Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo. Apartado 5 - Fin de la ConvenciónCapítulo vigésimo primero. Apartado 2 - Reocupación de México Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO TERCERO



CAPÍTULO 21 - FIN DE LA GUERRA

LA VICTORIA FINAL




La derrota sufrida en los campos de Trinidad y León, que abrió las puertas de esta ciudad a las fuerzas del general Alvaro Obregón, produjo gran desorden y desesperanza en las filas del ejército villista. Mas esto fue momentáneo. Muy aguerridos, ambiciosos y valientes eran los lugartenientes del general Francisco Villa, para aceptar la derrota definitiva; y menos para permitir que sus soldados, aunque vencidos, abandonaran sus cuerpos de guerra y emprendieran la fuga; y una fuga que indicara desastre o cobardía.

Así, en medio del caos que causó la retirada del campo de batalla, la salida violenta del general Villa hacia el norte y la concentración precipitada de los soldados dentro del casco de León; en medio de todo eso, que parecía anunciar que había llegado el día final del villismo, los jefes de la División del Norte, aprovechándose de la desconfianza y demora con que los carrancistas iban ocupando la plaza, lograron dominar el desorden y procedieron a embarcar en trenes su tropa de infantería, y poner en marcha a las caballerías por el camino de Lagos. Lo único que quedó inmóvil dentro de la plaza, fueron la artillería, cinco secciones de ametralladoras y una preciada suma de vestuario. Dejaron también los villistas, si no en la plaza sí en el campo de batalla, seis mil hombres entre muertos y heridos. También innúmeros dispersos.

Sin embargo, los segundos capitanes del general Villa no estaban hechos para abatirse. De una recia calidad era su arcilla; de muchos miles de vatios sus energías; del mejor acero su lealtad a la causa del villismo. Tanto valer había en tales hombres, que los generales Calixto Contreras y José Rodríguez, no obstante los peligros que amenazaban a esas horas, quedaron comandando la retaguardia de las fuerzas derrotadas a las puertas de la propia plaza de León, y cuando ya ésta se hallaba en poder del Ejército Constitucionalista; ahora que seguramente hacían confianza, para tal desplante, en el estado de agotamiento que estaban los triunfadores; porque, en efecto, los soldados de uno y otro ejército habían llegado a los extremos de las fatigas y con esto, el espíritu de iniciativa no existía más; y ni los carrancistas ni los villistas querían saber a esas horas de persecuciones, ni represalias, ni violencias. Los soldados de ambos bandos habían dado de sí lo que poseían en el orden físico y moral.

Cubriendo, pues, la retaguardia, Rodríguez y Contreras mandaron que las fuerzas de caballería salvadas del desastre tomaran el camino de Lagos de Moreno, mientras que las de infantería se dirigian a bordo de trenes a Aguascalientes.

Este nuevo repliegue del villismo fue llevado a cabo sin precipitaciones, con lo cual los lugartenientes de Villa pudieron reorganizar algunos cuerpos y concentrar a los dispersos; y dos semanas después, volvían a manifestarse optimistas y desafiantes. Tanto así, que el general Fierros, a manera de exhibición de su osadía, se acercó a León con tres mil jinetes; aunque apenas sintió la presencia de la caballería de Murguía retrocedió precipitadamente a Lagos.

Entre tanto, el general Villa, establecido una vez más en Chihuahua, decretó nuevas exacciones para las compañías mineras, se apoderó de una conducta de barras de plata; renovó sus agentes para la compra de armas y municiones en El Paso; ordenó el reclutamiento de veinte mil hombres; y como creyó que el general Obregón, ora por su condición física personal, ora porque su ejército, no obstante el triunfo obtenido, estaba debilitado, no emprendería actividades guerreras inmediatas para continuar la marcha hacia el norte, dispuso que los generales Urbina, Fierros, Carrera Torres y Rodríguez permanecieran en Lagos de Moreno con seis mil hombres de caballería selectos, mientras que el grueso de sus tropas debería continuar en Aguascalientes preparándose para operaciones futuras.

Por otra parte, no sin admitir el mal que había hecho a su causa al menospreciar la colaboración guerrera del Ejército Libertador y de la gente que operaba con cierto independencia en los estados de Michoacán, Jalisco, San Luis y territorio de Tepic, el general Villa resolvió escribir al general Emiliano Zapata, pidiéndole cooperación para la nueva campaña que proyectaba desarrollar y ofreciéndole, en consecuencia, los instrumentos de guerra necesarios a fin de que los soldados del norte y sur combatieran coordinadamente a Obregón.

Dirigióse también el general Villa a los generales villistas que operaban en Michoacán y Tepic, Jalisco y Sonora, Tamaulipas y Sinaloa para que concurrieran a una ofensiva conjunta que debería iniciarse el 1° de julio (1915), ofreciéndoles ayuda en dinero, armas y municiones. El plan de Villa consistía en establecer un nuevo frente en Lagos de Moreno, mientras que una columna de cinco mil caballos a las órdenes de los generales Pánfilo Natera y Máximo García, avanzando de San Luis Potosí y siguiendo la vía del Nacional, tendría como misión llegar a Querétaro a atacar la extrema retaguardia del general Obregón, en tanto que el general Félix Bañuelos, con cuatro mil hombres, se situaba entre las plazas de Guanajuato y Silao, y el general Julián Medina, unido a los villistas de Michoacán, daba un albazo en Guadalajara. Además, el general Roque González Garza debería situarse en la hacienda de Arroyozarco y el general Rafael Buelna concurriría a reforzar el frente de Lagos.

El día para el comienzo de estas operaciones, que la prensa periódica de Estados Unidos anunciaba como la principal ofensiva del general Villa, estaba determinado, como queda dicho, para el primero de julio.

Bien conocidos fueron para el general Obregón tales planes; y aunque sabía que el poder de sus armas, soldados y mando le podían conducir a un nuevo triunfo, optó por seguir el camino de la prudencia. Ya no fiaba, como en Celaya, en la suerte. En Celaya, cuando no poseía una conquista ni un laurel de la guerra contra Villa, pudo exponer y comprometer cualquiera situación. Ahora, después de Celaya y León, no era posible llevar al peligro las ventajas obtenidas; y aunque mucho le incitaba el deseo de terminar definitivamente con los restos del villismo, prefirió obrar con toda la calma necesaria.

No ignoraba Obregón, por otra parte, que al norte del país, partiendo de Aguascalientes, estaban agotados todos los recursos para la guerra, como resultado de los requerimientos del villismo. Las fuentes de éste habían sido muy ricas; pero ya estaban exhaustas, y por lo mismo, para avanzar hacia la nueva línea villista era indispensable organizar, previa y cuidadosamente, los abastecimientos del Ejército Constitucionalista. No era posible, pues, jugar con los triunfos obtenidos.

Además, sabiendo cuál era el verdadero estado de ánimo de los soldados villistas y cuáles los apuros de Villa, tomó a menosprecio los planes de Villa, dejando que éste se atrincherara en Aguascalientes, como lo había empezado a hacer, con la seguridad de que la resistencia en tal plaza tendría que ser menor a la ocurrida en León, ya que todavía aquí muy en lo alto brillaba el sol de Villa.

Moviéndose, pues, con lentitud, pero con firmeza, el general Obregón, sin adelantar demasiado a sus vanguardias, estableció su cuartel general (20 de junio) en estación Encarnación, a setenta kilómetros al norte de León y a cuarenta y cinco al sur de Aguascalientes; y dado este paso, ordenó que los generales Murguía, Castro y Maycotte continuaran avanzando, hasta quedar, el primero hacia el oriente; el segundo por el poniente, y Maycotte, en dirección del sur, a doce kilómetros de Peñuelas, punto en el cual se hallaban las avanzadas de Villa, puesto que Fierro, Urbina y Rodríguez se habían retirado de Lagos de Moreno al sentir los primeros movimientos del avance de las fuerzas carrancistas.

Ordenó también Obregón, que el general Diéguez movilizara toda su división a la plaza de Lagos de Moreno, de manera que en este punto pudiera cubrir el flanco principal del ejército de operaciones. Al mismo tiempo, reiteró al general Amaro la orden de vigilar la extrema retaguardia, pues tenía noticias de la columna que Villa había destacado con el propósito de sorprender a la guarnición carrancista de Querétaro.

Con todo eso, el plan de Obregón volvía a ser audaz; y es que, en efecto, dejando a un lado las precauciones y cautelas tomadas a raíz del triunfo de León, ahora se disponía a avanzar y dar la batalla final.

Dos agentes tuvo en cuenta el general Obregón para dictar las ordenes de ofensiva. Uno, el informe cierto de que el general Villa había logrado nuevos créditos para la adquisición de material bélico en Estados Unidos, gracias a lo cual estaba fortaleciendo sus posiciones en Aguascalientes. Otro, la cercanía de la temporada de lluvias que se presentaba amenazante en El Bajío y al norte de Aguascalientes.

Así, sin titubeos, el jefe de las operaciones concentró en Encarnación veinte mil hombres y se dispuso a avanzar. Sólo le detenía la escasez de municiones, pero confiaba en la llegada de dos convoyes que estaban en el camino de Veracruz a León.

El general Villa, quien el 20 de junio (1915) llegó a Peñuelas, ducho como era en el arte de la guerra, advirtió que el triunfo de la acción que estaba a la vista, radicaba en la audacia. No le bastaría, pues, la concentración de todas sus últimas fuerzas en Aguascalientes para resistir a los carrancistas; tampoco la demora en las operaciones. Tenía diecisiete mil hombres y una veintena de generales valientes, leales y desinteresados. De sus tropas, cinco mil eran del arma de caballería. Disponía de un millón de cartuchos y esperaba otro más. Sus jinetes habían sido reequipados, y nuevamente se movía dentro de él, de Villa, la idea de que éstos eran capaces de cambiar el curso de la guerra.

Ya en estas consideraciones, el general Villa trazó un plan de ataque; y sin más esperar, ordenó a los generales Rodolfo Fierros y Canuto Reyes que se pusieran al frente de una columna de cinco mil caballos; se movilizaran con todo sigilo hacia el sur, tomando el camino de Villa Hidalgo; que siguiendo paralelamente al camino de hierro, cruzaran éste, en un punto entre Silao e Irapuato; que de allí se dirigieran a Querétaro y a San Juan del Río al encuentro del general Roque González Garza; que antes de este suceso, destruyeran la vía férrea y las comunicaciones telegráficas y que hecho todo eso, volvieran amenazantes sobre la retaguardia de Obregón, mientras que él, el general Villa, daba batalla en las cercanías de Aguascalientes.

Fierros y Reyes no pudieron cumplir las órdenes de Villa al pie de la letra, porque el terreno elegido para la movilización de la columna, debido a lo accidentado del mismo, presentó tan grande número de obstáculos que la marcha se demoró y mucho sufrió la caballada por la falta de agua y pasturas.

Debido a tales e inesperados obstáculos, Reyes y Fierros no pudieron pasar por Lagos de Moreno a la noche del 28 de junio, como les tenía ordenado el general Villa; pues sólo estuvieron en condiciones de llegar a las puertas de la plaza en la noche del 29, y ajenos a la presencia del enemigo entraron confiadamente a la población, y grande fue su sorpresa al verse frente a los carrancistas.

En efecto, el general Manuel M. Diéguez, cumpliendo las órdenes de Obregón, había llegado a Lagos, no sólo para acuartelarse en la plaza, sino también a fin de proteger, en su último tramo, a un convoy de municiones que, procedente de Veracruz, se dirigia al cuartel general de Obregón.

Así, apenas establecido en Lagos, y muy ajeno a la cercanía del enemigo, el general Diéguez se confió demasiado a la seguridad aparente en que se hallaba la comarca, y preocupado como estaba por la llegada y marcha del convoy de abastecimientos, sólo advirtió la presencia de los villistas, cuando estos, también en actitud sorpresiva, iniciaron el combate.

La situación del general Diéguez se vio seriamente comprometida en pocos minutos, puesto que no tenía preparadas sus fuerzas, para resistir al enemigo; y más comprometida todavía, al ser herido el propio Diéguez al iniciarse el combate; pues con esto vino la desmoralización entre sus hombres.

Sin embargo, Diéguez pudo evitar la derrota, tanto por el valor de sus soldados y de él mismo, como debido a que los generales Fierros y Reyes, instruidos por Villa para que no perdieran tiempo en acciones parciales a fin de llegar oportunamente al auxilio de González Garza e iniciar así una ofensiva sobre la retaguardia de Obregón, en vez de continuar el combate, abriéndose paso entre los carrancistas, siguieron velozmente hacia el sur, sin poner atención en que a esa hora llegaba a Lagos el convoy de municiones que ansiosamente esperaba el general Obregón: y del cual dependía el triunfo en el frente de Aguascalientes.

En cumplimiento, pues, de su misión. Fierros y Reyes, entraron violentamente a León, primero; después a Silao, y produciendo el mayor número de daños en ambas plazas, y sobre todo a las vías del ferrocarril siguieron en su loca carrera hacia Irapuato.

Con la marcha de la columna de caballería despachada al sur, y creyendo que gracias a ésta el general Obregón se vería obligado a cambiar sus planes de avance al norte; con la llegada de más tropas a Aguascalientes; con la construcción de una línea de atricheramientos y con los alientos que le enviaban sus agentes en Estados Unidos, haciéndole creer que el gobierno de la Casa Blanca esperaba el resurgimiento guerrero del villismo, el general Villa estaba poseído nuevamente de un extraordinario ánimo de lucha; pero como dentro de tal ánimo sobresalía el propósito de venganza, su capacidad de guerrero primitivo sólo correspondía al ofuscamiento. Tan al margen de la razón militar se hallaba Villa, que todavía a la hora en que el general Obregón reiniciaba su avance al norte, comunicó a sus agentes en El Paso la seguridad de que los carrancistas perderían lo ganado, conforme se movilizaran hacia las arideces septentrionales.

El general Villa creía ahora en las advertencias preliminares del general Angeles, quien en días anteriores a la batalla de León, mucho insistió para que el ejército villista fuese retirado lo más al norte posible, con el objeto de engolosinar al general Obregón y hacer que éste se alejara de sus fuentes de abastecimientos y quedara situado en un terreno que le tendría que ser hostil, por carecer de los recursos necesarios a un ejército.

Creía también el general Villa, que la maniobra que llevaban a cabo los generales Fierros y Reyes a la retaguardia de Obregón sería tan efectiva, que los carrancistas iban a quedar incomunicados con Veracruz, y por lo mismo entregados a la inhospitalidad del desierto y a las balas del villismo.

En tal disposición de ánimo, sólo quedaba al general Villa el saber elegir con medida militar, el terreno más conveniente para dar la nueva batalla. Al efecto, eligió las llanuras y lomeríos que constituyen el umbral de Aguascalientes. Allí, pues, se dispuso a hacerse fuerte, mientras que le llegaban informes sobre el resultado de la expedición de Fierros y Reyes y de la marcha del general Roque González Garza, a quien Villa tenía en muy alta estima por las justas y equilibradas cualidades que adornaban al expresidente de la República elegido por la Convención.

Así, entregado a las funciones del mando, el general Villa se cercioraba personalmente de los progresos que sus soldados hacían en la organización de la defensa de Aguascalientes. Además, no perdía de vista la llegada de los nuevos batallones organizados en Zacatecas y San Luis Potosí, y en los que formaba principalmente la juventud rural y minera de ambos estados.

Al elegir las llanuras de Aguascalientes para atrincherar en ellas a sus hombres y detener el avance de Obregón, el general Villa puso a primera vista todos sus conocimientos en el arte de la guerra. Ahora, no descuidó los pormenores de la empresa. No le ayudaba, sin embargo, lo bisoño de su nuevo ejército, ni las escaseces de combustibles, que le obligaron a tener paralizados la mayor parte de sus trenes, ni la cortedad de su artillería. El número de sus ametralladoras no llegaba a veinte, a pesar de que el general Angeles había instalado un taller en Aguascalientes, para la reparación de esta arma. Tampoco le ayudaba la llegada de una temporada de lluvias, después de que la región había sufrido una sequía de seis años.

Así y todo, el general Villa, contrariamente a la actitud de vanidad potencial tenida en Celaya y León, se mostraba celoso de que sus órdenes para la organización de la defensa de Aguascalientes quedasen cumplidas. Siguiéndose, pues, sus planes y su vigilancia, una línea de trincheras, formando un profundo semicírculo, y con una longitud de cerca de treinta kilómetros, partía del cementerio de La Luz y llegaba al cerro del Gallo, que junto con el de Liebres, constituía la altura dominante. Y, en efecto, desde El Gallo podía abarcarse con la mirada la formación de los atrincheramientos.

Para la efectividad de estos, el general Villa mandó que fuesen aprovechadas las cercas de piedra, las barrancas y los lugares arbolados, así como los cascos de las haciendas. Además, siguiendo el ejemplo práctico del general Obregón, Villa ordenó la construcción de loberas, la protección de estas con alambrados de púas; y para mayor confianza en la defensa, dispuso que el centro de su frente quedase minado, de manera que las cargas de dinamita pudieran estallar a la hora que el enemigo se lanzara al asalto de los parapetos.

Todo esto quedó protegido, en los flancos, por un suelo guijarroso, casi intransitable e inhóspito para la caballería, gracias a lo cual, la plaza de Aguascalientes, según la creencia de Villa y de sus lugartenientes, adquirió las características de un verdadero baluarte.

El 1° de julio, el general Villa tenía en los atrincheramientos nueve mil soldados de infantería. La reserva, a las órdenes del general Tomás Urbina, sumaba tres mil quinientos jinetes. En los trenes situados a veinte kilómetros al norte de Aguascalientes habían cinco mil rifles y cuatro millones de cartuchos, aparte de que la dotación de los nueve millares de soldados era completa. Los abastecimientos de boca, en cambió, estaban muy medidos. El general Angeles los calculó para ocho o diez días.

Mas de todo eso, lo que se sentía como falta era el fanatismo villista. Tal fanatismo había desaparecido. Los generales seguían fiando en el jefe de la División del Norte. No así la bisoñada de Zacatecas y San Luis Potosí, que parecía estar entregada a otras preocupaciones.

Otro estado de ánimo, muy desemejante, movía a los soldados de Obregón. Este, ya restablecido después de sufrir la amputación de su brazo derecho, estaba nuevamente al frente de una tropa entusiasmada por los triunfos, confiada en su caudillo, deseosa de dar fin a la guerra y entregada a las ambiciones.

Aunque como consecuencia del violento avance de las caballerías de Fierros y Reyes, a las zonas ocupadas por los carrancistas, la retaguardia de las fuerzas de Obregón quedó desorganizada, pues la columna villista, en seguida de tomar León y Silao y de irrumpir en Irapuato, causando grandes daños a la gente, instalaciones y comunicaciones se hallaba a las puertas de Querétaro, no por ello fueron cambiados los planes del general en jefe de las operaciones del Constitucionalismo.

Obregón, en efecto, no sintió a esas horas amenazado el núcleo central de sus fuerzas. Comprendió que la acción de la gente de Fierros y Reyes, aunque violenta y destructiva, no podría tener efectos perdurables, puesto que a la zaga de tal columna se preparaba un contrataque de las fuerzas carrancistas que operaban en Guanajuato, Querétaro y Michoacán y de cuya unidad y dirección se encargó al general Joaquín Amaro, en quien, con buen criterio, mucho confiaba Obregón, ya que aquél, además de su valor personal, era incansable en la guerra e invariable en sus objetivos.

Fiado, pues, en Amaro, lo que interesaba a Obregón era forzar y romper el frente de Aguascalientes; pues aunque sus fuerzas estaban más o menos pertrechadas, mucho le preocupaba el que empezaran a escasear los víveres, máxime que el suelo en el que se acampaba no ofrecía ventaja alguna para la tropa. Además, aquella gente de Obregón, en la costumbre de la guerra, pedía la guerra; y era necesario darle la oportunidad que exigía.

No ignoraba Obregón todos los preparativos defensivos del general Villa. Tampoco desconocía las ventajas que ofrecía a los villistas las posiciones que ocupaban, y las dificultades que sería menester vencer para que el ejército carrancista pudiese llegar felizmente a los atricheramientos del enemigo.

Las fuerzas del general Obregón sumaban, el 4 de julio (1915) diecisiete mil hombres, con una dotación de doscientos cartuchos por plaza. En la columna figuraban cincuenta y ocho cañones, de los cuales veinticinco eran de grueso calibre. Los abastecimientos de boca estaban calculados para doce días, sin la esperanza de que puediesen ser repuestos, no sólo por la incomunicación a la retaguardia, sino debido a que los pueblos de la región estaban exhaustos de artículos alimenticios, aparte de que sus pobladores, o habían huido, o formaban como soldados en los ejércitos combatientes.

Advertía Obregón las muchas amenazas que le circundaban; porque a su frente no sólo se movía el alma terrible del despecho villista, sino que se extendía un terreno hostil que ni protegía ni permitía los retrocesos.

Sin embargo, como dentro de aquel hombre, sobre lo imaginativo y reflexivo, vivía el amor a la gloria, fácilmente vencía los obstáculos que hallaba a su frente. Había en él, todo el grande y noble espíritu del caudillo; pero no del caudillo de partido, sino del caudillo de sí propio, de manera que tantas veces quiso poner a prueba su sometimiento a las jerarquías superiores, tantas veces así admiró y verificó el valimiento de la persona individual.

En las batallas no ponía en peligro una causa, sino su espada de general y su genio de político. Todavía no restañaba la grave herida sufrida en Santa Ana del Conde, cuando haciendo a un lado a jefes tan bizarros como Diéguez, Murguía y Hill, prefirió dominar los dolores físicos que le producía la mutilación, y arriesgarse a las complicaciones que suelen ocurrir en tales casos, para ponerse al frente de sus soldados. Todavía no estaba en aptitud de montar a caballo, cuando el 6 de julio (1915), luego de hacer la gimnasia del jinete semi inválido, dio órdenes para que su ejército se pusiera en marcha hacia los atrincheramientos villistas de Aguascalientes.

Un solo camino viable se extendía frente al ejército del general Obregón en su avance sobre Aguascalientes: el de las llanuras, en cuyo fondo esperaban las infanterías villistas al mando del general Jesús Ocaranza. Los caminos que se abrían a los flancos, como ya se ha dicho, estaban cerrados al avance carrancista, dado lo riesgoso del suelo. Sin embargo, como Obregón sabía por experiencia que atacar a pecho descubierto el centro de la defensa enemiga equivalía a entregar su gente a la muerte, ordenó que, al tiempo de hacerse un engaño de ataque frontal, lo más granado de sus soldados, aprovechándose de la finta y en seguida de vencer los terribles obstáculos que presentaba el suelo a derecha e izquierda, avanzara en dos grandes alas, sin hacer marchas forzadas, y cuidándose lo más posible de la mirada del enemigo, para luego de vencer el terreno, continuar moviéndose hacia el norte hasta quedar en posición de cerrar las pinzas y de poder formar, casi automáticamente, un frente a la retaguardia de Aguascalientes.

Tal dispositivo no podía ser más inteligente y militar, por lo cual, confiado en que podía llevar a sus soldados a la victoria, Obregón mandó que empezara el movimiento planeado.

Pero Obregón, a pesar de su experiencia en las artes de la guerra, no previó que el general Villa, ya conocedor de las tácticas y engaños acostumbrados por el jefe de las operaciones carrancistas, no sólo tuviese fortalecidos sus atrincheramientos laterales, sino que tras de éstos hubiese colocado sus mejores reservas de infantería y caballería. Y esto era así, ya que a Villa le sobró tiempo para estudiar el terreno y hacer efectiva su defensa.

De esta suerte, cuando las fuerzas del general Obregón, en seguida de la finta en el centro y de vencer los tropiezos del terreno en el avance de los flancos, llegaron formalmente frente al enemigo (8 de julio), tratando de iniciar la segunda parte del plan de su general en jefe, no sólo hallaron que el enemigo estaba alerta, sino que además estaba muy bien atrincherado, formando un segundo frente de siete kilómetros, que a su vez estaba protegido por las fuerzas situadas en el cerro del Gallo.

Como Obregón no había perdido de vista uno solo de los movimientos de sus tropas, pudo a tiempo muy oportuno, observar lo bien preparados que estaban los villistas, y comprendiendo que iba a sacrificar inútilmente a sus soldados, mandó detener el movimiento, principalmente el destinado a flanquear la derecha del enemigo, y ordenó que las fuerzas de avance se concentraran violentamente al pie del cerro de San Bartolo, mientras que mandaba, con mucha prontitud, pues le pareció que no había minutos de perder, el emplazamiento de la artillería de grueso calibre y la reunión de los soldados sinaloenses del general Laveaga y los yaquis del general Francisco R. Manzo, en un punto que de hecho era el equidistante de los flancos que Obregón había proyectado atacar en su primer plan.

Emplazada que fue la artillería y situados ya los batallones de Sinaloa y Sonora, el general Obregón mandó que la artillería cañoneara precisamente el centro de la línea villista, lo cual pronto dio resultados, ya que el ejército enemigo se hallaba imposibilitado para contestar el fuego por la falta de artillería.

Así, cuando Obregón consideró los daños morales y materiales causados por sus cañones, mandó que las fuerzas sinaloenses. y sonorenses avanzaran a pecho descubierto sobre la brecha abierta por la artillería; y sin titubeos, los soldados de Laveaga y Manzo avanzaron a paso veloz por la llanura; llegaron a las trincheras del enemigo que estaban prácticamente abandonadas; las dejaron atrás; combatieron a derecha e izquierda; sembraron el desorden entre los villistas e hicieron huir a éstos hacia su segunda línea de defensa.

Y mientras esto ocurría en el centro y los clarines de Obregón anunciaban el triunfo, el general Hill, apoyado en sus movimientos por el fuego de tres baterías, logró ocupar el cerro de San Bartolo, en tanto que las caballerías de Murguía y Castro, como si el enemigo hubiese desaparecido, recorrían a manera de triunfo, la llanura.

Mas, todo eso era prematuro. Todavía quedaban veinticinco kilómetros más de atrincheramientos villistas. Obregón, estimulado por los primeros triunfos y acicateado por los laureles de la victoria, mandó que continuara el avance. Caía el día. Una encrucijada de caminos y veredas, produjo desconcierto entre la columna principal de Obregón, que marchaba hacia el punto dentro del cual, el propio Obregón, creía que esperaba el agrupamiento principal de las fuerzas de Villa; ahora que oteando el horizonte desde las avanzadas carrancistas, parecía como si el enemigo hubiese desaparecido.

Así, lo que tenía trazas de una cercana y definitiva victoria, se convirtió en desconcierto. Los soldados de Obregón, de una hora a otra hora, sin advertencia preliminar, caminaban en la profundidad de unas barrancas. De haber sido descubiertos por los villistas en el seno de aquel terreno, allí mismo quedan exterminados. El entusiasmo por el triunfo llevó a aquella gente demasiado lejos y a parajes desconocidos, a donde no existían ni agua, ni abrigos, ni forrajes.

Los villistas retirados a su segunda línea, que el general en jefe de la División del Norte estaba seguro que no podría ser traspuesta por los carrancistas, ignoraron la situación confusa y peligrosa en que se halló el ejército de Obregón la noche del 8 de julio.

Sin embargo, la confianza en su estrella, en sus soldados y en su decisión personal, hicieron que el general Obregón pasara felizmente aquel trance, y que el siguiente día, orientado por un tiroteo cercano, pudiera salir al punto conveniente, para iniciar el asalto sobre el enemigo.

Tanto descuido fue el de Obregón en aquella marcha, que le condujo a pernoctar en una barranca; tanta la seguridad en sus designios, tanto el menosprecio al general Villa, que ni siquiera cuidó de tener a la mano un mapa de la región. De esta suerte, aquel ejército de aguerridos combatientes estuvo perdido dentro de una pequeña área. El hecho, para la capacidad casi genial de Obregón, podrá ser entendido si se recuerda que aquella guerra era dirigida y hecha por gente rural, ajena a las reglas militares y guiada únicamente por su maravillosa intuición.

Ignorando, pues, las congojas que había pasado el ejército del Constitucionalismo a la noche del 8 de julio (1915), el general Villa, situado en el centro de su línea principal de atrincheramientos, estaba ansioso, a la mañana del 9 de julio, de ver al enemigo avanzar sobre la llanura que precedía a sus atrincheramientos. Y lo ansiaba, por estar seguro de que, apenas surgiera la gente de Obregón, la caballería de Urbina cargaría sobre ella inmisericordemente.

Y los carrancistas aparecieron, al fin, precisamente hacia el rumbo que Villa esperaba; en el acto partieron a su encuentro cinco mil caballos de Urbina, apoyados por tres columnas de infantería.

Urbina, llevando a su gente con mucho entusiasmo, al descubrir la caballería carrancista que al mando del general Castro avanzaba desde la derecha de Obregón, cargó sobre ella con extraordinaria decisión; e hizo el movimiento con tanta prontitud, que antes de que Castro pudiera organizarse para resistir la carga, puso en desbanda a los jinetes carrancistas, y en seguida, volviéndose violentamente a su derecha, se dirigió hacia los jinetes de Murguía, atacándoles con tanto denuedo que les hizo retroceder con precipitación, obligándoles a buscar el auxilio del grueso de la infantería carrancista, lo cual no impidió que Urbina les persiguiera hasta colocarse, de hecho, en la retaguardia del general Obregón.

Este momento fue el aprovechado por el general Villa, para hacer avanzar su infantería, que ya se había movilizado tras de los caballos de Urbina; pero ahora, el movimiento de las columnas villistas se dirigía hacia el centro de la línea frontal carrancista.

Villa observaba la acción desde la hacienda El Maguey, y al advertir las ventajas de sus soldados, mandó que cuatro mil hombres más salieran de sus trincheras y marcharan a reforzar a los combatientes, con lo cual, hacia el mediodía del 9, la acción parecía favorecer a los villistas, de manera que el general Obregón se vio obligado a replegarse hasta formar un cuadro defensivo dentro de una área de veinte kilómetros cuadrados mientras que nuevas fuerzas de Villa acudían al campo de batalla para cercar a los carrancistas.

Además, el general Urbina, continuando la persecución del general Murguía, había hecho que éste quedase copado en la hacienda de Buena Vista, mientras que la gente de los generales carrancistas Eduardo Hernández y Pedro Morales huía en desorden, perseguida por una columna del general Contreras.

A esas horas, el general Villa se sentía tan seguro del triunfo, máxime que estaba cierto de tener sitiado el cuartel general de Obregón, establecido en la hacienda El Retiro, que envió un telegrama a sus agentes en El Paso, comunicándoles que el ejército carrancista estaba destrozado y que no terminaría el día sin que Obregón se rindiese.

Al llegar la noche de ese día terrible para el Constitucionalismo y cesar con ello el fuego, sólo una barranca separaba a los ejércitos contendientes. El osado que se atreviera a vencer tal obstáculo, sería el victorioso.

El general Villa, dominando sus impulsos y desoyendo a sus lugartenientes, resolvió esperar. Mandó que su gente pernoctara a campo raso, pero sin hacer movimiento alguno hasta el alba del día 10. Obregón, en cambio, en seguida de ordenar que la artillería y la impedimenta permanecieran en la extrema retaguardia de aquel campo de batalla, dispuso que con todo cuidado se procediera a distribuir entre sus soldados las municiones que le restaban; que cada hombre estuviese con el rifle a la mano, para la operación que se mandara; que se procurara no hacer uso de las armas mientras que no se diese la contraseña y que sus generales se mantuvieran en guardia, listos para trasponer la barranca.

Considerando la audacia de lo que preparaba, puesto que iba a jugarse el todo por el todo esa misma noche, el general Obregón destacó un propio a Encarnación, llevando un pliego para el general Diéguez, quien se hallaba en tal punto curándose de la herida sufrida en el combate de Lagos, haciéndole saber los peligros que iba a desafiar al intentar, dentro de una situación comprometida, el asalto sorpresivo al enemigo, y pidiéndole que pusiera en movimiento las tropas disponibles para protegerle llegado el caso de una retirada.

Enviado el pliego al general Diéguez, el general Obregón comisionó al general Laveaga para que, tomando el mando del ataque frontal a los villistas, y llevando bajo sus órdenes a los soldados veteranos de Sinaloa y del Yaqui, buscara la manera de vencer los obstáculos que ofrecía el terreno, y que en seguida de vencerlos, puestos ya los pies de los soldados sobre suelo llano y firme, hiciera avanzar a su gente en línea de tiradores hacia el centro de la línea enemiga.

Sin medir los tropiezos que pudiera hallar, no obstante la oscuridad que reinaba, el general Laveaga puso en marcha tres batallones de sinaloenses y tres de yaquis, y empezó a buscar cómo ganar el lado opuesto de la barranca, a fin de trasponer ésta antes de que llegara el día 10. El peligro era inmenso, pues se desconocía la verdadera situación y se ignoraba si el ejército de Villa esperaba o no sobre el borde superior de aquel erosionado y engañoso suelo. Así y todo, la barranca quedó salvada cuando apuntaba el alba.

Laveaga, cumpliendo las instrucciones de Obregón, violentamente, y antes de que viniera la claridad, dispuso a los soldados en línea de tiradores y éstos, con mucho denuedo y extraordinaria celeridad se dirigieron sobre el enemigo que estaba a menos de tres kilómetros; y como a esa hora, nuevas líneas de tiradores carrancistas aparecieron por los puntos que previamente había vencido la gente de Laveaga, una tras de otra ola de carrancistas se abalanzó sobre los atrincheramientos villistas; y esto, con tanto ardimiento y violencia, que trabándose un combate cuerpo a cuerpo, los villistas empezaron a retroceder.

Villa observaba el combate desde El Maguey, y viendo cómo sus soldados abandonaban sus posiciones, mandó que la caballería al mando de Toribio Ortega y Manuel Madinaveytia por el flanco izquierdo, y la de Urbina por el derecho, avanzaran hasta el pie de la barranca, para luego converger, de manera que las fuerzas de Obregón quedaran con un poderoso enemigo de caballería a su retaguardia.

Advertido de este movimiento estratégico y oportuno de Villa, el general Obregón, comprendiendo que el terreno iba a dificultar la acción de las caballerías, reiteró las órdenes para que sus soldados continuaran avanzando sobre los atrincheramientos de Villa y que, vencidos estos, siguieran en persecución, sin descanso, de quienes por antemano consideraba derrotados.

Y, así como lo había considerado Obregón, así sucedió; pues la caballería villista, no obstante lo ventajoso de su posición, no pudiendo maniobrar sobre un terreno guijarroso, cuando quiso volver grupas para ir en defensa del frente semidestruído de Villa, fue tarde.

Todavía vio el general Villa una esperanza: quitar a los carrancistas el cerro de San Bartolo, al pie del cual tenía emplazada Obregón su artillería; y al efecto, mandó que tres mil soldados de refresco atacaran y tomaran el punto. El ataque fue tan violento, que los carrancistas cedieron, y a las diez de la mañana, los clarines de Villa anunciaban el triunfo en San Bartolo.

Mas esto resultó inútil. Los atrincheramientos principales estaban en poder de los soldados de Laveaga. Los villistas se retiraban de unas loberas a otras loberas. Las municiones de los hombres de Villa estaban agotadas. El jefe de la División del Norte, mandó que se llevara a cabo una retirada, la que se hizo en buen orden, quedando así abiertas las puertas de la plaza de Aguascalientes, que hacia el mediodía del 10 estaba en poder del Ejército Constitucionalista.
Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo. Apartado 5 - Fin de la ConvenciónCapítulo vigésimo primero. Apartado 2 - Reocupación de México Biblioteca Virtual Antorcha