Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo. Apartado 5 - Fin de la Convención | Capítulo vigésimo primero. Apartado 2 - Reocupación de México | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 21 - FIN DE LA GUERRA
LA VICTORIA FINAL
La derrota sufrida en los campos de Trinidad y León, que abrió las puertas de esta ciudad a las fuerzas del general Alvaro Obregón, produjo gran desorden y desesperanza en las filas del ejército villista. Mas esto fue momentáneo. Muy aguerridos,
ambiciosos y valientes eran los lugartenientes del general Francisco Villa, para aceptar la derrota definitiva; y menos para permitir que sus soldados, aunque vencidos, abandonaran sus cuerpos de guerra y emprendieran la fuga; y una fuga que indicara desastre o cobardía.
Así, en medio del caos que causó la retirada del campo de
batalla, la salida violenta del general Villa hacia el norte y la
concentración precipitada de los soldados dentro del casco de
León; en medio de todo eso, que parecía anunciar que había
llegado el día final del villismo, los jefes de la División del Norte, aprovechándose de la desconfianza y demora con que los carrancistas iban ocupando la plaza, lograron dominar el
desorden y procedieron a embarcar en trenes su tropa de
infantería, y poner en marcha a las caballerías por el camino de
Lagos. Lo único que quedó inmóvil dentro de la plaza, fueron
la artillería, cinco secciones de ametralladoras y una preciada
suma de vestuario. Dejaron también los villistas, si no en la plaza
sí en el campo de batalla, seis mil hombres entre muertos y
heridos. También innúmeros dispersos.
Sin embargo, los segundos capitanes del general Villa no
estaban hechos para abatirse. De una recia calidad era su arcilla;
de muchos miles de vatios sus energías; del mejor acero su lealtad
a la causa del villismo. Tanto valer había en tales
hombres, que los generales Calixto Contreras y José Rodríguez,
no obstante los peligros que amenazaban a esas horas, quedaron
comandando la retaguardia de las fuerzas derrotadas a las
puertas de la propia plaza de León, y cuando ya ésta se hallaba
en poder del Ejército Constitucionalista; ahora que seguramente hacían confianza, para tal desplante, en el estado de agotamiento que estaban los triunfadores; porque, en efecto, los
soldados de uno y otro ejército habían llegado a los extremos de
las fatigas y con esto, el espíritu de iniciativa no existía más; y
ni los carrancistas ni los villistas querían saber a esas horas de
persecuciones, ni represalias, ni violencias. Los soldados de
ambos bandos habían dado de sí lo que poseían en el orden
físico y moral.
Cubriendo, pues, la retaguardia, Rodríguez y Contreras
mandaron que las fuerzas de caballería salvadas del desastre
tomaran el camino de Lagos de Moreno, mientras que las de
infantería se dirigian a bordo de trenes a Aguascalientes.
Este nuevo repliegue del villismo fue llevado a cabo sin precipitaciones, con lo cual los lugartenientes de Villa pudieron
reorganizar algunos cuerpos y concentrar a los dispersos; y dos
semanas después, volvían a manifestarse optimistas y desafiantes.
Tanto así, que el general Fierros, a manera de exhibición
de su osadía, se acercó a León con tres mil jinetes; aunque
apenas sintió la presencia de la caballería de Murguía retrocedió
precipitadamente a Lagos.
Entre tanto, el general Villa, establecido una vez más en
Chihuahua, decretó nuevas exacciones para las compañías
mineras, se apoderó de una conducta de barras de plata; renovó
sus agentes para la compra de armas y municiones en El Paso;
ordenó el reclutamiento de veinte mil hombres; y como creyó
que el general Obregón, ora por su condición física personal, ora
porque su ejército, no obstante el triunfo obtenido, estaba
debilitado, no emprendería actividades guerreras inmediatas
para continuar la marcha hacia el norte, dispuso que los
generales Urbina, Fierros, Carrera Torres y Rodríguez permanecieran
en Lagos de Moreno con seis mil hombres de caballería
selectos, mientras que el grueso de sus tropas debería continuar
en Aguascalientes preparándose para operaciones futuras.
Por otra parte, no sin admitir el mal que había hecho a su
causa al menospreciar la colaboración guerrera del Ejército
Libertador y de la gente que operaba con cierto independencia en los estados de Michoacán, Jalisco, San Luis y territorio de
Tepic, el general Villa resolvió escribir al general Emiliano
Zapata, pidiéndole cooperación para la nueva campaña que
proyectaba desarrollar y ofreciéndole, en consecuencia, los
instrumentos de guerra necesarios a fin de que los soldados del
norte y sur combatieran coordinadamente a Obregón.
Dirigióse también el general Villa a los generales villistas que operaban en Michoacán y Tepic, Jalisco y Sonora, Tamaulipas y
Sinaloa para que concurrieran a una ofensiva conjunta que
debería iniciarse el 1° de julio (1915), ofreciéndoles ayuda en
dinero, armas y municiones. El plan de Villa consistía en
establecer un nuevo frente en Lagos de Moreno, mientras que
una columna de cinco mil caballos a las órdenes de los generales
Pánfilo Natera y Máximo García, avanzando de San Luis Potosí
y siguiendo la vía del Nacional, tendría como misión llegar a
Querétaro a atacar la extrema retaguardia del general Obregón,
en tanto que el general Félix Bañuelos, con cuatro mil hombres,
se situaba entre las plazas de Guanajuato y Silao, y el general
Julián Medina, unido a los villistas de Michoacán, daba un albazo
en Guadalajara. Además, el general Roque González Garza
debería situarse en la hacienda de Arroyozarco y el general
Rafael Buelna concurriría a reforzar el frente de Lagos.
El día para el comienzo de estas operaciones, que la prensa
periódica de Estados Unidos anunciaba como la principal
ofensiva del general Villa, estaba determinado, como queda
dicho, para el primero de julio.
Bien conocidos fueron para el general Obregón tales planes;
y aunque sabía que el poder de sus armas, soldados y mando le
podían conducir a un nuevo triunfo, optó por seguir el camino
de la prudencia. Ya no fiaba, como en Celaya, en la suerte. En
Celaya, cuando no poseía una conquista ni un laurel de la guerra
contra Villa, pudo exponer y comprometer cualquiera situación.
Ahora, después de Celaya y León, no era posible llevar al peligro
las ventajas obtenidas; y aunque mucho le incitaba el deseo de
terminar definitivamente con los restos del villismo, prefirió
obrar con toda la calma necesaria.
No ignoraba Obregón, por otra parte, que al norte del país,
partiendo de Aguascalientes, estaban agotados todos los recursos
para la guerra, como resultado de los requerimientos del
villismo. Las fuentes de éste habían sido muy ricas; pero ya
estaban exhaustas, y por lo mismo, para avanzar hacia la nueva
línea villista era indispensable organizar, previa y cuidadosamente,
los abastecimientos del Ejército Constitucionalista. No era posible, pues, jugar con los triunfos obtenidos.
Además, sabiendo cuál era el verdadero estado de ánimo de
los soldados villistas y cuáles los apuros de Villa, tomó a menosprecio
los planes de Villa, dejando que éste se atrincherara en
Aguascalientes, como lo había empezado a hacer, con la seguridad
de que la resistencia en tal plaza tendría que ser menor a la
ocurrida en León, ya que todavía aquí muy en lo alto brillaba el
sol de Villa.
Moviéndose, pues, con lentitud, pero con firmeza, el general
Obregón, sin adelantar demasiado a sus vanguardias, estableció
su cuartel general (20 de junio) en estación Encarnación, a
setenta kilómetros al norte de León y a cuarenta y cinco al sur
de Aguascalientes; y dado este paso, ordenó que los generales
Murguía, Castro y Maycotte continuaran avanzando, hasta
quedar, el primero hacia el oriente; el segundo por el poniente,
y Maycotte, en dirección del sur, a doce kilómetros de Peñuelas,
punto en el cual se hallaban las avanzadas de Villa, puesto que
Fierro, Urbina y Rodríguez se habían retirado de Lagos de
Moreno al sentir los primeros movimientos del avance de las
fuerzas carrancistas.
Ordenó también Obregón, que el general Diéguez movilizara
toda su división a la plaza de Lagos de Moreno, de manera
que en este punto pudiera cubrir el flanco principal del ejército
de operaciones. Al mismo tiempo, reiteró al general Amaro
la orden de vigilar la extrema retaguardia, pues tenía noticias
de la columna que Villa había destacado con el propósito de
sorprender a la guarnición carrancista de Querétaro.
Con todo eso, el plan de Obregón volvía a ser audaz; y es
que, en efecto, dejando a un lado las precauciones y cautelas
tomadas a raíz del triunfo de León, ahora se disponía a avanzar
y dar la batalla final.
Dos agentes tuvo en cuenta el general Obregón para dictar
las ordenes de ofensiva. Uno, el informe cierto de que el general
Villa había logrado nuevos créditos para la adquisición de
material bélico en Estados Unidos, gracias a lo cual estaba
fortaleciendo sus posiciones en Aguascalientes. Otro, la cercanía
de la temporada de lluvias que se presentaba amenazante en El
Bajío y al norte de Aguascalientes.
Así, sin titubeos, el jefe de las operaciones concentró en
Encarnación veinte mil hombres y se dispuso a avanzar. Sólo le
detenía la escasez de municiones, pero confiaba en la llegada de
dos convoyes que estaban en el camino de Veracruz a León.
El general Villa, quien el 20 de junio (1915) llegó a
Peñuelas, ducho como era en el arte de la guerra, advirtió que el
triunfo de la acción que estaba a la vista, radicaba en la audacia.
No le bastaría, pues, la concentración de todas sus últimas
fuerzas en Aguascalientes para resistir a los carrancistas;
tampoco la demora en las operaciones. Tenía diecisiete mil
hombres y una veintena de generales valientes, leales y desinteresados.
De sus tropas, cinco mil eran del arma de caballería.
Disponía de un millón de cartuchos y esperaba otro más. Sus
jinetes habían sido reequipados, y nuevamente se movía dentro
de él, de Villa, la idea de que éstos eran capaces de cambiar el
curso de la guerra.
Ya en estas consideraciones, el general Villa trazó un plan de ataque; y sin más esperar, ordenó a los generales Rodolfo
Fierros y Canuto Reyes que se pusieran al frente de una columna
de cinco mil caballos; se movilizaran con todo sigilo hacia el
sur, tomando el camino de Villa Hidalgo; que siguiendo paralelamente
al camino de hierro, cruzaran éste, en un punto entre Silao e
Irapuato; que de allí se dirigieran a Querétaro y a San Juan del
Río al encuentro del general Roque González Garza; que antes
de este suceso, destruyeran la vía férrea y las comunicaciones
telegráficas y que hecho todo eso, volvieran amenazantes sobre
la retaguardia de Obregón, mientras que él, el general Villa, daba
batalla en las cercanías de Aguascalientes.
Fierros y Reyes no pudieron cumplir las órdenes de Villa al
pie de la letra, porque el terreno elegido para la movilización de
la columna, debido a lo accidentado del mismo, presentó tan
grande número de obstáculos que la marcha se demoró y mucho
sufrió la caballada por la falta de agua y pasturas.
Debido a tales e inesperados obstáculos, Reyes y Fierros no
pudieron pasar por Lagos de Moreno a la noche del 28 de junio,
como les tenía ordenado el general Villa; pues sólo estuvieron
en condiciones de llegar a las puertas de la plaza en la noche del
29, y ajenos a la presencia del enemigo entraron confiadamente
a la población, y grande fue su sorpresa al verse frente a los
carrancistas.
En efecto, el general Manuel M. Diéguez, cumpliendo las
órdenes de Obregón, había llegado a Lagos, no sólo para acuartelarse
en la plaza, sino también a fin de proteger, en su último
tramo, a un convoy de municiones que, procedente de Veracruz, se dirigia al cuartel general de Obregón.
Así, apenas establecido en Lagos, y muy ajeno a la cercanía
del enemigo, el general Diéguez se confió demasiado a la
seguridad aparente en que se hallaba la comarca, y preocupado
como estaba por la llegada y marcha del convoy de abastecimientos, sólo advirtió la presencia de los villistas, cuando estos, también en actitud sorpresiva, iniciaron el combate.
La situación del general Diéguez se vio seriamente comprometida en pocos minutos, puesto que no tenía preparadas sus
fuerzas, para resistir al enemigo; y más comprometida todavía,
al ser herido el propio Diéguez al iniciarse el combate; pues con
esto vino la desmoralización entre sus hombres.
Sin embargo, Diéguez pudo evitar la derrota, tanto por el
valor de sus soldados y de él mismo, como debido a que los
generales Fierros y Reyes, instruidos por Villa para que no
perdieran tiempo en acciones parciales a fin de llegar oportunamente
al auxilio de González Garza e iniciar así una ofensiva
sobre la retaguardia de Obregón, en vez de continuar el
combate, abriéndose paso entre los carrancistas, siguieron
velozmente hacia el sur, sin poner atención en que a esa hora
llegaba a Lagos el convoy de municiones que ansiosamente
esperaba el general Obregón: y del cual dependía el triunfo en el
frente de Aguascalientes.
En cumplimiento, pues, de su misión. Fierros y Reyes,
entraron violentamente a León, primero; después a Silao, y produciendo el mayor número de daños en ambas plazas, y sobre todo a las vías del ferrocarril siguieron en su loca carrera hacia Irapuato.
Con la marcha de la columna de caballería despachada al
sur, y creyendo que gracias a ésta el general Obregón se vería
obligado a cambiar sus planes de avance al norte; con la llegada
de más tropas a Aguascalientes; con la construcción de una línea
de atricheramientos y con los alientos que le enviaban sus
agentes en Estados Unidos, haciéndole creer que el gobierno de
la Casa Blanca esperaba el resurgimiento guerrero del villismo, el general Villa estaba poseído nuevamente de un extraordinario ánimo de lucha; pero como dentro de tal ánimo sobresalía el
propósito de venganza, su capacidad de guerrero primitivo sólo
correspondía al ofuscamiento. Tan al margen de la razón militar
se hallaba Villa, que todavía a la hora en que el general Obregón
reiniciaba su avance al norte, comunicó a sus agentes en El Paso
la seguridad de que los carrancistas perderían lo ganado,
conforme se movilizaran hacia las arideces septentrionales.
El general Villa creía ahora en las advertencias preliminares
del general Angeles, quien en días anteriores a la batalla de
León, mucho insistió para que el ejército villista fuese retirado
lo más al norte posible, con el objeto de engolosinar al general
Obregón y hacer que éste se alejara de sus fuentes de abastecimientos
y quedara situado en un terreno que le tendría que ser
hostil, por carecer de los recursos necesarios a un ejército.
Creía también el general Villa, que la maniobra que llevaban
a cabo los generales Fierros y Reyes a la retaguardia de Obregón
sería tan efectiva, que los carrancistas iban a quedar incomunicados
con Veracruz, y por lo mismo entregados a la inhospitalidad
del desierto y a las balas del villismo.
En tal disposición de ánimo, sólo quedaba al general Villa el
saber elegir con medida militar, el terreno más conveniente para
dar la nueva batalla. Al efecto, eligió las llanuras y lomeríos que
constituyen el umbral de Aguascalientes. Allí, pues, se dispuso a
hacerse fuerte, mientras que le llegaban informes sobre el
resultado de la expedición de Fierros y Reyes y de la marcha del
general Roque González Garza, a quien Villa tenía en muy alta
estima por las justas y equilibradas cualidades que adornaban al
expresidente de la República elegido por la Convención.
Así, entregado a las funciones del mando, el general Villa se
cercioraba personalmente de los progresos que sus soldados
hacían en la organización de la defensa de Aguascalientes.
Además, no perdía de vista la llegada de los nuevos batallones
organizados en Zacatecas y San Luis Potosí, y en los que
formaba principalmente la juventud rural y minera de ambos
estados.
Al elegir las llanuras de Aguascalientes para atrincherar en
ellas a sus hombres y detener el avance de Obregón, el general
Villa puso a primera vista todos sus conocimientos en el arte de
la guerra. Ahora, no descuidó los pormenores de la empresa. No
le ayudaba, sin embargo, lo bisoño de su nuevo ejército, ni las
escaseces de combustibles, que le obligaron a tener paralizados
la mayor parte de sus trenes, ni la cortedad de su artillería. El
número de sus ametralladoras no llegaba a veinte, a pesar de que
el general Angeles había instalado un taller en Aguascalientes,
para la reparación de esta arma. Tampoco le ayudaba la llegada
de una temporada de lluvias, después de que la región había
sufrido una sequía de seis años.
Así y todo, el general Villa, contrariamente a la actitud de
vanidad potencial tenida en Celaya y León, se mostraba celoso
de que sus órdenes para la organización de la defensa de Aguascalientes quedasen cumplidas. Siguiéndose, pues, sus planes y su
vigilancia, una línea de trincheras, formando un profundo semicírculo,
y con una longitud de cerca de treinta kilómetros,
partía del cementerio de La Luz y llegaba al cerro del Gallo, que
junto con el de Liebres, constituía la altura dominante. Y, en
efecto, desde El Gallo podía abarcarse con la mirada la formación
de los atrincheramientos.
Para la efectividad de estos, el general Villa mandó que
fuesen aprovechadas las cercas de piedra, las barrancas y los
lugares arbolados, así como los cascos de las haciendas. Además,
siguiendo el ejemplo práctico del general Obregón, Villa ordenó
la construcción de loberas, la protección de estas con
alambrados de púas; y para mayor confianza en la defensa,
dispuso que el centro de su frente quedase minado, de manera
que las cargas de dinamita pudieran estallar a la hora que el
enemigo se lanzara al asalto de los parapetos.
Todo esto quedó protegido, en los flancos, por un suelo
guijarroso, casi intransitable e inhóspito para la caballería,
gracias a lo cual, la plaza de Aguascalientes, según la creencia de
Villa y de sus lugartenientes, adquirió las características de un
verdadero baluarte.
El 1° de julio, el general Villa tenía en los atrincheramientos nueve mil soldados de infantería. La reserva, a las órdenes del general Tomás Urbina, sumaba tres mil quinientos jinetes. En
los trenes situados a veinte kilómetros al norte de Aguascalientes
habían cinco mil rifles y cuatro millones de cartuchos,
aparte de que la dotación de los nueve millares de soldados era
completa. Los abastecimientos de boca, en cambió, estaban
muy medidos. El general Angeles los calculó para ocho o diez
días.
Mas de todo eso, lo que se sentía como falta era el
fanatismo villista. Tal fanatismo había desaparecido. Los
generales seguían fiando en el jefe de la División del Norte. No así la bisoñada de Zacatecas y San Luis Potosí, que parecía estar entregada a otras preocupaciones.
Otro estado de ánimo, muy desemejante, movía a los
soldados de Obregón. Este, ya restablecido después de sufrir la
amputación de su brazo derecho, estaba nuevamente al frente
de una tropa entusiasmada por los triunfos, confiada en su
caudillo, deseosa de dar fin a la guerra y entregada a las
ambiciones.
Aunque como consecuencia del violento avance de las
caballerías de Fierros y Reyes, a las zonas ocupadas por los
carrancistas, la retaguardia de las fuerzas de Obregón quedó
desorganizada, pues la columna villista, en seguida de tomar
León y Silao y de irrumpir en Irapuato, causando grandes daños
a la gente, instalaciones y comunicaciones se hallaba a las
puertas de Querétaro, no por ello fueron cambiados los planes
del general en jefe de las operaciones del Constitucionalismo.
Obregón, en efecto, no sintió a esas horas amenazado el
núcleo central de sus fuerzas. Comprendió que la acción de la
gente de Fierros y Reyes, aunque violenta y destructiva, no
podría tener efectos perdurables, puesto que a la zaga de tal
columna se preparaba un contrataque de las fuerzas carrancistas
que operaban en Guanajuato, Querétaro y Michoacán y de cuya
unidad y dirección se encargó al general Joaquín Amaro, en
quien, con buen criterio, mucho confiaba Obregón, ya que
aquél, además de su valor personal, era incansable en la guerra e
invariable en sus objetivos.
Fiado, pues, en Amaro, lo que interesaba a Obregón era
forzar y romper el frente de Aguascalientes; pues aunque sus
fuerzas estaban más o menos pertrechadas, mucho le preocupaba
el que empezaran a escasear los víveres, máxime que el
suelo en el que se acampaba no ofrecía ventaja alguna para la
tropa. Además, aquella gente de Obregón, en la costumbre de la
guerra, pedía la guerra; y era necesario darle la oportunidad que
exigía.
No ignoraba Obregón todos los preparativos defensivos del
general Villa. Tampoco desconocía las ventajas que ofrecía a los
villistas las posiciones que ocupaban, y las dificultades que sería
menester vencer para que el ejército carrancista pudiese llegar
felizmente a los atricheramientos del enemigo.
Las fuerzas del general Obregón sumaban, el 4 de julio
(1915) diecisiete mil hombres, con una dotación de doscientos
cartuchos por plaza. En la columna figuraban cincuenta y ocho
cañones, de los cuales veinticinco eran de grueso calibre. Los
abastecimientos de boca estaban calculados para doce días, sin
la esperanza de que puediesen ser repuestos, no sólo por la
incomunicación a la retaguardia, sino debido a que los pueblos
de la región estaban exhaustos de artículos alimenticios, aparte
de que sus pobladores, o habían huido, o formaban como
soldados en los ejércitos combatientes.
Advertía Obregón las muchas amenazas que le circundaban;
porque a su frente no sólo se movía el alma terrible del
despecho villista, sino que se extendía un terreno hostil que ni
protegía ni permitía los retrocesos.
Sin embargo, como dentro de aquel hombre, sobre lo
imaginativo y reflexivo, vivía el amor a la gloria, fácilmente
vencía los obstáculos que hallaba a su frente. Había en él, todo
el grande y noble espíritu del caudillo; pero no del caudillo de
partido, sino del caudillo de sí propio, de manera que tantas
veces quiso poner a prueba su sometimiento a las jerarquías
superiores, tantas veces así admiró y verificó el valimiento de la
persona individual.
En las batallas no ponía en peligro una causa, sino su espada
de general y su genio de político. Todavía no restañaba la grave
herida sufrida en Santa Ana del Conde, cuando haciendo a un
lado a jefes tan bizarros como Diéguez, Murguía y Hill, prefirió
dominar los dolores físicos que le producía la mutilación, y arriesgarse a las complicaciones que suelen ocurrir en tales casos,
para ponerse al frente de sus soldados. Todavía no estaba en
aptitud de montar a caballo, cuando el 6 de julio (1915), luego
de hacer la gimnasia del jinete semi inválido, dio órdenes para
que su ejército se pusiera en marcha hacia los atrincheramientos
villistas de Aguascalientes.
Un solo camino viable se extendía frente al ejército del
general Obregón en su avance sobre Aguascalientes: el de las
llanuras, en cuyo fondo esperaban las infanterías villistas al
mando del general Jesús Ocaranza. Los caminos que se abrían a
los flancos, como ya se ha dicho, estaban cerrados al avance
carrancista, dado lo riesgoso del suelo. Sin embargo, como
Obregón sabía por experiencia que atacar a pecho descubierto el
centro de la defensa enemiga equivalía a entregar su gente a la
muerte, ordenó que, al tiempo de hacerse un engaño de ataque
frontal, lo más granado de sus soldados, aprovechándose de la
finta y en seguida de vencer los terribles obstáculos que presentaba
el suelo a derecha e izquierda, avanzara en dos grandes
alas, sin hacer marchas forzadas, y cuidándose lo más posible de
la mirada del enemigo, para luego de vencer el terreno, continuar
moviéndose hacia el norte hasta quedar en posición de
cerrar las pinzas y de poder formar, casi automáticamente, un
frente a la retaguardia de Aguascalientes.
Tal dispositivo no podía ser más inteligente y militar, por lo cual, confiado en que podía llevar a sus soldados a la victoria,
Obregón mandó que empezara el movimiento planeado.
Pero Obregón, a pesar de su experiencia en las artes de la
guerra, no previó que el general Villa, ya conocedor de las
tácticas y engaños acostumbrados por el jefe de las operaciones
carrancistas, no sólo tuviese fortalecidos sus atrincheramientos
laterales, sino que tras de éstos hubiese colocado sus mejores
reservas de infantería y caballería. Y esto era así, ya que a Villa
le sobró tiempo para estudiar el terreno y hacer efectiva su
defensa.
De esta suerte, cuando las fuerzas del general Obregón, en
seguida de la finta en el centro y de vencer los tropiezos del
terreno en el avance de los flancos, llegaron formalmente frente
al enemigo (8 de julio), tratando de iniciar la segunda parte del
plan de su general en jefe, no sólo hallaron que el enemigo
estaba alerta, sino que además estaba muy bien atrincherado,
formando un segundo frente de siete kilómetros, que a su vez
estaba protegido por las fuerzas situadas en el cerro del Gallo.
Como Obregón no había perdido de vista uno solo de los
movimientos de sus tropas, pudo a tiempo muy oportuno,
observar lo bien preparados que estaban los villistas, y comprendiendo que iba a sacrificar inútilmente a sus soldados, mandó detener el movimiento, principalmente el destinado a flanquear la derecha del enemigo, y ordenó que las fuerzas de avance se concentraran violentamente al pie del cerro de San
Bartolo, mientras que mandaba, con mucha prontitud, pues le
pareció que no había minutos de perder, el emplazamiento de la
artillería de grueso calibre y la reunión de los soldados sinaloenses
del general Laveaga y los yaquis del general Francisco R.
Manzo, en un punto que de hecho era el equidistante de los
flancos que Obregón había proyectado atacar en su primer plan.
Emplazada que fue la artillería y situados ya los batallones
de Sinaloa y Sonora, el general Obregón mandó que la artillería
cañoneara precisamente el centro de la línea villista, lo cual
pronto dio resultados, ya que el ejército enemigo se hallaba
imposibilitado para contestar el fuego por la falta de artillería.
Así, cuando Obregón consideró los daños morales y materiales
causados por sus cañones, mandó que las fuerzas sinaloenses.
y sonorenses avanzaran a pecho descubierto sobre la
brecha abierta por la artillería; y sin titubeos, los soldados de
Laveaga y Manzo avanzaron a paso veloz por la llanura; llegaron
a las trincheras del enemigo que estaban prácticamente
abandonadas; las dejaron atrás; combatieron a derecha e
izquierda; sembraron el desorden entre los villistas e hicieron
huir a éstos hacia su segunda línea de defensa.
Y mientras esto ocurría en el centro y los clarines de
Obregón anunciaban el triunfo, el general Hill, apoyado en sus
movimientos por el fuego de tres baterías, logró ocupar el cerro
de San Bartolo, en tanto que las caballerías de Murguía y Castro, como si el enemigo hubiese desaparecido, recorrían a manera de triunfo, la llanura.
Mas, todo eso era prematuro. Todavía quedaban veinticinco
kilómetros más de atrincheramientos villistas. Obregón, estimulado
por los primeros triunfos y acicateado por los laureles
de la victoria, mandó que continuara el avance. Caía el día. Una
encrucijada de caminos y veredas, produjo desconcierto entre la
columna principal de Obregón, que marchaba hacia el punto
dentro del cual, el propio Obregón, creía que esperaba el
agrupamiento principal de las fuerzas de Villa; ahora que
oteando el horizonte desde las avanzadas carrancistas, parecía
como si el enemigo hubiese desaparecido.
Así, lo que tenía trazas de una cercana y definitiva victoria, se convirtió en desconcierto. Los soldados de Obregón, de una
hora a otra hora, sin advertencia preliminar, caminaban en la
profundidad de unas barrancas. De haber sido descubiertos por
los villistas en el seno de aquel terreno, allí mismo quedan
exterminados. El entusiasmo por el triunfo llevó a aquella gente
demasiado lejos y a parajes desconocidos, a donde no existían ni
agua, ni abrigos, ni forrajes.
Los villistas retirados a su segunda línea, que el general en
jefe de la División del Norte estaba seguro que no podría ser traspuesta por los carrancistas, ignoraron la situación confusa y peligrosa en que se halló el ejército de Obregón la noche del 8 de julio.
Sin embargo, la confianza en su estrella, en sus soldados y
en su decisión personal, hicieron que el general Obregón pasara
felizmente aquel trance, y que el siguiente día, orientado por un
tiroteo cercano, pudiera salir al punto conveniente, para iniciar
el asalto sobre el enemigo.
Tanto descuido fue el de Obregón en aquella marcha, que le
condujo a pernoctar en una barranca; tanta la seguridad en sus
designios, tanto el menosprecio al general Villa, que ni siquiera
cuidó de tener a la mano un mapa de la región. De esta suerte,
aquel ejército de aguerridos combatientes estuvo perdido
dentro de una pequeña área. El hecho, para la capacidad casi
genial de Obregón, podrá ser entendido si se recuerda que
aquella guerra era dirigida y hecha por gente rural, ajena a las
reglas militares y guiada únicamente por su maravillosa intuición.
Ignorando, pues, las congojas que había pasado el ejército
del Constitucionalismo a la noche del 8 de julio (1915), el general Villa, situado en el centro de su línea principal de atrincheramientos, estaba ansioso, a la mañana del 9 de julio, de ver al
enemigo avanzar sobre la llanura que precedía a sus atrincheramientos.
Y lo ansiaba, por estar seguro de que, apenas surgiera
la gente de Obregón, la caballería de Urbina cargaría sobre ella
inmisericordemente.
Y los carrancistas aparecieron, al fin, precisamente hacia el
rumbo que Villa esperaba; en el acto partieron a su encuentro
cinco mil caballos de Urbina, apoyados por tres columnas de
infantería.
Urbina, llevando a su gente con mucho entusiasmo, al
descubrir la caballería carrancista que al mando del general
Castro avanzaba desde la derecha de Obregón, cargó sobre ella
con extraordinaria decisión; e hizo el movimiento con tanta
prontitud, que antes de que Castro pudiera organizarse para
resistir la carga, puso en desbanda a los jinetes carrancistas, y en
seguida, volviéndose violentamente a su derecha, se dirigió hacia
los jinetes de Murguía, atacándoles con tanto denuedo que les
hizo retroceder con precipitación, obligándoles a buscar el
auxilio del grueso de la infantería carrancista, lo cual no impidió
que Urbina les persiguiera hasta colocarse, de hecho, en la
retaguardia del general Obregón.
Este momento fue el aprovechado por el general Villa, para
hacer avanzar su infantería, que ya se había movilizado tras de
los caballos de Urbina; pero ahora, el movimiento de las
columnas villistas se dirigía hacia el centro de la línea frontal
carrancista.
Villa observaba la acción desde la hacienda El Maguey, y al
advertir las ventajas de sus soldados, mandó que cuatro mil
hombres más salieran de sus trincheras y marcharan a reforzar a
los combatientes, con lo cual, hacia el mediodía del 9, la acción
parecía favorecer a los villistas, de manera que el general
Obregón se vio obligado a replegarse hasta formar un cuadro
defensivo dentro de una área de veinte kilómetros cuadrados
mientras que nuevas fuerzas de Villa acudían al campo de batalla
para cercar a los carrancistas.
Además, el general Urbina, continuando la persecución del
general Murguía, había hecho que éste quedase copado en la
hacienda de Buena Vista, mientras que la gente de los generales
carrancistas Eduardo Hernández y Pedro Morales huía en
desorden, perseguida por una columna del general Contreras.
A esas horas, el general Villa se sentía tan seguro del triunfo, máxime que estaba cierto de tener sitiado el cuartel general de
Obregón, establecido en la hacienda El Retiro, que envió un
telegrama a sus agentes en El Paso, comunicándoles que el
ejército carrancista estaba destrozado y que no terminaría el día
sin que Obregón se rindiese.
Al llegar la noche de ese día terrible para el Constitucionalismo y cesar con ello el fuego, sólo una barranca separaba a los ejércitos contendientes. El osado que se atreviera a vencer tal obstáculo, sería el victorioso.
El general Villa, dominando sus impulsos y desoyendo a sus
lugartenientes, resolvió esperar. Mandó que su gente pernoctara a
campo raso, pero sin hacer movimiento alguno hasta el alba del
día 10. Obregón, en cambio, en seguida de ordenar que la
artillería y la impedimenta permanecieran en la extrema
retaguardia de aquel campo de batalla, dispuso que con todo
cuidado se procediera a distribuir entre sus soldados las municiones
que le restaban; que cada hombre estuviese con el rifle a
la mano, para la operación que se mandara; que se procurara no
hacer uso de las armas mientras que no se diese la contraseña y
que sus generales se mantuvieran en guardia, listos para
trasponer la barranca.
Considerando la audacia de lo que preparaba, puesto que iba
a jugarse el todo por el todo esa misma noche, el general
Obregón destacó un propio a Encarnación, llevando un pliego
para el general Diéguez, quien se hallaba en tal punto curándose
de la herida sufrida en el combate de Lagos, haciéndole saber los
peligros que iba a desafiar al intentar, dentro de una situación
comprometida, el asalto sorpresivo al enemigo, y pidiéndole que
pusiera en movimiento las tropas disponibles para protegerle
llegado el caso de una retirada.
Enviado el pliego al general Diéguez, el general Obregón
comisionó al general Laveaga para que, tomando el mando del
ataque frontal a los villistas, y llevando bajo sus órdenes a los
soldados veteranos de Sinaloa y del Yaqui, buscara la manera de
vencer los obstáculos que ofrecía el terreno, y que en seguida de
vencerlos, puestos ya los pies de los soldados sobre suelo llano y
firme, hiciera avanzar a su gente en línea de tiradores hacia el
centro de la línea enemiga.
Sin medir los tropiezos que pudiera hallar, no obstante la
oscuridad que reinaba, el general Laveaga puso en marcha tres
batallones de sinaloenses y tres de yaquis, y empezó a buscar
cómo ganar el lado opuesto de la barranca, a fin de trasponer
ésta antes de que llegara el día 10. El peligro era inmenso, pues
se desconocía la verdadera situación y se ignoraba si el ejército
de Villa esperaba o no sobre el borde superior de aquel erosionado
y engañoso suelo. Así y todo, la barranca quedó salvada
cuando apuntaba el alba.
Laveaga, cumpliendo las instrucciones de Obregón, violentamente, y antes de que viniera la claridad, dispuso a los
soldados en línea de tiradores y éstos, con mucho denuedo y
extraordinaria celeridad se dirigieron sobre el enemigo que
estaba a menos de tres kilómetros; y como a esa hora, nuevas
líneas de tiradores carrancistas aparecieron por los puntos que
previamente había vencido la gente de Laveaga, una tras de otra
ola de carrancistas se abalanzó sobre los atrincheramientos
villistas; y esto, con tanto ardimiento y violencia, que trabándose
un combate cuerpo a cuerpo, los villistas empezaron a
retroceder.
Villa observaba el combate desde El Maguey, y viendo cómo
sus soldados abandonaban sus posiciones, mandó que la
caballería al mando de Toribio Ortega y Manuel Madinaveytia
por el flanco izquierdo, y la de Urbina por el derecho, avanzaran
hasta el pie de la barranca, para luego converger, de manera que
las fuerzas de Obregón quedaran con un poderoso enemigo de
caballería a su retaguardia.
Advertido de este movimiento estratégico y oportuno de
Villa, el general Obregón, comprendiendo que el terreno iba a
dificultar la acción de las caballerías, reiteró las órdenes para
que sus soldados continuaran avanzando sobre los atrincheramientos
de Villa y que, vencidos estos, siguieran en persecución,
sin descanso, de quienes por antemano consideraba
derrotados.
Y, así como lo había considerado Obregón, así sucedió;
pues la caballería villista, no obstante lo ventajoso de su
posición, no pudiendo maniobrar sobre un terreno guijarroso,
cuando quiso volver grupas para ir en defensa del frente semidestruído
de Villa, fue tarde.
Todavía vio el general Villa una esperanza: quitar a los
carrancistas el cerro de San Bartolo, al pie del cual tenía emplazada
Obregón su artillería; y al efecto, mandó que tres mil
soldados de refresco atacaran y tomaran el punto. El ataque fue
tan violento, que los carrancistas cedieron, y a las diez de la
mañana, los clarines de Villa anunciaban el triunfo en San
Bartolo.
Mas esto resultó inútil. Los atrincheramientos principales
estaban en poder de los soldados de Laveaga. Los villistas se
retiraban de unas loberas a otras loberas. Las municiones de los
hombres de Villa estaban agotadas. El jefe de la División del Norte, mandó que se llevara a cabo una retirada, la que se hizo en buen orden, quedando así abiertas las puertas de la plaza de
Aguascalientes, que hacia el mediodía del 10 estaba en poder
del Ejército Constitucionalista.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo. Apartado 5 - Fin de la Convención Capítulo vigésimo primero. Apartado 2 - Reocupación de México
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