamente
de la palabra del Primer Jefe; miembros de una anfictionía a la que pomposamente llamaban civilista, se habían hecho a la idea de ser los herederos políticos y constitucionales de Carranza, y por lo mismo recelaban del triunfo de Obregón, comprendiendo
que tal triunfo significaba un anticipo de su derrota en una
competencia política o electoral con los ciudadanos armados,
pero principalmente con los triunfadores de Celaya.
De esta suerte, creyéndose hábiles y sagaces atizaban,
aunque con todo género de precauciones, la hoguera
antiobregonista; y el solo hecho de proclamarse civilistas, tenía
por finalidad minar el suelo de los guerreros victoriosos.
Del grupo apellidado civilista, el más diligente era el ingeniero Félix F. Palavicini; y aunque éste carecía de espíritu
creador y su ilustración sólo poseía una dosis de europeísmo,
sustituía tales faltas con una inagotable laboriosidad. Sin
embargo, dentro de su actividad no podía ocultar sus verdaderos
designios, por lo cual hubo de decir que la historia de México
adolecía del grave defecto de exaltar únicamente a los hombres
de armas. Esto, dicho en el fragor de la guerra, cuando todo el
porvenir del Constitucionalismo dependía de las hazañas de los ejércitos revolucionarios, pero principalmente del capitaneado por el general Obregón, no dejaba de ser mortificante y peligroso.
Mayor personalidad que la de Palavicini, dentro del grupo
civilista, era la del licenciado Luis Cabrera. Mas éste,
sobresaliente en inteligencia y cultura, y reservado en política,
no jugaba al frente doméstico; pero no ocultaba, por otra parte,
su profundo desdén hacia el general Obregón, a quien sólo
consideraba el diablo de la guerra.
En capacidad, seguía a Cabrera el licenciado Rafael Zubaran
Capmany, de quien ya se ha dicho que poseía una vasta
ilustración, aunque dominado por la indolencia; también por la
dipsomanía. Zubaran, sin embargo, era lo suficiente hábil para
alentar, sin exhibirse, a los civilistas. Presentaba, en cambio, su
figura, pues cuidando que su personalidad no se mermara dentro
de las filas políticas del carrancismo, no ponía objeción alguna
al hecho de que su busto, cincelado en piedra, sirviese de
propaganda en los escaparates mercantiles de Veracruz.
Menos voluminosos en la ambición y la intriga, aunque no
dejaban de utilizar las dos armas, eran Luis Manuel Rojas, José
Natividad Macías y Antonio Mañero. Había un paladín más del
civilismo: el licenciado Jesús Urueta; mas éste correspondía a tal
partido por condescendencia de camaradería. Era Urueta el
superior dentro de aquella anfictionía, tanto por su cultura,
como por su desinterés y amor a las instituciones democráticas.
Para Obregón, no eran desconocidas las actividades de los
civilistas; tampoco el odio que éstos le profesaban y al cual
correspondía llamándoles despectivamente tinterillos; ahora que
dentro de sí propio, Obregón debió preguntarse una y muchas
veces el porqué Carranza toleraba aquel grupo que realizaba
operaciones de envenenamiento contra los caudillos armados
que servían con sangre y ánima al carrancismo. Una incógnita
que nunca se apartó de él, y que sirvió para modelar sus valores
y compromisos políticos posteriores, fue ésa, para el general
Obregón.
Pero si para el partido carrancista, a pesar de sus divisiones y melindres, lo acontecido en Celaya significó el vestíbulo de la
victoria del Primer Jefe y del Constitucionalismo, para el
villismo, unido a los sentimientos de su caudillo, la retirada de
Celaya no fue más que un mero accidente, atribuyendo el
suceso a que el general en jefe no había tenido el apoyo de sus
dos principales lugartenientes: Felipe Angeles y Tomás Urbina.
Un aliciente más tenían los villistas para considerar que su
poder no estaba tan mermado y que por lo mismo representaba
todavía una fuerza activa, combatiente y amenazadora: la
simpatía y confianza que las publicaciones periódicas
norteamericanas de Texas, Arizona y California seguían dando al
villismo; la simpatía y confianza que el departamento de Estado
del gobierno de Wáshington continuaba otorgando al general
Villa, a su ejército y colaboradores.
No existía, ciertamente, ninguna declaración oficial de
Estados Unidos a este respecto; pero así como el secretario de
Estado William Jenning Bryan tomaba como ridicula una nota
(24 de marzo, 1915) de José Vasconcelos, por medio de la cual
éste se acreditaba como agente confidencial del presidente
interino Eulalio Gutiérrez, en cambio recibía como informante
sobre los asuntos mexicanos a Lázaro de la Garza, agente del
villismo acreditado ante la Casa Blanca.
El villismo, en efecto, como resultado de un dictamen del
doctor Miguel Silva, había tomado (1° de febrero, 1915) el
carácter de Gobierno provisional de la República, con capital en
la ciudad de Chihuahua; y esto, a pesar de que el general Roque
González Garza, presidente provisional de México elegido por la
Convención establecida en la ciudad de México, era el
representante personal del general Villa entre los
convencionistas y a la vez hacía, cabeza al gobierno que se
llamaba nacional.
Mas para el villismo, que por carecer de ideas políticas, tenía olvidados todos los asientos correspondientes a la gobernación
de la República, el caso de González Garza, como el de la
Convención o del zapatismo era secundario. El villismo
significaba una facción guerrera que, frente a la gravedad y designios que ahora adquiría el Primer Jefe como gobernante de la Nación mexicana, pretendía una transformación pronta y efectiva de sus originales designios.
Además, las necesidades de la guerra, el volumen adquirido
por la organización de las instituciones públicas en los estados
dominados por Villa y las representaciones y compromisos en el
exterior, obligaban a la erección de un gobierno central; y al
objeto, el propio Villa, aunque sin título político específico,
sino como jefe del ejército de operaciones, asumió el poder
provisional (1° de febrero, 1915) y estableció tres secretarías:
Relaciones y Justicia, Interior y Comunicaciones y Hacienda e
Industria. Los asuntos extranjeros, como los concernientes a la
guerra quedaban de hecho, en sus propias manos, aunque sin
declaración expresa.
Tampoco el general Emiliano Zapata ni el zapatismo,
nuevamente dueño de la ciudad de México (11 de marzo),
consideraron que lo ocurrido en Celaya con el ataque y retirada
del general Villa, podía tener influjo en el porvenir de México y de la Revolución.
Aunque sin criterio militar, puesto que otra muy diferente
era su misión personal y política, el general Zapata no sólo fiaba
en sus fuerzas, tan débilmente organizadas como infelizmente
desarmadas, sino que ahora empezaba a considerar la necesidad
del poder político para su partido; para su propia fuerza y conservación; para el cumplimiento, en fin, de su Plan de Ayala, que incluía la conformidad de la gente que le seguía con gusto y pasión.
Así, al efecto de establecer un gobierno o su gobierno,
cuando el presidente provisional Roque González Garza se
disponía en Cuernavaca a regresar a la ciudad de México, Zapata
le hizo saber que el zapatismo requería plazas dentro del
gabinete presidencial, empezando por la secretaría de Guerra,
que él, Zapata, pedía para el general Francisco V. Pacheco,
hombre rudo y analfabeto, pero de mucha popularidad a par de
probada lealtad al zapatismo.
Aceptó González Garza la demanda de Zapata, considerando
que de esta manera ataba definitivamente al
zapatismo a los intereses del general Villa y de la Convención; y de regreso en la ciudad de México y reinstaladas que hubo sus
oficinas en el edificio de la secretaría de Gobernación, González
Garza expidió un decreto (15 de marzo), llamando a la
Convención a un nuevo período de sesiones, que debería
comenzar el 22 de marzo.
Pero, como se ha dicho, el zapatismo dispuesto a hacer su
propio gobierno y ufano por su segunda entrada a la metrópoli,
y en esta ocasión, sin el auxilio de otra facción revolucionaria,
nombró gobernador del Distrito Federal al general Gildardo
Magaña, hombre de bien, veterano del maderismo, con
cualidades de autoridad persuasiva y persona de la confianza y
estimación del general Zapata.
Sin embargo, no eran tales días los más propios para una
autoridad persuasiva y de alta capacidad como la del general
Magaña. La población del Distrito Federal estaba entregada no
sólo al desorden, sino también a las pestes que traen las guerras,
sobre todo cuando son prolongadas o injustificadas. Y una de
tales pestes, que causaba numerosas víctimas de la inocencia
civil, era la de una miseria económica; pues la inmensa mayoría
de los metropolitanos sufría la falta de lo necesario para el
sustento cotidiano. La vieja capital pagaba ahora, con creces, el
engollamiento de una burocracia de treinta años, el disimulo
ofrecido a los conspiradores contra el régimen constitucional de
Madero, el desdén hacia los asuntos civiles y económicos más
allá de las fronteras del Distrito Federal y la superioridad que
lucía como única ciudad privilegiada que existía en la República
mexicana.
Excesivo y sin miramientos era, incuestionablemente, tal
castigo que no imponían los jefes del zapatismo, sino las
circunstancias; porque si de un lado, el papel moneda por ser de
un bando o de otro bando, era objeto de descuentos cada día
mayores, sin que la autoridad del Distrito pudiera evitar tal
tráfico que hacían los coyotes debido a los apuros dé los
necesitados; de otro lado, los artículos de primera necesidad
estaban agotados en la ciudad. El mercado no podía ser surtido,
tanto por la falta de comunicaciones, como debido a que los
labriegos tenían abandonados los cultivos, ya por huir de la
guerra, ya para convertirse en soldados.
Y no era solamente la población civil la que sufría las
consecuencias de tales escaseces y angustias. También los
zapatistas padecían angustias del mismo género. Los soldados de
Zapata dentro del Distrito Federal estaban en la inopia. En
grandes grupos o en formaciones familiares, vivían en el arroyo.
Dormían en las aceras o quicios de puertas; comían o jugaban
cartas a la sombra de los inmuebles. Los viejos oficinistas del
porfirismo, echados de sus empleos, sin ahorros ni protección se
veían obligados a improvisarse en artesanías o como puesteros.
Antiguos jefes de sección eran vendedores ambulantes. La gente
rica de los tiempos anteriores a la Revolución vendía sus joyas,
o remataba sus inmuebles; o vivía de la especulación monetaria;
y como la mayoría de las fábricas y talleres continuaba
paralizada, la desocupación representaba la fuente común de la
pobreza y congoja de todas las familias; aún de aquellas que
mucho habían gozado de posición y distinción.
Además, los robos y asaltos, llevados a cabo, ora por
individuos, ora por bandas organizadas, y en ocasiones estas
últimas en uso de supuestas órdenes firmadas por jefes
revolucionarios o autoridades de policía, tenían aterrorizados al
vecindario; y la en otras épocas fulgurante y orgullosa capital de
la República, estaba hundida en la angustia, desesperanza,
hambre e insalubridad. Tanto así, que la presencia o la amenaza
de la autoridad, no servían para dominar el desenfreno de la
maldad unido a las locuras que produce la incertidumbre
popular, pero especialmente, la inseguridad pública y económica.
Por todo esto, grande era el odio con el cual la ciudad de
México respondía a la Revolución. La capital estaba dejando
poco a poco su devoción porfirista; pero acrecentaba su disgusto
hacia los revolucionarios, a quienes hacía responsables de
aquellas penalidades que sufrían los indigentes.
La guerra civil, cuyo fin nadie se atrevía a asegurar, parecía como una maldición caída sobre un pueblo que únicamente
había cometido el delito no tanto de tolerar los excesos de la
autoridad personal del general Porfirio Díaz, cuanto de no haber
dictado medida alguna para dar orden -y sólo orden- a la vida
rural mexicana, que ahora desencadenaba todas sus furias,
dispuesta a asegurar el porvenir de su gente y a procurar el
bienestar de sus individuos y familias.
Así, para aquella población del Distrito Federal, lastimada
más en su vientre que en su alma, puesto que en el sentido del
ánimo público no se ocultaba el goce de la libre discusión
manifiesta hasta en las pequeñeces que en materia de ideas se
desarrollaban en la Convención; así, se repite, para aquella
población del Distrito Federal, lo ocurrido en Celaya, aunque
conocido a medias, como consecuencia del aislamiento rural que
sin malicia ni propósitos ulteriores cultivaba el zapatismo, no
cambió la condición de la ciudad de México ni abrió ni cerró
horizontes políticos o militares.
El propio González Garza, tan leal al general Villa, como tan
responsable en la función que tenía y dentro de la cual, por ser
tan corto el teatro convencionista, no podía lucir sus
capacidades administrativas ni políticas, y por lo mismo no
alcanzaba el brillo que requiere un gobernante para de esa
manera organizar en torno de él la confianza y la empresa; el
propio González Garza, se dice, recibió impávido el informe
acerca de la retirada de Villa después de los desatinados ataques
a Celaya. Para el presidente del convencionismo, los sucesos de
Celaya, sólo eran el comienzo de la guerra y por lo tanto había
necesidad de esperar el momento decisivo, que seguramente
sería en cualquier plaza al norte de Celaya.
Incrédula o indiferente la mayor parte de la República sobre
el influjo que para el futuro pacífico y político de México
pudiera tener el triunfo del general Alvaro Obregón en Celaya, y
que implícitamente correspondía a un descalabro del villismo,
sólo el occidente de México, pero sobre todo la unidad
geográfica que comprendía a Sinaloa, Sonora y Tepic, recibió
un fuerte estímulo para perseverar en su lucha contra el
villismo; y se explica que el occidente, porque la mayoría de las
fuerzas guerreras del carrancismo, que operaban contra el
cuerpo central militar del general Villa, eran nativas de tal punto
de la República. En efecto, el noroeste, a pesar de su poca
significación demográfica en el país, era el que daba casi toda la
sangre que el carrancismo iba regando en los campos de batalla.
El suceso celayense tuvo también profunda y dilatada
repercusión en Jalisco; pues aquí, los generales Diéguez y Murguía, al saber lo acontecido en Celaya, se sintieron transportados a todos los triunfos; y ambos quisieron correr para ponerse al lado y sombra del general Obregón. Murguía, por díscolo y envidioso, para no quedar atrás en las glorias que proporcionan las guerras. Diéguez, por la admiración que sentía
hacia el general Obregón y por la ambición de ganar los laureles
que el jefe del ejército principal de la Revolución, se vería
obligado a compartir con sus generales.
Murguía, había enviado, con anterioridad al triunfo de
Obregón en Celaya, un mensaje al Primer Jefe, con el notorio propósito de malquistar a éste con el jefe de las operaciones militares del Constitucionalismo; mas ahora se aprestaba a unirse a Obregón. Y, al efecto, y sin considerar que el general Diéguez estaba amenazado por las fuerzas del general Rodolfo Fierros, que retirándose hacia Irapuato no por ello dejaban de ser
peligrosas para Diéguez, el general Murguía no dudó en
separarse de su compañero de armas y partido, y poniéndose al
frente de su tropa, salió con rumbo al estado de Michoacán, con
el plan de llegar a Morelia y de allí marchar al de Guanajuato
donde se uniría al general Obregón.
Diéguez, no obstante que vio debilitadas sus fuerzas con la
salida de Murguía, con extraordinaria valentía y calculando que
el general Fierros, después de la derrota del villismo en Celaya
no podría permanecer en los puntos que ocupaba entre
Guadalajara e Irapuato, decidió avanzar, para ir al encuentro de
Obregón; y como éste había ya logrado hacer huir al enemigo
hacia Silao, al tener informes de que el general Diéguez se abría
paso, combatiendo diariamente con la gente de Fierro, en el
camino de Irapuato, resolvió acelerar la marcha de una columna
expedicionaria en dirección a Jalisco; y así, el 28 de abril, los
dos generales pudieron abrazarse en La Piedad.
Aquí, Obregón recibió la admiración y respeto de la gente
de Diéguez, quien días después entró a Irapuato para reforzar
así el frente del Constitucionahsmo.
Con esto y con los suministros que en víveres, armas y
municiones le hacía llegar Carranza desde Veracruz, el general
Obregón empezó a hacer sus planes a fin de continuar la guerra
contra Villa, quien tenía establecido su cuartel general en León.
Presentación de Omar Cortés Capítulo decimonono. Apartado 1 - El retroceso de Villa Capítulo decimonono. Apartado 3 - Villa a la defensiva
Biblioteca Virtual Antorcha