Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo primero. Apartado 4 - Venganza revolucionariaCapítulo vigésimo primero. Apartado 6 - Rendición de Villa Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO TERCERO



CAPÍTULO 21 - FIN DE LA GUERRA

RECONOCIMIENTO DE CARRANZA




Aunque el presidente de Estados Unidos Woodrow Wilson y su secretario de Estado William Jenning Bryan no ocultaron, como ya se ha dicho, su simpatía hacia los grupos revolucionarios que combatieron a las fuerzas políticas y militares de Victoriano Huerta, no por ello reconocieron en la autoridad revolucionaria la existencia de un gobierno de facto. Y esto, no por titubeos diplomáticos ni debido a compromisos secretos con alguna facción u otra potencia.

Wilson y Bryan, interpretando la situación política de México de acuerdo con sus ideas y mentalidades —aquéllas y éstas tan desemejantes en un país industrial como Estados Unidos y un pueblo rural, como México—, tenían hincada en su cabeza la creencia de que en suelo mexicano debería existir, aun dentro de la guerra civil, un gobierno de hecho y derecho constitucionales; y como los sucesos de la lucha intestina que se desarrollaba en el país no podían, debido a su propia naturaleza, acoplarse a la constitucionalidad que a los estadistas norteamericanos les parecía un problema de rutina, esa irregularidad, originada en el poder de las armas y las facciones, desazonaba el alma democrática y complicada de Wilson y Bryan.

Incapacitados éstos para medir las circunstancias y proposiciones que se operaban en un pueblo cuya geografía, natividad y desarrollo ignoraban, creían que ellos, como buenos, honorables y cumplidos adalides de la democracia de Estados Unidos, estaban en la posibilidad de enmendar, sin interferir en los negocios internos de México, los errores y males de la situación mexicana. Wilson, más que Bryan, consideraba ingenuamente que Estados Unidos, sin pretender una tutela política o económica, podía aleccionar a los mexicanos sobre la manera de conducir sabia, prudente y felizmente el gobierno de la República de México.

Al objeto, el departamento de Estado no sólo tenía agentes especiales o confidenciales cerca de los caudillos de la Revolución; no sólo se aprovechaba de todas las coyunturas para insinuar que México debería seguir las enseñanzas políticas y democráticas de Estados Unidos a manera de guiarse por un faro de luz, sino que ordenó a los cónsules norteamericanos residentes en el país, que sirviesen también de agentes confidenciales con todo lo cual, en vez de aliviar o despejar las cosas que ocurrían en suelo mexicano, el gobierno de Estados Unidos no hacía más que complicarlas, pues los jefes revolucionarios mexicanos veían en tales agentes una incipiente, pero amenazante tutela.

De aquí, una de las causas indirectas de los recelos de Carranza hacia Villa; porque siendo este subordinado de la Primera Jefatura, el departamento de Estado, faltando a la probidad internacional, nombró un agente cerca del jefe de la División del Norte, debido a lo cual, Carranza creyó que el gobierno norteamericano, con tal disposición, estaba atizando la discordia en el seno del Partido Constitucionalista, desconociendo el orden jerárquico de éste y estimulando la independencia del general Villa.

En apoyo de aquel interés notorio del departamento de Estado acerca del desarrollo de los acontecimientos revolucionarios que se registraban en México, y de los cuales sólo al pueblo mexicano le era dable calificar, puesto que dirimía sus propios intereses; en apoyo de aquel interés en los negocios domésticos del país, que mucho lesionaban el patriotismo y sobre todo el apenas nacido sentimiento de nacionalidad, vino el acrecentamiento de los servicios informativos de la prensa periódica de Estados Unidos sobre los asuntos mexicanos; y aunque tal acrecentamiento era consecuencia manifiesta de los progresos de la industria periodística en el mundo, no lo vieron así los caudillos revolucionarios de México ni fueron informativos los resultados de tal hecho; porque los corresponsales de los diarios de Estados Unidos, pero principalmente de las ciudades fronterizas norteamericanas, tomando partido en los asuntos mexicanos, servían desinteresada o interesadamente a una facción y a otra facción, avivando con ello las aversiones y malicias, lo cual daba lugar a que la Casa Blanca, tan fácil al influjo de las gacetillas o comentarios periodísticos, tuviera casi siempre perdida la brújula de lo que se relacionaba con México y los hombres de México.

Debido a los corresponsales de la prensa periódica de Estados Unidos, la figura de Francisco Villa no sólo alcanzó una singular simpatía dentro del mundo popular norteamericano, sino que el departamento de Estado le llegó a considerar como si se tratase de un héroe legendario —de los héroes legendarios que en Europa, no obstante la oscuridad de su ascendencia, habían sido raíz de famosas y fuertes monarquías. Y el general Villa, sin cuestión alguna, tenía cáscara, para el exterior de México, de tal apariencia; pues aparte del respeto y admiración que producía a los norteamericanos, daba a los periodistas que le acompañaban en sus campañas o le visitaban en los campamentos de la División del Norte, todas las libertades y seguridades, para que pudiesen hacer efectivo el ejercicio de su profesión, de manera que conquistados de esa manera, eran tales corresponsales de la prensa periódica, el vehículo para dilatar por el mundo las proezas y tolerancias de Villa.

El influjo que esas informaciones periodísticas tenían en el Gobierno de Estados Unidos era tan poderoso, como ya se ha dicho, que el secretario de Estado Bryan se hizo devoto de Villa; y como en tal inclinación se asociaba a Bryan el general Scott, el departamento de Estado se sentía seguro de que, apoyando al jefe de la División del Norte, no contrariaba a la opinión pública norteamericana; y esto, a pesar de que las noticias oficiales que enviaban a Bryan los agentes confidenciales y cónsules de Estados Unidos,eran bien adversas al villismo y en el fondo favorecían a Carranza y a los Constitucionalistas.

Como el general Villa no desconcía el valor del reconocimiento que de gobierno de facto podía dar el departamento de Estado, ya al villismo, ya al carrancismo, no por doctrina, sino para ganar tal reconocimiento, Villa hacía exactamente lo contrario de lo que llevaba a cabo Carranza. Así, luego de establecer en la capital del estado de Chihuahua un gobierno al que llamó nacional, mandó, en contraposición a lo que llevaba a cabo el general Obregón en la ciudad de México, que fuese proclamado el mayor respeto y libertad para los ministros de todos los cultos religiosos. Después, en tanto que el Primer Jefe acusaba a los contrarrevolucionarios de estar conspirando en el extranjero contra los intereses de México y la Revolución, el villismo hizo pública su creencia de que todos los mexicanos, dejando a su parte los partidos, constituían una sola e indivisible familia.

La tarea publicitaria del villismo producía, pues, un impacto en el alma del pueblo norteamericano, cohibía a Wilson para determinarse a reconocer una de las facciones mexicanas y principalmente la carrancista por la cual sentía simpatía personal a pesar de la opinión de Bryan; pues consideraba que Carranza, no obstante notoria repugnancia de éste hacia Estados Unidos, representaba la constitucionalidad de México; y la constitucionalidad de una nación era el meollo de la democracia, de las libertades públicas y del progreso. Wilson, como se ha dicho, era el adalid del Constitucionalismo norteamericano, que en aquellos días representaba la pauta de un Constitucionalismo universal.

Tanta fuerza tenía el general Villa en Estados Unidos hasta los primeros días de 1915, que habiendo impuesto (2 febrero) nuevos gravámenes a las compañías mineras norteamericanas en los estados de Durango, Coahuila y Chihuahua, el hecho, en lugar de provocar disgusto en Estados Unidos, sirvió para que los traficantes de armas que operaban en Texas, Arizona y California ofrecieran al agente villista en El Paso Enrique C. Llórente, un crédito de material de guerra hasta por cinco millones de pesos oro, descontable de los aumentos decretados a la minería, en tanto que un decreto (20 febrero, 1915) del Primer Jefe acrecentando las contribuciones nacionales a las empresas petroleras de Tamaulipas y Veracruz, fue causa de las protestas del departamento de Estado, que vio en el acuerdo de Carranza una forma de atacar a los intereses norteamericanos establecidos en las zonas del mando carrancista.

Con todo esto, la Casa Blanca advertía preocupadamente cómo se acercaba la hora del encuentro armado de las fuerzas de Carranza y Villa, considerando los problemas que la nueva guerra mexicana iba a provocar no sólo en México, sino también en Estados Unidos.

Mayor era la preocupación del gobierno de Estados Unidos, debido a que, contra lo que opinaba el presidente Wilson, todo parecía indicar que el triunfo de armas correspondería al villismo, ya que Carranza —y esto lo afirmaban los agentes norteamericanos— se creía un soldado con la capacidad guerrera de Villa; y tan cierto parecía estar el gobierno de Wáshington acerca de la pobreza de caudillos dentro del carrancismo, que Bryan no dejaba de hostilizar, a Carranza, al grado de que quiso hacer objeto de una disputa ridicula con el Primer Jefe, el hecho de que en la ciudad de México existiera hambre e inseguridad, como si tal asunto atañase a un gobierno extranjero.

Por su parte, muy desdeñoso era el Primer Jefe hacia esas manifestaciones de intrusión extranjera que movía el secretario de Estado, no tanto a manera de una política de Estados Unidos llevada a cabo con el fin de manejar las riendas de México, cuanto debido a las idealizaciones democráticas a cuyos brazos estaba entregado, en medio de muchos ensueños, el ministro Bryan.

Sin embargo, las formas desdeñosas con que operaba Carranza, para contrariar aquella política del departamento de Estado, en la cual no había mala fe, antes bien, una señalada ingenuidad infantil, sólo hacían que Bryan y sus consejeros se inclinasen más y más en favor de Villa y del villismo, en quien veían no tanto la ductibilidad de un apátrida, sino el deseo generoso de un caudillo para prestarse:, al entendimiento entre dos pueblos.

No pasarían muchos días, sin que el error de cálculo, que muy a menudo cometen los gobiernos cuando olvidan la incógnita de las ecuaciones en la guerra o en la política, quedase a la vista de Estados Unidos y de la Casa Blanca, pero principalmente del departamento de Estado.

Y, al efecto, registrados los combates de Celaya y llevado a cabo el retroceso del villismo, el gobierno de Estados Unidos se convenció de que Villa tenía un poderoso rival; que éste era el general Obregón, y que con tal rival del jefe de la División del Norte, el Constitucionalismo estaba en el camino del triunfo.

La Casa Blanca cuidaba con mucho celo su prestigio en los pueblos americanos de habla lusoespañola, por lo cual su política relacionada con México estaba apegada a sus más perfectos derechos e intereses domésticos; también a sus idealizaciones, aunque éstas, como es natural, estuvieran fuera del cauce de las realidades o de los conocimientos que son de exigirse para el mejor entendimiento entre los pueblos. No podía exigirse; pues, que un gobierno extranjero, con aspiraciones a hacer de su país una potencia mundial y un guía democrático, siguiera un curso de atenciones y resoluciones para el bien de México o de los partidos mexicanos que estaban en pugna.

Si Wilson septía el deseo de que México volviese a la paz, no era por espíritu de bondad o de intervencionismo. Esto se debía a que, en el caso de hacerse un México pacífico bajo la inspiración democrática de Estados Unidos, la hegemonía norteamericana en el Continente tendría que quedar asegurada, y con lo mismo, acrecentado el poderío de una Democracia Universal, hacia lo cual se dirigían todas las miras de los gobernantes y pueblo norteamericanos.

La claridad de tales designios, ajenos a la amenaza y al dolo, eran explicables para una nación que sabía y consideraba su embarnecimiento -embarnecimiento producido no por el saber o laboriosidad de su gente, sino por la suerte de poseer incontables riquezas físicas de su suelo— y que por lo mismo quería adelantar su futuro a manera de justa y necesaria previsión de las cosas. Y tales designios, en efecto, originaron la nota conciliatoria de agosto (1915), formada por los plenipotenciarios del Norte y Sudamérica, y a la cual Carranza no dio una pronta contestación esperando que el tiempo transcurriera, mientras las fuerzas constitucionalistas continuaban avanzando hacia el cuartel general de Villa en Chihuahua, de manera que dominado el reducto villista, el reconocimiento de su gobierno por Estados Unidos no se debiera a un privilegio ni dependiera de un compromiso, sino que fuese la precisa verificación de que en México no existía otro Gobierno que el presidido por el propio Carranza. Esta decisión de Carranza, tan llana como patriótica, evitaría que en el discurso de los años se pudiese atribuir el triunfo del carrancismo a la mano protectora o bienhechora de la Casa Blanca. La Revolución, gracias al preclaro entendimiento de Carranza, no requirió acudir a la hipoteca diplomática para alcanzar el nivel del trato de Estado a Estado.

Además, después de dos años y medio de guerra política, y victorioso el Ejército Constitucionalista, sin haber éste contraído la menor deuda económica en el extranjero, ya que todas las armas y municiones, aunque procedentes de Estados Unidos, habían sido pagadas con el dinero de la economía mexicana. Carranza quiso sentar el precedente continental, de que los reconocimientos a los gobiernos nacionales deberían ser incondicionales, ya que sólo de esa manera se establecía la plenitud de la independencia y soberanía de las naciones.

No quedaban excluidas de tal resolución del Primer Jefe, las agencias diplomáticas, siempre aparejadas a los asuntos políticos. Mas el principio de la incondicionalidad en el reconocimiento constituyó una doctrina invariable de Carranza; y fue así como incondicionalmente y convencidos de que la autoridad del Partido Constitucionalista en México era incontestable, el Gobierno de Estados Unidos reconoció tal autoridad como gobierno de facto.

La noticia del acontecimiento la recibió el Primer Jefe hallándose en Torreón acompañado del general Obregón y de otros caudillos de la Guerra Civil, con tan señalado desabrimiento, que el presidente Wilson, al conocer tal hecho, lo calificó de sospechosa descortesía, y ordenó que el departamento de Estado retuviese el nombramiento que de embajador de Estados Unidos en México había otorgado a Henry P. Fletcher.

No fue aquella actitud de ánimo aparentemente desazonada de Carranza una cosa premeditada. Lastimado con la política incierta del departamento de Estado, que puso en duda la personalidad y autoridad de la Primera Jefatura y que fue causa de la prolongación de la guerra civil mexicana, por una parte; por otra parte, duro de genio, ajeno a los tratos diplomáticos y creyéndose merecedor del reconocimiento desde los días anteriores a la lucha contra Villa, puesto que derrotado Huerta sólo existía el gobierno de la Revolución, Carranza no creyó conveniente ninguna blandura exterior. Además, como el Primer Jefe subestimaba la fuerza política, militar y económica de Estados Unidos, daba por cierto, después de un año de guerra en Europa, que las Potencias Centrales obtendrían la victoria, y con esto, sobrevendría un gran menoscabo en la jerarquía mundial ambicionada por la Casa Blanca.

Carranza, desdeñando casi públicamente a Estados Unidos y al presidente Wilson; y el Gobierno norteamericano manteniendo ridiculas aprensiones, hicieron que el reconocimiento otorgado a Carranza como jefe de un Gobierno de facto, quedara oscilando en los primeros días que siguieron al suceso; mas convencido al fin el departamento de Estado cuán impropia y ajena a los cánones del derecho era la situación, halló un camino más adecuado para el arreglo de aquel intermedio, y decretó el embargo de armas destinado a las facciones anticarrancistas.

El decreto, en la realidad, fue dirigido contra los planes de Villa y de los contrarrevolucionarios, que insistían en preparar huestes y armamentos en territorio norteamericano a fin de continuar la guerra contra el Constitucionalismo; ahora que la fuerza guerrera del Constitucionalismo ascendía numéricamente a ciento veinte rnil hombres, y el poder político de Carranza se extendía a las cuatro quintas partes de la República, lo cual era suficiente para seguir encaminando al país hacia la paz.

Así, todo se presentaba cada día más favorable a Carranza y al Partido Constitucionalista, pues además de las resoluciones de Estados Unidos llegaron, incondicionalmente, el reconocimiento de España, Inglaterra y seis países centro y sudamericanos.

Muy torpe, pues, era todo proyecto movido al objeto de prolongar la guerra civil en México o de provocar otra más. El sólo hecho de estar asegurado que los abastecimientos bélicos, procedentes de las fábricas norteamericanos, no llegarían más a las facciones armadas que operaban, aunque en pequeños grupos, dentro del país, constituyó una esperanza de que México se salvaría del azote de nuevas luchas intestinas.
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