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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 21 - FIN DE LA GUERRA
VENGANZA REVOLUCIONARIA
Los triunfos alcanzados por el general Alvaro Obregón en el centro de la República, y el suyo propio al derrotar y poner en fuga a la columna villista de Canuto Reyes y Rodolfo Fierros, hicieron cobrar bríos políticos y militares al general Pablo González, quien además, estimulado por los halagos de sus
subordinados, que le hacían considerar que de seguir el ejemplo
audaz, perseverante y radical de Obregón, podría asegurarle un
porvenir en el país, daba a sus empresas otros propósitos más
allá de los comunes a la guerra.
Así, el general González, originalmente tan modesto como
sincero y apartadizo, empezó a dejarse guiar por el envanecimiento,
de manera que al recuperar la ciudad de México (2 de
agosto), hizo a un lado su natural espíritu tolerante y persuasivo, aunque duro y decisivo hacia el enemigo en la
guerra, y adoptó una nueva actitud contra la población civil y contra quienes consideró eran enemigos de la Revolución.
Al objeto, empezó por querer dar la idea de ser hombre de
férrea voluntad y de inquebrantables decisiones, y adjudicándose
toda la autoridad posible, nombró, sin consultar al Primer Jefe,
gobernador del Distrito Federal al general César López de Lara,
hombre de muchas cualidades personales; y a continuación, ya
en medio de pomposos augures de sus subordinados, instaló su
despacho en las oficinas del ministerio de la guerra en el Palacio
Nacional.
Ahora, pues, el general González empieza a dictar órdenes
sobre la ciudad de México con señalado imperio. Tiene bajo su
mando catorce mil soldados. La vieja capital es un verdadero
cuartel, porque las fuerzas de González, para dar aspecto de
poder, no se alojan en los cuarteles, sino en inmuebles particulares
y administrativos; e instalado tal aparato, González amenaza
a los comerciantes. Estos deben abrir las puertas de sus
establecimientos; también están obligados a aceptar, como
única, la moneda Constitucionalista.
Para lo último, expidió un decreto conforme al cual, los
coyotes que pretendiesen especulaciones ruinosas con los bilimbiques,
o que abusaran en los cambios de las monedas de oro y
plata que cada día eran más raras a par de preciadas, podían ser
encarcelados. El Gobierno, de acuerdo con tal decreto, fijaría el
valor de las monedas.
En seguida, a fin de evitar las exageraciones en los precios de los artículos alimenticios, nombra un preboste general, con
facultades extraordinarias al caso. Además, el preboste ha de
regularizar la introducción de víveres a la plaza, vigilar el orden
mercantil y monetario y determinar lo concerniente a la compra—venta de artículos de primera necesidad.
Por otro decreto, el general González autorizó al gobernador
del Distrito Federal, para que evitase la reunión de individuos en
la vía pública. Con esto, pretende adelantarse a que se cumpla la
franca amenaza popular de entrar a saco los almacenes, ultramarinos
y estanquillos, puesto que la inconformidad con aquella
situación de hambre y peste seguía creciendo entre los
habitantes de la ciudad de México.
Después, recordando el Manifiesto del Partido Liberal, expedido en San Luis (Misuri) en 1906; puesto que él, González, era parte de la Revolución gracias al influjo de las
ideas de Ricardo Flores Magón, Antonio I. Villarreal y Juan
Sarabia, firmó (30 de agosto, 1915) una reglamentación del
trabajo —quizás la primera reglamentación de este género
producida en México durante la Revolución.
En tal reglamentación, González fijó la jornada de ocho
horas, el descanso dominical, la prohibición de los despidos del
trabajo por causa injustificada, la indemnización de tres meses a
los obreros cesados y el pago por horas extraordinarias de
trabajo en fábricas y talleres.
Al par de estas reglamentaciones benéficas para el proletariado, y en medio del azoro de los metropolitanos, el general
González no sólo suspendió los efectos de la amnistía que él
mismo había decretado con anterioridad, sino que hizo saber
que desconocía la neutralidad política de los ciudadanos
mexicanos, puesto que, según él, todas las clases sociales ...
estaban obligadas, aunque fuese por espíritu de conservación
a identificarse con la Revolución Constitucionalista; y a tan categórica demanda, añadió no únicamente la advertencia de que serían castigados los espías y las personas que propalaran
noticias falsas y adversas al Constitucionalismo, o que de alguna manera hicieran resistencia a las disposiciones de las nuevas autoridades del Distrito Federal y de la República, sino también anunció la organización de un cuerpo de policía
especial, para vigilar las actividades que desarrollaran los enemigos
de la Revolución. Muy alarmados, pues, y entregados al
temor, creyeron los metropolitanos que muy difíciles días se
avecinaban para ellos.
Acrecentóse tal estado de ánimo, porque aguijoneado entre
el pueblo de la capital el espíritu de la denuncia, ya chismosa,
ya acusatoria, empezaron los avisos a la autoridad civil y militar
fundida en el cuartel general del Ejército de Oriente; y aunque de esos avisos muchos eran falsos y siempre contrarios al carrancismo, empezaron las aprehensiones, y con éstas, la
intervención de más bienes de enemigos o supuestos enemigos
del Constitucionalismo.
El sistema, llevado a confiscar sin explicación previa, había
sido aplicado desde la entrada del Ejército Constitucionalista a la
capital a bienes de los huertistas o cómplices del huertismo,
siguiéndose así el procedimiento puesto en boga por el general
Obregón en Sonora, y por el general Villa, en Chihuahua, de
manera que la mayor parte de los adinerados mexicanos habían
sentido sobre ellos los efectos de la confiscación, entendiéndose
que el suceso no se derivaba de una doctrina específica, sino de
un motivo de venganza.
Sin embargo, ese período de confiscaciones, principalmente
practicados en inmuebles urbanos, sirvió para dar cómodo
alojamiento a los caudillos revolucionarios y lugar a oficinas y
cuarteles de los ciudadanos armados; pero ahora, aplicado —en
esta ocasión por el general González- con más rigor que
durante los meses de la primera ocupación de la ciudad de
México, en unos cuantos días noventa y dos inmuebles pasaron
a poder del preboste, por lo que los porfiristas y huertistas,
temerosos de las represalias, procedieron a ocultarse.
Tales ocultaciones de individuos a quienes no se había
molestado en sus personas, sino únicamente dañado en sus
bienes, sirvió para irritar al general. González y a sus agentes.
Así, lo que no sucedió a la entrada de los constitucionalistas en
agosto de 1914, cuando los ánimos de la venganza se prestaban
a todo género de represalias, sucedía un año después, cuando
otros eran los enemigos; otros los problemas de la Revolución. Mas como el general González quería sobresalir en radicalismos, y el ambiente incierto se prestaba a lo mismo; y González estaba en la creencia de que la tolerancia y prudencia del gobierno de la ciudad no convenían durante esos días,
ordenó que se procediera a la aprehensión de aquellos individuos
que de alguna manera hubiesen combatido al Constitucionalismo.
De esta suerte, volvió al juego de la mesa revolucionaria el
tema de la venganza y del desquite, y las autoridades se
dispusieron a buscar víctimas de tan inopinada y radical
aversión hacia quienes ya eran vencidos y se hallaban apartados
y ocultos del escenario público de México; y aunque los
pricipales instigadores de la cuartelada de 1913 y de la muerte
de Madero y Pino Suárez se hallaban blandamente en el
extranjero, los revolucionarios al tener noticia de que el ex ministro
de Gobernación huertista ingeniero Alberto García Granados
estaba en la ciudad, mandaron que fuese buscado y aprehendido.
A García Granados no sólo se le acusaba de haber servido
a Huerta, sino se le atribuía la frase de la bala que mate a
Madero salvará a la patria<.
García Granados, individuo de mucha ilustración, había sido
el más vivo portavoz de la democracia en México al final del
siglo XIX; y a la victoria de Madero, debido a sus claras y
abiertas simpatías hacia los revolucionarios, mereció el nombramiento
de ministro de Gobernación en el gabinete de Francisco
León de la Barra; pero envuelto en un sin número de
intrigas durante días tan difíciles para los adalides políticos
mexicanos, como fueron los que siguieron a la Primera Guerra
Civil, se apartó de los negocios públicos; pero en febrero de
1913, el general Victoriano Huerta, llamándolo hombre de
orden le hizo volver a la cartera de Gobernación, que García
Granados sólo administró durante tres meses, para separarse del
huertismo y regresar al más completo apartamiento civil.
Aunque era bien sabido que García Granados había sido
ajeno a la cuartelada de 1913 y repugnado el asesinado de
Madero, el general González, convertido en vengador de Madero
y creyendo que con ello obtendría una gloria, como la de Juárez
en el caso del archiduque Maximiliano, ordenó con dureza, que
García Granados fuese llevado a consejo de guerra, a pesar de
que el acusado no había cometido delito alguno contra los
intereses o vidas de los mexicanos.
La parte acusadora, pues, no pudo presentar una sola prueba
sobre la responsabilidad de García Granados en la deslealtad de
Huerta, ni en la alteración del orden constitucional, ni el crimen
cometido en las personas de Madero y Pino Suárez. Así y todo,
el consejo de guerra le condenó a muerte; y aquel hombre que
muchos esfuerzos hiciera en sus luchas políticas, contra el autoritarismo
presidencial del general Porfirio Díaz, para establecer la
democracia en México; que durante los primeros años del siglo
XX representó a la nueva clase política selecta del país; que
llevaba sobre sus hombros la edad de sesenta y cinco años y que
por considerarse ajeno a los crímenes de 1913, no quiso
abandonar el país, fue pasado por las armas en la Escuela de
Tiro de la ciudad de México, el 8 de agosto (1915).
Todo cuanto se hizo, lo mismo por el defensor del acusado
licenciado Francisco Serralde, como por personas partidarias de
la Revolución, para evitar el fusilamiento, fue inútil. González,
tratando de mostrar el poder acérico de su pulso, se mostró
inflexible, sin que con ello ganara un gramo de prestigio en las
filas de la Revolución.
Con la ejecución de García Granados empezó una fama del
paredón de la Escuela de Tiro; porque dispuesto a establecer un
régimen de autoridad, el cuartel general del cuerpo de Ejército de Oriente estableció la pena de muerte para quienes perturbaran el orden público o burlaran los decretos del Constitucionalismo; y entre las medidas fijadas por el general González para su régimen de autoridad fue, entre las primeras, la relacionada con la garantía pública y moral que deberían tener los bilimbiques; y como estos habían venido a menos como
consecuencia de las muchas falsificaciones de que eran objeto, el
cuartel general mandó que se buscara y encarcelara a los
falsificadores, y habiéndose encontrado que el jefe de éstos era
el general Carlos Bringas, aprehendido que fue éste, quedó
condenado a muerte y fusilado en la Escuela de Tiro. Tras de
Bringas fueron ejecutados, en dos semanas, dieciocho
individuos. Unos, por falsificadores; otros, debido a que servían
de espías al zapatismo; los terceros, como ladrones.
Todo eso se prestaba fácilmente al ejercicio de las venganzas
personales; y como entre los jefes secundarios del cuartel
General no faltaban individuos que se creían con el derecho de
gozar de los privilegios que se inventan para la satisfacción de
los placeres, vino al caso hincar tal género de venganza en el
ingeniero Gustavo Navarro.
Era éste una persona oscura tanto en el orden político como
militar. Acúsesele, sin embargo, de haber servido a Huerta
fabricando municiones para el ejército huertista; y aunque el
hecho fue cierto, Navarro probó que tal fabricación la había
llevado a cabo a partir de la ocupación noramericana de Veracruz, y con fines que creyó que eran eminentemente patrióticos. Esto, sin embargo, no fue suficiente para salvarle la vida; pues llevado a un consejo de guerra, fue sentenciado a muerte, y el 20 de octubre (1915) cayó atravesado por las balas, quedando en el misterio la verdadera causa de tal fusilamiento.
Grande fue la consternación que estos hechos produjeron en
la vieja capital de la República, que tantos castigos y principalmente humillaciones sufrió a partir de la entrada del Ejército Constitucionalista en agosto de 1914; y como el general
Pablo González era persona de razón y conciencia, pronto
observó que la dureza de sus procedimientos representada en
ejecuciones, que, justificadas o no, tenían todas las características
de la venganza y hacían creer que el cuartel general procedía
de acuerdo con una supuesta imitación del juarismo y como si el
juarismo hubiese sido únicamente la aplicación de la pena de
muerte y no lo manifiesto de la altivez y dignidad de la soberanía
mexicana; como el general González, se repite, advirtió que
los fusilamientos, en lugar de darle gloria y abrirle las puertas
para lo futuro, estaban ensombreciendo su personalidad,
máxime, que así como se tenía poder para ejecutar a los
vencidos, no se poseía la fuerza para restablecer la tranquilidad
en el Distrito Federal, mandó hacer un alto en el teatro de la
venganza y sangre en que estaba convertida la Escuela de Tiro.
Muchos eran los males, sobre todo para la gente pobre, que
sembraban los individuos dedicados a falsificación y circulación
de bilimbiques, y sobre todo de los cartones impresos que
utilizaba el Constitucionalismo a manera de moneda fraccionaria; serios los estragos que producían los coyotes y espías; pero mayores los daños que hacían a la ciudad y sus habitantes los
asaltantes de casas particulares.
Estos, en efecto, asolaban la antigua capital noche a noche,
sin que bastaran los miles de soldados carrancistas acuartelados
en el Distrito Federal, para evitar que los bandoleros continuasen
asaltando y robando, de manera que la ciudad vivía en
constante zozobra y el principio de seguridad estaba perdido,
con lo cual, el crédito del Constitucionalista volvía a mermarse, y el general González, a quien se le reconocía dotes de organizador y gobernante, parecía impotente para significar su autoridad.
De esta suerte, el general González detuvo el imperio de su
brazo armado; y suspendidas las denuncias y aprehensiones y
dándose organización a un sistema de vigilancia, pudo el jefe del
Cuerpo de ejército dedicar su espíritu honorable, ordenado y
laborioso a tareas más convenientes, entre éstas, y como la
principal, aquella que lidiaba con la reconstrucción del alma
moral y del aspecto físico de la metrópoli y sus habitantes.
Aquel duro trance que tanto amargó a la ciudad de México
y que no dejó de producir desafecciones a la Revolución;
desafecciones que sólo pudieron curar a lo largo de muchos
años; aquel duro trance, se dice, caracterizado por los
fusilamientos hechos de prisa y como único recurso al que se
acude en la desesperación o impotencia del hombre, sirvió
también para que el general González, sin desistir de conquistar
la gloria, puesto que ello formaba en la vocación creadora que
inspiró a los revolucionarios, organizara una bien calculada
ofensiva contra el zapatismo, que no obstante sus numerosos
fracasos guerreros, prácticamente vivía en las goteras de la
ciudad de México, amenazando a los pueblos y barrios más
pobres del Distrito Federal, con lo cual la vida se hacía más
precaria y la gente más adversa al Constitucionalismo.
El general González, quien muy a menudo era capaz de
abrigar grandes odios, como también iba al otro extremo de un
generoso corazón, tenía en su catálogo de antipatías y
aversiones a los labriegos que formaban en las filas del general
Emiliano Zapata; y por lo mismo, empujado por la primera de
sus pasiones, se propuso llevar a cabo una campaña de exterminio
de los insurrectos que operaban hacia el sur de la capital,
con el propósito de seguir más adelante, hacia el estado de
Morelos.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo primero. Apartado 3 - Proyectos de Villa Capítulo vigésimo primero. Apartado 5 - Reconocimiento de Carranza
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