Presentación de Omar Cortés | Capítulo vigésimo primero. Apartado 7 - Segunda contrarrevolución | Capítulo vigésimo primero. Apartado 9 - Los nuevos días | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO TERCERO
CAPÍTULO 21 - FIN DE LA GUERRA
LA GENTE DE PAZ
Cuando México llegó al final de 1915 -el año que el vulgo llamó el Quince Terrible porque no sólo el país se entregó a los brazos de la muerte, sino que también se dividieron las familias y fue desollado el cuerpo de la tranquilidad nacional y los hombres se volvieron escépticos— una vez más se hacían
cálculos de paz y se creía que sólo podrían quedar los rescoldos
de la guerra.
Sin embargo, eran tan numerosos los soldados y los
políticos; y tanto los primeros como los segundos se habían
acostumbrado a las luchas intestinas, y cada quien deseaba
hallar en medio de aquella situación su propia manera de vivir y
sobre todo la seguridad de su porvenir, que puede decirse que
existía un partido que, sin ser militar ni guerrero, seguía creyendo
en la guerra.
Frente a ese partido que sin estar organizado poseía su
propia alma, se hallaba otro, quizás más numeroso en cuanto a
cantidad, pero más desnutrido en lo que respecta a calidad. A
este segundo partido se le conocía como el de la Gente de Paz; y
no porque ésta fuese contraria a la Revolución, sino porque
estaba entregada al egoísmo personal y colectivo determinado
por el ansia del sosiego. La gente de paz, pues, sin discutir los
méritos o defectos de la Revolución, sólo afirmaba que la
Guerra Civil había sido un disparate.
De esta expresión no avanzó ni retrocedió la gente de paz; pues como no quería o no podía perturbar o enredar su tranquilidad
solemne, no procuró la causa de los acontecimientos y,
por lo mismo, le pareció que la Revolución era un mero
encuentro a balazos, sin más finalidad que la matanza de los
hombres, en aras de las ambiciones más vulgares.
Pues bien: la gente que a sí misma se llamó de paz, vivió lejos de los campos de batalla; aunque sin dejar de seguir los
acontecimientos de la guerra, ya que de alguna manera estuvo
ligada a los individuos que formaban en las filas de los ejércitos
combatientes. Por esto mismo, tal gente no dejó de ser parte de
la Revolución.
Esta, en la realidad, no era solamente la lucha armada. Era
un suceso que ataba a todos los mexicanos, puesto que conforme
corrían las horas después del noviembre de 1910, se iban
desenvolviendo los hombres y las ideas. Así, al cabo de cinco
años, no eran los mismos pensamientos ni iguales las ambiciones
que reinaban en el alma humana de México. La gente, aunque se
dijera de paz, no podía retroceder. Y esto, no por lo que hacía a
los sistemas o partidos políticos, ni al desarrollo de las instituciones
públicas, ni por lo conexivo o derivado de doctrinas
sociales, ni por lo que demandaba el demoliberalismo. La gente
no podía retroceder; porque después de 1915, no había un
mexicano capaz de abjurar del despertar de sus ambiciones.
Ahora existía un pueblo mexicano vasta e intuitivamente ambicioso;
también, franca y abiertamente, dos partidos. Uno, el
revolucionario; otro, el contrarrevolucionario; y con todo esto
una nueva mentalidad: la que guiaba a la gente de paz para
redondear y hacer efectivas sus esperanzas.
Para conocer la trascendencia del suceso, no se puede
disponer de una medición histórica; pero sí de un termómetro
social, puesto que al final de 1915, será difícil hallar mexicanos
de la nueva clase selecta que, ya en el orden político, ya en el
orden económico, ya en el orden jurídico se formó bajo el sol
de la Revolución, que se preguntasen, que va a ser el 1916;
porque el 1915 cambió o modificó la vida del país —también el
pensamiento o la intuición de los mexicanos, aun de aquellos
que no se sabían expresar. Y este cambio o modificación no se
manifestó en exteriorizaciones físicas; tampoco en transformaciones
económicas: el techo, el vestido, la alimentación, la
escuela, no han podido desarrollarse en medio de la contienda
armada. Los cambios o modificaciones de vida mexicana se
representó en que cada quien, aunque fuese de las más débiles
raíces nativas de México, se sentía capaz para acrecentar su personalidad
y la personalidad de sus semejantes.
Es este período el más eximio de México; pero como a las
composiciones de tal período había que darle nombre, quedó:
generalizado el nombre de revolucionario; y como era necesario
animar todos los reflejos del acontecimiento, vinieron las manifestaciones
de lo que representaba lo humano.
Así, después de la guerra, era necesario escuchar a aquellos
que, ora por temor, ora por egoísmo, ora por pereza, ora por
comodidad no habían concurrido al tronar de los cañones o a la
marcha de las tropas.
La gente de paz, indubitadamente, no podría hacer criterio de las cosas bélicas; tampoco sería capaz de formular doctrinas";
pero su voz no estaba llamada al menosprecio en el concierto de
la patria, sobre todo si se considera que esa misma gente
iniciaba la procesión funeraria del Estado policía, para dar, sin
condición expresa, los primeros principios de un Estado meramente
político, que más adelante constituyera el fundamento
de la virtud revolucionaria.
Ni una voz documental y doctrinal se había alzado hacia
esos días contra el Estado policía. Habíase hablado contra la
tiranía, la dictadura y el despotismo; pero esto, concediendo que
el despotismo, la dictadura y la tiranía, sólo correspondían a la
autoridad personal. No existía, pues, una definición verdadera
del cambio o modificación de vida que el país ganaba con la
Revolución. Esta se manifestaba contraria a todos los aspectos
del autoritarismo personal; pero no se atrevía a negar el Estado
policía. Sin embargo, tal negación salió de una élite de la gente de
paz; porque, en efecto, fue en la Universidad de México donde
se escuchó la voz del Bien concertado. Y tal voz se produjo en
los labios del licenciado Antonio Caso.
No era éste un político, ni un literato, ni un historiador, ni un jurista. Era un elocuente divulgador de las ideas que negaban
el egoísmo, el imperio, la sujeción y todos los agentes que
inspiraban el odio, el peonaje, el capricho, la omnipotencia y la
guerra. No predicaba Caso la paz; tampoco condenaba la guerra.
La Guerra Civil estaba aun latente; la Revolución era inspiración
creadora. Caso hablaba, en cambio, de la existencia humana en
símil magnífico con la caridad; y como no poseía ideas propias,
no trataba de convencer, pero sí de instruir.
Caso, con verbo extraordinario, atraía a los jóvenes que, en
los delirios del saber, tan propios y frecuentes en quienes sufren
las anomalías iluministas de la adolescencia, permanecían
impávidos frente a la guerra de sus compatriotas, llamándose,
con soberbia inaudita, en medio de las miserias de la escuela
mexicana, los Sabios de Grecia, ahora que tal apellido, unido a
las ocurrencias cotidianas que se registraban en los costados,
frente y espalda de México, hacía vislumbrar otra, aunque frágil,
enramada de la armonía.
Al igual que la gente de paz, los excelsos de las letras medianas de México, veían transcurrir los días de la guerra cruenta
que se dilataba a todos los rincones de la República, como hecho
incomprensible o desdeñable, del que sólo gozaban, sin saber
por qué, la lenta muerte de aquel vasto cuerpo político que sin
serlo propiamente todavía, estaba considerado como el cuerpo
del régimen porfirista.
Y, en efecto, sentados tarde a tarde en los bancos de la
Alameda de la colonia de Santa María la Rivera, de la ciudad de
México, Antonio Caso, Luis G. Urbina, Enrique González Martínez,
Carlos González Peña y Artemio de Valle Arizpe, todos
ellos hombres de letras, suspiraban, con profundidad cristiana,
después de haber servido al huertismo por el entendimiento
humano entre tos mexicanos. Tenían el alma acibarada; pero
anidaban todos los poemas de la paz, y habían llegado a comprender,
como en los versos que escribía y les leía González
Martínez, con melancolía y solemnidad, y siempre al atardecer
romántico, el temor de la muerte. Tal parecía que con esto,
estaban temerosos de un fallecer ineludible de su patria. Tan
profundo así era el espíritu de congoja que azogaba a la gente
ajena a las actividades o intereses bélicos.
A ese pensamiento más literario que filosófico, pero también
más ligero que reflexivo, acrecentado con el encarcelamiento
de Urbina, González Peña y Caso, acusados los tres de
sospechosos contrarrevolucionarios, contestaba con verbo
heroico el optimismo social; porque optimista era el canto a las
libertades que entonaba Ricardo Flores Magón, quien después
de dos años de encierro en la prisión noramericana de Mc´Neil,
volvió (enero, 1914) a sus ensueños insurreccionales, ahora
abrazando con extraordinaria y sincera vehemencia a la Anarquía.
Los hombres, la asociación de los hombres —escribía Flores Magón en su Regeneración- podría vivir sin Estado; en condición sublime de la Libertad; bajo el cielo del entendimiento
pacífico y feliz. Mas el podrían, predicado con suprema
dedicación y manifiesto desinterés por Flores Magón, no iba
acompañado del cómo. Esto último, para tan singular hombre,
no importaba. Lo principal —y ¡dichoso el individuo que así
creía! — consistía en glorificar la Libertad. Y Flores Magón la
glorificaba como pocos seres humanos lo habían hecho. Quizás,
sin definición social, la hallaba de condición humana; tal vez a
manera de condición humana de un pueblo que, como el de
México, la sentía intuitivamente.
Aquel culto floresmagonista no se oponía a que, en
ocasiones, el propio Flores Magón acercara sus ilusiones
revolucionarias al zapatismo, que era manifestación de
autoridad, de una autoridad localista, rural, mínima, pero de
todas maneras, autoridad que reñía con la idea libertaria del
anarquista mexicano. Y tan cierto era esto último, que pronto
se convenció Flores Magón de su error; pues si los partidarios de
Zapata idealizaban la rusticidad del zapatismo y con ello le
restaban pequeñeces de la ignorancia, vanidad y ambición, poco
adelante sobresalía la voz autoritaria de Zapata; y el acontecimiento
llevado y discernido por el alma de extraordinario
combatiente de las libertades que era Flores Magón, hacía
decrecer en éste y en los floresmagonistas el credo del caudillo
suriano.
En quien, tratándose de los caudillos de la Revolución,
ponía Flores Magón no sólo su desprecio, antes también su
odio, era en Carranza. Este, para Flores Magón, era un vulgar jefe
político, ayuno de ideas, enemigo de la Libertad y de la Revolución;
de la Revolución como la había concebido el floresmagonismo
en 1910, o como. la realidad la iba presentando
paso a paso, pero con manifestaciones tangibles. Y el odio hacia
el Primer Jefe, llevado a la lucha del coraje, hacía que Flores Magón propusiera (julio, 1915) la organización armada de los hombres de ideas contra el carrancismo.
Optimistas, aunque sin negar el principio de autoridad que
proscribía Flores Magón, por creer en la posibilidad de crear un
nuevo Estado social y económico mexicano, eran Miguel Mendoza
L. Schwerfeger y Tomás Rosales. Aquél, prediciendo un
Socialismo agrario; éste, proponiendo una República Social
Sinárquica: la verdadera República del pueblo, decía Rosales.
A ambos expositores de problemas y soluciones sociales,
que parecían tan fáciles de ponerse en práctica, se unían las
sociedades teosóficas, los centros espiritualistas y los grupos que
se proclamaban tolstoianos; e impresos, ya por los primeros, ya
por los últimos, el hecho es que hacia los días que recorremos
(mayo, 1915), circulaban en la ciudad de México, un himno a la
tolerancia humana y unas plegarias sociales, para recordar,
en medio de la lucha armada que vivía a lo ancho y largo del
país, que era necesario considerar que todos los hombres eran
hermanos.
No contaban tales agrupamientos semifilosóficos, semipolíticos y semisocialistas con numerosos adeptos. Sus directores
pasaban por individuos excéntricos y por lo mismo ajenos a las
realidades dentro de las cuales vivía la República con agrado o
sin agrado, pero de todas maneras las vivía. Así y todo, tales
manifestaciones denotaban el deseo de la gente de paz para
hacer volver al país hacia las horas del sosiego y de la comprensión
mutua.
La guerra, aun dentro de aquellos que habían hallado en el
belicismo una manera de vivir, o de hacer carrera, o de obtener
ganancias, había perdido el asentimiento del pueblo. Este,
creyendo que lo sucedido bastaba para realizar sus preocupaciones,
consideraba la guerra como un hartazgo. En el ambiente
de la República tenían resonancia las voces de amor humano y
porvenir; también aquellas que hablaban de la democracia, de lo
popular y de las libertades.
Y esto último estaba tan profundamente arraigado en el
alma de la nación -lo cual significaba que la Revolución era un
acontecimiento aceptado por la República— que iba a comenzar
una época nacional: la del populismo; y si no se empleaba
específicamente esta voz, sí empezaban los días de las concesiones
a lo que se creía de necesidad o conveniencia popular.
Así, como gracia al pueblo, fueron reabiertos los templos
católicos. Gracia asimismo constituyó la reivindicación, sin una
ley definida, de la tierra; gracia lo que se calificó de incorporación
de la raza indígena a la civilización; gracia, las tiendas y
precios oficiales a los artículos alimenticios; gracia, el nuevo
plan para estudios preparatorios, con los cuales, lo clásico quedó
sustituido por los ejercicios físicos.
En medio de ese populismo, hubo otras manifestaciones que
representaban la idea principal de la Revolución, a pesar de que
a primera vista aparecían como antagónicas a la Revolución,
cuando en la realidad sólo eran complementarias.
Una de esas manifestaciones eminentemente política fue la
del Constitucionalismo. La Revolución, abriéndose paso entre la Guerra Civil y tratando de sepultar a ésta, quiso ser, en el primero de los términos, expresión precisa de la Constitución. Mas,
la Revolución ha sido un hecho esencialmente rural, ¿era la
Constitución un instrumento de la vida pública, civil o doméstica
de la gente del campo? ¿Era tal documento, aprobado y
expedido en 1857, la expresión de la masa rural de México?
Verdad es que la Constitución fue sombra amable para todas
las libertades. Verdad que otorgaba garantías para la individualidad
sin distinción de mentalidad; pero en el fondo, la Carta
Magna estaba concebida y prescrita para el dominio urbano. Lo
ciudadano sobresalió a lo rústico, de manera que la gente del
campo no podía apreciar lo constitucional, a excepción de lo
que se significaba como libertad y paz. De aquí, las incompatibilidades
constitucionalistas que intuivamente advertía la masa
rural y debido a lo cual, esa masa se entregaba fácilmente a las
facciones que, como la villista, tenía las exteriorizaciones de lo
rústico.
Ahora bien: no escapó a Carranza el despego de la población
del campo hacia el Constitucionalismo, como mera expresión constitucional, y quizás por esto mismo, el Había una condición más cercana al pueblo que la propia
Constitución. Tal condición, que no era precisamente un medio
político, pero sí común a los intereses de los filamentos sociales,
regionales y clasistas, significaba una idea: la nacionalidad. Con
esto, por lo menos, tenía la virtud de ayuntar el campo a la
ciudad y daba al país un principio unitario. Tal condición, pues,
era la de lograr la existencia de una nación.
Dentro de este principio, no se establecían las limitaciones
de la constitucionalidad de las que ahora trataba de huir
Carranza, considerando que una fórmula estrictamente constitucional
no sería suficiente para rehacer la vida del país, para
borrar las huellas del abandono rural que se contaba entre las
causas principales de la Guerra Civil y de la Revolución; y para
cumplir con un compromiso de palabra y sangre que él, como
Primer Jefe, había hecho al pueblo rural de México, creía que anterior a la aurora de la constitucionalidad, debería establecer un período preparatorio. Una masa rústica no por ineptitud,
sino por estar al margen de la vida urbana, no podía llegar,
improvisadamente, a un estadio qué sólo comprendía, y estaba
capacitado para cumplir, un veinte por ciento de la población
mexicana. Y, en efecto, si las leyes eran dictadas para la función
del ciudadano, ¿cómo hacer posible que tal legislación estuviese
al alcance del no ciudadano? Porque empezaba a entenderse en
el país que el ser ciudadano, no correspondía únicamente a un
precepto que demanda determinado origen de nacimiento, a una
edad especificada y a un comportamiento civil prescrito. Entendíase
que el ciudadano correspondía a la urbe, no sólo en
derecho, antes también en hecho; y la Revolución no podía
decretar derechos, sino también hechos. Así, una Constitución
de facto requería ciudadanos de facto.
De esta suerte, Carranza, con mucho patriotismo, tratando
de evitar un porvenir sombrío para México, buscaba una fórmula
que, sin dar preponderancia a la casa rural, pero sin aislar a
ésta de la población urbana, conciliase ambas. La tarea, sin
embargo, no era fácil. Carranza no halló otra solución que la de
detener la aplicación de una constitucionalidad, y proyectó y
puso en práctica un período al que dio el nombre de preconstitucional.
No faltaba dentro de la idea abrazada con el nombre de
preconstitucionalidad, una sabia manera de conducir a un
pueblo. No faltaba tampoco una esperanza de realizar una
pronta transformación de las cosas, pero sobre todo de la vida
del pueblo rural. No faltaba, por último, la creencia de que
entre la guerra y la paz era posible la existencia de un período
capaz de extinguir aquélla y de hacer la segunda. La voluntad y
la preocupación patriótica de Carranza podían tenerse como
suceso efectivo.
Todo eso, que en ocasiones se presentaba con incoherencias
o fulgurantes optimismos, constituía la manifestación clara y precisa de que el país, todavía sin concierto, buscaba los remedios posibles a los males que tanto habían padecido.
Podía asegurarse que los caudillos de la Revolución tenían
perdido su interés personal; que éste estaba sustituido por una
multitud de proyectos, no siempre propios, pero en su mayoría
iluminados por la generosidad. Así, las maldades, siempre cauda
de las guerras, iban decreciendo, y aunque a continuación, por
ley natural, tenían que seguir los errores, no por ello se minoraba
la esencia de la Revolución ni la esencia de los caudillos. A
la vanidad que trae consigo todo lo hazañoso, se seguia ahora el
desinterés. Resurgía el idealismo de 1910. Los hombres dejaban
de hacer cálculos personales, para pensar en la bondad de sus
sistemas. La dicha volvía a acariciar a los mexicanos, que en esta
vez estaban convencidos de que tal dicha no residía únicamente
en la paz, sino también en la medida y calidad del pensamiento.
Una vez más los caudillos, ya guerreros, ya políticos de la
Revolución, se entregaban a las ideas. Mas ahora querían hacerlas
efectivas; y así se preguntaban, al igual que Carranza, si sería o
no necesaria una nueva Constitución, o qué clase de leyes
requería la nación, o qué sistemas de vida eran los mejores para
los mexicanos, o cuales doctrinas sociales traer del extranjero; y
esto último, no por falta de nacionalidad o patriotismo, sino
porque quien más, quien menos, buscaba formas novedosas,
capaces no sólo de deslumbrar al país, sino también del proporcionarle
bienestar.
A ese nacimiento o movimiento de ideas; de ideas que constituían manifestación precisa de la gente de paz, se agregaban las
correspondientes al Socialismo internacional, que no habían escaseado en las asambleas políticas y revolucionarias durante la Guerra Civil; pero que a la derrota del convencionismo tendieron a desaparecer, no sólo porque el carrancismo fue siempre adverso a la literatura extranjerista, puesto que no tenía más doctrina que la Constitucional con sus derivaciones agrarias y
nacionalistas, sino también debido a que los agrupamientos
obreros se sentían profundamente defraudados después de
haber servido, sin estímulo ni recompensa, en los campos de
batalla. Los líderes de la Casa del Obrero Mundial empezaban a reconocer el error cometido al aceptar ser parte de un gobierno que representaba intereses ajenos al proletariado urbano.
Como consecuencia de esa vuelta al origen de las luchas
sindicales y de las ideas socialistas, en las filas obreras surgía una
corriente contraria al carrancismo. Ahora se sentía la necesidad
de una independencia sindical. Las agrupaciones obreras consideraban
la posibilidad de crear un poder no tanto político cuando social. Los adalides eran anarcosindicalistas o socialistas apolíticos. El proletariado, en el nuevo concepto que animaba a la renaciente organización de los trabajadores, debería ser ajeno a los asuntos del estado.
Y esta actitud del proletariado iba acorde con la reapertura
de las fábricas y talleres en el Distrito Federal, Puebla, Veracruz,
México y Tlaxcala, de manera que el gran problema de la
desocupación urbana de 1915, ahora se presentaba como un
problema de trabajo; porque faltaban brazos, y los requerimientos
del mercado de la producción y el consumo se acrecentaban.
El fenómeno era inherente a la paz; a la vuelta a las labores
suspendidas durante la guerra; al deseo nacional del restablecimiento
económico; a la reacción moral que se sigue en las colectividades después de acudir éstasa los acontecimientos fortuitos. El fenómeno, pues, no era de naturaleza extraordinaria. Era correlativo al desarrollo de las cosas.
No lo veían así los caudillos de la guerra. Creían, al efecto, que las reuniones de los trabajadores, en las cuales éstos discutían
y aprobaban lo conveniente para la reorganización de sus
salarios y condiciones de fabricación, estaban inspiradas por
fines aviesos; que los líderes obreros pretendían aprovecharse de
los agrupamientos sindicales para contrarrevolucionar; ahora
que esto último era explicable, dada la inexperiencia pública y social de tales caudillos.
De esta suerte, lo que la autoridad militar carrancista pedía
al final de 1914 a los obreros del Distrito Federal —y no sólo
pedía, sino también prometía—, al comienzo de 1916 era condenado.
A la alianza carrancista y obrera, firmada para llevar a
cabo la organización de los Batallones Rojos, se seguía ahora la amenaza del Constitucionalismo hacia las clases trabajadoras. El general Pablo González, adelantándose a una situación que en la realidad estaba lejos de ser cierta, advertía que habiendo la
Revolución combatido la tiranía capitalista, no podía sancionar
la tiranía proletaria; y esto, que no era considerado
como materia de doctrina ni como hecho cierto, servía no tanto
para causar el disgusto o desengaño entre la clase trabajadora,
sino para acrecentar la fuerza de la gente de paz, de manera que
ésta empezaba a ver en los ciudadanos armados, en los generales
y en los soldados de la Revolución, a individuos contrarios a la
tranquilidad pública y al desenvolvimiento formal de las ideas
políticas.
La victoria del Constitucionalismo, que pudo abrazar fácilmente a toda la población mexicana, empezaba a significarse como victoria específica de partido; mas esto no porque contrariara a la nación la existencia de un partido triunfante, sino
porque tal partido parecía pretender un monopolio de la
situación nacional y sepultar con ello los tantos y varios
problemas que surgían como consecuencia de la Guerra Civil, y
que el gobierno de la Revolución estaba obligado a estudiar y
dictaminar, sin hacer omisión de las clases más pobres ni de los
grupos acaudalados, y que la Revolución no había hecho distinción
de clases, ni era esa su misión, ni tal el sentir de México.
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimo primero. Apartado 7 - Segunda contrarrevolución Capítulo vigésimo primero. Apartado 9 - Los nuevos días
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