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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 20 - PAZ INCIERTA
SEGUNDA CONTRARREVOLUCIÓN
Convencidos desde la primavera de 1914, puesto que los hechos eran incuestionables, de los progresos que en la guerra civil tenían los soldados del Ejército Constitucionalista, los
huertistas, ya francamente partidarios o servidores del general
Victoriano Huerta, ya amigos o aliados vergonzantes del huertismo, empezaron a abandonar el país. Unos lo hicieron discretamente a manera del viajar placentero. Otros, utilizando como medios las comisiones o supuestas comisiones oficiales. Los terceros, lo llevaron a cabo con sigilo; pues si de un lado tenían las violencias de Huerta, de otro lado se sentían amenazados
por los revolucionarios.
De los emigrados, aquellos que eran ricos, marchaban a
Europa. Los menos acomodados se establecían en La Habana o
Nueva York; también, al igual del maderismo de 1910, en San
Antonio (Texas). Esta ciudad, pues, volvía ser la cresta de la
política mexicana y de la guerra civil; mas en esta vez, albergue
de la Contrarrevolución.
Las violencias que los revolucionarios cometían, en el
explicable afán de castigar a quienes habían atropellado y roto
el régimen constitucional de la República y asesinado al
presidente Francisco I . Madero y al vicepresidente José María
Pino Suárez, atemorizaban en grado extremo a aquella gente
calificada por los constitucionalistas de reaccionaria o retrógrada, que no anidaba otro deseo, al quedar convencida del inevitable triunfo de la Revolución, que abandonar el suelo mexicano.
Los fusilamientos de Antonio Caballero y Roberto Montaño
Llave, llevados a cabo en Hermosillo, acusándoseles de haber
concurrido a un banquete para festejar la caída de Madero; y la
ejecución en Mazatlán de Francisco De Sevilla, mandada por el
general José María R. Cabanillas, tenían puesta en guardia a la
gente que de una u otra forma estaba o había estado ligada al
huertismo o al felicismo.
De Sevilla, comerciante ajeno a los asuntos políticos, murió
acusado de haber enviado un mensaje de pésame a la familia del
teniente coronel José Riveroll, caído en el Palacio Nacional al
intentar aprehender al presidente de la República, en febrero de
1913; y el acontecimiento sacudió tan grande y profundamente
al occidente de México, que familias enteras huyeron al
extranjero o se refugiaron en el Distrito Federal y Guadalajara,
creyendo que de esa manera podían escapar a las venganzas que
parecían abrir una época en el país, aun cuando no fue así.
A lo sucedido en Hermosillo y Mazatlán, se siguieron las
persecuciones y fusilamientos de los mayordomos españoles en
las haciendas de Morelos; la expulsión, decretada por Villa, de
todos los peninsulares que residían en la región Lagunera, y
por fin, los atropellos del villismo hechos en las personas que en
Chihuahua y Durango habían tenido ligas con el porfirismo y el
huertismo.
Todo, todo eso, hacia los comienzos de 1914, parecía ser el
inicio de una era de terror que no alcanzó proporciones, puesto
que los revolucionarios fueron excesivamente benévolos y
limitaron su acción contra los caídos, ora confiscando sus
propiedades, ora amenazándoles con la prisión, ora exigiéndoles
préstamos. Por otra parte, tanto la emigración al extranjero
como las mutaciones de los pueblos a la ciudad, sirvieron a dar
coordinación y orden a la vida rural mexicana. Tal movimiento
migratorio doméstico fue útil también a despertar el espíritu
creador en los diferente estamentos sociales, de manera que la
Revolución no sólo conmovía políticamente, sino que lo hacía
también socialmente. Una sociedad si no moderna en su régimen
económico, puesto que éste no depende del individuo sino de
las leyes físicas del suelo, sí moderna en su alma, iba surgiendo
poco a poco en el país.
Mas para ese desarrollo se requería que terminara la guerra
contra Victoriano Huerta y el huertismo. Y la guerra, como ya
se ha dicho, llegó a su fin, con la fuga del propio Huerta, de sus
ministros y sus amigos.
Los prófugos, ya establecidos en el extranjero, en lugar de
expiar la responsabilidad que les corresponía por el crimen de
haber derrocado un régimen constitucional y provocado con lo
mismo una cruenta guerra, injustificada desde cualquier ángulo
de la moral, de la jurisprudencia o de la política; los prófugos, se
dice, en lugar de permanecer aislados y acongojados por
la suerte de su patria, se convirtieron en reincidentes; y
al objeto fijaron dos cuarteles generales de actividades
contrarrevolucionarias. Uno en San Antonio; el otro, en Nueva
York. A éste quedaron adscritos los desterrados ricos; a aquél,
fueron correspondientes los de mediana posición, aunque
también los más resueltos.
Recursos económicos y esperanzas no faltaban a los
desterrados a quienes se llamaba reaccionarios o retrógrados;
pero carecían de caudillo. Muy escasas, eran, en efecto, las cualidades de mando entre tal gente. Muy mermado estaba, por otro lado, el prestigio de las glorias que exornaban la que había sido causa particular del general Porfirio Díaz. De aquel pasado, no quedaban hombres capaces. Todo lo había consumido la
rutina, la indiferencia y el engreimiento. La obra del régimen porfirista, dentro de lo correspondiente al orden político o militar, estaba terminada. Del ejército federal sólo restaba la gloria del pundonor de sus jefes.
Sólo dos hombres, en medio del caos que produjo la toma
de la capital de la República, podían entreverse del viejo
generalato porfirista: Victoriano Huerta y Félix Díaz; pero si
aquél estaba manchado por desleal y criminal; a éste, aunque
valiente y desinteresado, le afeaba el apellido que parecía poner
en puerta una vulgar restauración de un régimen.
De los viejos generales del ejército federal, aunque
aguerridos como Refugio Velasco, no era posible hacer
resplandecer un capitán —tan estigmatizados así estaban por el
fracaso militar de un ejército que durante treinta años había
creado la fama de ser el apoyo infalible de la paz y seguridad de
la República.
Huerta se hallaba en Barcelona; Díaz en La Habana. Ambos
deseaban el mando de la Contrarrevolución. Huerta fue el
primero en cogerlo. No se lo ofrecían los desterrados, a pesar de
que muchos de éstos seguían en el ensueño de la restauración
del férreo pulso del indio Huerta. Ofreciéronselo -y Huerta
lo aceptó- los agentes del imperio alemán. Así, después de servir
a la violencia, a la ambición y a la anticonstitución, ahora iba a
ser el instrumento de un Estado extranjero. Los escrúpulos y la
responsabilidad no cabían dentro del alma de aquel hombre que
poseía innegables cualidades de organizador diligente y efectivo;
que además era sagaz y observador; pero que vivía dominado
por las satisfacciones de grandeza personal y quien por su
formación, no sabía ni podía adaptarse a las obligaciones del
conocimiento de su responsabilidad. De esta suerte, instalado
provisionalmente en Barcelona recibió la via visita del capitán
Franz von Rintelen, enviado especial del gobierno imperial de
Alemania.
Rintelen, quien había residido en México, ofreció a Huerta,
y éste aceptó, los recursos necesarios y convenientes para que,
previo compromiso de una futura alianza méxico-alemana,
iniciara la Contrarrevolución, por lo cual, como primer paso.
Huerta, recibido que hubo dinero, se trasladó a Nueva York (13
abril, 1915), y con señalada actividad empezó a movilizar,
entusiasmar y atraer dentro de sus filas a los desterrados
mexicanos; principalmente a los de alta categoría social.
Los tratos hechos con Rintelen no eran los primeros que
Huerta hacía con los agentes alemanes; pues teniendo en su
mano la autoridad, ganada mediante las violencias de Febrero
(1913), y siendo ministro de relaciones del huertismo el
licenciado Querido Moheno, éste escuchó las proposiciones del
ministro alemán acreditado en México, quien ofreció, en
nombre de su Gobierno, un financiamiento para la construcción
de grandes instalaciones petrolíferas en Tamaulipas y Veracruz,
a cambio de la limitación de suministros petroleros mexicanos a
Inglaterra, así como insinuó también el interés de Alemania para
obtener de México una fuente de abastecimientos para los
submarinos alemanes. Previamente, el gobierno imperial de
Alemania había vendido a Huerta material bélico, en horas
que el huertismo tenía cancelados los suministros de armas
procedentes de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y
Bélgica, y sólo le era posible hacer reducidas compras en
España.
Instalado, pues, en Nueva York, el general Huerta empezó
con sigilo a preparar la organización de grupos armados, para
invadir el suelo nacional por la frontera del norte. Sin embargo, la
permanencia de Huerta en Nueva York no sería prolongada, ni
grata, ni fructífera. Esto, porque los individuos en quienes
confiaba, tan pronto como recibían dinero, le huían; aquéllo,
debido a la vigilancia que sobre sus actividades ordenó el
gobierno de Estados Unidos por sí propio, primero; a petición
de Carranza, después; y en tales condiciones y entregado
a los brazos de un obcecado optimismo. Huerta creyó más
conveniente operar desde un punto más cercano al territorio de
México.
Al caso, en seguida de pedir dinero al gobierno de Alemania
a fin de comprar pertrechos de guerra a los fabricantes
norteamericanos, y de solicitar submarinos, resolvió instalarse en
El Paso; ya establecido aquí a pesar de la vigilancia de
las autoridades norteamericanas locales y federales, pronto
empezaron a llegar civiles y militares que correspondían al
partido llamado reaccionario o retrógrado, de manera que todo
hacía considerar que Huerta estaba dando forma al pie del
ejército de la Contrarrevolución.
Entre tanto, estos mismos partidarios de Huerta -ex jefes y
ex oficiales del desaparecido ejército federal, principalmente
inventaron una supuesta organización secreta, que se decía tener
por objeto dirigir una revuelta en Texas y otros estados de la
Unión Norteamericana; y aunque en la realidad no existía tal
agrupamiento, puesto que sólo se trataba de distraer la atención
de la Casa Blanca y de achacar esos aparentes preparativos antinorteamericanos a los carrancistas, de todos modos, el gobierno de Wáshington se mostró preocupado con un llamado
Plan de San Diego, que se suponía expedido (20 febrero, 1915), en el pueblo del mismo nombre dentro de los límites de Texas. El vulgar camelo, sin embargo, aparte de la alarma de las
autoridades texanas, sólo sirvió para aumentar la vigilancia de
Estados Unidos sobre las actividades de Huerta y los huertistas.
La Contrarrevolución no progresaba, pues, ni con la llegada
de Huerta a El Paso, ni con la ayuda económica del imperio
alemán, ni con el apellidado Plan de San Diego, ni con las compras de armas. De los comprometidos con Huerta, sólo el general Pascual Orozco, el caudillo de la Primera Guerra Civil,
tuvo el valor de entrar a suelo mexicano; aunque con tan mala
suerte, que pocas semanas después de sus nuevas empresas
armadas, murió (3 de septiembre, 1915) en una emboscada.
Más cauto que Huerta, pero sin el partido que éste tenía
entre los contrarrevolucionarios desalmados, fue el general Félix
Díaz. Este, desde su salida de México (27 octubre, 1913),
después de haber roto sus relaciones políticas con el general
Huerta había permanecido silencioso en el extranjero, y
aparentemente ajeno a los proyectos contrarrevolucionarios;
mas no era así. Mantenía, al efecto, comunicación discreta con
una Junta presidida por Pedro del Villar, que funcionaba en
Nueva York, y que pretendía restablecer un régimen que, sin ser
precisamente porfirista, fuese a semejanza de aquel gran
ejemplo de tolerancia y orden, que según los propagandistas
del general Félix Díaz, había hecho la prosperidad de México.
La Junta trabajaba con mucha actividad, reuniendo fondos
y haciendo y rehaciendo planes militares y políticos,
precisamente en los días que precedieron a los combates de
Celaya, y cuando los ejércitos revolucionários de Villa y
Carranza reunían más de cien mil hombres, y la República estaba
entregada, casi en su totalidad, a la Revolución.
Esto, a pesar de ser público y notorio, no lo veían así los
conspiradores de Nueva York. La idea de que entre los
revolucionarios no existían hombres de gobierno y que por lo
mismo aquéllos estaban incapacitados para establecer un
régimen político y consolidar las bases del Estado nacional,
hacían creer a tales individuos en que todavía era posible su
regreso triunfal al Poder.
Ignoraban, por otra parte, los desterrados y conspiradores,
cuán desemejante era la situación de México, después de cuatro
años de guerra, a la que reinaba a las postrimerías del régimen
porfirista. Ignoraban, por último, el valimiento del ejército
revolucionario. Los adelantos en el arte de la guerra, en las
funciones del mando público y guerrero y en las ambiciones
populares eran agentes desconocidos por quienes estaban
alejados del espíritu que la Revolución había traído consigo y
reflejado en muchos miles de mexicanos.
Consideraban también los conspiradores, y así lo hacían
público en sus manifiestos y planes, que una élite plasmada al
través de los Treinta Años, no podía, con su inteligencia,
sagacidad y dinero, quedar excluida definitivamente de los
asuntos nacionales, y por lo mismo no debería excluirse por sí
sola, de la actualidad civil y armada del país.
Esto y otros errores y engaños, más propios de la ignorancia
que del optimismo, que sufrían los conspiradores de la
Contrarrevolución, debieron ser observados por el general Félix
Díaz, quien prudentemente dejó a un lado de sus aspiraciones y
compromisos a tales conspiradores y calladamente se estableció
en Nueva Orleáns, aunque sin dejar de anidar en el fondo de su
ser, el plan de llevar a cabo por sí mismo, la Contrarrevolución.
Eran los propósitos del general Díaz, tan temerarios a par de
incomprensibles, puesto que el país, como se ha visto, estaba
entregado a facciones poderosas y no se requería gran
conocimiento de las cosas y causas, para comprender que dentro
de aquella lucha entre dos grandes partidos a su vez apoyados
por grandes y fuertes agrupamientos armados, no cabía un
tercer partido; y menos un partido, cuya finalidad consistía en
liquidar la Revolución.
Presentación de Omar Cortés Capítulo decimonono. Apartado 3 - Villa a la defensiva Capítulo vigésimo. Apartado 2 - Los pacificadores
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