Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo primero. Apartado 5 - Reconocimiento de CarranzaCapítulo vigésimo primero. Apartado 7 - Segunda contrarrevolución Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO TERCERO



CAPÍTULO 21 - FIN DE LA GUERRA

RENDICIÓN DE VILLA




En Casas Grandes, preparándose para la expedición al estado de Sonora, a donde creía recuperar los laureles perdidos en el centro de la República, el general Francisco Villa, todavía aureolado por la fama, logró reunir catorce mil hombres, cuarenta piezas de artillería, veinte ametralladoras y cinco mil caballos y mulas, setenta carros, cinco millones de cartuchos y cuatro mil granadas. Además, se aprovisionó de víveres —incluyendo quinientas reses— para quince días de marcha, de manera que a la columna expedicionaria no le faltasen recursos para llegar al nuevo frente de batalla.

Para juntar aquellos soldados, comprar los pertrechos de guerra, adquirir carros y comestibles, el general Villa mandó vaciar las arcas de la tesorería del estado y de todos los pueblos y minerales de Chihuahua que estuvieron a su alcance. Ordenó asimismo la venta de las propiedades que estaban confiscadas e impuso un préstamo forzoso a las empresas mineras y ganaderas, y en seguida mandó que sus agentes comprasen todo el material bélico que tuviesen a su alcance, pagando sin regateos los precios que exigiesen los vendedores.

Dispuestas así las cosas, ordenó asimismo que el general José Rodríguez tomara el mando de la vanguardia expedicionaria a Sonora, llevando mil quinientos hombres de caballería y que iniciara su marcha el 16 de septiembre; que el general Rodolfo Fierros permaneciera en Casas Grandes con setecientos jinetes, cuidando la retaguardia de la columna de operaciones hasta el 1° de octubre, y que el grueso de la división que el propio Villa llevaría a su mando, se pusiera en el camino del Cañón del Púlpito a las primeras horas del 18 de septiembre.

La primera parte de la orden dada por Villa, fue cumplida al pie de la letra; pues la vanguardia de Rodríguez salió de Casas Grandes a la madrugada del día señalado. No aconteció lo mismo con el movimiento del grueso de la columna; pues el general Rodríguez, cuando apenas llevaba un día de viaje, se apresuró a comunicar a Villa que poco más de doscientos de sus jinetes se le habían desertado. Además, el propio Villa sintió los efectos de la deserción entre la gente que quedó acuartelada en Casas Grandes, de manera que irritado y desconfiado, dio órdenes para que su marcha, que debería empezar el día 18, quedase suspendida.

Por otra parte, la movilización de la artillería no pudo llevarse a cabo conforme a los deseos del general en jefe, ya que pronto se advirtió la falta de acémilas, máxime que los arrieros contratados para la conducción de las recuas, desaparecieron casi misteriosamente de Casas Grandes. Por último, los agentes de armas en El Paso, paralizaron los suministros contratados.

Mas sin desistir de su empresa, Villa pudo, al cabo de diez días, vencer los obstáculos que se le presentaron, y el 28 de septiembre se puso en camino al Cañón del Púlpito —el amenazante paso entre las montañas, que era necesario vencer para llegar al encuentro del enemigo, que le esperaba en Sonora.

Pero no sólo el Cañón del Púlpito significaba amenaza para el ejército de Villa. El presagio del peligro para los villistas empezó desde el arranque del camino de Casas Grandes.

Veinte días de marcha, durante los cuales cada paso podía ser anticipo de muerte o la muerte misma, se dilataban frente a la columna de aquel gigante conmovedor que era Francisco Villa, y quien parecía empujado por el destino hacia el ocaso de su relampagueante carrera de soldado.

Los primeros cincuenta kilómetros de camino, sin embargo, transcurrieron sin dificultad alguna, aunque la marcha fue muy lenta. Encontrábanse agua y pasturas suficientes. La temperatura otoñal no podía ser más favorable. La canícula, los vientos del ardimiento y las brasas del suelo desnudo habían llegado a su fin; pero a su fin también hubo de llegar el medio centenar de suaves kilómetros; porque ahora, el camino presentaba otro aspecto. Decíase, sin embargo, que salvados treinta kilómetros más, el paisaje volvería ser más o menos placentero.

Villa marchaba con todo género de precauciones, mandando jornadas cortas; pues sabía lo que en la guerra era el cansancio de la tropa, y trataba de evitarlo. No lo podría lograr a pesar de sus conocimientos y propósitos; porque quedando atrás el camino llano y recto, ahora empezaba otro ondulante, quebrado y ascendente; y es que el ejército escalaba las primeras estribaciones de la Sierra Madre Occidental. Así, la marcha, aparentemente golosa en un principio, se demoraba más y más en virtud del terreno que pisaba.

A diez jornadas del punto de partida, y al igual los jóvenes soldados que los veteranos, no ocultaban la fatiga. Las bestias de carga caían bajo el peso de lo que llevaban sobre el lomo. Las reses iban quedando regadas en el camino, sin que nadie pusiera atención en tal pérdida que parecía anunciar la desgracia del ejército. Las caballerías, que al comienzo de la marcha se adelantaban gallardamente, ahora eran la rémora; también la confusión, porque la gente del general Rodríguez, quien llevaba varias jornadas adelante del grueso de la columna, se iba dispersando o quedando rezagada, y esto no tanto para huir, sino para pedir el auxilio de la infantería o de los carros que conducían la impedimenta.

Cuando los villistas llegaron a la entrada del Cañón del Púlpito habían perdido ya una cuarta parte de su número; y el infortunio era mayor conforme la columna penetraba al Cañón; pues todo le era adverso.

El camino sobre roca, flanqueado por paredes graníticas hasta de doscientos metros de altura, no tenía más de dos de anchura, con lo cual los soldados sólo podían avanzar en delgado cordón. Las piezas de artillería iban dando tumbos; a veces se requería el esfuerzo humano para hacerlas saltar sobre el suelo rocoso o para evitar que rodasen a los precipicios que surgían tras de cada curva a lo largo de todas las rectas. Los carros de los abastecimientos habían quedado hasta el fondo de la columna, y no pocos yacían destrozados, de manera que los soldados, después de caminar dos o tres horas hacia adelante, se veían obligados a desandar el camino a fin de ir en busca de los víveres que quedaban a la retaguardia; y aquí, al llegar las horas de los repartos, los hombres tenían que pelear un pedazo de tasajo, o un poco de pinole, o un cántaro de agua.

De las quinientas reses incluidas en la expedición, al duodécimo día sólo restaban dos docenas; y cuando éstas se acabaron, ya por inanición, ya debido a la mano de los soldados, fue necesario matar caballos y mulas; y como consecuencia de la falta de acémilas, los carros fueron abandonados, entorpeciendo el paso de jinetes y cañones y provocando un verdadero caos en trayectos menores de dos kilómetros.

Frente a aquel desastre, los lugartenientes de Villa prefirieron emprender marchas agotantes, para llegar a la vanguardia y evitar ver el infeliz espectáculo que ofrecían los restos del villismo.

A la salida del Cañón del Púlpito, el general Villa advirtió que una tercera parte de su columna estaba totalmente perdida o cuando menos inutilizada para la guerra. Esto no obstante, el gigante todavía fue capaz de conmover a sus soldados; pues sin exigírselos, aún eran varios miles quienes le seguían con la seguridad de que aquellos obstáculos serían vencidos, para luego reabrir el porvenir al villismo. Villa mismo tenía informes de que, traspuesto el Cañón, se presentaría a la vista de su ejército un camino menos inhóspito.

No fue así. Ahora, la columna expedicionaria estaba frente a una segunda brecha roqueña que se dilataba formando interminables zigzags sobre la majestad de la Sierra Madre, y ofreciendo uno y mil despeñaderos a derecha e izquierda.

La majestad de la Sierra, como la describe uno de los cronistas de la expedición, no se debía tanto a la interminable cadena de montañas, cuanto a la aridez de las mismas; y esto, no sólo sobrecogía el espíritu, sino que anunciaba que en muchos y muchos kilómetros los villistas no hallarían agua, ni pan, ni techo. Así, la marcha de aquellos siete u ocho mil hombres del ejército de Villa, parecía una locura.

Los pocos salvados del Púlpito y de las agudeces de aquel suelo del camino de herradura, avanzaban a vuelta de rueda. Cañones, caballos y hombres se disputaban el derecho del paso; y es que con tales disputas no se pretendía llegar pronto al final de la jornada. Lo que se quería era ganar ventaja para obtener agua o alimentos.

A veces, la lucha por el paso ocasionaba que soldados y animales cayesen a los precipicios; mas esto a nadie causaba pena. La pena era no poder saciar la sed. El propio general Villa, aunque aparentemente imperturbable, hubo de descender de su cabalgadura, entrar a una cueva, empapar su pañuelo con el agua podrida de un charco, para luego humedecer sus labios.

No pocos de los soldados habrían vuelto la espalda a su capitán, de tener la posibilidad de llegar a algún hospitalario punto cercano. Pero el mundo del pan se hallaba tan lejos, que no era posible retroceder. La única esperanza estaba en alcanzar el final de la jornada o bien de encontrar un aguaje; quizás el consuelo de la sombra de un árbol; porque de un día a otro día asomaba el mismo paisaje árido y agreste, quebrado y huraño, y siempre ajeno a la vida humana.

La marcha, pues, iba lacerando más y más el alma de los villistas. Ya no había quien diera órdenes, ni quien llevara cuenta de las bajas, ni quien se preocupara por la impedimenta. Era aquella una verdadera marcha fúnebre; aunque no por ello dejaba de ser heroica, puesto que nadie, cuando menos a viva voz, hacía reproche alguno. Los villistas no pertenecían a la sociedad de las quejas ni de los arrepentimientos. Los principales capitanes continuaban impertérritos al lado del general en jefe.

Cuando un oficial del estado mayor informó al general Villa que se habían perdido diecisiete piezas de artillería en el fondo de los despeñaderos, el general, sin hacer comentarios, sólo se acercó al borde del precipicio, como si su deseo hubiese sido admirar la obra magna de la naturaleza inmadura o exterminada por los siglos. En cambio, cuando se le comunicó que un centenar o más de soldados había descendido, en la desesperación que provoca la sed, al fondo de las quiebras, en busca de agua, él mismo siguió a tal gente, aunque para regresar a la brecha sin el preciado líquido, y en fatiga inoculta.

En medio de tan infortunados días. Villa recibe aviso de que la punta de vanguardia ha traspuesto la sierra y entrado a Cuchivirachi, en suelo sonorense; y como consecuencia de tal aviso, el general en jefe manda que se apresure la marcha. La sola idea de poder dar descanso a su tropa, le entusiasma; y, en efecto, tan pronto como entra al poblado, ordena un alto de setenta y dos horas; también un recuento de su gente.

Los resultados de éste, no fueron nada halagüeños. Villa perdió dos mil ochocientos cincuenta hombres. Perdió asimismo el ochenta por ciento del material de guerra. Perdió veintisiete cañones y todos los carros que conducían el vestuario, los botiquines médicos, los abastecimientos de boca. Perdió veintiocho jefes y oficiales de la antigua División del Norte. Perdió, en fin, una tercera parte de sus caballos. La montaña terrible, que cubre con su pesadez y rocosidad una gran parte del territorio nacional restó más fuerzas a Villa, que el propio Villa calculó perder al salir de Casas Grandes.

Mas eso no era todo; tampoco lo peor. Un hombre de las empresas del general Villa, habría reparado los desastres del camino. Lo peor estaba en las noticias que los agentes villistas procedentes de Douglas, le traían; en las noticias que le llegaban gracias a un correo de la retaguardia.

Estas últimas eran las que consternaron al guerrero; pues le hacían saber que el general Rodolfo Fierros había muerto; y muerto, no en acción de guerra, sino tragado por la tierra. Y, en efecto, tratando de cruzar intrépidamente los pantanos de Casas Grandes, el general Fierros quedó sepultado por el lodo (15 de octubre), dentro del cual se fue hundiendo poco a poco sin que nadie le pudiese dar auxilio.

Villa sintió fuertemente el golpe del comunicado. Tenía gran admiración por su lugarteniente; pues si Fierros era muy sanguinario, ya que gustaba disponer de la vida humana a su capricho y voluntad, y era irreflexivo e irresponsable, también había pertenecido a la clase de hombres que se dejan matar por sus jefes.

Era Fierros originario del estado de Sinaloa; y prestaba servicios como garrotero en el Ferrocarril Sud Pacífico, cuando Francisco I. Madero llegó a Navojoa durante su gran excursión de propaganda antirreeleccionista a lo largo de la costa noroccidental de México; y allí, en Navojoa, Fierros se inscribió como miembro del club antiporfirista, acudiendo al llamado del Plan de San Luis a los primeros días de diciembre (1910).

Levantado en armas al frente de un pequeño grupo de mineros. Fierros se unió a las fuerzas de José de la Luz Blanco, habiendo tomado parte en el asalto a Ciudad Juárez que dio fin a la Primera Guerra Civil. Después, volvió a sus tareas de ferrocarrilero hasta febrero de 1913, cuando nuevamente se puso sobre las armas, y marchando a Chihuahua por segunda vez, fue de los primeros en unirse a Villa, a cuyo lado hizo carrera y fama; pero sobre todo fama por lo poco que preció la vida de sus semejantes, de manera que mancharse las manos con sangre llegó a ser uno de sus goces.

No sería, como queda dicho, la noticia sobre la muerte de Fierros, la única que sacudiría al general Villa en el campamento de Cuchivirachi.

Dos noticias más le esperaban. Una, que le ponía en aviso de que el general Manuel M. Diéguez, al frente de quince mil hombres, le esperaba en Sonora. Otra, procedente de Douglas (Arizona), y que confirmaba la prensa periódica de Estados Unidos, sobre el reconocimiento otorgado por la Casa Blanca a la autoridad de Venustiano Carranza como gobierno de facto.

Villa, lanzando imprecaciones a Carranza y Wilson, no podía dar crédito a esta última noticia. ¿A dónde estaban sus amigos del departamento de Estado en quienes siempre confiara? ¿Qué había sucedido a su preciado amigo el general Scott? ¿Qué responsabilidad tenían en ese capítulo sus agentes en Wáshington? ¿Era posible el reconocimiento a Carranza, cuando éste no ocultaba su desafecto hacia Estados Unidos?

Todavía se hallaba en dudas el general Villa acerca de la veracidad de tal acontecimiento, cuando llegó a su campamento un grupo de periodistas norteamericanos. Estos sólo tenían el propósito de interrogar al jefe de la División del Norte, precisamente sobre la resolución de la Casa Blanca, máxime que en Estados Unidos no dejaba de admirarse la proeza realizada por Villa de cruzar la Sierra Madre Occidental al frente de su ejército.

Convencido, pues, de que el reconocimiento otorgado por Estados Unidos al gobierno de Carranza era un hecho, Villa, dirigiéndose a los periodistas norteamericanos, advirtió que lejos de retroceder en sus proyectos guerreros, continuaría la lucha armada con mayores ímpetus a fin de vencer al carrancismo y también, de ser necesario, al gobierno de Estados Unidos.

La lucha de Villa con las fuerzas del Constitucionalismo, sin embargo, sería ahora muy desigual. El pequeño ejército villista estaba en medio de un desierto, sin recursos, sin moral. Sólo tenía un capitán; un capitán que iba a pelear por decoro y vergüenza, desestimando el mal que hacía a su patria prolongando una guerra inútil, y el mal que sembraba entre sus soldados conduciéndoles al sacrificio de sus vidas.

Y desigual sería aquella lucha, porque frente al estropeado ejército de Villa estaban reunidos en Sonora diecisiete mil hombres bajo las órdenes del general Diéguez.

Este, enseguida de hacerse cargo de la situación militar en suelo sonorense, ordenó que la columna expedicionaria de Sinaloa que se hallaba en Navojoa, se movilizara a Empalme, mientras que en Guaymas —plaza evacuada por el general villista José María Leyva— desembarcaban seis mil quinientos soldados, treinta y cinco cañones, y abastecimientos de guerra y de boca para una campaña de sesenta días.

Por otra parte, el villismo sonorense sufría otras mermas; porque el general Leyva, quien tenía órdenes de retirarse a Nogales, optó por rendirse a las fuerzas carrancistas que avanzaban del norte de Sinaloa; y de los dos mil hombres reunidos por los maytorenistas para apretar más el sitio de Agua Prieta, el reducto carrancista más septentrional que defendía el general Plutarco Elias Calles, una tercera parte desertó, pasando con sus armas y municiones a territorio de Estados Unidos.

También de la gente del general Juan Cabral, que se disponía a reforzar las reservas del villismo, un numeroso grupo capitaneado por el teniente coronel Lázaro Cárdenas se unió al Constitucionalismo, mientras que cuatrocientos aguerridos mayas, que siempre habían sido muy leales al gobernador Maytorena, abandonando sus armas pidieron asilo a las autoridades norteamericanas.

Así, a las horas en las cuales el general Villa en Cuchivirachi se disponía a iniciar el avance hacia Agua Prieta, sólo quedaban en suelo sonorense mil quinientos yaquis a las órdenes del general maytorenista Francisco Urbalejo. Villa, pues, no hallaría el apoyo guerrero que esperaba tener en el estado de Sonora.

Un recuento de las fuerzas carrancistas hecho el 28 de octubre (1915), hizo saber que en Guaymas estaban acuartelados cinco mil quinientos soldados; que dos mil avanzaban lentamente a lo largo del camino de hierro a Hermosillo; que el general Calles tenía en Agua Prieta mil quinientos soldados; que el general Angel Flores se adelantaba a Empalme con tres mil quinientos hombres; que al mando del general Enrique Estrada, procedentes de Sinaloa, marchaban tres mil quinientos jinetes y que estaban prontos a desembarcar en Guaymas otros dos mil.

El poder que representaba en Sonora el Ejército Constitucionalista no fue desconocido por el general Villa. Así y todo, éste, ya comprometido, y sabiendo que no le era posible retroceder, dispuso el avance de sus tropas hacia Agua Prieta.

Aquí, a pesar del corto número de combatientes, el general Elias Calles tenía una verdadera fortaleza; pues en un frente de dos y medio kilómetros mandó cavar trincheras y fosos para reservas de municiones y alimentos, así como para las comunicaciones. Después tendió, para la protección de la plaza, ocho mil metros de alambres de púas, sembró dos centenares de bombas de dinamita e hizo una serie de nidos para emplazar dieciocho ametralladoras.

Por las noches, tres grandes reflectores iluminaba el campo frente a Agua Prieta por donde se podía presentar y atacar el enemigo; y como a las espaldas de la plaza estaba la línea divisoria con Estados Unidos, a través de ésta Calles podía abastecerse, sin limitaciones, tanto de víveres como de municiones.

Además de todos esos dispositivos de defensa, el general Calles mantenía un activo y eficaz servicio de vigilancia y espionaje, de manera que estaba al corriente de las condiciones y proyectos de las fuerzas villistas, y advertido de todo, el comandante de Agua Prieta podía dictar las disposiciones más certeras, al mismo tiempo de tener informado al Primer Jefe de la situación en que se hallaba para resistir el ataque del villismo.

El general Villa, sin alterar el primer plan de campaña trazado en los días anteriores a su salida de Casas Grandes, a pesar de que no ignoraba sus escaseces ni las adversas condiciones que se presentaban a su vista, ordenó que el avance de su columna expedicionaria se iniciara a la mañana del día 27 (octubre). Para esto, el día anterior habían llegado a Cuchivirachi veinte carros con impedimenta, de los tantos que quedaron abandonados en el Púlpito, así como nueve piezas de artillería, con las cuales, entre servibles e inservibles, llegó a contar a la tarde del 26, treinta y una bocas de fuego; ahora que este número, comunicado en la orden del día, no concuerda con las piezas movilizadas desde Casas Grandes ni con los partes de las pérdidas registradas durante el trayecto de Chihuahua a Sonora.

Villa, al iniciar la marcha sobre Agua Prieta, aparentemente fiaba en el triunfo. Estaba sin embargo, embargado por las preocupaciones. Una de éstas era que el general Rodríguez no llegaba a tiempo para tomar la vanguardia de la columna y concurrir al combate. Rodríguez, en efecto, después de marchar al frente del ejército villista en la travesía del Púlpito, había sido mandado por Villa a proteger la retaguardia de la columna expedicionaria, puesto que las fuerzas del general Fierros, a la muerte de éste, se habían dispersado, y desde la hora de partir a cumplir la misión. Rodríguez no informaba de su paradero.

En la realidad, el único índice para que Villa pudiese tener confianza en su triunfo al atacar a los carrancistas, era que creía que el general Calles no fuese capaz de ofrecer resistencia en Agua Prieta. De Calles se había expresado despectivamente conversando con los periodistas norteamericanos. No consideraba al defensor de Agua Prieta con cualidades militares y tenía la creencia de que Calles, a la vista del ejército villista, abandonaría la plaza, para buscar asilo en Estados Unidos. Y en este entendido muy personal y ajeno a la realidad, las avanzadas villistas, primero; el propio general Villa, después, tuvieron a la vista la plaza de Agua Prieta hacia las primeras horas de la tarde del 31 de octubre.

Con un plano de la región a la mano, pero sin tener noticias precisas sobre las condiciones y posiciones del enemigo. Villa, sin pérdida de tiempo, puesto que no desconocía el pesimista estado de ánimo de sus soldados, mandó que desde luego fuese emplazada la artillería.

Los movimientos para cumplir las órdenes del general en jefe, se llevaron a cabo lentamente; pues muchos de los cañones estaban averiados; otros no tenían dotaciones completas. Estaba asimismo incompleto el cuadro de artilleros. Poseía Villa, en cambio, gracias a la llegada de los carros salvados del desastroso paso del Púlpito, granadas suficientes para hacer añicos a Agua Prieta.

De acuerdo con los planes del atacante, el fuego de la artillería debió romperse a la madrugada del 1° de noviembre (1915). Mas no fue así. La confusión y el cansancio se había apoderado de los villistas, de manera que a un error se seguía otro error, y faltaba un mando supremo para el arma de artillería, al grado de que a la mañana de ese mismo día se presentó el propio Villa tratando de coordinar la acción de las baterías, lo cual sólo se logró hasta cerca del mediodía, hora en la cual se rompió el fuego hasta poner dos mil granadas en el aire.

Esto no obstante, la plaza permanecía impávida. El cañoneo incesante no parecía causar daño alguna en los puntos de defensa. Las armas carrancistas permanecían silenciosas, mientras que Villa mandaba acrecentar los fuegos de sus baterías. Mas esto sin resultados positivos.

Durante la mayor parte de las horas del 2, no fueron desarrolladas otras actividades militares que el cañoneo villista, pero a la noche de ese mismo día,el general Villa dispuso el orden del ataque a la plaza que debería empezar a la primera luz del siguiente.

Conforme a las órdenes del jefe de la División del Norte, dos columnas de infantería avanzarían sobre la izquierda y derecha de Agua Prieta, mientras que la caballería debería permanecer al centro, fuera del alcance de la plaza, en espera de nuevas órdenes. Dispuestas estaban, pues, las tropas villistas para entrar en acción, cuando al alba del 3 de noviembre, los oficiales del estado mayor de Villa comunicaban velozmente una nueva orden: la artillería debería ser movilizada con prontitud de sus emplazamientos, para retroceder hacia el sur de Agua Prieta. Los carros de abastecimientos estarían ya para esa hora marchando en la misma dirección. Las dos columnas de infantería listas al ataque, sin perder el orden, se replegarían poco a poco, protegiendo la artillería.

El general Villa, al dictar tales órdenes, no había dado explicación alguna a sus lugartenientes, quienes ya ocupaban los puestos de mando, para al ataque; y el propio Villa había estado personalmente en el frente, observando los movimientos de sus tropas.

Ahora bien: cerca de la media noche del día 2, el general Villa recibió un informe de sus agentes en Estados Unidos comunicándole que el gobierno de la Casa Blanca había permitido el paso por territorio norteamericano de cinco mil soldados carrancistas, así como de varios trenes de artillería y municiones, y que tanto los hombres como el material de guerra entraban esa misma noche a Agua Prieta a fin de reforzar la guarnición comandada por el general Elias Calles. El paso de tropas mexicanas por suelo de Estados Unidos equivalía al reconocimiento de la vigencia del trato mexiconorteamericano sobre la materia firmado durante las aparatosas persecuciones a los llamados indios salvajes, quienes no obstante la pureza de su origen mexicano, fueron combatidos simultáneamente por fuerzas de México y Estados Unidos, durante el último tercio del siglo XIX. La noticia del refuerzo carrancista llegado a Agua Prieta, hizo considerar a Villa la inutilidad del ataque a la plaza, puesto que ésta se hallaba, después del auxilio de los cinco mil soldados, en condiciones de seguir recibiendo auxilios procedentes de Ciudad Juárez o de cualesquiera otras ciudades fronterizas. Además, para la mentalidad de Villa, el acontecimiento, más que el meramente vulgar de una movilización oportuna de soldados, significaba que el villismo no tenía que combatir tanto con el Ejército Constitucionalista, cuanto con el poder de Estados Unidos. No entendía Villa de otra manera aquel paso de tropas mexicanas a través de suelo extranjero.

Llevado, pues, por una idea que él creyó altamente patriótica, al grado de hacerse el cálculo de que era llegada la hora en que los generales del Constitucionalismo abandonaran a Carranza acusándole de traición por haber convenido con el gobierno de Wáshington el paso de fuerzas armadas por suelo norteamericano; llevado, se dice, de tal idea patriótica. Villa, por de pronto, sólo consideró la obligación de retirarse de Agua Prieta y marchar violentamente al frente de sus soldados hacia Hermosillo, con la esperanza de triunfar, para en seguida dirigirse a los generales carrancistas pidiéndoles reunirse con él, para combatir el supuesto enemigo común: Estados Unidos.

En Hermosillo esperaban al general Villa siete mil ochocientos soldados a las órdenes del general Manuel M. Diéguez; otros tantos se movilizaban calladamente con el propósito de copar a las fuerzas villistas; ahora que la gente de Diéguez se sentía temerosa al solo oir el nombre de Villa: tal era el poder que el guerrero norteño había alcanzado con sus hazañas; poder que conservaba a pesar de sus derrotas en el centro del país.

Así, al tener noticias de que Villa había desistido de su ataque a Agua Prieta y que inesperadamente cambiaba sus planes y se ponía en camino hacia Hermosillo, el general Diéguez ordenó al general Angel Flores, jefe defensor de la plaza, que procediera a reunir sus soldados, para que al sentirse la cercanía de los villistas, evacuaran la plaza y se retiraran a Empalme o Guaymas.

Pareció a Flores que la orden de Diéguez era ofensiva al nombre y valor de los soldados sinaloenses que estaban bajo sus órdenes; a lo cual Diéguez argüyó que, en situación semejante, el general Obregón había mandado el retroceso de sus tropas; que por otro lado, era preferible esperar la llegada de la caballería del general Enrique Estrada, quien a marchas forzadas avanzaba desde el estado de Sinaloa; que también consideraba conveniente aguardar el desembarco en Guaymas de un mayor número de soldados carrancistas, así como de más material bélico. Por todo esto, y teniendo informes de que Villa había recibido el refuerzo de los jinetes del general José Rodríguez y de la brigada Fierros Diéguez dijo no estar dispuesto a poner en peligro sus fuerzas en un primer encuentro con el villismo.

Flores no admitió los argumentos del general Diéguez, a quien reiteró que los soldados sinaloenses, quienes mucha experiencia habían cobrado tras de las trincheras de Navojoa, estaban deseosos de medir sus armas con los veteranos del villismo, y que por lo mismo, una retirada de sus tropas equivaldría a sembrar la desmoralización, máxime que los propios sinaloenses guardaban rencor hacia el general Alvaro Obregón; pues creían que éste los había postergado teniéndoles al margen del teatro principal de la guerra, lo cual era erróneo y propio a la excitación de aquella hora, ya que eran numerosos los soldados y jefes de Sinaloa que concurrieron a los combates en el Bajío.

Por otra parte, para el general Flores, individuo de extremada vanidad, parecía que el solo hecho de enfrentarse a Villa, aun sin calcular si era o no factible derrotarle, constituía una gloria capaz de abrirle el camino para todos los triunfos que tanto él como sus oficiales ansiaban.

No era el general Flores tan sensato ni tan soldado como el general Calles; pues sin que esto le restara la virtud de hombre valiente, desmesuradamente valiente, no por ello podía alcanzar las cualidades previsoras y organizadoras que poseía el defensor de Agua Prieta; y esto, porque para Flores la virtud primera de un revolucionario o ciudadano armado era el arrojo.

Guiado, pues, por tal ánimo, e inspirado por la seguridad en el triunfo de su osadía y en el coraje de sus fuerzas, así como deseoso de enseñar amplia y definitivamente sus aptitudes guerreras, que para dentro de él eran superiores a las del general Diéguez, el general Flores, en vez de amilanarse por las noticias del avance del general Villa sobre Hermosillo, haciendo omisión de las opiniones de repliegue manifestadas por el general Diéguez, dispuesto a demostrar que los lauros obtenidos por éste en la Mesa Central pasarían a tener peso de pluma frente a los que él se disponía a conquistar, e inquieto por la demora en los movimientos de las fuerzas villistas sobre la capital de Sonora, hizo saber al general Diéguez su decisión de salir al encuentro de Villa.

La determinación de Flores sólo tenía las características de una vulgar e imprudente aventura; pero como no existía posibilidad de detener aquellos ímpetus a menos de que el propio Diéguez fuese acusado de cobardía, el cuartel general ya no pudo poner frenos a Flores y a los soldados sinaloenses, y el 16 de noviembre, se puso en marcha la columna expedicionaria de Sinaloa, compuesta de dos brigadas de infantería y un regimiento de caballería.

Sin reparar en la fatiga y en la corta experiencia que tenían sus soldados para pelear a campo raso con soldados tan fogueados como los villistas, el general Flores, sin dar descanso a su tropa y dedicado de hecho a otear el horizonte para columbrar ál ejército de Villa, hizo que su gente caminara la noche del 16, cuando de pronto, al adelantarse del poblado de Alamito, y acercándose el alba del 17, sus avanzadas empezaron a tirotearse con los villistas.

Flores, llevado por su entusiasmo y optimismo, sin medir sus fuerzas, creyó que llegaba el momento de probar su valor y su aptitud guerrera, y mandó que sus soldados abrieran una línea de fuego como de seis kilómetros, no obstante que carecían de un punto de apoyo y no tenían refuerzos para el caso de ver quebrantado su frente por el enemigo. Y tal descuido le fue fatal; porque si en el campo carrancista reinaban el optimismo y el entusiasmo, otro tanto ocurría en el campo villista; pues la gente de Villa, después de un descanso de dos semanas y segura de que la retirada de Agua Prieta obedecía a un plan estratégico de su general en jefe, no quería desperdiciar la oportunidad de medir sus armas y triunfar en el primer encuentro con los carrancistas. Así, apenas iniciado el combate. Villa mandó la formación de dos columnas para que, en lugar de resistir un ataque central, procedieran a agredir los flancos de la línea de Flores; y como tales flancos no estaban debidamente cubiertos, a poco de comenzada la acción, los sinaloenses se vieron envueltos, y tratando de retroceder, se entregaron al desorden.

En medio de la violencia villista, el encuentro habría sido desastroso para Flores, si en los momentos más difíciles no se presenta en el campo de la acción el general Gabriel Gavira, mandado prontamente por el general Diéguez para auxiliar a Flores con tres mil soldados.

No obstante que la situación estaba muy comprometida, Gavira llegó al combate sin titubeos, y con mucha gallardía pudo proteger la retirada de la columna sinaloense, no sin que ésta sufriera una considerable merma. El repliegue, sin embargo, fue hecho en medio del desorden, máxime que tras de los carrancistas avanzaban sin detenerse los villistas, de manera que después de un breve descanso durante la noche de ese mismo día del combate, y cuando apenas se reponían sus fuerzas, el general Flores se vio nuevamente atacado, teniendo que volver a combatir el día 18 (noviembre) hasta poder llegar, no sin grandes dificultades y con el sacrificio de trescientas vidas sinaloenses, hasta las goteras de Hermosillo.

Aquí, ya protegidas por las líneas de trincheras abiertas desde los primeros días de noviembre (1915), las fuerzas de Flores procedieron a ocupar los puntos principales por los cuales se consideraba que iniciaría Villa el ataque a la plaza; pues los villistas habían quedado a la vista de Hermosillo.

Esto no obstante. Villa, con señalada cautela y esperanza de que le llegaran más refuerzos de los dispersos en el Cañón del Púlpito, antes de iniciar el ataque prefirió dar descanso a sus tropas, y no fue sino hasta la noche del día 20, cuando comunicó a sus lugartenientes los planes para la acción a desarrollar.

Para iniciar el combate, el general Villa emplazó dos baterías, que a las primeras horas del día 21 abrieron el fuego, aunque sin hacer blancos en las trincheras de los defensores. Después, las caballerías villistas llevaron a cabo una maniobra tras de otra maniobra, pero sin acercarse a la línea de fuego. Los carrancistas, por su parte, sólo hicieron funcionar las ametralladoras. De esta suerte, ninguno de los ejércitos contendientes se hicieron daños ni progresaron en sus planes; y la noche de ese día, el silencio envolvió a uno y otro campo.

Sin embargo, el general Villa ordenó que con mucho sigilo sus tropas procedieran a establecerse en todas las salidas de la plaza, de manera que ésta quedase sitiada. A esa misma hora, el general Diéguez comunicaba a sus lugartenientes su decisión de preparar las corporaciones para evacuar la plaza. Diéguez había recibido noticias, que aceptó como ciertas, de que una segunda columna villista llegaría de un momento a otro para reforzar al ejército de Villa y a cercar con ello a los carrancistas de Hermosillo.

Pronto empezaron los dispositivos para la evacuación; mas en tal empresa se hallaban los carrancista, cuando el general Diéguez obtuvo nuevas informaciones que le hicieron cambiar sus planes. En efecto, de acuerdo con los partes recibidos, el general Villa parecía desistir de su ataque a la plaza; pues sus soldados se retiraban silenciosa y ordenadamente hacia el norte. Y esto último lo confirmó un emisario del jefe de la División del Norte. El emisario era portador de una carta de Villa dirigida al general Angel Flores, en la cual aquél anunciaba su repliegue al norte de Hermosillo, a fin de que el general Flores y los jefes carrancistas que se hallaban en Sonora consideraran la posibilidad de organizar un nuevo ejército de la Revolución que, ajeno a cualquier bandería política, fuese el pie veterano de la reivindicación nacional; pues el general Villa estaba seguro de que el Primer Jefe Venustiano Carranza había cometido una traición a la patria mexicana, aceptando condiciones ominosas para México a cambio del reconocimiento que, como gobierno de facto, le otorgara el gobierno de Estados Unidos.

La carta de Villa, al margen de toda razón, estaba escrita con muchas afectaciones, ligerezas y falsedades. No correspondía el documento a la mentalidad de aquel combatiente extraordinario y hazañoso; de aquel hombre que había conmovido a la República, sobresaliendo entre la masa más pobre e ignorada de México hasta alcanzar la categoría de grande y emprendedor guerrero. Dentro del contexto de tal carta, se ocultaba un deseo que el firmante no se atrevía a expresar franca y abiertamente: el deseo de hacer la paz.

Villa estaba convencido de su derrota y quería la paz. La acusación a Carranza tan calumniosa como ingenua, indicaba el estado de desesperación en que se hallaba el caudillo. La suspensión de las hostilidades, primero frente Agua Prieta; después a las goteras de Hermosillo, era signo de su debilidad y arrepentimiento. De Agua Prieta se retiró por no querer negociar con Calles. Frente a Hermosillo creyó hallar apoyo en las ambiciones que sabía anidaba en su ser el general Flores.

Todavía tenía el general Villa de cinco a seis mil hombres resueltos a seguirle. Todavía fiaba el caudillo en sus guerreros; pero no ignoraba que el sacrificio de éstos era inútil; que su causa estaba perdida; que el país le había abandonado; que su suerte no era otra que la de rendirse; pero quería una rendición honrosa que no contrariase sus glorias ni sus baladronadas. Para despedirse de la guerra y de su gente buscó un pretexto que, al final de cuentas, le justificase. Deseaba terminar su carrera como correspondiendo a un alto deber patriótico. De aquí que pretendiera ampararse en un supuesto vejamen sufrido por la República.

Para probación de que obraba de buena fe; de que realmente estaba dispuesto a abandonar la carrera en la cual le había encumbrado la Revolución, en seguida de levantar el campo frente a Hermosillo se retiró hacia el norte de Sonora, evitando todo encuentro con las avanzadas carrancistas, y allí esperó. Mas comprendiendo que Flores no le respondería, resolvió dirigirse al general Alvaro Obregón, quien había llegado a Nogales (Sonora) al tener conocimiento de los titubeos del general Diéguez.

A fin de dar más categoría a sus proyectos de rendición. Villa mandó tres oficiales de su estado mayor para que pusieran en manos de Obregón un pliego y explicaran de viva voz los propósitos de su caudillo.

Obregón, al tener noticias de la llegada a su cuartel general de los comisionados villistas, ordenó a su jefe de estado mayor general Francisco R. Serrano, para que se entendiera con los enviados de Villa; pero temeroso de que la proyectada rendición fuese una vulgar trampa de Villa, por una parte; y entregado por otra parte a glorificar su vanidad como vencedor del temido y extraordinario guerrero, el general Obregón desdeñó la proposición de Villa. Y no sólo la desdeñó, sino que creyendo traslucir en la misiva del caudillo de la División del Norte una debilidad militar creciente, dio órdenes al general Diéguez -a quien días antes había mandado que evacuara la plaza de Hermosillo si Villa intentaba sitiarla—, para que lo mejor de sus tropas se alistara prontamente y saliera en persecución del enemigo hasta exterminarlo.

Villa, advirtiendo el menosprecio del general Obregón, y ya sin medir las fuerzas contrarias que quedaban a sus espaldas, mandó a su gente que reemprendiera el camino del Cañón del Púlpito. Sin embargo, dentro de aquel hombre hervían todos los proyectos de venganza que suelen envenenar al alma humana, cuando ésta no es vencida por el valor, sino por la suerte.

Verdad es que una vez más, y en esta ocasión definitivamente, el villismo estaba vencido. Verdad que el orgullo y la sobrestimación personal del caudillo merecían castigo; pero también es cierto que el país requería la generosidad de los hombres de guerra, para volver a la normalidad; para sentir el aliento de la constitucionalidad; para probar la capacidad de sus nuevos gobernantes; para dar cimiento y auge al espíritu creador, que en esos días era el tema principal de la Revolución y de los revolucionarios, puesto que la nueva clase selecta de México brotaba impetuosamente, como si el género humano fuese en México un borbollón incontenible.

El villismo, pues, había cerrado el último capítulo, si no de su historia, sí de su vida. Villa admitía su derrota; admitíanla también los villistas.

Tal derrota había costado al pueblo de México cien mil hombres entre muertos, lisiados y perdidos en los campos de batalla, la destrucción de bienes particulares y del Estado valuados en trescientos millones de pesos oro, la emigración de doscientos cincuenta mil mexicanos a Estados Unidos. Había costado asimismo la fuga de ciento cincuenta millones de pesos oro, ya de los inversionistas extranjeros, ya de los ricos nacionales. Había costado, por último, la aplicación negativa de los fondos del henequén, el petróleo, de las minas, de los préstamos interiores y de las reservas del erario y de la Casa de Moneda; fondos que uno y otro partido habían destinado a la adquisición de armas y municiones.
Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo primero. Apartado 5 - Reconocimiento de CarranzaCapítulo vigésimo primero. Apartado 7 - Segunda contrarrevolución Biblioteca Virtual Antorcha