Presentación de Omar Cortés | Capítulo decimonono. Apartado 2 - Consecuencias de Celaya | Capítulo vigésimo. Apartado 1 - Segunda contrarrevolución | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 19 - LA DERROTA
VILLA A LA DEFENSIVA
Enardecido por el triunfo de sus armas y el retroceso de las del ejército de Francisco Villa, y con la seguridad de que el ánimo de sus soldados le ayudaría a derrotar el enemigo en cualquiera nueva empresa, el general Alvaro Obregón, apenas
repuesto de la defensa de Celaya, dio órdenes para que sus
fuerzas continuaran tras de las huestes villistas que se retiraron,
primero a Irapuato; luego a Silao.
Sabía el general Obregón, que Villa se había replegado de
Celaya y que abandonaba Irapuato, no tanto por creer en la
derrota, cuanto a fin de elegir un lugar más conveniente al
desarrollo de sus planes militares y además, con el objeto de
reponer y preparar sus cuadros de guerra, que se hallaban bien
mermados y desmoralizados después de los dos fracasos frente a
la plaza de Celaya.
Así y todo, y con la certidumbre de que obtendría un nuevo
triunfo, no sólo disminuyó el número de su columna central
mandando a los generales Amaro y Norzagaray, que con tres mil
hombres cuidaran la retaguardia e izquierda del ejército de
operaciones y al mismo tiempo resguardaran el camino de hierro
de Querétaro a Pachuca, para evitar la interrupción de los
suministros bélicos procedentes de Veracruz, sino que, sin
demora, ordenó el avance de la brigada del general Maycotte
hacia Irapuato; y en seguida, él mismo se puso en marcha a esta
plaza, seguro de que a sus osados movimientos correspondería un
nuevo retroceso de las quebrantadas huestes de Villa, aunque de
todas maneras, apenas establecido en Irapuato, mandó construir
loberas en torno a la plaza a fin de evitar cualquiera sorpresa del
enemigo que estaba, con sus avanzadas, a menos de veinte
kilómetros del nuevo punto elegido para cuartel general
del Ejército Constitucionalista. A esta hora se reunían en Aguascalientes los generales Villa, Felipe Angeles y Tomás
Urbina.
Este, se mostraba apocado. Sus fuerzas, después de combatir
desesperadamente en Ebano, no habían logrado romper las
líneas carrancistas que defendían el punto; y esto, explicaba
Urbina, debido a que sus hombres estaban mal armados; ahora
que Villa, escuchando a Urbina, hacía poco aprecio a las
palabras de su lugarteniente; pues a su vez él, el general Villa, se
hallaba preocupado por lo sucedido en Celaya, no sin confesar
el error del ataque a una plaza que, como Celaya, ofrecía, gracias
al terreno que la circundaba, numerosas y a veces infranqueables
defensas naturales.
Mas Villa, dirigiéndose a Angeles y Urbina, aseguraba que
llegaría la hora del desquite, y que al caso, se preparaba para dar
batalla a las fuerzas del general Obregón, en las llanuras de
León. Aquí, argüía el general Villa, los veinte mil caballos de
Rodríguez, Siañez y Contreras, se lucirían, cargando, sin los
obstáculos hallados en los campos de Celaya.
Angeles, sin embargo, no ocultaba su pesimismo respecto al
lugar elegido por Villa para enfrentarse a Obregón. Explicaba, al
efecto, tratando de que el general Villa comprendiera el alcance
de sus palabras, que el primer paso para asegurar la victoria no
consistía en hallar un terreno propio para las maniobras y cargos
de las caballerías villistas, sino que la medida esencial debería
consistir en alejar al general Obregón, lo más posible, de sus
fuentes de abastecimientos, de manera que, pudiéndosele
entusiasmar persiguiendo a quien consideraba débil y humillado
después del retroceso de Celaya, el ejército carrancista
quedase cortado de su base de operaciones, y por lo mismo
prácticamente en manos de las fuerzas villistas.
Para Villa, el plan de Angeles entrañaba una nueva retirada;
y de retirada en retirada, sus tropas, las tropas villistas,
perderían la fe en su jefe y sobre todo la confianza en la audacia
de su jefe. De esta manera, el general Villa no se mostró resuelto
a replegarse, insistiendo en que con sus caballerías sería
suficiente para triunfar. Además, si a Celaya sólo había llevado
no los veintidós mil hombres que pomposamente había
anunciado, sino sólo dieciocho mil, en León tenía ya reunidos
treinta y dos mil y esperaba de cinco a seis mil más; ahora que
de tal suma, existía un alto porcentaje de inexpertos en la
guerra y, por otra parte, los suministros de municiones
procedente del norte eran muy lentos; y esto se debía al
descenso del crédito villista entre los agentes vendedores de
material bélico, que empezaban a dudar del triunfo de Villa
después de la retirada de Celaya. Finalmente, el general Villa no
atendía las observaciones del general Angeles acerca de la
merma sufrida en el poder de fuego por la artillería de la
División del Norte, ya que la pérdida de numerosos cañones en el primer encuentro con Obregón, no había sido repuesta ni se tenía esperanza de reponerla.
Y no sólo en el número de soldados concentrados en León
fiaba el general Villa. Fiaba también en la gran línea de combate
tendida al iniciarse el avance sobre Celaya, desde San Juan de
los Lagos en el poniente hasta San Miguel Allende en levante.
Aquí, en el último punto, se hallaban ahora los soldados que el
general Tomás Urbina había retirado del Ebano, mientras que
en San Juan de los Lagos estaba el general Rodolfo Fierros con
seis mil hombres de caballería.
Apoyando a la gente de Urbina se hallaba el general Pánfilo
Natera con tres brigadas; ahora que el grueso de las tropas
villistas estaba acampado en el centro de la línea; centro que,
dilatado en los campos labrantíos que se extienden frente a
León, tenía un ángulo saliente en la estación de Trinidad.
Dispuesto de esa manera el frente de combate, el general
Villa dominaba las vías de los ferrocarriles Central y Nacional al
norte de Querétaro, gracias a lo cual, sus trenes podían correr
hasta la frontera de Estados Unidos que era la fuente de sus
abastecimientos. Además, gracias a tal disposición militar, el
general Villa poseía todo el centro y norte del país, a excepción
de las zonas costaneras del Golfo y Pacífico.
Ahora bien: si ciertamente el villismo tenía ventajosas
posiciones geograficas, éstas no podían ser, por sí solas, garantía
de triunfo. La segunda parte para asegurar el triunfo, dependía
del número de combatientes y de la táctica guerrera de los
caudillos; y tratándose de estas dos posibilidades, el peligro
consistía en que uno u otro jefe se equivocara en las sumas y
restas tan comunes a la hora en que se prepara cualquier
acontecimiento, ya civil, ya militar, ya político, ya económico.
Obregón, quien no ignoraba, a pesar de su corta experiencia
en el trato de la guerra, lo que significaba lo ilusivo, se abstenía
de hablar del número de sus soldados. Villa, en cambio, sin
medir las proporciones del engaño, decía tener bajo sus órdenes
un ejército de sesenta mil hombres.
No contaba el general Villa, por otra parte, el fuerte castigo sufrido en Celaya, pues si en la realidad el suceso no constituyó
una derrota formal y por lo mismo definitiva, de hecho, la
retirada advirtió debilidad e ineptitud; también enseñó una
superioridad de Obregón. Así, cada kilómetro que avanzaban
las fuerzas carrancistas era una disminución del prestigio del
general Villa.
Sin embargo, tanto poder tenía el fanatismo villista —y este
fanatismo no correspondía únicamente a los altos jefes de la
División del Norte, sino a los soldados-, que se creía en la reivindicación villista. Para esto. Villa, trataba de acrecentar su crédito de hombradía y guerra ante su gente, y no se detenía para exhibir el orgullo de su valor personal al que unía el de sus
generales. En el trato de sus lugartenientes sobresalía a Obregón;
pues sin perder ni un minuto su alta jerarquía, llevaba una vida
tan democrática con sus inferiores, que el grupo de generales
villistas representaba una camaradería que solamente terminaba
a la primera voz de mando para la guerra que daba el general en
jefe.
Villa, pues, no perdía una hora sin buscar la reunión de los
agentes que creía convenientes, con el fin de hacerlos servir a su
causa; pero sobre todo, trataba de hacer en León un almacén de
cuanto pudiera ser necesario, para llevar adelante una campaña
que le condujera al triunfo. Así, al material bélico que le llegaba
de El Paso, podía agregar en los días anteriores al nuevo
encuentro con el ejército carrancista, dos aeroplanos, que
pronto puso en servicio.
Uno, fue usado para hacer exploraciones sobre Michoacán,
pues Villa tenía la esperanza de que las fuerzas villistas que
operaban a las órdenes de Jesús Cíntora y El Chivo Encantado,
que eran famosas como aguerridas, se organizaran debidamente
y concurrieran a hostilizar la retaguardia del ejército acaudillado
por Obregón. Ignoraba el jefe de la División del Norte, que si la gente del Chivo y de Cíntora tenían justa y merecida fama por sus audacias y triunfos, no podían corresponder a las de un
ejército organizado, ya que la gente capitaneada por tales
cabecillas representaba el género de la guerra de ventura y capricho, en la cual había más encantos que realidades. Tales capitanes, dejando a su parte el valimiento de guerrilleros que tenían, constituían la pléyade romántica y primitiva del pueblo rural mexicano.
De esta suerte, el general Obregón, tenía una superioridad
sobre el general Villa, en lo que respecta a analizar y aprovechar
el fondo de las realidades de la guerra y la política.
Mientras que el general Villa se entregaba a los cálculos
ilusivos, para complementar alegremente el cuadro de combate
efectivo que estaba tendido en una línea de más de ciento
cincuenta kilómetros de longitud, el general Obregón,
omitiendo el número de combatientes villistas y el suyo propio,
avanzaba paso a paso, pero siempre sobre terreno firme, en
busca de su rival.
Cada movimiento de Obregón estaba garantizado con más
hombres, más vituallas y más armas y municiones. Estas últimas,
sin embargo, no bastaban para la acción que Obregón
desarrollaba mentalmente mientras seguía dando sus órdenes de
avanzar y siempre avanzar. La escasez de parque era tanta, que
los generales carrancistas se la hacían saber hora tras hora.
Obregón, sólo sonreía; y es que guardaba la certidumbre de que
el Primer Jefe le haría llegar un convoy de municiones; y aunque tal convoy tenía que correr al través de setecientos
kilómetros, de los cuales grandes trechos estaban amenazados
por los zapatistas, que inesperadamente a los últimos días de
abril (1915) habían tomado la ofensiva tratando de amenazar la
reguardia del ejército carrancista, el general Obregón no sólo
fiaba en el valor y pericia del coronel Ignacio C. Enríquez y del
coronel Miguel Alemán a quienes Carranza tenía encomendada
la seguridad del convoy, sino que también fiaba en la
responsabilidad del general Joaquín Amaro.
Este, en efecto, desempeñaba una de las más importantes y
peligrosas funciones militares de esos días; pues el general
Obregón le tenía dadas órdenes para que con una columna
volante resguardara el camino de hierro entre Pachuca e
Irapuato, de manera que ni un minuto pudiese estar cortada tan
vital vía de abastecimientos.
Así las cosas, y teniendo noticias de que día a día llegaban
nuevos suministros bélicos al general Villa y de que la
concentración de fuerzas villistas procedentes del norte del
era cada vez mayor, el general Obregón, ordenó (25 de abril),
que la caballería del general Fortunato Maycotte, en quien el
jefe de las operaciones depositaba gran confianza, avanzara con
dos mil hombres de caballería hacia el norte de Irapuato, con la
idea de que se presentara amenazante frente a las posiciones
villistas en Silao. Con esto, el general Obregón, quería descubrir
la disposición de ánimo del villismo y principalmente el punto
elegido por Villa para presentar batalla.
Para apoyar el movimiento de Maycotte, el jefe de las
operaciones dispuso la movilización de cuatro mil hombres de
infantería; y como tanto la caballería como la infantería de
Obregón realizaron el avance con mucha decisión y precisión,
tratando de obligar a los villistas al combate, éstos se retiraron
ordenada y cautelosamente hacia Trinidad, dejando abiertas las
puertas de Silao a los carrancistas, que entraron a la plaza el 28
de abril.
Un paso más ganaban los hombres de Obregón, por lo que
éste, aprovechándose de la situación de ventaja que le ofrecía el
enemigo, ordenó, sin titubear, que otros tres mil soldados de
infantería marcharan a Silao, con lo cual esta plaza se convirtió
en el centro de las operaciones que prácticamente estaban a la
vista para un futuro muy cercano.
Pero Obregón, no obstante sus aparentes audacias, obraba
conforme a su carácter de guerrero osado; pero lento y fiero.
Esperaba provocar en Villa la impaciencia y con esto hacerle
gastar sus fuerzas en acciones secundarias, de manera que con
ello podría debilitar el cuerpo principal de los proyectos de
combate del enemigo.
Tanto ansiaba Obregón incitar el alma impulsiva e imperiosa
del genio conmovedor que había en Villa, que él mismo avanzó
a las goteras de León a manera de comprometer al villismo a una
acción sin pérdida de tiempo, como para dar a entender al jefe
de la División del Norte, que el ejército carrancista se sentía lo suficientemente fuerte para arrebatarle el campo sobre el cual estaban tendidas las líneas de fuego villistas.
Para hacer más salientes sus provocaciones, el general
Obregón entregó la punta de vanguardia agresora al general
Murguía, en quien reconocía los males y bienes del atrabancamiento;
y Murguía, en efecto, creyendo que mediante
un golpe de su innegable audacia y de su extraordinario valor
personal podía llegar a derrotar él solo al general Villa, se
adelantó tan exageradamente a los límites señalados por
Obregón, que sufrió un descalabro, que pudo ser de
consecuencias para las avanzadas carrancistas, pero que el
general Murguía atribuyó al desdén con que Obregón había
visto el movimiento llevado a cabo, sin auxiliarle a su debido
tiempo, por más que esta acusación al general jefe de las
operaciones era injusta, ya que se desarrolló violenta y precipitadamente en el curso de unos minutos, y sin que hubiese
tiempo para hacer movilizaciones de apoyo, máxime que
Murguía se adelantó, como queda dicho, al plan de Obregón.
Después de lo sucedido a Murguía, que denotaba cuán
alertas estaban los villistas, y cuán dispuestos para resistir el
avance del Ejército Constitucionalista, el general Obregón, mandó que todas sus tropas quedasen concentradas en Silao;
pero con los flancos debidamente protegidos para evitar una
sorpresa del enemigo, sobre el cual enviaba pequeñas columnas
de exploración que, luego de escaramucear con los villistas,
regresaban al cuartel general.
Sin embargo, el 4 de mayo, en seguida de recibir un tren con
material bélico y un segundo con abastecimientos de boca, y
estando ya incorporadas al cuartel general las tropas de Jalisco y
Michoacán; de Hidalgo y Veracruz, el general Obregón dispuso
el avance general hacia estación Trinidad, que se presentaba
como un campo favorable para dar batalla.
Tenía Obregón bajo sus órdenes, al iniciarse el movimiento
sobre Trinidad, treinta y cinco mil hombres; ahora que como de
este total destacó fuerzas para cuidar la retaguardia, los flancos
de oriente y poniente, así como para atacar y tomar la plaza de
Guanajuato, quedaron en Silao veinticinco mil soldados,
incluyendo el personal de artillería al mando del teniente
coronel Gustavo Salinas, con trece cañones; el del teniente
coronel Abraham Cárdenas, con cincuenta y siete ametralladoras
y el cuerpo de dinamiteros, provisto de veintinueve
tubos lanzabombas, al mando del teniente coronel
Bernardino Mena Brito.
Cuatro eran las divisiones del ejército de operaciones. Tales
divisiones estaban a las órdenes de los generales Benjamín G.
Hill, Manuel M. Diéguez, Cesáreo Castro y Francisco Murguía.
Lo más granado del Ejército Constitucionalista formaba en las filas de los cuatro generales; y lo más granado no sólo en oficiales, sino también en soldados, puesto que al iniciarse el
avance, Obregón dispuso que los cuerpos de combate fuesen
escrupulosamente seleccionados.
Hecha, pues, la selección, comunicadas las órdenes y preparada la tropa para entrar al combate en caso de ser agredidas;
organizados los abastecimientos y los hospitales de campaña, el
ejército del Constitucionalismo se puso en movimiento, aunque con excesivas medidas de prudencia. Obregón no parecía tener prisa alguna. Sus soldados iban poniendo pie sobre terreno
seguro; el camino de hierro, conforme se realizaba el avance,
quedaba expedito para todos los movimientos de trenes. Los
villistas se retiraban poco a poco cediendo el paso al enemigo.
Este, sin muchos esfuerzos y poco costo de sangre y fuego, se
apoderó (7 de mayo) de la estación ferroviaria de Trinidad.
Desde ésta, se podía conocer la extensión que ofrecía el campo
de batalla; pues los dos ejércitos estaban formalmente frente a
frente.
Obregón, tan luego como llegó a Trinidad, abandonó su tren
y se dispuso a reconocer el terreno. A esa hora, un aeroplano
villista voló sobre el apenas instalado campamento carrancista;
pero el aparato, no demoró mucho en su vuelo, pues le
alcanzaron y le hicieron caer por tierra las balas carrancistas.
En seguida del reconocimiento llevado a cabo, aquella
singular cabeza de Obregón, cuya acción era osada, pero con
una osadía lenta y fiera, advirtió todas las ventajas que
proporcionaba el terreno a donde se desarrollaría la batalla.
Una dilatada cadena de haciendas, que se extendía de
oriente a poniente, con sus cascos, corrales, cercados y bordos
ofrecía por sí misma un muro de defensa, que a la vez estaba
resguardado, en sus dos extremidades, por lomeríos, cuyas
alturas dominaban sobre una espaciosa llanura, de la que era
vértice la estación de Trinidad.
Todo eso lo había observado el general Obregón, y con tal
observación iba a comprobar la aplicación de su fácil y vasto
talento a las artes de la guerra, que si para éstas no tenía más
escuela que la cruda realidad de la vida y la muerte, no por ello
la desdeñaba ni las desaprovechaba, puesto que para un hombre
de las extraordinarias capacidades del jefe de las operaciones del
Constitucionalismo, todo se hacía presente y fácil a la hora de la práctica. Y ciertamente nadie le disputaba a Obregón los dones que poseía como jefe; ahora que derrotar a un ejército aguerrido como el de Villa no era igual que poner en fuga a las masas de
gente forzada que había sido el ejército de Huerta.
Mas era necesario entender que después de los sucesos de
Celaya, dentro de Obregón existía un segundo Obregón: el
Obregón que había hecho retroceder al general Francisco Villa,
héroe hazañoso de la gente guerrera del norte. Así, la lección de
Celaya —una sola lección de Celaya- había servido para
acrecentar todo lo que en el hombre y en todos los hombres de
México se guardaba como en relicario, en espera de que la
República encontrara el camino definitivo de su vida.
Obregón, pues, al frente de aquel inminente campo de
batalla calculó, con la medida de su genio intuitivo, cómo sería
la acometida del enemigo; cuál el resultado; porque, en efecto,
sabiendo que el fuerte numérico y calificado del ejército de
Villa era la caballería, supuso que ésta atacaría con denuedo y
decisión las posiciones de los carrancistas, ya que podría
maniobrar hábil y violentamente sobre la llanura que se
extendía entre Trinidad y León.
Después, examinando sus propias fuerzas, el general
Obregón consideró que por no tener caballerías tan numerosas y
tan preparadas como las del enemigo, debería abstenerse de
procurar las contracargas a los ataques que llevara a cabo esta
poderosa arma del villismo; y por lo tanto, desde luego decidió
que sus caballerías quedaran hacia los flancos de la línea
principal de fuego, de manera que pudieran ser utilizadas
únicamente para hostilizar la izquierda y derecha de Villa o bien
para atacar inesperadamente la retaguardia del enemigo, si las
circunstancias se presentaban favorables al caso.
El frente, pues, por donde Obregón intuía que iba a avanzar
la caballería villista, tendría que ser lógicamente el frente de la
defensa carrancista, puesto que sobre éste se dilataba la llanura
que el general Villa había seguramente calculado aprovechar
llegado el momento del combate.
Seguro del por qué el general Villa había elegido aquel
terreno para presentar batalla, el general Obregón, mandó que
su infantería, ya seleccionada como se ha dicho, quedara sobre
una línea desplegada desde la hacienda de Santa Ana del Conde
a la de Otates, de manera que tal línea fuese la principal,
aprovechándose de las defensas que ofrecían los cascos de
haciendas, reforzadas con las loberas que deberían ser
construidas a la mayor prisa posible, pues el general Obregón
tenía la creencia de que Villa, apenas se diera cuenta de los
preparativos que se hacían en el frente carrancista, procedería a
atacar, con el objeto de evitar que los soldados de Obregón
tuviesen oportunidad para la organización y embarnecimiento
de sus posiciones.
Dispuesta así la línea defensiva de sus fuerzas, Obregón
mandó (8 de Mayo) que las caballerías atacaran y ocuparan
con prontitud los cerros de la Capilla y La Cruz, que se
levantaban a la derecha e izquierda del frente villista,
convencido que desde tales alturas quedaría dominada una gran
área que se prolongaba casi hasta las puertas de la plaza de
León.
Mas para ocupar La Capilla y la Cruz, fue necesario un
combate violento, que terminó con la retirada de los villistas,
que al parecer no apreciaban el valor que tales alturas podían
tener para el desarrollo de la batalla que se avecinaba.
Ocupadas tales posiciones, Obregón continuó dando órdenes
para acondicionar y comunicar las loberas y emplazar las
ametralladoras que era su arma predilecta, sobre todo
comprendiendo que el general Villa trataría de hacer efectivo,
en primer lugar, el poder de sus caballerías. El general Obregón
no estaba equivocado; pues en seguida de cuatro días de resistir
el cañoneo villista iniciado luego de la toma La Capilla y la
Cruz, observó, hacia el mediodía del 12 de mayo, que las
caballerías villistas marchaban sobre la llanura de los antiguos
campos labrantíos en dirección al centro de la defensa
carrancista. Y, en efecto, tres grandes columnas avanzaban con
aparente confianza; y es que el general Villa tenía ordenado que
mientras la caballería de Pedro Siáñez atacaba la izquierda del
enemigo y el general Calixto Contreras, la derecha, por el centro
se adelantaran sus fuerzas predilectas apoyadas en sus flancos
por los Dorados.
Aquella masa de caballería, en apariencia mecanizada, y calculada en ocho mil hombres, se dirigió principalmente hacia el
centro y derecha de las defensas carrancistas. Las fuerzas del
general Diéguez y los batallones de Sonora a las órdenes de
Eugenio Martínez, Antonio Norzagaray y Miguel Laveaga, iban
a resistir, tras de los cercados o en las loberas, las cargas de tan
poderosos enemigos.
Avanzaron las caballerías villistas, organizadas por escuadrones, a trote largo; y aunque el fuego de las ametralladoras
carrancistas les producía verdaderos estragos, impávidos continuaron
los jinetes hasta llegar a trescientos o cuatrocientos
metros de los atrincheramientos, y a una señal, abrieron
el fuego con sus carabinas; luego, avanzando a galope
tendido, dejando el arma larga tendida en banderola y con
riendas liadas a la muñeca del brazo izquierdo, disparaban sus
dos pistolas a un lado y a otro lado, sobre las cabezas de los
soldados de Obregón, apenas protegidos por los parapetos.
A pesar de tal carga, tan imponente como excepcional, los
soldados de Diéguez, como los de Laveaga, Norzagaray y Martínez permanecieron fijos en sus puestos, mientras que los escuadrones villistas volvían grupas; se reorganizaban y regresaban a la carga, hasta dar tres más, tan valientes como inútiles, de manera que al intentar un enésimo asalto se les
mandó retroceder hacia León, dejando el campo de batalla
cubierto con jinetes y caballos. Villa había sacrificado en ese
movimiento irreflexivo, que rayaba en la locura, a sus mejores
soldados. Así y todo, pronto pudo observarse, desde el campo
carrancista, que el general Villa no desistía de su empresa y que
mandaba nuevamente a sus caballerías al asalto.
Ahora, en este nuevo movimiento, cada jinete lleva a ancas
otro soldado. Así, la caballería villista vuelve a surgir en el
mismo orden, con iguales designios; y todo lo que sucede en
pocos minutos, más parece un aparato de maniobras que no un
combate de vidas y armas; porque los jinetes de Villa, en lugar
de fiar en los disparos de sus revólveres, trasponen las trincheras
carrancistas, dejan caer a los soldados de infantería que llevan
como auxiliares tras de la línea de Obregón, con la intención de
que tales hombres ataquen las defensas carrancistas por la
espalda. Para esto se hallan preparados los soldados de Obregón,
quiénes pronta y violentamente atrapan a aquellos suicidas del
villismo; y quedando en sus trincheras sin grandes bajas, ven
retroceder angustiosa y perdidamente a los escuadrones de las
caballerías de Villa.
Rechazado, y caído en el campo de batalla lo más florido de
su caballería, el general Villa espera que transcurran diez días
antes de emprender otra acción formal. Esto, sin embargo, no es
obstáculo para que cese el combate, ya en un lado, ya en otro
lado de las líneas de fuego; mas tales hechos son meros
escaramuceos que carecen de importancia. Villa está dando
tiempo al tiempo; y es que de una hora a otra hora le han de
llegar refuerzos de infantería. Ha pedido, en efecto, a sus
lugartenientes de Chihuahua, Durango, Zacatecas y Coahuila,
veinte mil soldados más, advirtiéndoles que no los quiere del
arma de caballería.
Y los refuerzos llegan a la mañana del 21. No son, en
número, los que exigía Villa; pero suman ocho mil. Entre estos,
hay gente aguerrida que marchaba a Sonora, para auxiliar a los
maytorenistas; pero que ha vuelto violentamente al camino de
Chihuahua, primero; al de León, después. Y ya con tales
fuerzas, el general Villa ordena una ofensiva para la madrugada
del 22.
Entre tanto, el general Obregón ha mejorado sus posiciones.
Tiempo ha tenido, entre escaramuza y escaramuza, de amacizar
sus trincheras; también de dilatar su línea de defensa, a manera
de obligar al enemigo a que aumente el número de sus fuerzas.
La línea de Obregón se extiende ahora a veintidós kilómetros; y
en los extremos de tal línea están las caballerías.
Villa tiene mucha confianza. Ha preparado él, personalmente,
un plan de ataque a la línea carrancista. Al efecto,
creyendo hallar debilidad hacia la izquierda de Obregón,
dispone un movimiento hacia ese lado con siete mil hombres.
Estos, avanzando en línea triple desplegada, llevando bombas de
mano, aprovechándose de la semioscuridad deberían llegar a
unos metros de las trincheras enemigas, para luego arrojar sobre
éstas las mortíferas cargas, abalanzándose al mismo tiempo
sobre el centro del objetivo, mientras que por los flancos, la
caballería villista estaría en disposición de maniobrar en un
ataque envolvente.
Fijado así el plan, los soldados de Villa avanzaron sobre el
enemigo, y aunque el movimiento fue hecho con extremado
sigilo, no por ello lograron realizar una acción sorpresiva. Los
carrancistas, en aparente descanso, vigilaban, de manera que
estando sobre las armas, rechazaron el primero y segundo
asaltos; y aunque la situación les fue muy comprometida al
tercer ataque, el general Obregón que no perdía un detalle del
combate, observando la debilidad de su centro, mandó que
violentamente acudieran a reforzar la línea de fuego cuatro
batallones de reserva, gracias a lo cual, y después de cuatro
horas de lucha, el enemigo hubo de retirarse con grandes
pérdidas.
Para el general Obregón, sin embargo, se presentaba el grave
problema de la escasez de municiones. Un convoy con material
de guerra estaba en marcha desde Veracruz. El general en jefe lo
esperaba con ansiedad, máxime que a la tarde del 22 advirtió
que en el campo villista había preparativos que parecían indicar
la insistencia en los asaltos.
Mas no era tal lo que se proponía el general Villa. Otros
planes bullían en la inquieta cabeza del jefe de la División del Norte. Y, en efecto, luego del frustrado ataque a las trincheras carrancistas en la madrugada del día 22, el general Villa volvió a
hacer cálculos sobre el poder de su caballería que tan
inútilmente estaba sacrificando en Trinidad, y mandó que con
toda prontitud se hiciera una selección de seis mil jinetes; que a
tales jinetes se les retirara de la línea de batalla y se les situara
hacia la extrema izquierda de su frente, de manera que
estuvieran organizados en una sola columna de la que él, Villa,
tomaría el mando.
Villa había concebido un plan, con el cual creyó posible
producir la derrota instantánea del general Obregón. Al efecto,
el propio Villa, al frente de la columna de caballería, se pondría,
en marcha esa misma noche del día 22, dirigiéndose hacia el
oriente de León, para caminar al amparo de la oscuridad
alejados del frente carrancista, y poder llegar al alba del 23,
a las puertas de la plaza de Silao, para atacar y tomar sorpresivamente
el punto, destruir el camino de hierro, las líneas
telegráficas y telefónicas y los trenes carrancistas, de manera
que al tiempo de cortar y aislar a los carrancistas y de
amenazarles formalmente por la retaguardia en Silao, la
infantería villista, armada con bombas de mano, llevaran a cabo
un enésimo y violento asalto a las trincheras que formaban el
centro de la defensa del Constitucionalismo en Trinidad.
No dejaba de ser singular y atrevido el plan del general Villa; ahora que para ejecutarlo se requerían cálculos precisos, y el
jefe de la División del Norte no estaba apto para realizar tales cálculos. Así, como todo lo dejaba a los ímpetus de su valor, a la gracia de su iniciativa a veces temeraria y a la fuerza agresiva de sus hombres, en vez de hacer, al frente de la columna dicha, una
marcha pronta a modo de situarse, dentro de un tiempo
previsto, en el lugar conveniente para dar el albazo en Silao,
yendo al frente de la caballería, Villa se movilizó con tanta
lentitud, guiándose únicamente por las luces del cielo, que
habiendo podido llegar a las puertas de Silao a la hora de
capturar al convoy que conducía el material de guerra que tan
ansiosamente esperaba el general Obregón, dejó transcurrir los
minutos y con ello, el convoy tuvo vía libre y llegó a Trinidad
en horas que la infantería villista desataba el nuevo ataque sobre
el frente carrancista, de manera que Obregón tuvo a la mano las
municiones que requería para mantener inalterable el poder de
su línea de fuego. Sin estos suministros, que Villa pudo haber
detenido, el Ejercicio Constitucionalista difícilmente logra rechazar a los villistas en el ataque de la madrugada del día 23.
Desentendiendo, pues, el valor que para el enemigo significó
el haber dejado la vía libre al convoy de los abastecimientos
carrancistas, el general Villa, en cambio, sorprendiendo a la
guarnición carrancista de Silao, entró violenta y fácilmente a la
plaza; prendió fuego a los trenes de hospitales y pagadurías y a
la estación del ferrocarril; permitió que sus soldados entraran a
saco la población y mandó que todos los oficiales y soldados
carrancistas, incluyendo a los heridos, que cayesen prisioneros,
fuesen pasados por las armas.
Tomada la plaza de Silao, y de acuerdo con el plan que se
había trazado, el general Villa volvió violentamente a León, en
donde, siguiéndo las órdenes dadas al general Felipe Angeles, las
fuerzas villistas atacaban simultáneamente las haciendas de
Otates y Santa Ana del Conde, aunque sin hacer grandes
progresos, dado que Obregón tenía ya pertrechadas a sus tropas.
Además, mientras que el villismo desarrollaba inútilmente
los últimos planes de su general en jefe, Obregón, deteniendo
momentáneamente los ímpetus de Villa comprendió que había
llegado la hora para llevar a cabo una contraofensiva del ejército
carrancista. Y, al efecto, consideró posible organizar dos fuertes
columnas que, partiendo simultánea y violentamente de sus
extremas izquierda y derecha, concertara una acción de pinzas
sobre León, no sólo para hacer retroceder a los atacantes de
Santa Ana del Conde, sino para producir la desorganización a
lo largo del frente villista.
No dejaba de ser muy atrevido el plan del general Obregón;
pero más atrevida, por su agresividad, la ofensiva de Villa sobre
Santa Ana y Otates, pues tanto fue el brío y valentía que el
general Calixto Contreras dio a sus cargas de caballería, que por
minutos Obregón estuvo a punto de perder sus reductos en la
primera de las haciendas, con lo cual hubieran quedado exterminada
la caballería de Murguía y abierto un paso a través de las
trincheras apoyadas en los bordos de las acequias, cuya
posesión, con buen ojo de guerrero, ansiaba el general Villa,
sabiendo que con ello derrumbaba el punto principal del resto
de la defensa carrancista.
Y Villa habría producido la derrota que esperaba en las filas
carrancistas, si en aquel momento decisivo, el general Obregón
no moviliza toda la caballería de que disponía, y si no protege
tal caballería con una nueva línea de fuego mantenida con
decisión por el coronel Ignacio C. Enríquez.
Tan comprometida estuvo la posición carrancista en Santa
Anna del Conde, que el general Obregón antes de reforzarla con
gente de caballería e infantería, estuvo a punto de abandonarla.
Después de dieciséis horas de combatir sin descanso, los
soldados carrancistas estaban agotados, mientras que los villistas
recibían tropas de refresco incesantemente. Además, en el
frente de Obregón, escaseaban las municiones; faltaba agua y los
caballos estaban sin forraje.
Tan incierta era la situación; tanta la insistencia de los
villistas en sus ataques; tanto el número de tropas enemigas que
hora tras hora cargaban cada vez con nuevos y mayores
violencias sobre la línea carrancista, que el general Obregón,
consideró llegado el momento de tomar una decisión. Mas antes
de tomarla, oteó el valle dilatado al norte y por donde uno tras
de otro, aparecían los escuadrones de caballería que enviaba
Villa, y seguro de que la hacienda era el punto dominante de la
línea de batalla, tanto para la protección defensiva, como a fin
de iniciar desde allí la ofensiva que empezaba a proyectar bajo
la exigencia de sus lugartenientes, que no halló otra solución
que la de abandonar las trincheras que se extendían a la
izquierda de Santa Ana hasta la hacienda del Resplandor,
concentrar en aquélla los atrincheramientos, reforzar el cuadro
defensivo de Santa Ana, dar descanso a la caballería, esperar a
que el enemigo sufriera las consecuencias de su actividad
emprendedora hasta agotar sus fuerzas físicas y preparar así, en
silencio y con todos los cálculos posibles, la ofensiva que ahora
ya consideraba necesaria para el triunfo.
En medio de estos cálculos y contracálculos, pasaron los
días sin que pudiera avanzar o retroceder ni una parte ni la otra
parte. Villa, en efecto, mientras que Obregón proyectaba la
contraofensiva, creía que cualquier tentativa de retirada del
general Obregón sería imposible y que capturando la hacienda
de Santa Anna, se derrumbaría todo el frente carrancista.
Con esta idea metida entre ceja y ceja, el general Villa se
instaló a las primeras horas del 2 de junio en la hacienda Duarte,
mientras el general Angeles movía toda la artillería disponible
para cañonear la hacienda de Santa Anna; pero como durante la
noche del día primero hasta el siguiente, los soldados
carrancistas trabajaron infatigablemente, construyendo o reforzando
loberas; aumentando y mejorando los emplazamientos
de ametralladoras, que en número de piezas sumaban
poco más de cien; y como el general Obregón mandó
que todos los oficiales o civiles que correspondieran a sus fuerzas
y que no tuvieran servicio en las trincheras, se presentaran en la
línea de fuego, al amanecer del 2 de junio, los reductos del
Ejército Constitucionalista se conviertieron en una verdadera fortaleza.
Los movimientos y preparativos del general Obregón, a
pesar del sigilo y habilidad con que fueron realizados, no
pasaron inadvertidos al general Villa, quien si no detuvo el
ataque proyectado, ordenó que a éste sólo concurrieran tres
batallones de infantería recién organizados. Y ello, porque el
jefe de la División del Norte, al enterarse de los aprestos carrancistas, cambió sus planes.
Al efecto, Villa reiteró al general Angeles que a la noche de
ese mismo día, emplazara el total de la artillería y que al romper
el día 3, abriera todos los fuegos sobre la hacienda de Santa
Ana, sin preocuparse de las cargas de caballería y de los asaltos
de la infantería que había mandado detener.
Angeles, no obstante su experiencia, no pudo cumplir la
orden de Villa con la violencia que éste pretendía. La oscuridad,
en lugar de favorecer los medios para emplazar las baterías,
sirvió para entorpecer las maniobras, de manera que los cañones
villistas sólo pudieron empezar el fuego ya entrada la mañana.
Pudo el general Obregón advertir los propósitos de Villa, y
como el cañoneo estaba dirigido principalmente sobre el casco de
la hacienda desde donde observaba el campo de batalla, resolvió,
abandonar tal posición para tomarla en las propias trincheras al
lado de sus soldados, y cuando se encaminaba a este fin, cayó a
pocos metros de él una granada que al estallar le mutiló el
brazo derecho.
Viéndose herido y temeroso de tener que sufrir una agonía
prolongada y angustiosa, el general en jefe del ejército quiso
suicidarse; pero frustrado el intento, prontamente fue atendido
por sus ayudantes y trasladado sin demoras al cuartel general.
Murguía, sin más órdenes que su propia iniciativa, intentó tomar
la ofensiva; pero en medio del cañoneo terrible de la artillería
villista, los generales Hill y Diéguez le detuvieron, arguyendo
cada uno de ellos, el derecho de mandar en jefe.
Entre tanto, la batalla se había dilatado de un extremo al
otro extremo del frente de combate, mas sin que tuviera
explicación, el general Villa cambió por segunda vez su plan, y
ordenó que cesara el cañoneo y que retrocedieran los
batallones de soldados bisoños, que con señalada firmeza
empezaban a avanzar sobre los atrincheramientos carrancistas.
Quizás, a esas horas de incertidumbre entre los carrancistas,
como consecuencia del estado de gravedad del general Obregón,
los primeros proyectos de Villa hubiesen llevado al villismo a la
victoria; pero aquel instantáneo titubeo del caudillo, fue el
vestíbulo de su derrota.
El general Villa, no obstante de aquel inesperado alto el
fuego, permaneció en la hacienda de Duarte hasta las primeras
horas del día 5, sin querer escuchar a sus lugartenientes, aunque
hecho un energúmeno, daba órdenes a izquierda y derecha a fin
de que se exigiera la pronta movilización de los trenes de
abastecimientos que esperaba del norte, mientras que sus
fuerzas, tendidas a lo largo de una gran línea se concentraban en
León, a donde se dirigió el propio Villa acompañado por el
general Angeles.
A la hora que Villa volvía a establecer su cuartel general en
León, en el campo carrancista, bajo el mando único del general
Benjamín Hill, a quien Obregón tenía nombrado segundo en
jefe, el ejército de operaciones se disponía a tomar la ofensiva.
Esta, más que proposición táctica, era resultado de la
desesperación que reinaba entre los jefes y soldados de las
fuerzas carrancistas.
En efecto, después de tres semanas de combatir y
escaramucear en las arideces de las llanuras de Trinidad, y
cuando sin progreso de una u otra parte empezaban a escasear
los alimentos y forrajes, y los soldados sin descanso positivo no
podían hacer frente a su fatiga, la desesperación empezó a minar
las huestes de Villa y Obregón. Los impulsos guerreros y los
apetitos de triunfo se fueron diluyendo. La indisciplina, en
ambos lados, comenzó a debilitar a la mutilación sufrida por
éste en Santa Ana, que para acabar con aquella situación
indecisa que podía poner en peligro todos los esfuerzos y heroísmo de la defensa carrancista, era necesario un acto final de audacia.
Obregón, al ser herido, tenía ofrecido a sus lugartenientes
que llevaría a cabo la ofensiva en días muy cercanos, y cuando
se percatara que el ejercicio villista estaba todavía más fatigado
y con mayor número de problemas que el Constitucionalista.
Mas aquel ánimo de decaecimiento que se significaba en los
dos ejércitos combatientes, se convirtió en iniciativa y venganza
dentro de los carrancistas al saberse la mutilación sufrida por el
general Obregón.
Todos aquellos hombres del carrancismo, que por horas
llegaron a pensar en la derrota, se enardecieron súbitamente y a
una sola voz del general Hill, y mientras que se veía cómo las
caballerías e infanterías de Villa se replegaban hacia la plaza de
León, se dispusieron a acabar de una sola vez con el enemigo.
No sucedió lo mismo en las filas del villismo. Villa,
enfurecido por la retirada general de sus tropas, sin haber sido
precisamente ordenada, insultaba y llamaba cobardes a sus
generales, lo cual, en vez de alentar a éstos, les produjo
desánimo y temor, máxime que hacia el mediodía del 5, corrió
en el campo villista la versión de que el jefe de la División del Norte se estaba embarcando en su tren, para dirigirse al norte.
A esas horas, el general Hill daba órdenes al general Diéguez
para que al frente de toda la infantería avanzara por el centro
hacia León, mientras los generales Castro y Murguía, con siete
mil caballos, deberían flanquear y envolver las alas villistas que
también se retiraban.
Murguía, dispuesto siempre al triunfo, no se limitó a
cumplir las órdenes de Hill, sino que rompiendo el frente
enemigo al norte de Duarte, se adelantó valiente e inconteniblemente
hasta las puertas de León, haciendo huir al
enemigo, que sin más resistencia dejó abandonada la plaza.
Villa derrotado y humillado se dirigió a Aguascalientes, sin
poder salvar el material bélico que tenía concentrado en León y
que no había sido debidamente utilizado.
Una vez más, la guerra civil pareció terminada. Carranza
—sólo Carranza— había gastado, desde que Obregón empezó los
preparativos para la lucha contra el general Villa, hasta la
victoria de León, cuatrocientos cuarenta y tres millones de
pesos en billetes, veinte millones de pesos en oro y quinientos
mil dólares.
Presentación de Omar Cortés Capítulo decimonono. Apartado 2 - Consecuencias de Celaya Capítulo vigésimo. Apartado 1 - Segunda contrarrevolución
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