Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo. Apartado 4 - El poder de CarranzaCapítulo vigésimo primero. Apartado 1 - La victoria final Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO TERCERO



CAPÍTULO 20 - PAZ INCIERTA

FIN DE LA CONVENCIÓN




Muy ajena a lo que ocurría en el gran campo de batalla que era El Bajío, parecía vivir la Convención, que habiendo abandonado Cuernavaca estaba reinstalada en la ciudad de México, creyendo que con la posesión de la vieja capital y con el dominio zapatista en el Distrito Federal y las comarcas circunvecinas a éste, podía darse como seguro el triunfo del poder Convencionista. La creencia, sin embargo, constituía una mera suposición que no dejaba de situarse lejos de la realidad.

Esta, en efecto, marcaba el hecho de que la Convención correspondía al zapatismo, mas sin que ello denotase el triunfo nacional del general Zapata o del Plan de Ayala. Dentro de la asamblea, los zapatistas habían logrado una gran mayoría, puesto que los representantes debían su nombramiento no a un acto electoral, sino al designio del general Zapata, quien en la posibilidad, y con la autoridad de expedir nombramientos, daba éstos a sus allegados y partidarios, de tal suerte que el grupo dominante dentro de la Convención, dirigido por Antonio Díaz Soto y Gama y Otilio Montaño, sobresalía en mando y gobierno al del presidente Roque González Garza.

Ante tal situación, González Garza con mucha dignidad, y tratando de salvar el compromiso de unidad villa—zapatista, seguía el camino de la tolerancia; pero sin abandonar un momento su jerarquía. Para ello, si sus relaciones con los convencionistas no eran cordiales, sí las mantenía inalterables con el general Zapata, a quien había convencido para que movilizara las fuerzas que operaban en el estado de México a las órdenes del general Rafael Castillo hacia Querétaro, con el objeto de hostilizar la retaguardia del general Obregón; también a fin de que reforzara las guarniciones del estado de Puebla, en virtud de que el general Pablo González empezaba a avanzar en dirección a la capital poblana.

Aunque anuente a desarrollar tal plan, el general Zapata exigía dinero; pues le era tan escaso que sus soldados se mantenían de lo que por sí mismos se suministraban, y esto, sin asaltar ni robar, sino gracias a la ayuda que el vecindario, ya rural, ya urbano, les proporcionaba.

Dispuesto a satisfacer la exigencia de Zapata, considerando que de hacerlo así, el villismo tendría un refuerzo guerrero de la gente del sur, el general González Garza logró reunir, ora en préstamos, ora en impuestos, ora ordenando la entrega de los últimos fondos de la Casa de Moneda, tres y medio millones de pesos, que en seguida hizo poner en las manos del general Zapata (17 mayo, 1915), quien a su vez mandó que la suma fuese entregada a los pagadores del Ejército libertador, cambiando con esto el sistema que anteriormente se empleaba y, conforme al cual, los haberes a los soldados zapatistas eran pagados por los generales a gusto y capricho.

De los fondos recaudados, González Garza pudo guardar en caja doscientos treinta y cuatro mil pesos en monedas de oro, dando a tal suma el nombre de reserva, que esperaba conservar como crédito a su gobierno y partido; ahora que, habiendo agotado el zapatismo, en breve plazo, la primera cantidad recibida, el general Zapata, en esta vez con mayor apremio, pidió al Presidente de la Convención que le proporcionara más dinero; y no sin pena, González Garza no tuvo otro camino a seguir que el de entregar el oro a los cambistas de oportunidad, quienes le devolvieron poco más de dos millones y medio de pesos en papel, con los cuales, el gobierno de la Convención pagó sus deudas, abrió créditos e hizo aportaciones para el pago de las fuerzas del general Zapata.

Comprometido así a una acción guerrera en auxilio del villismo. Zapata se vió obligado a dirigir personalmente un movimiento de sus tropas, primero hacia el estado de Hidalgo; después, con rumbo a San Juan del Río, pudiendo, en este segundo avance, cortar la vía férrea (28 de mayo) y dejar aislado, aunque momentáneamente, al general Obregón.

Además de estas mortificaciones económicas, muchas eran las aflicciones de González Garza viendo cómo los políticos zapatistas, en lugar de preocuparse por dictar medidas defensivas para la capital de la República, que estaba amenazada por el oriente como consecuencia de las marchas que desde Puebla ordenaba a sus soldados el general González, no hacían más que hotilizarle desde la tribuna de la Convención; y como por otro lado, observaba el crecimiento de los males que producía la falta de víveres; pues día a día aumentaba el número de defunciones por inanición de niños, mujeres y ancianos, sin que tal desgracia pudiese ser remediada, ya que no tenía abastecimientos de boca ni manera de obtener dinero, todo aquello le hizo considerar que el convencionismo estaba a punto de sucumbir. Los zapatistas, a su vez, culpaban a González Garza de todo lo que ocurría en la capital, pero principalmente de las escaseces alimenticias; y como la acusación estaba estimulada por los convencionistas, cundió la idea de que era necesario deponer al Presidente; pero como no se hallaba manera de proceder, fue provocado un simulacro de asalto a la residencia presidencial, primero; después, los delegados a la Convención reiteraron públicamente su desconfianza hacia González Garza, haciéndole responsable de las angustias que padecía el Ejército libertador, de la falta de autoridad para exigir el pago de los impuestos prediales, de incapacidad para organizar la hacienda pública y de ineptitud en la distribución de los fondos recaudados por tributaciones o préstamos.

La realidad de lo que se veía y sucedía, era que el zapatismo necesitaba dinero; que las fuentes para obtenerlo estaban agotadas; que ni el Presidente fiaba en el zapatismo ni éste en el Presidente. Realidad era también que los habitantes de la ciudad de México no ocultaban su ánimo de sublevación. La gente estaba cansada de guerra. Un levantamiento popular parecía inminente. En los barrios pobres era manifiesto el descontento; el temor a la autoridad estaba perdido. La causa del hambre no tenía caudillo; pero dentro de la masa, quien más, quien menos, se sentía capáz de dirigir la exigencia de todos; y así fue como espontáneamente una multitud se puso en marcha hacia la cámara de diputados a donde se reunía la Convención.

Pan y paz pedía la gente al llegar a las puertas de la Convención; y la exigencia parecía tan justa, que los convencionistas detuvieron sus debates para resolver qué hacer frente a la muchedumbre casi en el delirio de la revuelta. Pero no había mucho por hacer. La tesorería del gobierno convencionista estaba exhausta de dinero. Así y todo, en medio de las prisas y las demandas populares, los delegados aprobaron un acuerdo conforme al cual, el gobierno de González Garza debería repartir cinco millones de pesos entre la pobretería. Debería asimismo importar maíz del estado de México, fijar un precio máximo a la semilla y abrir expendios en los barrios más populosos.

Poco consuelo fue para la población hambrienta el primero, segundo y tercer acuerdo de la Convención. La fe en los convencionistas y en las facciones guerreras ya no existía. La gente, inconforme y desesperada, se retiró de la cámara y continuó recorriendo las calles de la ciudad; y como todo parecía encaminado a un saqueo general, la autoridad militar del zapatismo ordenó la dispersión de grupos, originándose de tal disposición encuentros armados entre la multitud y los soldados del Ejército Libertador; encuentros que dieron un saldo de sangre, exagerado por la fantasía o el desahogo político, pero de todas maneras deplorable para la vida humana.

Debido a estas ocurrencias, que lesionaban a las clases más pobres de la capital nacional, los restos de popularidad del zapatismo, conquistada en la primera entrada de éste a la metrópoli, que vio en el zapatismo un movimiento armado que se llamó de orden, en virtud de que no llevó a cabo confiscaciones, ni encarceló sacerdotes, ni persiguió a los comerciantes, ni castigó a los coyotes y especuladores, ni su oficialidad produjo los escándalos cometidos por quienes se proclamaban miembros del Ejército Constitucionalista; los restos de una popularidad del zapatismo, quedaron extinguidos. La gente de la ciudad de México pues, retiró su confianza y simpatía a los zapatistas, sobre todo cuando los negocios mercantiles e industriales fueron totalmente paralizados, de manera que como el acontecimiento se atribuyó a la falta de garantías, la gente empezó a pedir el regreso de los carrancistas y se hizo público el desdén hacia Zapata y la Convención.

Esta, en efecto, había olvidado su origen y propósito centrales. Ahora, durante el mes de mayo (1915) que recorremos, el convencionismo sólo era una junta de jefes políticos y guerreros del zapatismo; y únicamente unos cuantos líderes convencionistas hacían esfuerzos para seguir el camino de la legislación; y al caso, presentaron una proposición para reformar la enseñanza y la educación nacionales; otro, concediendo autonomía a la Universidad de México. Después, los mismos improvisados, pero sinceros legisladores, proyectaron inaugurar una temporada pedagógica para la enseñanza rural, determinando que la secretaría de Instrucción Pública dirigiese la enseñanza nacional.

Tan notoriamente necesarias eran esas reformas en los sistemas de enseñanza y educación, que la sola lectura de los proyectos sirvió para levantar el ánimo de los delegados; y por esos días llegó a creerse en la hora del regreso a la soberanía de la asamblea. Mas esto, así como de pronto se hizo optimismo, en seguida cayó en el más negro de los pesimismos. El poder de la Convención había declinado definitivamente y no era posible restaurarlo.

Mucho influyó en el fracaso de la Convención la versión que iba de una persona a otra persona, puesto que las publicaciones periódicas ocultaban las noticias de la derrota del general Francisco Villa en Celaya y León; y como a tal versión se agregaba la noticia de que las fuerzas carrancistas a las órdenes del general Pablo González se acercaban día a día al Distrito Federal, los convencionistas, aunque atraídos por los grandes proyectos de sus líderes, no ocultaron ya el temor de que el enemigo llamase a las puertas de la capital de un momento a otro.

Tantas eran las negruras de esos días, que un comunicado oficial, según el cual, los zapatistas a las órdenes del general Emiliano Zapata estaban en las goteras de San Juan del Río, fue recibido escépticamente por los miembros de la Convención. Parecióles que la actividad del general Zapata, venciendo la indolencia y pobreza de sus soldados, sería inútil. Cualquier aparato de fuerza y empresa llegaba tarde a remediar la situación.

Y, ciertamente, estaban en lo justo, porque el general Zapata, luego de un movimiento sorpresivo que le abrió las puertas de San Juan del Río, puso en fuga a los carrancistas que guarnicionaban la plaza, regresó a la ciudad de México, organizó una columna de dos mil hombres y salió hacia el oriente tratando de detener el avance de las fuerzas de Pablo González; ahora que como el armamento zapatista era viejo y las municiones escaseaban mucho. Zapata, en seguida de escaramucear con la vanguardia del Constitucionalismo, abandonó la empresa y contramarchó a Cuautla.

Causa asimismo de preocupación y desilusión entre los convencionistas eran los rumores de que el presidente provisional Roque González Garza tenía reunidos frente a su residencia donde se alojaban los pocos guerreros villistas que se hallaban en el Distrito Federal, en deshabitual actitud a los soldados de su escolta.

González Garza, en efecto, aunque sin romper su aparente armonía con los zapatistas, no obstante que era hostilizado por la mayoría de la Convención, alarmado por los informes que recibió sobre la derrota del general Villa en León, se preparaba para abandonar la ciudad de México.

Esto no obstante, todavía hasta los primeros días de junio (1915), el Presidente elegido por la Convención confiaba en la posibilidad de que el general Zapata se resolviera nueva y definitivamente a organizar una columna de soldados convencionistas y zapatistas, para marchar a lo largo del camino de hierro del Central y llegar a tiempo de atacar la retaguardia del general Obregón; pero bien pronto pudo perder González Garza sus esperanzas, y como por otra parte los convencionistas, le dieron un voto de censura, acusándole de inactividad, el Presidente envió su renuncia a la Convención, el 9 de junio (1915).

Ya aguardaban los delegados a la Convención este suceso, puesto que sabían que González Garza, en una reunión con el general Zapata, había reprochado a éste su poca o ninguna diligencia para ir en auxilio del general Villa, así como la falta de iniciativa del zapatismo para organizar una columna competente y salir al paso de las fuerzas del general Pablo González. Tampoco ignoraban los delegados, que el general Zapata, desconfiando a su vez de González Garza, tenía reforzados los puntos principales del Distrito Federal, con la seguridad de que esa manera evitaría que los soldados que apoyaban al Presidente salieran de la ciudad de México, pues se les tenía como de la mejor calidad combativa.

Tan preparados estaban los convencionistas para recibir la renuncia de González Garza, como presidente de la Convención y encargado del Poder Ejecutivo de la Nación, que la aceptaron casi por unanimidad, y a continuación nombraron presidente substituto a Francisco Lagos Cházaro, individuo de rectos antecedentes políticos, de vieja filiación antirreeleccionista, de mucha probidad personal, pero escaso de popularidad y experiencia para el trato de los asuntos.

Y en tanto se efectuaba la elección de su sucesor, González Garza se puso en camino al norte. Al caso, reunió sus cortas fuerzas, y poniéndose al frente de las mismas, sin dar aviso previo a Zapata, y aprovechándose de la descuidada vigilancia zapatista, sahó de la capital (18 de junio) y estableció su campamento en Lechería, a las puertas del Distrito Federal, esperando allí tener comunicación directa con el general Villa, antes de emprender la marcha que tenía planeada.

La salida de González Garza, contra lo que esperaba el zapatismo, produjo la desesperanza y el desorden en el seno de la Convención, que ya no dudó en que la capital estaba perdida una vez más para las fuerzas del Ejército Libertador, máxime que se tuvieron como ciertas las noticias de que el general Pablo González, al frente de ocho mil soldados, había establecido su cuartel general en San Juan Teotihuacán, casi en los linderos del Distrito.

Con tales noticias, confirmadas cuando las avanzadas de González se pusieron a la vista de la Villa de Guadalupe, los convencionistas sólo pensaron en la fuga. Zapata, sin embargo, surgiendo inesperadamente en Tlalnepantla, al frente de una columna de tres mil hombres, se puso en marcha con dirección a Pachuca, para amenazar con su movimiento uno de los flancos de González.

El movimiento de Zapata serenó los ánimos de los convencionistas, quienes volvieron a sus tareas legislativas, aunque en esta ocasión, para discutir y aprobar el lugar que se consideraba más seguro a donde trasladarse, y estar a salvo de las contingencias de la guerra. Mas esto era una mera ilusión. El convencionismo había terminado. Los últimos delegados, escoltando a Lagos Cházaro, optaron por marchar a Toluca, lugar elegido para continuar los trabajos legislativos.

Y mientras que los delegados se ponían en marcha hacia su nueva sede, los soldados del Ejército Libertador hacían aprestos para evacuar la capital; y preparados que estuvieron para el caso, empezaron a abandonar la plaza, el 10 de julio. Ese mismo día, González Garza se acantonaba en Teoloyucan para continuar al siguiente hacia el norte.

Por su parte, el general Zapata, se retiró a Cuernavaca. Poco después a Tlaltizapán. Aquí, sin despecho ni enojo, con la confianza que le daba su excepcional espíritu rural, confirmó que continuaba obligado a defender, sin titubeos, el Plan de Ayala.

Para esto, ya el general González era el dueño de la ciudad de México. Sus fuerzas, luego de estar acampadas en la Villa de Guadalupe, entraron a la vieja capital unas horas después de la salida del zapatismo.

El suceso, sin aparente prestigio militar, significaba que la victoria del Constitucionalismo no era solamente en los campos de Trinidad, sino también en el corazón de la República. El Primer Jefe podía estar seguro de su triunfo. Lo único, en cambio, que no podría dar como cierto, era el restablecimiento de la paz nacional.

Redimir a aquella masa nacional en armas, casi incalculable en lo que respecta al número de sus individuos, de las preocupaciones y males de la guerra, para conducirla a las condiciones de la paz y bienestar, no era tarea tan fácil. Carranza estaba, pues, en la cúspide de su poder político y guerrero. Sólo le faltaba alcanzar, con el brazo y el cerebro, el cielo del entendimiento entre todos los mexicanos.

La guerra había hecho tantos partidos y tantos caudillos, y tantas ambiciones que no sería posible dominar el horizonte a un solo golpe de vista ni a una sola voz de orden.
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