Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo primero. Apartado 6 - Rendición de Villa | Capítulo vigésimo primero. Apartado 8 - La gente de paz | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 21 - FIN DE LA GUERRA
SEGUNDA CONTRARREVOLUCIÓN
Para el alma popular de México, que sin poder profundizarse a la substancia de la realidad, creía al general Francisco Villa parte pura e inconfundible de la carne mexicana, el desastre villista ocurrido en Sonora fue una pena, considerándose con lo
mismo que el carrancismo, al que se tenía más que a manera de
representante de la constitucionalidad como un mero partido
político que no podía calificarse de verdadera expresión del
pueblo, era el dueño positivo de la victoria armada; también de
la victoria política.
Pensábase, sin embargo, que los acontecimientos registrados
en Sonora, constituían el anuncio preciso y definitivo de que la
República se acercaba a la paz. Y la paz era un deseo nacional,
perfectamente delineado; ahora que en el sentir general, la paz
no era la Revolución, sino la anti Revolución; pero esto, no
entrañaba maldad ni enemistad hacia la Revolución. Sucedía,
eso sí, que el discernimiento público, siempre hecho de sensibles
filamentos, estaba atrofiado por las guerras. Los hombres, en
efecto, habían perdido la costumbre de pensar. El mundo
mexicano constituía una mera objetividad. Los valores del
talento estaban acrecentados gracias al esplendor de la vocación
creadora, los valores de la cultura habían descendido. La gimnasia
del pensamiento no pudo ser compatible con la gimnasia
de la pólvora.
Por esto mismo, el deseo de una paz llegada, en unas cuantas
horas y consolidada en unas cuantas horas, no correspondía a la
realidad. El accidente puede operarse en un minuto de oscuridad
o de tragedia; pero el restablecimiento de la normalidad,
requiere la reconstrucción pausada y perseverante que ha
producido el cataclismo; y aunque las instituciones públicas de
México no habían sido destruidas, ni la nacionalidad exterminada,
ni los individuos violentados, ni la correspondencia
humana negada, ni los lazos de familia prohibidos; y aunque
nada de eso había sucedido y la patria seguía siendo la devoción
de todos los mexicanos, de todas maneras, la República tenía
que sufrir las consecuencias de los reajustes y reacomodos que
siempre traen consigo los acontecimientos públicos, sobre todo
si en éstos han intervenido las armas.
Así, la paz que el país empezaba a acariciar con verdadera
fruición, no era la paz como la anhelaban los mexicanos. La
realidad pacífica tangible no llegaba todavía al alcance de
México. Era necesario rehacerla; y rehacerla con leyes y pólvora.
Al finalizar el año de 1915, podía decirse que había grupos
armados, sin bandera, pero enemigos de la tranquilidad, hacia
los cuatro puntos cardinales de México. En Chihuahua, los
restos del villismo y el propio Villa, sin deponer las armas,
seguían presentándose como una amenza para el orden constitucional
y social. El zapatismo, irreductible, continuaba enseñoreado
de Morelos y del sur de los estados de Puebla y México.
Las faldas del Popocatepetl e Iztaccihuatl eran nidos de bandas
zapatistas, que aprovechaban todas las oportunidades posibles
para caer sobre los pueblos comarcanos que mucho les
ayudaban; pues daban por cierto —así era— que la gente de
Zapata representaba un generoso y también ambicioso progreso
de la rusticidad nacional.
En el norte de la península de Baja California, el coronel
Esteban Cantú, individuo sin ideales, pero muy dedicado a hacer
ensayos sobre el arte de gobernar, era el amo político y militar, y
por lo mismo negaba obediencia a las facciones en guerra.
Cantú, como es natural, daba órdenes y expedía decretos a su
capricho; ahora que con clarividencia advirtió la transformación
agrícola del Valle de Mexicali, de hecho entregado a la explotación
de tierras que llevaban a cabo empresas norteamericanas
con colonos chinos.
Viendo hacia el oriente del país, el general Manuel Peláez,
insurgente aventurero, ejercía el dominio de una parte de la
región petrolera; y diciéndo servir a la paz y a la neutralidad
política, era instrumento dócil y útil a las empresas petroleras
extranjeras; pues cuidaba de sus intereses, y esto mediante las
facilidades que las propias empresas le daban para la adquisición
de material de guerra en Estados Unidos. Gracias a Peláez, las
compañías explotadoras del petróleo mexicano pudieron
aprovechar los primeros años de la Guerra Europea, para repartir
los mayores dividendos de tales días.
Y mientras que el país seguía azotado por las partidas rebeldes que también operaban en Colima y Michoacán; en Chiapas y
Oaxaca; en Veracruz e Hidalgo; en Querétaro y Tlaxcala, los
antiguos porfiristas y huertistas, sin perder ánimo de reconquista,
seguían conspirando en San Antonio, Nueva York, Nueva Orléans y El Paso.
Los caudillos de la Contrarrevolución, como ya se ha dicho,
eran los generales Victoriano Huerta y Félix Díaz. Aquél,
estando a las órdenes del dinero que el imperio alemán invertía,
con la esperanza de establecer en México un gobierno aliado
para atacar a Estados Unidos, luego de una breve estadía en
Nueva York, se movilizó a El Paso a donde se habían concentrado
los ex generales y ex oficiales del ejército federal licenciado
conforme a la rendición de Teoloyucan.
Díaz, como se ha dicho anteriormente, se instaló en Nueva
Orléans, rehusándose a hacer pública toda manifestación de
descontento hacia la Revolución y ocultando al mismo tiempo
sus designios de guerra. Díaz, por supuesto, no se hallaba solo
en lo que respecta al desarrollo de sus proyectos contrarrevolucionarios. Tras de él estaban los ofrecimientos que en
armas, municiones, gente y dólares le hacían los viejos ricos del
porfirismo que habían logrado sacar sus fortunas del país, los
políticos expulsos, que conociendo los apetitos, vicios e impotencias
del general Huerta, no querían el menor roce con el
huertismo, y algunos miembros del clero católico norteamericano,
que infantilmente habían caído en las redes de los alborotadores
de la guerra, y los felixistas originados en el todavía poderoso
partido porfirista oaxaqueño, que de hecho dominaban al
estado de Oaxaca.
Las actividades políticas y bélicas de los huertistas y felixistas realizadas desde Estados Unidos tenían todos los visos de lo
extemporáneo. México tenía probada su vitalidad después de
cinco años de guerra civil; y después de eso, era llegado el
momento de que la República aborreciera nuevos derramamientos de sangre. El choque de armas empezaba a ser, si no es que ya lo era, detestable para el país. Lo que México exigía era una tregua. Además, ¿que podían ofrecer los contrarrevolucionarios que fuera capaz de conmover a la sociedad y a la
nación?
Si los viejos o primaverales caudillos y cabecillas de la
Revolución, se sometían uno después del otro al gobierno de
Carranza, o huían hacia los lugares más apartados de la República
dado que el poder y autoridad del Primer Jefe se dilataba más y más hacia las cuatro esquinas de México, poco o nada podía esperarse de nuevas actividades contrarrevolucionarias,
máxime que al entrar el año de 1916, el coronel Esteban Cantú,
dejando su posición política y militar apartadiza en Baja
California, entró en tratos con Carranza, mientras que el general
Zapata, intentando volver a la paz, pues el estado de Morelos
estaba agotado por la guerra, recomendó a sus soldados volver al
trabajo de la tierra, aunque sin abandonar los fusiles, para que
permanecieran en guardia contra cualquier avance que las tropas
carrancistas pretendieran llevar a cabo hacia el corazón del suelo
morelense.
Además, la última veintena de delegados a la Convención,
yendo entre ellos su presidente Francisco Lagos Cházaro, huía
de un punto a otro punto, sin saber qué hacer, pues le faltó el
apoyo del general Benjamín Argumedo a quien se ofreció, sin
resultado, la jefatura de un nuevo Ejército Convencionista, y del general Juan Andreu Almazán, quien prefirió continuar sus ligas con el general Emiliano Zapata.
Poco a poco, pues, y sobre todo en seguida de la rendición
(18 de diciembre) de numerosos veteranos del villismo en
Ciudad Juárez y de la toma (22 de diciembre) de la capital de
Chihuahua, que era la plaza capitana del villismo, el mundo
mexicano iba perdiendo la idea de que era posible el surgimiento
de nuevas empresas guerreras.
Poco a poco, por otra parte, las fuerzas del anticarrancismo
iban quedando reducidas al estado de Oaxaca. Aquí, los
oaxaqueños, siempre notables en la política y la guerra como
perseverantes, recios y rectos, tenían dos capitanes, si no
capaces de aventuras audaces, sí de mucho valimiento personal.
Además, muy conocedores de la mentalidad de su gente, en la
que es innato el reconocimiento y ejercicio de la función
autoritaria. Tales capitanes eran J. Inés Dávila y Guillermo
Meixueiro; aquél, personaje de vasta influencia entre los mixtecos;
éste respetado y admirado por los zapotecas; ambos con las
características propias para llevar ál convencimiento de sus
paisanos sobre cualquier plan político. Y el plan de Meixueiro y
Dávila era el de una Soberanía del Estado de Oaxaca.
Y, en efecto, arguyendo estar cansados de la Guerra Civil y
no sin advertir que correspondían a un pueblo contrario lo
mismo al gobierno de Venustiano Carranza que al de Fiancisco
Villa, Dávila y Meixueiro, diciéndose independientes, y
apoyándose en los preceptos de la Constitución Política de Oaxaca, y en el valor siempre incuestionable del soldado
oaxaqueño, se declararon Soberanos; y al objeto, sobreponiéndose
a las viejas y enconadas rivalidades que existían entre
ambos, procedieron a organizar un ejército y gobierno; y dieron
a aquél y a éste el tono y la exteriorización del separatismo
regional; ahora que en el fondo, el movimiento de Dávila y
Mexueiro, sólo pretendía la restauración del orden porfirista;
mas no tanto por devoción al caído presidente de la República,
sino por el designio de rehacer el poder que Oaxaca había
tenido en el mando y gobierno de la República durante medio
siglo. Oaxaca, en efecto, vió florecer una pléyade de hombres
que inauguró en México el principio de autoridad, el derecho de
la constitucionalidad, la función de las instituciones, y dio a luz
la idea inicial de la nacionalidad mexicana. El país era deudor, y
lo será al través de los siglos, de la instrucción y aplicación de
que se sirvió el régimen republicano, dirigido por los oaxaqueños,
para dar el orden cierto y efectivo al Estado nacional. El
pensamiento de aquéllos era justo y consagrado, pero Dávila y
Mexueiro muy pequeños para hacerlo esplender por segunda
vez, sobre todo frente al gran fenómeno que era la Revolución
Mexicana.
Tampoco poseían Dávila y Mexueiro cualidades de guerreros.
En el primero y el segundo prevalecían más las tradiciones
que sus virtudes personales. Había en ambos capitanes un
candor pueblerino, que no por ser candor dejaba de encantar al
pueblo rural, de manera que muchos fueron los oaxaqueños que
voluntaria y entusiastamente trataron de dar volumen al improvisado
ejército Soberano.
Los jefes de tal regionalismo, si tenían adeptos espontáneos
y valientes, en cambio carecían de armas, dinero, abastecimientos
y organización; ahora que esta última, dada la idiosincrasia
oaxaqueña y la tradición juarista y porfirsta, podía realizarse sin
mayores esfuerzos. Pero, ¿qué hacer para los suministros de
material bélico?
Oaxaca no era una región geográficamente favorecida a
manera de recibir los abastecimientos de guerra provenientes del
extranjero. Por otra parte, si los oaxaqueños comprendían la
función de su regionalismo o de su Soberanía, no podía decirse
otro tanto respecto a sus propias ideas políticas y sociales,
puesto que éstas y aquéllas, en la realidad, no existían dentro
del movimiento acaudillado por Dávila y Mexueiro. El programa
de los Soberanos, representaba principalmente una idea levantisca con fines de restablecer una autoridad local, primero; nacional, después, al margen de los partidismos.
Sin embargo, al ponerse sobre las armas y al invitar al pueblo de Oaxaca a seguirles en la aventura, Dávila y Mexueiro
creyeron que su enésimo y formal grito de guerra (3 de junio,
1915) bastaba para hacer sentir al pueblo de México que ambos
eran los paladines del culto porfirista, que a la vez quería decir
culto al orden y la paz. Creyeron también que a ellos acudirían
los revolucionarios del norte y de las zonas costaneras. Su error,
sin embargo, no tuvo límites; porque si siete u ocho mil
mixtecos y zapotecos se alistaron en las filas de la Soberanía, esto se debió a que los soldados de tan improvisado ejército no solamente perseguían el signo de la guerra patriótica y constitucional, al cual fue siempre tan afín el pueblo de Oaxaca
durante el siglo XIX, sino también a que de esa manera solucionarían
sus problemas; el de la tierra, en primer lugar; el de
una desocupación rural creciente, en segundo lugar.
Los pleitos por las tierras constituían una grande y significativa historia de Oaxaca. No eran, sin embargo, los pleitos
contra los grandes terratenientes. Tratábase de los pleitos que
durante años, habían dividido pueblos y familias oaxaqueños; y
ahora, con la proclamación de la Soberanía, se despertaba entre la gente la creencia de que, la autonomía del estado, les acercaría la posibilidad de poner el remedio a una situación
siempre congojosa, acrecentada por la falta de trabajo como
consecuencia de la guerra intestina.
Sumaban asimismo los pueblos oaxaqueños a la creencia de
que su soberanía les haría felices, la presencia entre los principales
capitanes del ejército Soberano de caciques y caudillos locales como Antonio García y Pedro Castillo, Onofre Jiménez e Isaac Ibarra, quienes tenían fama como hombres batalladores
y paladines incondicionales de los indígenas.
Mas la pureza de origen de la Soberanía empezó a desvirtuarse bien pronto, tanto por el ingreso a su ejército de los generales Panuncio Martínez e Higinio Aguilar, quienes no obstante su probada valentía estaban animados por propósitos
políticos, como debido a que Mexueiro y Dávila, comprendiendo
que no podrían ser caudillos ni héroes nacionales, empezaron
a procurar entregar sus mandos al general Félix Díaz, con lo
cual se originó que lo oaxaqueño se convirtiera en faccional.
Las empresas y decisiones de los Soberanos tuvieron la suerte de llenar la cabeza del general Félix Díaz con muchas ilusiones. Creyó Díaz factible repetir, al frente de los siempre aguerridos soldados y voluntarios oaxaqueños, las hazañas guerreras de su tío el general Porfirio Díaz; y por lo mismo, sin
entrar en dudas fundamentales, pronto quedó comprometido
con los mexicanos que dirigían la Junta contrarrevolucionaria
de Nueva York a aceptar la jefatura que, por conducto de tal
junta le ofrecía la Soberanía, y a marchar a México para ponerse al frente de los levantados y de quienes se llamaban felixistas.
Díaz, en efecto, nunca dudó ser hombre popular y poseer
no solamente los dones para entusiasmar a la gente, sino también
las cualidades de soldado para dirigir un ejército. Olvidaba,
por supuesto, el poder y la experiencia de los jefes revolucionarios;
olvidaba asimismo cuán difícil era el arte de las restauraciones
políticas.
Mas, mientras que la Junta de Nueva York movía el alma
ambiciosa del general Díaz, el general Victoriano Huerta,
establecido en El Paso, estimulado por los agentes del Imperio
Alemán y los desterrados mexicanos en San Antonio, hacía
preparativos para organizar un ejército y entrar a México por la
frontera norte.
Confiado en la firmeza de Huerta; confiado en la estrategia
de militar de éste; confiado, por último, en los informes que sus
agentes en México le proporcionaban acerca de las pocas
posibilidades de triunfo que tenía el carrancismo, el gobierno
imperial de Alemania depositó en el Banco Alemán de la
Habana ochocientos mil dólares, para que de ellos dispusiera
Huerta, a fin de dar desarrollo a los planes contrarrevolucionarios.
Huerta estaba en El Paso el 1° de julio (1915); y allí mismo
se reunieron con él Pascual Orozco, los antiguos Colorados de
Chihuahua y, como queda dicho, un buen número de generales y oficiales del disuelto ejército federal. Mas, como las empresas que pretendía Huerta estaban denunciadas al departamento de Estado norteamericano, tanto por Eliseo Arredondo, agente de Carranza en Estados Unidos, como por Enrique C. Llórente y Lázaro de la Garza, representantes del general Villa, el gobierno
de Wáshington se vio obligado a ordenar que Huerta, Orozco y
quienes concurrieran a una reunión que iba a efectuarse en
Newman (Texas), fuesen aprehendidos por violar las leyes de
neutralidad.
No todos los acusados, sin embargo, pudieron ser presos.
Orozco, entre otros, logró escapar. No así Huerta, quien
detenido fue llevado al Fuerte Bliss.
Orozco, comprendiendo el peligro personal que corría en
Estados Unidos, optó por internarse a territorio mexicano; pues
además abrigaba la seguridad de que en Los Frailes (Chihuahua)
le esperaban dos mil hombres debidamente armados y organizados.
Vadeó, en efecto, el Bravo, puso los pies en México; pero
al dirigirse a su punto de destino supo que sólo le aguardaban
veintitantos individuos. Así y todo, resolvió iniciar la guerra;
pero apenas empezaba la marcha acompañado de un pequeño
grupo, fue alcanzado por una partida revolucionaria, y en la
refriega halló la muerte. Muy oscuramente desapareció aquel hombre víctima de la ignorancia y la vanidad; pues salido, para asombrar al país en
cortos días, de la masa rural mexicana, y hecho caudillo de las
primeras partidas armadas del maderismo al final de 1910,
fueron tan súbitos y fáciles sus triunfos que llegó a creerse el
verdadero y único autor de la Revolución, lo cual, por ser tan
erróneo como peligroso, abrió entre él y el gobierno de Madero
un abismo que Orozco quiso llenar con una sedición, que no
sólo produjo numerosas víctimas, sino que, a la hora del fracaso,
le llevó a las más infortunadas e inexplicables acciones propias
del despecho. Con esto, haciendo negativa toda su obra de
maderista y revolucionario del 1910, cerró a sí propio todos los
caminos que le habían abierto sus primeros triunfos; y ya no
encontró otra manera de continuar su vida política y guerrera
que la de entregarse a la facción contrarrevolucionaria,
en cuyo campo cayó, sin que su nombre volviese a ser pronunciado
en el país sino con el desprecio que produce el ejercicio de
las satisfacciones personales.
Huerta sobrevivió al débil general Orozco muy contadas
semanas; pues sin dejar de conspirar y entrando y saliendo del
Fuerte Bliss, siempre acusado y luego absuelto por violar las
leyes de neutralidad de Estados Unidos, poco a poco su salud,
ya precaria desde la llegada a Nueva York, fue minándose hasta
el 14 de enero (1916), día en que falleció víctima de una ictericia.
A pesar de sus proyectos militares, de la ayuda que recibía
del gobierno imperial de Alemania, de las promesas que le
hacían sus antiguos compañeros de armas y de su optimismo
personal, el general Huerta no logró hollar el suelo de México,
dentro del cual, en aras de sus propios apetitos y de los apetitos
de los restauradores porfirianos, había causado tantos infortunios;
pues sólo a él, a Huerta, se debió el derrocamiento y
muerte del presidente y vicepresidente constitucionales. Sólo a
él, a Huerta, se debió asimismo una segunda y cruenta Guerra
Civil; ahora que, gracias a ésta, pudo la Revolución hacerse base,
columna y capitel de una colectividad que iba a crear, si no
nuevos regímenes de vida, sí nuevas vocaciones humanas.
Mas ese y otros acontecimientos que comprobaban cuán
lejos estaba ya el país de una restauración no tanto porfirista,
como porfiriana, no bastaron para desalentar a los conspiradores
de la Contrarrevolución mexicana que trabajaban activamente
en Estados Unidos.
Servía al estímulo de tales conspiradores la actitud comedida, pero valiente y resuelta, que conservaba el general Félix
Díaz en Nueva Orléans; pues muerto Huerta, ahora, para todos
los grupos correspondientes a la Contrarrevolución, no existía
más caudillo que Díaz.
Este no estaba manchado físicamente con la sangre de los
gobernantes constitucionales de México sacrificados en Febrero
de 1913; y si había sido cómplice de graves violaciones a la
Constitución, a los principios políticos y a la ley humana, de
todas maneras no tenía envuelta su dignidad personal ni sus
derechos ciudadanos en las redes del crimen. Y esto, dentro de
la situación que prevalecía en el país, era ya una cualidad; y una
cualidad que le hacía sobresalir en las filas de los contrarios a la
Revolución.
Además, no podía negarse que Díaz tenía el garbo de su
arrojo personal, de sus aptitudes de mando y de su nombre de
jefe militar. Carecía, por otra parte, de ideas políticas. No era
posible saber qué sería capaz de dar al país ni qué hacer para
corresponder a las exigencias que la Revolución tenía sembradas
entre individuos y comunidades. Tampoco presentaba un plan
para desarrollar después de terminada la Guerra Civil. No
existía, en suma, un programa del felicismo ni de los partidarios
del general Díaz. Háblase, pero siempre en términos generales,
de la paz y de los beneficios de la paz; de la concordia y de los
bienes de la concordia.
Llevaba el general Félix Díaz sobre su espalda el estigma de
dos fracasos políticos y militares: el de Veracruz, en 1912, y el
de la Capital, en febrero de 1913. El primero le había conducido
a la prisión; el segundo al destierro y a la burla. Mas
ambos fracasos estaban olvidados por los contrarrevolucionarios,
con la seguridad de que una vez que el general Díaz
tuviera en sus manos la espada de mando, no abandonaría el
camino de la Contrarrevolución, hacia el cual le empujaban
quienes no perdían las esperanzas de regresar al Poder.
Díaz, según éstos, era el llamado a salvar a México de la
Revolución, del caos y de la herejía. El obispo de Oklahoma
Francis C. Kelly, presidiendo a los católicos mexicanos y
norteamericanos, ofreció reunir veinte millones de dólares, que
deberían destinar a hacer la guerra al gobierno de Carranza; mas
como la cantidad prometida no era despreciable y por lo mismo
suscitó apetitos, empezaron las intrigas y rivalidades entre los
contrarrevolucionarios, pues mientras que unos consideraban
que la persona más indicada para la presidencia de la República
mexicana, en el caso de ser derrotado el Constitucionalismo, era
el novelista Federico Gamboa; otros, más apegados a la realidad,
exigían todas las facultades para el general Félix Díaz.
Las envidias, injurias y difamaciones entre las camarillas de
los desafortunados y despechados políticos de la Contrarrevolución,
alcanzaron tan indecoroso estadio, puesto que con todo
aquel teatro se daba un reprobable espectáculo en Estados
Unidos, que los llamados a suscribir el empréstito de los veinte
millones de dólares les retiraron su confianza, y el primer
capítulo de la nueva Contrarrevolución pronto quedo sepultado.
No por esto se desanimó el general Díaz en la realización de
sus proyectos de guerra; y al caso, autorizó al general Manuel
Peláez, para que pidiera, a las empresas petroleras extranjeras
que explotaban el subsuelo nacional, una cuota mensual de
diecisiete mil dólares, a fin de que tal cantidad sirviese para
organizar, armar y pagar a los soldados que deberían esperar en
las playas veracruzanas la llegada del propio Díaz, para en
seguida escoltar a éste hasta el punto a donde se hallaba el
grueso de un proyectado gran ejército.
Las compañías petroleras, con tal de seguir teniendo las
garantías armadas que les proporcionaba Peláez para continuar
extrayendo el petróleo mexicano y suministrarlo a los Aliados
europeos, no se negaron a cumplir con la contribución ordenada
por Peláez, quien de esta manera levantó cuatro mil hombres,
que parecían dispuestos a ser el primer sostén del nuevo caudillo
de la Contrarrevolución.
Así, cuando Díaz creyó que todo le era favorable para la
aventura en México, abandonó Nueva Orléans, y poco adelante
(18 de febrero, 1916), se embarcó sigilosa y clandestinamente en
Corpus Christi (Texas) a bordo de una goleta, que desde luego
puso la proa hacia la costa de México.
Al embarcar, Díaz tenía noticias que consideró ciertas y
precisas, de que sus partidarios, bien organizados y armados, le
esperaban en el extremo sur del estado de Tamaulipas, en donde
se suponía que iban a ser iniciadas las operaciones de guerra.
En efecto, el general Díaz llegó al punto indicado en sus
planes militares; pero no solamente el número de individuos que
le esperaba era corto, sino que quienes acudieron a recibirle, en
vez de mostrarse optimistas, desanimaron al general, advirtiéndole
que más allá de la pequeña región petrolera dominada por
las fuerzas de Peláez, el carrancismo era poderoso y por lo
mismo, sería muy difícil abrir un camino seguro para seguir el
viaje hacia el estado de Oaxaca adonde le esperaban Dávila y
Mexueiro.
Con tan malas noticias y advirtiendo el desánimo de sus
partidarios, el general Díaz optó por reembarcarse, creyendo
encontrar un punto más conveniente desde el cual dirigirse a
Oaxaca; mas apenas hecho nuevamente a la mar, empezó un mal
tiempo y la goleta fue arrastrada por las aguas del Golfo de
México yendo a encallar cerca de Matamoros (Tamaulipas); y
como ya las fuerzas constitucionalistas estaban avisadas del desembarco que preparaban los contrarrevolucionarios, apenas puso Díaz sus pies en tierra, cuando fue hecho prisionero;
aunque como iba disfrazado de marinero, sus aprehensores no le
reconocieron; pero sospechando que el grupo desembarcado de
la goleta correspondía a los enemigos del gobierno carrancista,
Díaz fue llevado a Monterrey.
Aquí, las autoridades militares del Constitucionalismo resolvieron consignarlo a un consejo de guerra; y como ni tales autoridades ni los miembros del consejo reconocieron a Díaz -tan bien fingió éste su papel de pescador naúfrago-, que el propio consejo, reunido el 26 de abril, convencido de que se
trataba de un pobre aventurero, optó por ponerle en libertad.
Pudo así el general Díaz viajar por territorio mexicano sin
tropiezo alguno, pues era tan desconocido para el pueblo de
México, que nadie paró mientes en que dentro de un modesto
paisano se escondiera un personaje del pasado, aspirante al mando
supremo de la República.
Ahora bien: si Félix Díaz había salvado su vida una vez más,
no por eso le abandonaba su mala estrella. A los fracasos de
1912 y 1913, se seguía un tercero: el de 1916; porque mientras
que el general desembarcaba en las costas del Golfo de México,
para luego ser llevado a un consejo de guerra en Monterrey, en
el estado de Oaxaca, los Soberanos, siempre entregados al optimismo y la esperanza de verse acaudillados por Díaz, eran derrotados por las fuerzas del Constitucionalismo y obligados a evacuar (2 de marzo) la plaza de Oaxaca.
Además, declarados fuera de la ley Mexueiro, Dávila,
Higinio Aguilar, Pedro Castillo y los principales cabecillas de
aquel movimiento localista; rendidos numerosos grupos de la
Soberanía a los primeros avances de los soldados carrancistas, y movilizados al sur del país las tropas constitucionalistas que
quedaban libres de la campaña del norte, el baluarte que en
Oaxaca creyó hallar el general Díaz estaba prácticamente
vencido. La mala suerte, pues, perseguía al caudillo de la Contrarrevolución.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo primero. Apartado 6 - Rendición de Villa Capítulo vigésimo primero. Apartado 8 - La gente de paz
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