Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo primero. Apartado 5 - Reconocimiento de Carranza | Capítulo vigésimo primero. Apartado 7 - Segunda contrarrevolución | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 21 - FIN DE LA GUERRA
RENDICIÓN DE VILLA
En Casas Grandes, preparándose para la expedición al estado de Sonora, a donde creía recuperar los laureles perdidos en el centro de la República, el general Francisco Villa, todavía aureolado por la fama, logró reunir catorce mil hombres,
cuarenta piezas de artillería, veinte ametralladoras y cinco mil
caballos y mulas, setenta carros, cinco millones de cartuchos y
cuatro mil granadas. Además, se aprovisionó de víveres
—incluyendo quinientas reses— para quince días de marcha, de
manera que a la columna expedicionaria no le faltasen recursos
para llegar al nuevo frente de batalla.
Para juntar aquellos soldados, comprar los pertrechos de
guerra, adquirir carros y comestibles, el general Villa mandó
vaciar las arcas de la tesorería del estado y de todos los pueblos
y minerales de Chihuahua que estuvieron a su alcance. Ordenó
asimismo la venta de las propiedades que estaban confiscadas e
impuso un préstamo forzoso a las empresas mineras y ganaderas, y en seguida mandó que sus agentes comprasen todo el material bélico que tuviesen a su alcance, pagando sin regateos los precios que exigiesen los vendedores.
Dispuestas así las cosas, ordenó asimismo que el general José
Rodríguez tomara el mando de la vanguardia expedicionaria a
Sonora, llevando mil quinientos hombres de caballería y que
iniciara su marcha el 16 de septiembre; que el general Rodolfo
Fierros permaneciera en Casas Grandes con setecientos jinetes,
cuidando la retaguardia de la columna de operaciones hasta el
1° de octubre, y que el grueso de la división que el propio Villa
llevaría a su mando, se pusiera en el camino del Cañón del
Púlpito a las primeras horas del 18 de septiembre.
La primera parte de la orden dada por Villa, fue cumplida al
pie de la letra; pues la vanguardia de Rodríguez salió de Casas
Grandes a la madrugada del día señalado. No aconteció lo
mismo con el movimiento del grueso de la columna; pues el
general Rodríguez, cuando apenas llevaba un día de viaje, se
apresuró a comunicar a Villa que poco más de doscientos de sus
jinetes se le habían desertado. Además, el propio Villa sintió los
efectos de la deserción entre la gente que quedó acuartelada en
Casas Grandes, de manera que irritado y desconfiado, dio
órdenes para que su marcha, que debería empezar el día 18,
quedase suspendida.
Por otra parte, la movilización de la artillería no pudo
llevarse a cabo conforme a los deseos del general en jefe, ya que
pronto se advirtió la falta de acémilas, máxime que los arrieros
contratados para la conducción de las recuas, desaparecieron
casi misteriosamente de Casas Grandes. Por último, los agentes
de armas en El Paso, paralizaron los suministros contratados.
Mas sin desistir de su empresa, Villa pudo, al cabo de diez
días, vencer los obstáculos que se le presentaron, y el 28 de
septiembre se puso en camino al Cañón del Púlpito —el amenazante
paso entre las montañas, que era necesario vencer para
llegar al encuentro del enemigo, que le esperaba en Sonora.
Pero no sólo el Cañón del Púlpito significaba amenaza para
el ejército de Villa. El presagio del peligro para los villistas
empezó desde el arranque del camino de Casas Grandes.
Veinte días de marcha, durante los cuales cada paso podía
ser anticipo de muerte o la muerte misma, se dilataban frente a
la columna de aquel gigante conmovedor que era Francisco Villa,
y quien parecía empujado por el destino hacia el ocaso de su
relampagueante carrera de soldado.
Los primeros cincuenta kilómetros de camino, sin embargo,
transcurrieron sin dificultad alguna, aunque la marcha fue muy
lenta. Encontrábanse agua y pasturas suficientes. La temperatura
otoñal no podía ser más favorable. La canícula, los vientos
del ardimiento y las brasas del suelo desnudo habían llegado a
su fin; pero a su fin también hubo de llegar el medio centenar de
suaves kilómetros; porque ahora, el camino presentaba otro
aspecto. Decíase, sin embargo, que salvados treinta kilómetros
más, el paisaje volvería ser más o menos placentero.
Villa marchaba con todo género de precauciones, mandando
jornadas cortas; pues sabía lo que en la guerra era el cansancio
de la tropa, y trataba de evitarlo. No lo podría lograr a pesar de
sus conocimientos y propósitos; porque quedando atrás el
camino llano y recto, ahora empezaba otro ondulante, quebrado
y ascendente; y es que el ejército escalaba las primeras estribaciones
de la Sierra Madre Occidental. Así, la marcha,
aparentemente golosa en un principio, se demoraba más y más
en virtud del terreno que pisaba.
A diez jornadas del punto de partida, y al igual los jóvenes
soldados que los veteranos, no ocultaban la fatiga. Las bestias de
carga caían bajo el peso de lo que llevaban sobre el lomo. Las
reses iban quedando regadas en el camino, sin que nadie pusiera
atención en tal pérdida que parecía anunciar la desgracia del
ejército. Las caballerías, que al comienzo de la marcha se
adelantaban gallardamente, ahora eran la rémora; también la
confusión, porque la gente del general Rodríguez, quien llevaba
varias jornadas adelante del grueso de la columna, se iba
dispersando o quedando rezagada, y esto no tanto para huir,
sino para pedir el auxilio de la infantería o de los carros que
conducían la impedimenta.
Cuando los villistas llegaron a la entrada del Cañón del
Púlpito habían perdido ya una cuarta parte de su número; y el
infortunio era mayor conforme la columna penetraba al Cañón;
pues todo le era adverso.
El camino sobre roca, flanqueado por paredes graníticas
hasta de doscientos metros de altura, no tenía más de dos de
anchura, con lo cual los soldados sólo podían avanzar en
delgado cordón. Las piezas de artillería iban dando tumbos; a
veces se requería el esfuerzo humano para hacerlas saltar sobre
el suelo rocoso o para evitar que rodasen a los precipicios que
surgían tras de cada curva a lo largo de todas las rectas. Los
carros de los abastecimientos habían quedado hasta el fondo de
la columna, y no pocos yacían destrozados, de manera que los
soldados, después de caminar dos o tres horas hacia adelante, se
veían obligados a desandar el camino a fin de ir en busca de los
víveres que quedaban a la retaguardia; y aquí, al llegar las horas
de los repartos, los hombres tenían que pelear un pedazo de
tasajo, o un poco de pinole, o un cántaro de agua.
De las quinientas reses incluidas en la expedición, al
duodécimo día sólo restaban dos docenas; y cuando éstas se
acabaron, ya por inanición, ya debido a la mano de los soldados,
fue necesario matar caballos y mulas; y como consecuencia de la
falta de acémilas, los carros fueron abandonados, entorpeciendo
el paso de jinetes y cañones y provocando un verdadero caos en
trayectos menores de dos kilómetros.
Frente a aquel desastre, los lugartenientes de Villa prefirieron emprender marchas agotantes, para llegar a la vanguardia
y evitar ver el infeliz espectáculo que ofrecían los restos
del villismo.
A la salida del Cañón del Púlpito, el general Villa advirtió
que una tercera parte de su columna estaba totalmente perdida
o cuando menos inutilizada para la guerra. Esto no obstante, el
gigante todavía fue capaz de conmover a sus soldados; pues sin
exigírselos, aún eran varios miles quienes le seguían con la
seguridad de que aquellos obstáculos serían vencidos, para luego
reabrir el porvenir al villismo. Villa mismo tenía informes de que, traspuesto el Cañón, se presentaría a la vista de su ejército un camino menos inhóspito.
No fue así. Ahora, la columna expedicionaria estaba frente a
una segunda brecha roqueña que se dilataba formando interminables
zigzags sobre la majestad de la Sierra Madre, y ofreciendo
uno y mil despeñaderos a derecha e izquierda.
La majestad de la Sierra, como la describe uno de los
cronistas de la expedición, no se debía tanto a la interminable
cadena de montañas, cuanto a la aridez de las mismas; y esto, no
sólo sobrecogía el espíritu, sino que anunciaba que en muchos y
muchos kilómetros los villistas no hallarían agua, ni pan, ni
techo. Así, la marcha de aquellos siete u ocho mil hombres del
ejército de Villa, parecía una locura.
Los pocos salvados del Púlpito y de las agudeces de aquel
suelo del camino de herradura, avanzaban a vuelta de rueda.
Cañones, caballos y hombres se disputaban el derecho del paso;
y es que con tales disputas no se pretendía llegar pronto al final
de la jornada. Lo que se quería era ganar ventaja para obtener
agua o alimentos.
A veces, la lucha por el paso ocasionaba que soldados y
animales cayesen a los precipicios; mas esto a nadie causaba
pena. La pena era no poder saciar la sed. El propio general Villa,
aunque aparentemente imperturbable, hubo de descender de su
cabalgadura, entrar a una cueva, empapar su pañuelo con el agua
podrida de un charco, para luego humedecer sus labios.
No pocos de los soldados habrían vuelto la espalda a su
capitán, de tener la posibilidad de llegar a algún hospitalario
punto cercano. Pero el mundo del pan se hallaba tan lejos, que
no era posible retroceder. La única esperanza estaba en alcanzar
el final de la jornada o bien de encontrar un aguaje; quizás el
consuelo de la sombra de un árbol; porque de un día a otro día
asomaba el mismo paisaje árido y agreste, quebrado y huraño, y
siempre ajeno a la vida humana.
La marcha, pues, iba lacerando más y más el alma de los
villistas. Ya no había quien diera órdenes, ni quien llevara
cuenta de las bajas, ni quien se preocupara por la impedimenta.
Era aquella una verdadera marcha fúnebre; aunque no por
ello dejaba de ser heroica, puesto que nadie, cuando menos a
viva voz, hacía reproche alguno. Los villistas no pertenecían a la
sociedad de las quejas ni de los arrepentimientos. Los principales
capitanes continuaban impertérritos al lado del general en
jefe.
Cuando un oficial del estado mayor informó al general Villa
que se habían perdido diecisiete piezas de artillería en el fondo
de los despeñaderos, el general, sin hacer comentarios, sólo se
acercó al borde del precipicio, como si su deseo hubiese sido
admirar la obra magna de la naturaleza inmadura o exterminada
por los siglos. En cambio, cuando se le comunicó que un centenar
o más de soldados había descendido, en la desesperación
que provoca la sed, al fondo de las quiebras, en busca de agua, él
mismo siguió a tal gente, aunque para regresar a la brecha sin el
preciado líquido, y en fatiga inoculta.
En medio de tan infortunados días. Villa recibe aviso de que
la punta de vanguardia ha traspuesto la sierra y entrado a
Cuchivirachi, en suelo sonorense; y como consecuencia de tal
aviso, el general en jefe manda que se apresure la marcha. La
sola idea de poder dar descanso a su tropa, le entusiasma; y, en
efecto, tan pronto como entra al poblado, ordena un alto de
setenta y dos horas; también un recuento de su gente.
Los resultados de éste, no fueron nada halagüeños. Villa
perdió dos mil ochocientos cincuenta hombres. Perdió asimismo
el ochenta por ciento del material de guerra. Perdió veintisiete
cañones y todos los carros que conducían el vestuario, los
botiquines médicos, los abastecimientos de boca. Perdió
veintiocho jefes y oficiales de la antigua División del Norte. Perdió, en fin, una tercera parte de sus caballos. La montaña terrible, que cubre con su pesadez y rocosidad una gran parte
del territorio nacional restó más fuerzas a Villa, que el propio
Villa calculó perder al salir de Casas Grandes.
Mas eso no era todo; tampoco lo peor. Un hombre de las
empresas del general Villa, habría reparado los desastres del
camino. Lo peor estaba en las noticias que los agentes villistas
procedentes de Douglas, le traían; en las noticias que le llegaban
gracias a un correo de la retaguardia.
Estas últimas eran las que consternaron al guerrero; pues le
hacían saber que el general Rodolfo Fierros había muerto; y
muerto, no en acción de guerra, sino tragado por la tierra. Y, en
efecto, tratando de cruzar intrépidamente los pantanos de Casas
Grandes, el general Fierros quedó sepultado por el lodo (15 de
octubre), dentro del cual se fue hundiendo poco a poco sin que
nadie le pudiese dar auxilio.
Villa sintió fuertemente el golpe del comunicado. Tenía
gran admiración por su lugarteniente; pues si Fierros era muy
sanguinario, ya que gustaba disponer de la vida humana a su
capricho y voluntad, y era irreflexivo e irresponsable, también
había pertenecido a la clase de hombres que se dejan matar por
sus jefes.
Era Fierros originario del estado de Sinaloa; y prestaba
servicios como garrotero en el Ferrocarril Sud Pacífico, cuando
Francisco I. Madero llegó a Navojoa durante su gran excursión
de propaganda antirreeleccionista a lo largo de la costa noroccidental
de México; y allí, en Navojoa, Fierros se inscribió como
miembro del club antiporfirista, acudiendo al llamado del Plan de San Luis a los primeros días de diciembre (1910).
Levantado en armas al frente de un pequeño grupo de mineros.
Fierros se unió a las fuerzas de José de la Luz Blanco,
habiendo tomado parte en el asalto a Ciudad Juárez que dio fin
a la Primera Guerra Civil. Después, volvió a sus tareas de ferrocarrilero hasta febrero de 1913, cuando nuevamente se puso
sobre las armas, y marchando a Chihuahua por segunda vez, fue
de los primeros en unirse a Villa, a cuyo lado hizo carrera y fama; pero sobre todo fama por lo poco que preció la vida de sus semejantes, de manera que mancharse las manos con sangre llegó a ser uno de sus goces.
No sería, como queda dicho, la noticia sobre la muerte de
Fierros, la única que sacudiría al general Villa en el campamento
de Cuchivirachi.
Dos noticias más le esperaban. Una, que le ponía en aviso de
que el general Manuel M. Diéguez, al frente de quince mil
hombres, le esperaba en Sonora. Otra, procedente de Douglas
(Arizona), y que confirmaba la prensa periódica de Estados
Unidos, sobre el reconocimiento otorgado por la Casa Blanca a la autoridad de Venustiano Carranza como gobierno de facto.
Villa, lanzando imprecaciones a Carranza y Wilson, no
podía dar crédito a esta última noticia. ¿A dónde estaban sus
amigos del departamento de Estado en quienes siempre confiara?
¿Qué había sucedido a su preciado amigo el general
Scott? ¿Qué responsabilidad tenían en ese capítulo sus agentes
en Wáshington? ¿Era posible el reconocimiento a Carranza,
cuando éste no ocultaba su desafecto hacia Estados Unidos?
Todavía se hallaba en dudas el general Villa acerca de la
veracidad de tal acontecimiento, cuando llegó a su campamento
un grupo de periodistas norteamericanos. Estos sólo tenían el
propósito de interrogar al jefe de la División del Norte, precisamente sobre la resolución de la Casa Blanca, máxime que
en Estados Unidos no dejaba de admirarse la proeza realizada
por Villa de cruzar la Sierra Madre Occidental al frente de su
ejército.
Convencido, pues, de que el reconocimiento otorgado por
Estados Unidos al gobierno de Carranza era un hecho, Villa,
dirigiéndose a los periodistas norteamericanos, advirtió que lejos
de retroceder en sus proyectos guerreros, continuaría la lucha
armada con mayores ímpetus a fin de vencer al carrancismo y
también, de ser necesario, al gobierno de Estados Unidos.
La lucha de Villa con las fuerzas del Constitucionalismo, sin
embargo, sería ahora muy desigual. El pequeño ejército villista
estaba en medio de un desierto, sin recursos, sin moral. Sólo
tenía un capitán; un capitán que iba a pelear por decoro y
vergüenza, desestimando el mal que hacía a su patria prolongando
una guerra inútil, y el mal que sembraba entre sus
soldados conduciéndoles al sacrificio de sus vidas.
Y desigual sería aquella lucha, porque frente al estropeado
ejército de Villa estaban reunidos en Sonora diecisiete mil
hombres bajo las órdenes del general Diéguez.
Este, enseguida de hacerse cargo de la situación militar en
suelo sonorense, ordenó que la columna expedicionaria de
Sinaloa que se hallaba en Navojoa, se movilizara a Empalme,
mientras que en Guaymas —plaza evacuada por el general villista
José María Leyva— desembarcaban seis mil quinientos soldados,
treinta y cinco cañones, y abastecimientos de guerra y de boca
para una campaña de sesenta días.
Por otra parte, el villismo sonorense sufría otras mermas;
porque el general Leyva, quien tenía órdenes de retirarse a
Nogales, optó por rendirse a las fuerzas carrancistas que avanzaban
del norte de Sinaloa; y de los dos mil hombres reunidos
por los maytorenistas para apretar más el sitio de Agua Prieta, el
reducto carrancista más septentrional que defendía el general
Plutarco Elias Calles, una tercera parte desertó, pasando con sus
armas y municiones a territorio de Estados Unidos.
También de la gente del general Juan Cabral, que se disponía
a reforzar las reservas del villismo, un numeroso grupo
capitaneado por el teniente coronel Lázaro Cárdenas se unió al
Constitucionalismo, mientras que cuatrocientos aguerridos mayas, que siempre habían sido muy leales al gobernador Maytorena, abandonando sus armas pidieron asilo a las autoridades
norteamericanas.
Así, a las horas en las cuales el general Villa en Cuchivirachi se disponía a iniciar el avance hacia Agua Prieta, sólo quedaban
en suelo sonorense mil quinientos yaquis a las órdenes del general
maytorenista Francisco Urbalejo. Villa, pues, no hallaría el
apoyo guerrero que esperaba tener en el estado de Sonora.
Un recuento de las fuerzas carrancistas hecho el 28 de
octubre (1915), hizo saber que en Guaymas estaban acuartelados
cinco mil quinientos soldados; que dos mil avanzaban
lentamente a lo largo del camino de hierro a Hermosillo; que el
general Calles tenía en Agua Prieta mil quinientos soldados; que
el general Angel Flores se adelantaba a Empalme con tres mil
quinientos hombres; que al mando del general Enrique Estrada,
procedentes de Sinaloa, marchaban tres mil quinientos jinetes y
que estaban prontos a desembarcar en Guaymas otros dos mil.
El poder que representaba en Sonora el Ejército Constitucionalista no fue desconocido por el general Villa. Así y todo, éste, ya comprometido, y sabiendo que no le era posible retroceder, dispuso el avance de sus tropas hacia Agua Prieta.
Aquí, a pesar del corto número de combatientes, el general
Elias Calles tenía una verdadera fortaleza; pues en un frente de
dos y medio kilómetros mandó cavar trincheras y fosos para
reservas de municiones y alimentos, así como para las comunicaciones.
Después tendió, para la protección de la plaza, ocho
mil metros de alambres de púas, sembró dos centenares de
bombas de dinamita e hizo una serie de nidos para emplazar
dieciocho ametralladoras.
Por las noches, tres grandes reflectores iluminaba el campo
frente a Agua Prieta por donde se podía presentar y atacar el
enemigo; y como a las espaldas de la plaza estaba la línea
divisoria con Estados Unidos, a través de ésta Calles podía
abastecerse, sin limitaciones, tanto de víveres como de municiones.
Además de todos esos dispositivos de defensa, el general
Calles mantenía un activo y eficaz servicio de vigilancia y espionaje, de manera que estaba al corriente de las condiciones y proyectos de las fuerzas villistas, y advertido de todo, el comandante
de Agua Prieta podía dictar las disposiciones más
certeras, al mismo tiempo de tener informado al Primer Jefe de la situación en que se hallaba para resistir el ataque del villismo.
El general Villa, sin alterar el primer plan de campaña
trazado en los días anteriores a su salida de Casas Grandes, a
pesar de que no ignoraba sus escaseces ni las adversas condiciones
que se presentaban a su vista, ordenó que el avance de su
columna expedicionaria se iniciara a la mañana del día 27
(octubre). Para esto, el día anterior habían llegado a Cuchivirachi
veinte carros con impedimenta, de los tantos que
quedaron abandonados en el Púlpito, así como nueve piezas
de artillería, con las cuales, entre servibles e inservibles, llegó a
contar a la tarde del 26, treinta y una bocas de fuego; ahora que
este número, comunicado en la orden del día, no concuerda con
las piezas movilizadas desde Casas Grandes ni con los partes de
las pérdidas registradas durante el trayecto de Chihuahua a
Sonora.
Villa, al iniciar la marcha sobre Agua Prieta, aparentemente
fiaba en el triunfo. Estaba sin embargo, embargado por las preocupaciones. Una de éstas era que el general Rodríguez no llegaba a tiempo para tomar la vanguardia de la columna y concurrir al combate. Rodríguez, en efecto, después de marchar al frente del ejército villista en la travesía del Púlpito, había sido mandado por Villa a proteger la retaguardia de la columna
expedicionaria, puesto que las fuerzas del general Fierros, a la
muerte de éste, se habían dispersado, y desde la hora de partir a
cumplir la misión. Rodríguez no informaba de su paradero.
En la realidad, el único índice para que Villa pudiese tener
confianza en su triunfo al atacar a los carrancistas, era que creía
que el general Calles no fuese capaz de ofrecer resistencia en
Agua Prieta. De Calles se había expresado despectivamente
conversando con los periodistas norteamericanos. No consideraba
al defensor de Agua Prieta con cualidades militares y tenía la
creencia de que Calles, a la vista del ejército villista, abandonaría
la plaza, para buscar asilo en Estados Unidos. Y en este entendido
muy personal y ajeno a la realidad, las avanzadas villistas,
primero; el propio general Villa, después, tuvieron a la vista la
plaza de Agua Prieta hacia las primeras horas de la tarde del 31
de octubre.
Con un plano de la región a la mano, pero sin tener noticias
precisas sobre las condiciones y posiciones del enemigo. Villa,
sin pérdida de tiempo, puesto que no desconocía el pesimista
estado de ánimo de sus soldados, mandó que desde luego fuese
emplazada la artillería.
Los movimientos para cumplir las órdenes del general en
jefe, se llevaron a cabo lentamente; pues muchos de los cañones
estaban averiados; otros no tenían dotaciones completas. Estaba
asimismo incompleto el cuadro de artilleros. Poseía Villa, en
cambio, gracias a la llegada de los carros salvados del desastroso
paso del Púlpito, granadas suficientes para hacer añicos a Agua
Prieta.
De acuerdo con los planes del atacante, el fuego de la artillería debió romperse a la madrugada del 1° de noviembre
(1915). Mas no fue así. La confusión y el cansancio se había
apoderado de los villistas, de manera que a un error se seguía
otro error, y faltaba un mando supremo para el arma de
artillería, al grado de que a la mañana de ese mismo día se
presentó el propio Villa tratando de coordinar la acción de las
baterías, lo cual sólo se logró hasta cerca del mediodía, hora en
la cual se rompió el fuego hasta poner dos mil granadas en el
aire.
Esto no obstante, la plaza permanecía impávida. El cañoneo
incesante no parecía causar daño alguna en los puntos de defensa.
Las armas carrancistas permanecían silenciosas, mientras que
Villa mandaba acrecentar los fuegos de sus baterías. Mas esto sin
resultados positivos.
Durante la mayor parte de las horas del 2, no fueron
desarrolladas otras actividades militares que el cañoneo villista,
pero a la noche de ese mismo día,el general Villa dispuso el
orden del ataque a la plaza que debería empezar a la primera luz
del siguiente.
Conforme a las órdenes del jefe de la División del Norte, dos
columnas de infantería avanzarían sobre la izquierda y derecha
de Agua Prieta, mientras que la caballería debería permanecer al
centro, fuera del alcance de la plaza, en espera de nuevas órdenes.
Dispuestas estaban, pues, las tropas villistas para entrar en
acción, cuando al alba del 3 de noviembre, los oficiales del
estado mayor de Villa comunicaban velozmente una nueva
orden: la artillería debería ser movilizada con prontitud de sus
emplazamientos, para retroceder hacia el sur de Agua Prieta.
Los carros de abastecimientos estarían ya para esa hora marchando
en la misma dirección. Las dos columnas de infantería
listas al ataque, sin perder el orden, se replegarían poco a poco,
protegiendo la artillería.
El general Villa, al dictar tales órdenes, no había dado
explicación alguna a sus lugartenientes, quienes ya ocupaban los
puestos de mando, para al ataque; y el propio Villa había estado
personalmente en el frente, observando los movimientos de sus
tropas.
Ahora bien: cerca de la media noche del día 2, el general
Villa recibió un informe de sus agentes en Estados Unidos
comunicándole que el gobierno de la Casa Blanca había permitido el paso por territorio norteamericano de cinco mil soldados carrancistas, así como de varios trenes de artillería y municiones, y que tanto los hombres como el material de guerra entraban
esa misma noche a Agua Prieta a fin de reforzar la guarnición
comandada por el general Elias Calles. El paso de tropas mexicanas
por suelo de Estados Unidos equivalía al reconocimiento
de la vigencia del trato mexiconorteamericano sobre la materia
firmado durante las aparatosas persecuciones a los llamados
indios salvajes, quienes no obstante la pureza de su origen
mexicano, fueron combatidos simultáneamente por fuerzas de
México y Estados Unidos, durante el último tercio del siglo
XIX. La noticia del refuerzo carrancista llegado a Agua Prieta,
hizo considerar a Villa la inutilidad del ataque a la plaza, puesto
que ésta se hallaba, después del auxilio de los cinco mil
soldados, en condiciones de seguir recibiendo auxilios procedentes
de Ciudad Juárez o de cualesquiera otras ciudades fronterizas.
Además, para la mentalidad de Villa, el acontecimiento,
más que el meramente vulgar de una movilización oportuna de
soldados, significaba que el villismo no tenía que combatir tanto
con el Ejército Constitucionalista, cuanto con el poder de Estados Unidos. No entendía Villa de otra manera aquel paso de tropas mexicanas a través de suelo extranjero.
Llevado, pues, por una idea que él creyó altamente patriótica, al grado de hacerse el cálculo de que era llegada la hora en
que los generales del Constitucionalismo abandonaran a Carranza acusándole de traición por haber convenido con el
gobierno de Wáshington el paso de fuerzas armadas por suelo
norteamericano; llevado, se dice, de tal idea patriótica. Villa, por
de pronto, sólo consideró la obligación de retirarse de Agua
Prieta y marchar violentamente al frente de sus soldados hacia
Hermosillo, con la esperanza de triunfar, para en seguida
dirigirse a los generales carrancistas pidiéndoles reunirse con él,
para combatir el supuesto enemigo común: Estados Unidos.
En Hermosillo esperaban al general Villa siete mil ochocientos soldados a las órdenes del general Manuel M. Diéguez; otros
tantos se movilizaban calladamente con el propósito de copar a las
fuerzas villistas; ahora que la gente de Diéguez se sentía temerosa
al solo oir el nombre de Villa: tal era el poder que el
guerrero norteño había alcanzado con sus hazañas; poder que
conservaba a pesar de sus derrotas en el centro del país.
Así, al tener noticias de que Villa había desistido de su
ataque a Agua Prieta y que inesperadamente cambiaba sus
planes y se ponía en camino hacia Hermosillo, el general
Diéguez ordenó al general Angel Flores, jefe defensor de la plaza,
que procediera a reunir sus soldados, para que al sentirse la
cercanía de los villistas, evacuaran la plaza y se retiraran a Empalme
o Guaymas.
Pareció a Flores que la orden de Diéguez era ofensiva al
nombre y valor de los soldados sinaloenses que estaban bajo sus
órdenes; a lo cual Diéguez argüyó que, en situación semejante,
el general Obregón había mandado el retroceso de sus tropas;
que por otro lado, era preferible esperar la llegada de la caballería
del general Enrique Estrada, quien a marchas forzadas
avanzaba desde el estado de Sinaloa; que también consideraba
conveniente aguardar el desembarco en Guaymas de un mayor
número de soldados carrancistas, así como de más material
bélico. Por todo esto, y teniendo informes de que Villa había
recibido el refuerzo de los jinetes del general José Rodríguez y de la brigada Fierros Diéguez dijo no estar dispuesto a poner en peligro sus fuerzas en un primer encuentro con el villismo.
Flores no admitió los argumentos del general Diéguez, a
quien reiteró que los soldados sinaloenses, quienes mucha
experiencia habían cobrado tras de las trincheras de Navojoa,
estaban deseosos de medir sus armas con los veteranos del
villismo, y que por lo mismo, una retirada de sus tropas equivaldría
a sembrar la desmoralización, máxime que los propios
sinaloenses guardaban rencor hacia el general Alvaro Obregón;
pues creían que éste los había postergado teniéndoles al margen
del teatro principal de la guerra, lo cual era erróneo y propio a
la excitación de aquella hora, ya que eran numerosos los
soldados y jefes de Sinaloa que concurrieron a los combates en
el Bajío.
Por otra parte, para el general Flores, individuo de extremada vanidad, parecía que el solo hecho de enfrentarse a Villa,
aun sin calcular si era o no factible derrotarle, constituía una
gloria capaz de abrirle el camino para todos los triunfos que
tanto él como sus oficiales ansiaban.
No era el general Flores tan sensato ni tan soldado como el
general Calles; pues sin que esto le restara la virtud de hombre
valiente, desmesuradamente valiente, no por ello podía alcanzar
las cualidades previsoras y organizadoras que poseía el defensor
de Agua Prieta; y esto, porque para Flores la virtud primera de
un revolucionario o ciudadano armado era el arrojo.
Guiado, pues, por tal ánimo, e inspirado por la seguridad en
el triunfo de su osadía y en el coraje de sus fuerzas, así como
deseoso de enseñar amplia y definitivamente sus aptitudes
guerreras, que para dentro de él eran superiores a las del general
Diéguez, el general Flores, en vez de amilanarse por las noticias
del avance del general Villa sobre Hermosillo, haciendo omisión
de las opiniones de repliegue manifestadas por el general
Diéguez, dispuesto a demostrar que los lauros obtenidos por
éste en la Mesa Central pasarían a tener peso de pluma frente a
los que él se disponía a conquistar, e inquieto por la
demora en los movimientos de las fuerzas villistas sobre la
capital de Sonora, hizo saber al general Diéguez su decisión de
salir al encuentro de Villa.
La determinación de Flores sólo tenía las características de
una vulgar e imprudente aventura; pero como no existía
posibilidad de detener aquellos ímpetus a menos de que el
propio Diéguez fuese acusado de cobardía, el cuartel general ya
no pudo poner frenos a Flores y a los soldados sinaloenses, y el
16 de noviembre, se puso en marcha la columna expedicionaria
de Sinaloa, compuesta de dos brigadas de infantería y un regimiento
de caballería.
Sin reparar en la fatiga y en la corta experiencia que tenían
sus soldados para pelear a campo raso con soldados tan
fogueados como los villistas, el general Flores, sin dar descanso a
su tropa y dedicado de hecho a otear el horizonte para columbrar
ál ejército de Villa, hizo que su gente caminara la noche del
16, cuando de pronto, al adelantarse del poblado de Alamito, y
acercándose el alba del 17, sus avanzadas empezaron a tirotearse
con los villistas.
Flores, llevado por su entusiasmo y optimismo, sin medir
sus fuerzas, creyó que llegaba el momento de probar su valor y
su aptitud guerrera, y mandó que sus soldados abrieran una
línea de fuego como de seis kilómetros, no obstante que
carecían de un punto de apoyo y no tenían refuerzos para el
caso de ver quebrantado su frente por el enemigo. Y tal
descuido le fue fatal; porque si en el campo carrancista reinaban
el optimismo y el entusiasmo, otro tanto ocurría en el campo
villista; pues la gente de Villa, después de un descanso de dos
semanas y segura de que la retirada de Agua Prieta obedecía a
un plan estratégico de su general en jefe, no quería desperdiciar
la oportunidad de medir sus armas y triunfar en el primer
encuentro con los carrancistas. Así, apenas iniciado el combate.
Villa mandó la formación de dos columnas para que, en lugar de
resistir un ataque central, procedieran a agredir los flancos de la
línea de Flores; y como tales flancos no estaban debidamente
cubiertos, a poco de comenzada la acción, los sinaloenses se
vieron envueltos, y tratando de retroceder, se entregaron al
desorden.
En medio de la violencia villista, el encuentro habría sido
desastroso para Flores, si en los momentos más difíciles no se
presenta en el campo de la acción el general Gabriel Gavira,
mandado prontamente por el general Diéguez para auxiliar a
Flores con tres mil soldados.
No obstante que la situación estaba muy comprometida,
Gavira llegó al combate sin titubeos, y con mucha gallardía pudo
proteger la retirada de la columna sinaloense, no sin que ésta
sufriera una considerable merma. El repliegue, sin embargo, fue
hecho en medio del desorden, máxime que tras de los carrancistas
avanzaban sin detenerse los villistas, de manera que
después de un breve descanso durante la noche de ese mismo
día del combate, y cuando apenas se reponían sus fuerzas, el
general Flores se vio nuevamente atacado, teniendo que volver a
combatir el día 18 (noviembre) hasta poder llegar, no sin
grandes dificultades y con el sacrificio de trescientas vidas
sinaloenses, hasta las goteras de Hermosillo.
Aquí, ya protegidas por las líneas de trincheras abiertas
desde los primeros días de noviembre (1915), las fuerzas de
Flores procedieron a ocupar los puntos principales por los
cuales se consideraba que iniciaría Villa el ataque a la plaza;
pues los villistas habían quedado a la vista de Hermosillo.
Esto no obstante. Villa, con señalada cautela y esperanza de
que le llegaran más refuerzos de los dispersos en el Cañón del
Púlpito, antes de iniciar el ataque prefirió dar descanso a sus
tropas, y no fue sino hasta la noche del día 20, cuando comunicó
a sus lugartenientes los planes para la acción a desarrollar.
Para iniciar el combate, el general Villa emplazó dos
baterías, que a las primeras horas del día 21 abrieron el fuego,
aunque sin hacer blancos en las trincheras de los defensores.
Después, las caballerías villistas llevaron a cabo una maniobra
tras de otra maniobra, pero sin acercarse a la línea de fuego. Los
carrancistas, por su parte, sólo hicieron funcionar las ametralladoras.
De esta suerte, ninguno de los ejércitos contendientes se
hicieron daños ni progresaron en sus planes; y la noche de ese
día, el silencio envolvió a uno y otro campo.
Sin embargo, el general Villa ordenó que con mucho sigilo
sus tropas procedieran a establecerse en todas las salidas de la
plaza, de manera que ésta quedase sitiada. A esa misma hora, el
general Diéguez comunicaba a sus lugartenientes su decisión de
preparar las corporaciones para evacuar la plaza. Diéguez había
recibido noticias, que aceptó como ciertas, de que una segunda
columna villista llegaría de un momento a otro para reforzar al
ejército de Villa y a cercar con ello a los carrancistas de Hermosillo.
Pronto empezaron los dispositivos para la evacuación; mas
en tal empresa se hallaban los carrancista, cuando el general
Diéguez obtuvo nuevas informaciones que le hicieron cambiar
sus planes. En efecto, de acuerdo con los partes recibidos, el
general Villa parecía desistir de su ataque a la plaza; pues sus
soldados se retiraban silenciosa y ordenadamente hacia el norte.
Y esto último lo confirmó un emisario del jefe de la División del Norte. El emisario era portador de una carta de Villa dirigida al general Angel Flores, en la cual aquél anunciaba su repliegue al norte de Hermosillo, a fin de que el general Flores y los jefes carrancistas que se hallaban en Sonora consideraran la posibilidad
de organizar un nuevo ejército de la Revolución que,
ajeno a cualquier bandería política, fuese el pie veterano de la
reivindicación nacional; pues el general Villa estaba seguro de
que el Primer Jefe Venustiano Carranza había cometido una traición a la patria mexicana, aceptando condiciones ominosas para México a cambio del reconocimiento que, como gobierno
de facto, le otorgara el gobierno de Estados Unidos.
La carta de Villa, al margen de toda razón, estaba escrita
con muchas afectaciones, ligerezas y falsedades. No correspondía
el documento a la mentalidad de aquel combatiente extraordinario
y hazañoso; de aquel hombre que había conmovido a
la República, sobresaliendo entre la masa más pobre e ignorada
de México hasta alcanzar la categoría de grande y emprendedor
guerrero. Dentro del contexto de tal carta, se ocultaba un deseo
que el firmante no se atrevía a expresar franca y abiertamente:
el deseo de hacer la paz.
Villa estaba convencido de su derrota y quería la paz. La
acusación a Carranza tan calumniosa como ingenua, indicaba el
estado de desesperación en que se hallaba el caudillo. La suspensión
de las hostilidades, primero frente Agua Prieta; después
a las goteras de Hermosillo, era signo de su debilidad y arrepentimiento. De Agua Prieta se retiró por no querer negociar con
Calles. Frente a Hermosillo creyó hallar apoyo en las ambiciones
que sabía anidaba en su ser el general Flores.
Todavía tenía el general Villa de cinco a seis mil hombres
resueltos a seguirle. Todavía fiaba el caudillo en sus guerreros;
pero no ignoraba que el sacrificio de éstos era inútil; que su
causa estaba perdida; que el país le había abandonado; que su
suerte no era otra que la de rendirse; pero quería una rendición
honrosa que no contrariase sus glorias ni sus baladronadas.
Para despedirse de la guerra y de su gente buscó un pretexto
que, al final de cuentas, le justificase. Deseaba terminar su
carrera como correspondiendo a un alto deber patriótico. De
aquí que pretendiera ampararse en un supuesto vejamen sufrido
por la República.
Para probación de que obraba de buena fe; de que realmente
estaba dispuesto a abandonar la carrera en la cual le había
encumbrado la Revolución, en seguida de levantar el campo
frente a Hermosillo se retiró hacia el norte de Sonora, evitando
todo encuentro con las avanzadas carrancistas, y allí esperó. Mas
comprendiendo que Flores no le respondería, resolvió dirigirse
al general Alvaro Obregón, quien había llegado a Nogales
(Sonora) al tener conocimiento de los titubeos del general
Diéguez.
A fin de dar más categoría a sus proyectos de rendición.
Villa mandó tres oficiales de su estado mayor para que pusieran
en manos de Obregón un pliego y explicaran de viva voz los
propósitos de su caudillo.
Obregón, al tener noticias de la llegada a su cuartel general
de los comisionados villistas, ordenó a su jefe de estado mayor
general Francisco R. Serrano, para que se entendiera con los
enviados de Villa; pero temeroso de que la proyectada rendición
fuese una vulgar trampa de Villa, por una parte; y entregado por
otra parte a glorificar su vanidad como vencedor del temido y
extraordinario guerrero, el general Obregón desdeñó la proposición
de Villa. Y no sólo la desdeñó, sino que creyendo
traslucir en la misiva del caudillo de la División del Norte una debilidad militar creciente, dio órdenes al general Diéguez -a quien días antes había mandado que evacuara la plaza de
Hermosillo si Villa intentaba sitiarla—, para que lo mejor de sus
tropas se alistara prontamente y saliera en persecución del
enemigo hasta exterminarlo.
Villa, advirtiendo el menosprecio del general Obregón, y ya
sin medir las fuerzas contrarias que quedaban a sus espaldas,
mandó a su gente que reemprendiera el camino del Cañón del
Púlpito. Sin embargo, dentro de aquel hombre hervían todos los
proyectos de venganza que suelen envenenar al alma humana,
cuando ésta no es vencida por el valor, sino por la suerte.
Verdad es que una vez más, y en esta ocasión definitivamente,
el villismo estaba vencido. Verdad que el orgullo y la sobrestimación personal del caudillo merecían castigo; pero también es cierto que el país requería la generosidad de los hombres de guerra, para volver a la normalidad; para sentir el aliento de la constitucionalidad; para probar la capacidad de sus
nuevos gobernantes; para dar cimiento y auge al espíritu
creador, que en esos días era el tema principal de la Revolución
y de los revolucionarios, puesto que la nueva clase selecta de
México brotaba impetuosamente, como si el género humano
fuese en México un borbollón incontenible.
El villismo, pues, había cerrado el último capítulo, si no de
su historia, sí de su vida. Villa admitía su derrota; admitíanla
también los villistas.
Tal derrota había costado al pueblo de México cien mil
hombres entre muertos, lisiados y perdidos en los campos de
batalla, la destrucción de bienes particulares y del Estado
valuados en trescientos millones de pesos oro, la emigración de
doscientos cincuenta mil mexicanos a Estados Unidos. Había
costado asimismo la fuga de ciento cincuenta millones de pesos
oro, ya de los inversionistas extranjeros, ya de los ricos nacionales.
Había costado, por último, la aplicación negativa de los
fondos del henequén, el petróleo, de las minas, de los préstamos
interiores y de las reservas del erario y de la Casa de Moneda;
fondos que uno y otro partido habían destinado a la adquisición
de armas y municiones.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo primero. Apartado 5 - Reconocimiento de Carranza Capítulo vigésimo primero. Apartado 7 - Segunda contrarrevolución
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